Mucho se ha dicho, tanto en el campo de la semiótica como de la antropología y el psicoanálisis, sobre el famoso concepto de “eficacia simbólica” formulado por Claude Lévi-Strauss en 1949 para explicar la incidencia tanto afectiva como orgánica de ciertos rituales y configuraciones míticas. Recordaremos que el origen de esta reflexión se encuentra en el análisis de una cura chamánica realizada por los indios cuna de Panamá en el contexto de un parto difícil. El antropólogo postula que la “eficacia” de esta intervención —el hecho de que, ante los ojos atónitos de los occidentales, dé resultado— se basa en la posibilidad de establecer una relación de equivalencia entre el relato mítico, conocido como La ruta de Muu, y los procesos fisiológicos de la parturienta. De este modo, la resolución de ciertos conflictos en el plano narrativo produce un verdadero “desbloqueo” físico. En palabras de Lévi-Strauss, “la eficacia simbólica consistiría precisamente en esta ‘propiedad inductora’ que poseerían, unas con respecto a otras, ciertas estructuras formalmente homólogas capaces de constituirse, con materiales diferentes en diferentes niveles del ser vivo: procesos orgánicos, psiquismo inconsciente, pensamiento reflexivo” (Lévi-Strauss, 1949/1992, p. 225).
Esta investigación ha sido objeto de tantos desarrollos, discusiones y cuestionamientos, que hoy en día parece difícil agregar algo más al respecto. En el presente artículo me propongo insistir en la importancia del componente rítmico de la enunciación, considerando que La ruta de Muu es antes que nada un encantamiento y que, como tal, posee la forma de un canto. Para ello, retomaré, entre otras, las consideraciones fundamentales de Carlo Severi (2004/2015), quien rebate algunos argumentos de Lévi-Strauss para centrar su atención en la dimensión enunciativa y sonora de la cura chamánica. Sobre esta base, me interesa sugerir que la estructura de este ritual probablemente se funda no sólo en el principio de paralelismo —que, por referencia a Jakobson, Severi considera la clave de organización de sonido y sentido—, sino también en el recorrido aspectual y tensivo que genera su despliegue sintagmático. De este modo, intentaré mostrar cómo la secuencia ataque-tensión-distensión, que se aplica tanto a la prosodia de la lengua como a la música, puede ser homologada a las tensiones y distensiones del cuerpo, en particular a través de la respiración, a través de la cual la enunciación, efectivamente, se encarna. Este fenómeno permite suponer que la “creencia” en la cura por parte de la parturienta no es sólo de carácter cognitivo, sino también, o antes que nada, de naturaleza somática: encarnar el ritmo implica la instauración de una fiducia perceptiva cuya realización por excelencia se produce en el marco de la enunciación musical.
Para empezar, observaré, de modo sucinto, que el análisis que conduce a Lévi-Strauss a la conclusión relativa a la homología estructural entre el mito, los afectos y la fisiología se desarrolla en tres niveles: narrativo, figurativo y modal. En el nivel narrativo, el antropólogo identifica en la encantación chamánica varios motivos canónicos: el viaje, la búsqueda, la batalla, la victoria y la reconciliación. En el plano figurativo, ciertas construcciones metafóricas aseguran la bi-isotopía del discurso: el camino y la morada de Muu —“potencia responsable de la formación del feto” (Lévi-Strauss, 1949/1992, p. 212)— representan respectivamente la vagina y el útero de la parturienta, mientras que la resistencia y los obstáculos que es preciso superar trazan su “geografía emocional” (p. 219). En el plano modal, el “creer” constituye la base de la operación mágica: si la paciente se cura, es porque se adhiere al mito y a las transformaciones que se supone debe realizar en el marco de un sistema de pensamiento específico.
Como decía, entre la semiótica, el psicoanálisis y la antropología, los desarrollos posteriores del concepto de eficacia simbólica han contribuido a profundizar en estas diferentes dimensiones. Por citar sólo algunos de estos trabajos, recordaré que los procesos semióticos implicados en tales homologaciones son explorados por Jean-François Bordron (2021), quien retoma a Cassirer para referirse a la “estructura analógica de las formas simbólicas” en la práctica de la hipnosis en general. Por su parte, Denis Bertrand (2007) encuentra la clave de la eficacia simbólica en el semisimbolismo en tanto relación de equivalencia entre los formantes del plano del contenido (“el discurso de las palabras”) y del plano de la expresión (“los discursos del cuerpo”). En cuanto a la dimensión modal, relativa al creer, Alain Caillé y Pierre Prades (2015) consideran que la creencia que garantiza la eficacia simbólica tanto en la cura chamánica y religiosa como en la psicoterapia moviliza al mismo tiempo las sensaciones, los sentimientos y las representaciones —de ahí la importancia, en psicoanálisis, de la transferencia en tanto proyección de deseos inconscientes sobre la relación analítica misma, donde el terapeuta se ve investido de las modalidades del saber, el querer y el poder. Caillé y Prades concluyen así que la eficacia simbólica es indisociable de la eficacia relacional.
