Las teorías de la enunciación son, hoy en día, lo suficientemente numerosas como para que se pueda considerar esta noción como central en el campo de la semiótica. Aunque pueden aparecer algunas discrepancias aquí y allá, parece que la formulación propuesta por Benveniste es admitida como base para la discusión. Por lo tanto, releamos, como punto de partida para la presente investigación, la formulación iniciada por Benveniste: “La enunciación es este poner a funcionar la lengua por un acto individual de utilización” (Benveniste, 1999, p. 83).
Benveniste añade la siguiente salvedad: “Hay que atender a la condición específica de la enunciación: es el acto mismo de producir un enunciado y no el texto del enunciado lo que es nuestro objeto” (Benveniste, 1999, p. 83).1
Según nuestro autor, este acto, o “proceso”, tiene tres aspectos que son esenciales para nuestro propósito. Mencionémoslos brevemente:
La enunciación es la realización vocal de la lengua. Remarquemos que Benveniste no considera otra cosa que la lengua y, además, sólo la lengua hablada. Pero sabemos, por otro lado, que una de las especificidades de la semiótica es que ha abierto el estudio de la enunciación a otros tipos de expresión, a otros enunciados.
La enunciación presupone la conversión individual de la lengua en discurso. Se trata fundamentalmente de la semantización de la lengua.
Finalmente, la enunciación puede definirse en lo que Benveniste llama su “aparato formal”. Durante la enunciación, el hablante se apropia del aparato formal de la lengua. El capítulo de Problemas de lingüística general que citamos está dedicado esencialmente a este tercer aspecto.
Este breve repaso de un texto clásico fue necesario para la formulación de nuestro problema. ¿Cómo, en efecto, entender la relación que se supone entre el acto de enunciación y el que consiste en producir un enunciado dotado de sentido, lo que ordinariamente se llama “semiosis”? Benveniste nos advierte que no se trata de la misma cosa, que la enunciación no es, según él, la creación del texto, es decir, del enunciado, sino algo completamente distinto. Así: “En la enunciación, consideramos sucesivamente el acto mismo, las situaciones donde se realiza, los instrumentos que la consuman” (Benveniste, 1999, p. 84).
¿Debemos considerar, según esta perspectiva, que la semiosis se resume en “la conversión de la lengua en discurso”? (Benveniste, 1999, p. 84). ¿Qué sucede, entonces, con las semióticas para las cuales la noción de “lengua” es peligrosa, por decir lo menos? Son muchos los casos en los que la lengua no es objeto de un “acto individual de utilización”, sino que, si ella existe, es creada por su propia enunciación. Planteamos, así, la hipótesis de que la enunciación tiene un vínculo necesario con la semiosis, que se presenta como la condición de posibilidad de los enunciados. Señalemos, sin embargo, las características por las que Benveniste distingue la enunciación de cualquier otro tipo de acción.
La enunciación transforma la lengua, que primero se encuentra en estado virtual, en una instancia de discurso que emana de un locutor. Se trata, por lo tanto, de un proceso de apropiación. Al hacerlo, el locutor “implanta al otro delante de él”, de tal manera que toda enunciación es una alocución. Por último, entra en juego la referencia, así como la posibilidad de correferir de forma idéntica con aquel que se convierte, por este hecho, en colocutor. Sabemos que la referencia es a menudo excluida, o incluso ignorada, por los semiotistas estructuralistas.
Estos parámetros que definen la enunciación hacen difícil separarla completamente de la semiosis. ¿Cómo referirse, en efecto, a cualquier cosa sin hacer aparecer una significación por la cual se establece el encuentro con el referente? Los deícticos, los nombres propios y las descripciones definidas necesitan un sentido para cumplir su tarea, incluso si ese sentido se reduce a decir lo que son, es decir, un deíctico, un nombre propio, una descripción definida o no.2
En las reflexiones que siguen, tendremos como horizonte la semiótica de las imágenes, que se encuentra, como veremos, en una relación esencial con la semiótica de la percepción. Admitimos, pues, que el término enunciación, aunque de origen lingüístico, puede designar por convención todas las acciones tendientes a producir una expresión semiótica.
Debemos comenzar, entonces, por la percepción, que está en el origen de toda significación. La percepción es, en su versión más simple, el encuentro entre nuestros órganos sensibles y lo que perciben como distinto de ellos, digamos su objeto, incluso si este último término puede ser engañoso. Por supuesto, este objeto puede ser el sujeto percibiente mismo, como lo muestra la reflexividad de la percepción. 3
La percepción es un acto intencional que, según la formulación de Husserl, procede por esbozos, es decir, estableciendo diferentes puntos de vista sobre el objeto, que nunca puede ser dado en su totalidad (Husserl, 2013). Pero, si admitimos, con Merleau-Ponty, que la percepción no consiste sólo en el hacer del sujeto, sino que también requiere la participación activa del objeto, resulta que la percepción puede concebirse como una inter-expresión entre el sujeto y el objeto. Queda por definir su estatus exacto.
Si la inter-expresión no es ni el hecho del sujeto por sí solo ni el del objeto por sí solo, debe entenderse como el resultado de un encuentro en un espacio correspondiente a lo que Husserl llama un noema. Esta noción puede describirse como el objeto intencional, que difiere en este aspecto del objeto concreto tomado en el espacio. Se trata, por lo tanto, de un esbozo del objeto, en el doble sentido del genitivo, ya que pensamos que el objeto es al mismo tiempo sujeto en esta relación de inter-expresión.
El estatus del noema ha dado lugar a muchas interpretaciones. Por nuestra parte, hemos tratado de mostrar (Bordron, 2011) que el noema es el significante que resulta del acto de percepción. Entendemos, pues, la percepción como una semiosis resultante de un acto, siendo la percepción, como comúnmente se piensa, tanto una acción como una recepción.
No podemos retomar aquí todas las consideraciones que nos parecen justificar esta concepción. Retengamos simplemente las dos hipótesis siguientes:
La percepción es una semiosis.
La percepción es una acción/recepción, es decir, una inter-expresión.
Si continuamos en esta reflexión, parece que la percepción puede entenderse como una enunciación en el sentido que hemos sugerido anteriormente. Reiteremos que este término de enunciación, procedente de la lingüística, puede aplicarse por convención a todos los actos semióticos y, por lo tanto, a toda semiosis. La íntima relación entre enunciación y semiosis, sin embargo, requiere una distinción. La enunciación comprende dos aspectos. Por un lado, es el establecimiento de una escena interlocutiva que distribuye las posiciones relativas de los actores, los tiempos y los espacios. Al mismo tiempo, teniendo en cuenta esta escena, denominada enunciativa, es la realización de una semiosis que, por su parte, debe instituir las relaciones entre un plano de expresión y un plano de contenido. En los ejemplos que vamos a utilizar, ni los significantes ni los significados están dados de antemano. Cada uno requiere una elaboración particular. Las semióticas que nos interesan, por lo tanto, se refieren a actos creadores que no competen a una lengua ya dada y “puesta en funcionamiento”.
La acción que consiste en la búsqueda de un sentido es una de las más comunes y, al mismo tiempo, una de las más complejas. Una situación enigmática, una percepción vaga, un fenómeno inexplicable pueden, por diversas razones, parecer, si no carentes de sentido, al menos requerir una elaboración que se puede comparar a una forma de teorización. El sentido no puede darse a sí mismo, no es un hecho que se pueda constatar. ¿Cómo entender su surgimiento?
Una percepción, es decir, la relación que tenemos con el mundo puede ser, en un primer momento, lo suficientemente vaga como para inducir insatisfacción y, por lo tanto, una forma de cuestionamiento más o menos explícita. Para que el cuestionamiento continúe, debe apoyarse en un índice que le proporcione al menos una dirección, un punto fijo. El índice es la forma sensible de una pregunta.