Estos diferentes estudios, entre varios otros, cuestionan la relación entre lo psíquico (o semántico) y lo orgánico, y al respecto sugieren que los mecanismos de representación y proyección movilizados en el plano del contenido del relato —y, en el caso de Caillé y Prades, en el marco de la situación comunicativa, que incluye a los participantes— garantizan la eficacia del discurso, ya se trate de un mito colectivo, como en el chamanismo, o de un mito individual, como en el psicoanálisis y la psicoterapia. Sin olvidar la importancia de las operaciones semánticas, afectivas y modales en esta manipulación de la fisiología, me centraré aquí en un factor que tanto los investigadores citados como el propio Lévi-Strauss parecen dejar en suspenso: el componente rítmico de la enunciación, estrechamente ligado, aunque no de manera exclusiva, al plano de la expresión. Ciertamente, Lévi-Strauss no deja de observar en el encantamiento cuna la repetición de ciertas secuencias y palabras, así como el tempo en el que se desarrollan algunos temas míticos y fisiológicos. Pero estas observaciones relativas a lo que en semiótica se llama la textualización —ya que se refieren a la sucesión, más o menos rápida, de motivos y figuras— no son objeto de una reflexión sistemática que el concepto de ritmo me parece poder estructurar.
Prolongando la hipótesis de David Le Breton (1991) —quien considera que el paso de una psicosemántica a una fisiosemántica se opera gracias al cuerpo mismo como material de simbolización—, Dominique Ducard afirma, a propósito de la eficacia simbólica, que “si los signos del lenguaje pueden a veces afectar al cuerpo, no es sólo por la fuerza imaginativa de lo que evocan, sino también por su materialidad audible o visible” (2003, “3. Un effet d’induction”, la traducción del francés es mía). Sobre la base de este postulado, Ducard menciona justamente “la importancia del ritmo en el desarrollo de la ceremonia”, así como el rol, en los rituales y ceremonias mágicas, “del encantamiento y las exigencias de la cadencia y del metro, más o menos regulado, que son impuestas a las secuencias cantadas o salmodiadas” (2003, “4. Matérialité et continuité sémiotique”). Es en esta dirección que deseo orientarme.
Para ello, me resulta indispensable remitirme a la reflexión de Carlo Severi (2004/2015), quien, gracias a su propio trabajo de campo en la aldea cuna de Mulatupu, aporta una observación de suma importancia: dado que los cantos rituales cuna recurren a una “lengua especial”, distinta de la cotidiana, es imposible que la paciente comprenda integralmente —como suponía Lévi-Strauss— el relato que el chamán enuncia. Sólo algunas palabras le resultan inteligibles, pudiendo así orientar la evolución de su imaginario y las transformaciones de su “geografía afectiva”. Pero, de modo general, la parturienta se ve confrontada “a la pura percepción de un sonido incomprensible” (Severi, 2004/2015, capítulo 3, “Proyección y creencia”), percepción que sería prácticamente la única responsable de la relación postulada por Lévi-Strauss entre “símbolo [el monstruo] y cosa simbolizada [la enfermedad]” (Lévi-Strauss, 1949/1992, p. 221). Este fenómeno conduce a Severi a centrarse precisamente en el plano de la expresión del canto chamánico: “la música de las palabras”, como él la llama. Retomando a Jakobson, el antropólogo afirma entonces que esta música “se torna sensible solo gracias a una particular organización de los sonidos, que establece un doble registro de resonancias: una entre sonidos y significados, otra entre secuencias de sonidos puros” (Severi, 2004/2015, capítulo 3, “Sonido y sentido: una escucha musical”). En el canto mismo es posible identificar “configuraciones sonoras regulares”, de modo que “la imagen construida por el canto en la escena ritual del enunciador se puede describir como una línea regular y continua de sonidos enunciados a los que se acompañan, de manera discontinua e irregular, como puntos luminosos, con las palabras cuyo sentido el paciente habrá comprendido” (Severi, 2004/2015, capítulo 3, “Sonido y sentido: una escucha musical”).
Sobre la base de las consideraciones de Severi, quisiera sugerir una hipótesis distinta: la línea trazada por los “sonidos enunciados” no sería regular sino, por el contrario, irregular, dado que estaría marcada por tensiones y distensiones diversas. Esta hipótesis remite en última instancia a la crítica que Claude Zilberberg opone a la función poética de Jakobson: según el semiotista, esta función, tal como el lingüista ruso la concibe, sería una “función local, capaz de constituir las secuencias según el dos-a-dos del paralelismo” (Zilberberg, 1988, p. 143, traducción propia). De acuerdo con los fundamentos de su teoría tensiva, Zilberberg sostiene que “si se quiere ver en ella una función a distancia, se revela insuficiente y no adquiere sentido que si aparece como motivo, programa y razón de un recorrido” (Zilberberg, 1988, p. 143, traducción propia).
Sin tener acceso a la experiencia de campo en la cual se basa la investigación de Severi, me parece no obstante posible deducir las características de ese “recorrido” en el canto cuna a partir de las breves referencias al tempo que hacen los investigadores que han trabajado sobre este ritual: “nótese el comienzo lento, de tono bajo, repetitivo y rítmico del texto. […] El tempo aumentará hasta convertirse en furioso en el transcurso del trabajo” (Mjönes, 2010, p. 11, traducción propia). Por su parte, Lévi-Strauss hace hincapié en la dilatación de la descripción inicial —que introduce una especie de rallentando—, así como en el tempo, no ya del sonido mismo, sino, como dije antes, de la textualización de los motivos e imágenes:
Ciertos aspectos que podrían parecer secundarios (“entradas” y “salidas”) son tratados con gran lujo de detalles, como si estuvieran, por decirlo así, filmados con cámara lenta. Esta técnica puede encontrarse en el conjunto del texto, pero en ninguna otra parte se la aplica en forma tan sistemática como al comienzo […] (Lévi-Strauss, 1949/1992, p. 217).
He aquí un ejemplo de esta descripción dilatada:
La partera da una vuelta en la choza;
la partera busca perlas;
la partera da una vuelta;
la partera coloca un pie delante del otro;
la partera toca el suelo con el pie;
la partera pone delante el otro pie;
la partera abre la puerta de su choza; la puerta de su choza cruje;
la partera sale (7-14).
(La ruta de Muu, citado por Lévi-Strauss, 1949/1992, p. 217)
A través de los juegos de dilatación y contracción, de rallentando y accellerando, el tempo de la textualización, relativo al encadenamiento de elementos semánticos, es correlativo al tempo de la secuencia sonora, o la forma de la expresión. Ahora bien, centrándose en el plano del contenido, que constituye su objeto principal, Lévi-Strauss sugiere que esta lentitud y esta expansión iniciales de la descripción se introducen con el objetivo de permitir a la enferma concentrar su atención en el enunciado del discurso y sumergirse en el universo mítico, donde se establecerá la relación de equivalencia entre procesos narrativos y procesos orgánicos.
Sin embargo, si consideramos la dimensión enunciativa y sus implicaciones afectivas y somáticas, podemos suponer que la función de ese rallentando, que opera tanto en el plano sonoro como en la textualización, es tranquilizar a la parturienta y, más aún, inducir en ella una manera específica de respirar.1 Al respecto, resulta interesante pensar en la importancia de la respiración en el trabajo de parto, al punto que hoy en día ciertas clínicas proponen a las futuras madres sesiones de preparación donde se les enseña a respirar de manera adecuada: desde la respiración lenta o abdominal cuando comienzan las contracciones, hasta la respiración de expulsión en la fase de nacimiento, pasando por la respiración acelerada ligera a partir del momento en que las contracciones se intensifican y la respiración entrecortada cuando se ha alcanzado el nivel de dilatación suficiente.
Desde esta mirada, puede entenderse la necesidad de que el ritual se desarrolle como un canto: un canto que, al igual que toda música, para ser “comprendido” (o, más bien, aprehendido, independientemente de lo que se logre entender en términos de contenido) debe ser incorporado. En efecto, aprehender una canción o una melodía implica entonarla interiormente, a través de una suerte de voz interior, como si el enunciador fuera no sólo el cantante o el instrumento, sino también uno mismo. Seguir el ritmo implica dejarse llevar por él y asimilarse a él. En este sentido, la música existe al mismo tiempo fuera y dentro de aquel que la escucha. Ahora bien, para que esa incorporación se produzca y surta efecto, es necesario no sólo “creer” cognitiva y afectivamente en esa música o en su enunciador, sino también adherir a ella corporalmente. Lo que podríamos llamar la eficacia rítmica —inducción de transformaciones respiratorias y orgánicas a través del ritmo— se funda en esa adhesión.