El índice, sin embargo, no es suficiente. Hace falta una forma que estabilice la percepción, que le ofrezca una especie de reposo en la cambiante diversidad de impresiones. Esta forma tiene el estatus de icono en el sentido muy general donde el icono se define por una relación estable entre las diversas partes de un todo sensible. Se trata, por lo tanto, de una cuestión de estabilidad mereológica. Observemos que esta definición no se refiere sólo a los iconos ópticos. También hay iconos auditivos, gustativos y táctiles. La iconicidad es un momento esencial en la elaboración de una percepción y, podría decirse, un momento en su elaboración consciente. Volveremos más adelante a la cuestión de la conciencia en su relación con la enunciación.
Por otro lado, la iconicidad, en el sentido en que la entendemos, debe distinguirse de la noción de mimética. Un icono4 puede imitar algo, pero esto es sólo un rasgo contingente que no concierne a la iconicidad en su aspecto más esencial. La iconicidad es el resultado de la imaginación constituyente.
El icono es siempre una realidad individual y, por lo tanto, no es susceptible de tener una función conceptual que abarque una pluralidad. Tampoco es el equivalente de un nombre propio porque se limita a ser, sin referencia alguna.
Puede ocurrir, sin embargo, que un icono adquiera una función simbólica que lo inscriba en el espacio de una regla. Así, puede referirse a una costumbre, a una historia, a un mito, servir como distinción, como joya, como recordatorio de una promesa, etc. En todos estos casos adquiere poco a poco un sentido, completando así el recorrido que lo lleva de la constitución del significante a la función semiótica completa que le ofrece una semántica.
Vemos, así, que las tres etapas que acabamos de describir brevemente corresponden a un camino que va desde la constitución de un significante hasta la posibilidad de un significado. Este trayecto plantea dos observaciones.
La semiótica se parece a la fenomenología en muchos aspectos, aunque sólo sea en su insistencia en las virtudes de la descripción. Cabe señalar, sin embargo, que la semiótica construye sus significantes en la materia misma y, por esta razón, se puede considerar que la materia y sus diversas organizaciones no están constituidas mediante esbozos de objetos, sino mediante esbozos de expresión. Hay en la materia una demanda de sentido. Merleau-Ponty hacía una observación similar cuando hablaba de una percepción “que se hace en las cosas” (Merleau-Ponty, 2010, p. 173).
El sentido que acompaña a los significantes construidos por la percepción puede entenderse como una teorización. Se trata, en efecto, de la búsqueda de significaciones sobre la base de la experiencia sensible. Esta actividad abarca desde el simple acto de cuestionar lo que la percepción nos ofrece hasta la búsqueda de la inteligibilidad de experiencias cada vez más complejas en la práctica científica. El camino que va de lo sensible a lo inteligible se inscribe, como acto, en una enunciación que es también una semiosis, pero una semiosis orientada. Como veremos, la orientación puede invertirse e ir del significado al significante, de lo inteligible a lo sensible.
Ilustremos esta primera reflexión con una experiencia imaginaria. Si imaginamos a Cézanne contemplando la montaña de Sainte Victoire, o a Messiaen escuchando el canto de los pájaros, comprendemos que ambos están en busca de una idea, es decir, de un sentido, cuya evidencia sólo puede ser el resultado de su experiencia. Podemos imaginar esta última elaborada extensamente o súbita, una larga meditación o una revelación repentina, pero lo esencial para nuestro propósito es el esquema de la constitución del significante, que es el único que puede explicar el surgimiento de un significado, es decir, de una idea. Reiteremos, para situar bien esta experiencia en relación con las que ahora vamos a considerar, que se trata, según su intención más expresa, de una teorización.