Orientado en esa dirección, en un libro poco conocido, El arte y el gesto, Albert Cozanet, bajo el seudónimo de Jean de Udine, postuló en 1910 la correlación entre el sonido y una gestualidad interna anclada en la fisiología misma:
A toda sensación auditiva, sea del tipo que sea, corresponde un movimiento. Para quien lo realiza y para todos aquellos que sienten que ellos mismos, al oír el mismo signo musical, habrían realizado espontáneamente más o menos el mismo gesto, este gesto es la traducción, el equivalente de esta fórmula sonora. Tampoco es necesario que el gesto se ejecute para que surja la emoción artística. Puede que sólo se piense; pero siempre existe, al menos en potencia, nos demos cuenta o no. […] Aludiendo a la posibilidad de esta traducción, he escrito a menudo, en artículos dedicados únicamente al análisis de obras musicales: toda melodía es una serie de actitudes […] (Udine, 1910, p. 67, traducción propia).
Esa teoría gestual conduce a Udine a afirmar la existencia de una solidaridad intrínseca entre la música y la danza.
Interesado, por su parte, en la dimensión somática de la poesía, André Spire, autor del libro Placer poético y placer muscular, afirma que
[…] una excitación auditiva, un ruido inesperado y repentino, puede provocar reacciones motrices separadas o concomitantes —acompañadas de una conciencia más o menos vaga— movimientos o detenciones de movimiento de todo tipo, actitudes de las diversas partes de nuestro rostro y de nuestra persona, gestos silenciosos de nuestras extremidades inferiores y superiores, gestos sonoros como palabras o gritos (Spire, 1949, p. 37, traducción propia)
Prolongando estas reflexiones de gran alcance fenomenológico, propongo considerar el ritmo como la forma que, a través del acto de enunciación, modela y modula tanto el plano de la expresión como el plano del contenido (a través de la textualización) y que permite la traducción de la música o la poesía en movimientos o recorridos corporales internos (una “danza interior”, si se quiere). Más precisamente, definiré el ritmo como un sistema de tensiones y distensiones que, por medio de las variaciones de tempo, acentuación y tonicidad, cada discurso verbal o musical pone en obra de un modo específico, induciendo transformaciones somáticas, entre contracciones y relajaciones.
En su análisis del ritual chamánico, Lévi-Strauss observa que las diez páginas posteriores a la introducción en cámara lenta “ofrecen, a un ritmo jadeante, una oscilación cada vez más rápida entre los temas míticos y los temas fisiológicos […]” (Lévi-Strauss, 1949/1992, p. 218). El adjetivo aquí utilizado por Lévi-Strauss es a mis ojos sumamente significativo: “jadeante” (en francés, haletant). Es muy probable que, en este punto del canto y guiada por él, la parturienta comience efectivamente a jadear, como se requiere en determinado momento del parto. Por último, una vez que el nacimiento ha tenido lugar, el canto concluye con el regreso al tempo inicial: “los acontecimientos anteriores y posteriores son cuidadosamente relatados” (Lévi-Strauss, 1949/1992, p. 220).
Para profundizar en el problema del ritmo, no dejaré de observar, junto con Severi, la presencia en el encantamiento cuna de paralelismos constituidos por la repetición constante de ciertas frases. Aunque la enferma no pueda acceder a su significado, ese retorno del sonido seguramente contribuye a su adhesión somática al canto, ya que una secuencia que se repite, imprimiéndose en la memoria, tiende a ser (re)entonada interiormente —basta con pensar en los refranes de ciertas canciones que, al llevarnos a un “terreno conocido” en el desarrollo de la melodía, nos invitan a cantarlos, real o virtualmente. Sin embargo, de acuerdo con Zilberberg, insistiré en el hecho de que el ritmo no se reduce a la repetición, si bien la integra: “el ritmo es […] este paso, esta transitividad, esta predominancia del intervalo sobre los ‘golpes’, las ‘notas’, los ‘acontecimientos’” (Zilberberg, 1985, p. 19), ya que, entre un acontecimiento sonoro y otro equivalente, se produce inevitablemente una tensión que puede ser maximizada por la introducción de elementos intermedios cuya función es prolongar la espera y atizar el deseo. Pienso desde luego en el juego de rimas y aliteraciones en los textos poéticos. Por dar sólo un ejemplo, y sin olvidar que se trata de una traducción al castellano del texto original, en la siguiente estrofa del encantamiento cuna las repeticiones (“blanco tejido”, “ante ti”) no son regulares ni inmediatas, sino que están separadas por elementos que, desde el punto de vista rítmico, desempeñan un rol de transición:
Tu cuerpo yace ante ti, en la hamaca;
su blanco tejido está extendido;
su blanco tejido interno se mueve dulcemente
tu enferma yace ante ti, creyendo que ha perdido la vista.
En su cuerpo, ellos colocan nuevamente su nigapurbalele (430-435) (Lévi-Strauss, 1949/1992, p. 220).
En términos de tensividad, la música tonal funciona de modo semejante: parte de la dominante y evoluciona hacia la tónica (polo de tensión) para volver al fin, después de múltiples peripecias, disonancias y cadencias, a la dominante inicial (polo de distensión). Concebida pues como una “función a distancia” que se despliega sobre el eje sintagmático, la función poética basada en el paralelismo supone un recorrido aspectual (una fase incoativa seguida de una fase durativa y de una fase terminativa) que es también un recorrido tensivo. Más allá del sistema tonal, en otros trabajos (Estay Stange, 2014) he sugerido que esa estructura puede ser considerada una suerte de recorrido canónico del plano de la expresión.
Así pues, La ruta de Muu es, fundamentalmente, una ruta tensiva cuyas secuencias son bastante claras: ataque (fase incoativa de una lentitud extrema) - tensión (aceleración que culmina en el jadeo) - distensión (retorno a la lentitud primera). Desde luego, si tuviéramos acceso al terreno, esta configuración de base podría complejizarse analizando tanto los avatares de la melodía misma como la variación de los parámetros de la enunciación oral (entonación, intensidad, timbre de la voz) y, a partir de ahí, identificando subsecuencias que alternen a su vez tensión y distensión. Pero la estructura global sigue siendo muy simple. Es precisamente esta simplicidad la que, en mi opinión, le confiere su carácter heurístico. En el ritual del parto, los “desbloqueos” representados en el plano narrativo se reproducen en el plano rítmico y se transponen orgánicamente; para decirlo llanamente, a un comienzo lento y difícil le sigue un tránsito conflictual y acelerado, y luego una conclusión tranquila y apacible. Refiriéndose al mito y a sus múltiples manifestaciones, Lévi-Strauss observa que las estructuras básicas son a la vez invariables y poco numerosas. A estas estructuras elementales del mito podríamos, por tanto, homologar la estructura, aún más elemental, del ritmo.
Desde esta perspectiva, es posible incluso que el mito entre en correspondencia con la “geografía afectiva” de la paciente —como afirma Lévi-Strauss—, precisamente gracias a este juego de tensiones y distensiones que permite canalizar tanto los procesos orgánicos (en particular, decía, a través de la respiración) como afectivos, considerando que los afectos tienen también su propio tempo y su sistema de acentuaciones específico.2 Así, el canto, en su devenir, estaría configurando la “geografía rítmica”, a la vez fisiológica y pasional, de la parturienta.
Dice Lévi-Strauss: “el chamán proporciona a la enferma un lenguaje en el cual se pueden expresar inmediatamente estados informulados e informulables de otro modo” (Lévi-Strauss, 1949/1992, p. 221). Si, como indica Severi, para la enferma el plano del contenido está velado, la enunciación del chamán, en su pura sonoridad, le ofrece un camino, un cauce: un ritmo que en sí mismo supone ya un sentido, en la medida en que introduce un “ir hacia”, una direccionalidad que permite a la paciente dar forma a lo informe al canalizar el dolor y el caos de su propio cuerpo. En tanto vehículo de una secuencia tensiva, el ritmo del encantamiento cuna configura un esquema que puede denominarse proto o infranarrativo y que permite elaborar la narrativa del cuerpo, desde las contracciones hasta el parto.
A partir de estas consideraciones, es posible precisar el tipo de fiducia que el canto introduce. En efecto, concebir el ritual chamánico cuna como un recorrido tensivo permite imaginar un dispositivo modal elemental que se constituiría en torno a la dimensión sensible del discurso: los paralelismos a distancia suscitan un “querer” (el deseo del retorno), así como un “creer” hecho de certezas e incertidumbres —se sabe o se supone que determinado elemento volverá, pero se desconoce exactamente cuándo. Es lo que Greimas (1987/1990), en De la imperfección llamaba la “espera de lo inesperado”. Sobre este punto, Carlo Severi sostiene que la palabra ritual “no genera solamente un simple estado de creencia, sino que tiene como efecto algo más sutil: una tensión particular entre duda y creencia que parece típica de la celebración de los ritos” (Severi, 2004/2015, capítulo 3, “El enunciador complejo”). El antropólogo piensa en particular en “la naturaleza ficticia del enunciador” y en sus formas de representación: asumiendo varias identidades e incluso voces múltiples (por ejemplo, en otros ritos, por medio de onomatopeyas que imitan el canto de los pájaros o el rugido del tigre), el chamán genera en aquel o aquella que lo escucha una duda respecto a su próxima identidad. Desde el punto de vista del ritmo, esta tensión entre duda y creencia, analizada por Severi como un efecto de las transformaciones de la asunción enunciativa, estaría también profundamente anclada en la percepción.
Así, la incertidumbre, suscitada por las metamorfosis de la figura y de la voz del chamán, se ve acompañada de una incertidumbre relativa al devenir de la prosodia y de la forma musical: la tensión introducida por los elementos “de transición” exige una resolución, una distensión, que debe producirse a través de la clausura del paralelismo gracias a la repetición o el retorno de tal o cual elemento sobresaliente. Al respecto, podemos pensar en el efecto que producen, en el marco de la música tonal, los “fenómenos cadenciales” (Estay Stange, 2012): la función de la cadencia propiamente dicha (del latín cadere, caer) consiste en efectuar el paso de la tónica a la dominante, a través de disonancias que postergan el advenimiento de la resolución final. Esa función, me parece, puede extenderse a otros parámetros fuera de la dimensión armónica, y a otros sistemas distintos de la tonalidad. La escucha musical, en el sentido amplio —que incluye también a la dimensión verbal, poética, del canto—, tiende a transportarnos hacia el punto en que tanto el oído como el cuerpo entero reclaman como una necesidad la distensión: ese retorno a “lo conocido” y retenido por la memoria; retorno gracias al cual se tiene la impresión de que una carencia perceptiva, y quizás también orgánica, ha sido satisfecha.
De modo más general, me parece posible asociar este tipo de fiducia a lo que Edmund Husserl (1913/1950, pp. 102-103) llama la Urdoxa. Esa “proto-doxa”, “fe perceptiva” o “creencia madre” sería el origen y fundamento de todas las demás creencias, en la medida en que determina nuestro anclaje en “lo real”: esto existe, ya que lo percibo. El contrato fiduciario que establece el ritmo remitiría, en última instancia, a esta creencia. En una obra musical o poética, y a fortiori en el encantamiento cuna, cuando llega lo esperado —el retorno a la métrica, la estabilización de las fuerzas sonoras— se confirma la creencia en el “ser” de ese discurso. Por el contrario, frente a la posibilidad de lo inesperado, surge la incertidumbre, la tensión introducida por el “no creer ser” o el “creer no ser”. Gracias a una creencia relativa no ya a un estado de cosas, sino a un estado del sonido y del cuerpo mismo, el ritmo permite la formulación, así como la confirmación o la refutación, de una hipótesis de orden sensible.
Ello me conduce a suponer que la incomprensión por parte de la paciente de ciertos elementos del contenido —la “zona blanca”, como la llama Severi— no hace sino reforzar su adhesión al ritmo sonoro, permitiendo el paso de lo inteligible a lo puramente sensible, o la oscilación entre ambos. Las lagunas del discurso deben pues ser llenadas por medio de un investimiento auditivo, afectivo y somático. En un marco desde luego mucho más banal, es lo que ocurre con algunas canciones entonadas en un idioma que no comprendemos plenamente; con frecuencia, esa opacidad nos permite entregarnos a ellas con tanto más fuerza cuanto que nos compelen a proyectar “el resto” con los medios imaginativos y pasionales de los que disponemos, conduciéndonos al mismo tiempo a centrar nuestro interés en la música misma o en las modulaciones de la voz que la emite.
Por otra parte, aunque resulta imposible saber exactamente qué configuraciones semánticas son accesibles a la parturienta, me atrevo a sugerir que, dentro del encantamiento cuna, las operaciones de embrague enunciativo son de gran importancia, ya que permiten consolidar esa adhesión perceptiva. Es lo que intentaré demostrar ahora.
A través de un dispositivo de enunciación particularmente complejo, La ruta de Muu recurre a la puesta en abismo de la situación comunicativa. El canto comienza con la descripción detallada de los preparativos para el ritual: el intercambio entre la parturienta y la comadrona; la llegada de la comadrona a la choza del chamán para solicitar auxilio; la salida del chamán; la entrada de la paciente en la choza; la quema de granos de cacao sobre un brasero situado bajo la hamaca de esta última, y luego el acto mismo de “comenzar a cantar” (Severi, 2004/2015). Esta puesta en abismo donde el chamán se refiere a sí mismo en tercera persona, narrando en tiempo presente los actos efectuados en el pasado, concierne pues a la propia enunciación, bajo la forma de la enunciación enunciada: decir que se dice, cantar que se canta. Si, como afirma Severi, este mecanismo es fundamental para definir la identidad del enunciador, haciendo de él un “enunciador plural” o un “yo-memoria” dotado un ethos que suscita la creencia, considero que lo es también para determinar la posición de la enunciataria y forzar su implicación. Incluso antes de proyectarse en el discurso desdoblándose, el chamán-enunciador pone en escena al doble de la parturienta en su diálogo con la partera:
La partera responde a la enferma: “Estás, en verdad, vestida con las cálidas ropas de la enfermedad, así te he escuchado yo también” (1-2) (Lévi-Strauss, 1949/1992, p. 216).
En este caso, nos encontramos frente a lo que se llama un embrague enuncivo; es decir, un embrague (un yo se dirige a un tú) dentro del desembrague (en el discurso englobante, ambos son designados en tercera persona: “la partera”, la “enferma”). Ahora bien, este procedimiento no sólo prepara el terreno para el despliegue del relato, sino que opera una atribución, a mis ojos, esencial: le da voz a la parturienta, haciendo de ella un sujeto del decir; un sujeto del decir que la comadrona acoge (“así te he escuchado yo también”) y que al mismo tiempo, al ser designado como un tú al que la comadrona se dirige, es sujeto del oír. Esta disposición, a la vez activa y pasiva, constituye el fundamento de lo que sería la fiducia rítmica: seguir el ritmo (posición pasiva) para actuarlo o ponerlo en práctica (posición activa), incorporándolo. Para ello, es preciso asumir no sólo el rol del enunciatario, sino también el rol de enunciador —en este caso, sujeto de una enunciación interior.
De esta manera, la fase incoativa del encantamiento tendría una doble función: inducir, como sugerí, un rallentando en el tempo respiratorio y orgánico, y generar una adhesión enunciativa, un “enganche” gracias al cual la voz de la paciente, presentificada en el discurso, logrará, poco a poco, encontrar su cauce. Si, como apunta Severi, en la “forma-canto” de las tradiciones chamánicas el lenguaje crea una “máscara acústica” en tanto “modo reflexivo de generar la identidad ritual del enunciador” (Severi, 2004/2015), es posible considerar que esa máscara concierne también al enunciatario, quien, al igual que el enunciador, encuentra su alter-ego en el discurso, aprestándose a seguir las metamorfosis de su propia voz.
Una vez sentada esta base fiduciaria en los primeros versos del canto, el chamán entra en escena autodesignándose, y el relato se desarrolla a través de motivos que, como afirma Severi, la parturienta seguramente conoce en la medida en que forman parte de un saber colectivo: el viaje, la “búsqueda de un ‘alma’ perdida que se escapó de su cuerpo” y la batalla contra “los espíritus animales” (Severi, 2004/2015). Esos motivos pueden ser reconocidos gracias a la comprensión de ciertas palabras dispersas. Pero acaso esas palabras no son indispensables, ya que el ritmo se encargará de sugerir y actualizar esa búsqueda y esa batalla, a través de la progresión hacia un tempo furioso. Sin olvidar el motivo final de la reconciliación, sugerido a través de un nuevo rallentando donde las fuerzas sonoras en conflicto recobran su equilibrio.
Lévi-Strauss observa que, para el relato mítico y para el ritual en su conjunto, este cierre es fundamental:
Se trata, en efecto, de construir un conjunto sistemático. La cura debe ser “cerrada con cerrojo” mediante procedimientos minuciosos y no solo contra las veleidades de Muu: su eficacia estaría comprometida si antes de que pudieran esperarse sus resultados no presentara a la enferma un desenlace, es decir, una situación en la que todos los protagonistas han recobrado su lugar y se han reincorporado a un orden sobre el cual no pesa ya ninguna amenaza. (Lévi-Strauss, 1949/1992, p. 221)
En el marco de lo que he llamado la eficacia rítmica, con el régimen de creencia que ella implica, esta fase de clausura sería igualmente de suma importancia, ya que, por un lado, induce la distensión última, y, por otro, permite, tras numerosas incertidumbres, esperas y sorpresas, el advenimiento de un “creer ser” centrado en la voz y en la sonoridad. A través del cierre de los paralelismos y la resolución de las tensiones, el encantamiento en su dimensión sensible también se revela entonces como un “conjunto sistemático” que restituye su anclaje a la fiducia perceptiva.
Para concluir, quisiera agregar algunas observaciones. Primero, al postular que la eficacia del ritual chamánico se basa, al menos en parte, en la naturaleza rítmica del encantamiento, no puedo dejar de referirme a las reflexiones del propio Lévi-Strauss relativas al estrecho parentesco entre el mito y la música: según él, uno contiene virtualmente al otro, y la forma del mito es idealmente una forma musical. De modo sintético, podemos decir que el antropólogo recurre a dos argumentos para explicar esta correspondencia: uno enunciativo y otro estructural. Desde el punto de vista de la enunciación,
La intención del compositor se actualiza, como la del mito, a través del oyente y por él. En uno y otro caso se observa efectivamente la misma inversión de la relación entre el emisor y el receptor, ya que a fin de cuentas es el segundo el que se descubre significado por el mensaje del primero: la música se vive en mí, me escucho a través de ella. El mito y la obra musical aparecen así como directores de orquesta cuyos oyentes son los silenciosos ejecutantes (Lévi-Strauss, 1949/1992, p. 139).
La interpretación que he propuesto del embrague enuncivo en La ruta de Muu, así como las consideraciones relativas a los procedimientos de incorporación afectiva y orgánica del ritmo se orientan en esta dirección.
Desde el punto de vista estructural, Lévi-Strauss sugiere que tanto el mito como la música tienen la función de resolver una contradicción en principio irresoluble (Lévi-Strauss, 1971, p. 590). A lo largo de estas páginas he intentado mostrar concretamente cómo, en el ámbito sonoro, esa contradicción en su despliegue sintagmático es generadora de tensiones y distensiones que remitirían a la narratividad misma de lo sensible, en particular por medio del tempo.
Segundo, recordando las reflexiones de Denis Bertrand (2007), sugeriré que, tanto en la eficacia simbólica como en la eficacia rítmica, el semisimbolismo desempeña un papel fundamental. Bertrand estudia la equivalencia entre los formantes del plano del contenido del relato mítico y los formantes del plano de la expresión corporal. En continuidad con este análisis, me parece que el ritmo puede ser considerado una interfaz que permite establecer relaciones de homología entre: 1) el plano del contenido del encantamiento y 2) su plano de la expresión, y entre este último y 3) el plano de la expresión del cuerpo mismo. En efecto, la oposición elemental conflicto/acuerdo en el plano del contenido del mito (uno y otro vinculados respectivamente con los motivos de la batalla y de la reconciliación) es equivalente a la categoría incoativo/terminativo o tensión/distensión en el plano de la expresión del canto (términos relacionados por ejemplo con la evolución del tempo entre una fase lenta y una fase acelerada), y a la categoría contracción/relajación que estructura el devenir del proceso fisiológico. De este modo, el ritmo sería el operador fundamental en el paso de lo inteligible a lo sensible y a lo orgánico, y de la enunciación vocal a la enunciación corporal —encarnada.
Por último, para profundizar en la comparación —propuesta por Lévi-Strauss y prolongada en trabajos posteriores— entre el ritual chamánico y las terapias psicológicas o psicoanalíticas, creo que sería interesante considerar el papel del ritmo tal como lo he definido en el desarrollo tanto de la cura como de cada sesión, de los preliminares a la abreacción y al restablecimiento del equilibrio. ¿Acaso no está cada fase marcada, en este caso también, por un tempo, una acentuación y una entonación particulares? ¿Qué parámetros estructuran el fluir mismo de la voz del paciente, o del terapeuta, así como la sucesión de los motivos que configuran la pequeña mitología individual sobre la cual se basa el análisis o la terapia?
Dejando abiertas estas preguntas, no me queda más que insistir en el hecho de que, para que el ritual cuna dé resultado, resulta indispensable que la paciente se entregue al ritmo en cuerpo y alma. En cuerpo, a través de un modo de decir y de cantar que, al adquirir una dimensión reflexiva gracias al embrague enuncivo, puede transformarse también en un modo de respirar. En alma, gracias al sistema de creencias cuyos fundamentos antropológicos y psicológicos han sido estudiados por tantos investigadores con gran profundidad.
Bertrand, D. (2007). Semi-symbolisme et efficacité symbolique. Actes du colloque Semi-symbolisme et signification sensible. Recherches sémiotiques. http://denisbertrand.e.d.f.unblog.fr/files/2009/11/sgsemisymbolisme2.pdf
Ducard, D. (2003). L’efficacité symbolique : l’affect du signe. Texto ! Textes et cultureshttp://www.revue-texto.net/Inedits/Ducard_Efficacite.html
[1] Sobre la relación entre la poesía y la respiración, véase Raúl Dorra, 1997.
[2] Al respecto, véase Estay Stange y Moutat, 2022.
Acerca de la autora
Verónica Estay Stange es doctora en lengua y literatura francesas, con especialidad en semiótica. La primera parte de su investigación se centra en la transversalidad de las artes, y la segunda, en la relación entre arte y memoria histórica. Profesora en la Universidad París Cité, ha coordinado catorce publicaciones colectivas y es autora de más de cincuenta artículos y de cuatro libros: Sens et musicalité. Les voix secrètes du Symbolisme(2014), La musique hors d'elle-même. Le paradigme musical et l'art contemporain (2018), La resaca de la memoria (2023) y De Papudo al infierno (2024).