Es fácil concebir que la experiencia inversa a la anterior consiste en la búsqueda de un significante para satisfacer una idea. Los dos caminos, aunque a menudo están entrelazados, como veremos, obedecen a lógicas diferentes. El primero presupone un esquema de constitución; el segundo, una esquematización. El primero es una teorización; el segundo, una creación.
Se puede, por supuesto, imaginar que estas dos operaciones estén interrelacionadas. Así, Cézanne y Messiaen pueden ahora encontrarse uno frente a un lienzo, y el otro al alcance de sus instrumentos musicales. Deseamos que estén llenos de ideas y, por lo tanto, en busca de los significantes que puedan satisfacerlos.
El paso de una idea a su expresión significante puede definirse como esquematización. Este procedimiento consiste, en su forma más clásica, en buscar el icono capaz de satisfacer una noción abstracta o figurativa. Los términos de idea, noción o incluso de concepto se toman aquí en el sentido amplio de datos semánticos. Del mismo modo, como hemos visto más arriba, el término icono engloba también el de imagen, el de dibujo e, incluso, el de esquema (diagrama, en el lenguaje de Peirce). En todos los casos, se trata de alcanzar una cierta estabilidad mereológica.
No podemos detallar aquí todos los procedimientos que corresponden a la noción muy general de esquema.5 Sin embargo, tenemos que distinguir varios tipos de esquemas según la naturaleza de la idea tomada como origen.
Se comprende fácilmente que la esquematización de una idea abstracta, como las categorías de cualidad, cantidad y relación, es muy diferente de la requerida para una realidad figurativa. Del mismo modo, los términos destinados a expresar pasiones, nociones estéticas o jurídicas, que, sin parecer verdaderamente abstractas, no son por ello figurativas, requieren la esquematización de imágenes cercanas a la alegoría. En todos estos casos, aunque muy diferentes, la esquematización consiste en construir, en el tiempo y en el espacio, las formas, es decir, las imágenes que corresponden a la semántica de estos términos. Es fácil representarse, por ejemplo, una forma temporal o espacial correspondiente a la noción de magnitud intensiva, particularmente en el registro pictórico. El recurso a la retórica es a menudo necesario para expresar nociones como libertad o servidumbre, verdad o error, etc. Se puede pensar en La libertad guiando al pueblo, de Delacroix, o en las muchas pinturas que representan a una mujer desnuda emergiendo de un pozo como una alegoría de la verdad.
La textualización es otro procedimiento necesario para la construcción de significantes icónicos. Pero si la esquematización es el eje general en torno al cual se realiza el paso de una idea a tales significantes, quedaría por convocar toda una nebulosa de acciones que tiene que ver tanto con la pragmática, la semántica y la elección estética. En una palabra, se trata de inscribir tanto los procedimientos constituyentes como los esquemas dentro de una práctica.
Es casi inútil decir hasta qué punto estos dos caminos que venimos describiendo son inseparables y se enlazan sin cesar. La percepción es siempre una creación bajo un cierto aspecto, y la creación no puede prescindir de la percepción. La teorización va acompañada de la creación; la creación no se puede hacer sin teoría. La práctica une estos dos caminos, y probablemente así sea en toda práctica (praxis). La práctica es dialéctica, conforme al juego de contrarios que este término ha tenido siempre la función de designar.
Se pueden entender y resumir estas tres operaciones en estos términos: constituir, esquematizar, dialectizar. La contemplación constituye y teoriza; la creación esquematiza; la práctica dialectiza. Se reconocerá, en estas tres operaciones, lo que Aristóteles llamó, respectivamente, teoría, poiesis y praxis (Aristóteles, 2001, p. 188).
Insistamos ahora en la operación dialéctica, ya que es la más cercana a nuestra reflexión sobre la enunciación.
Puesto que las dos semiosis que venimos describiendo están orientadas en sentidos opuestos y, sin embargo, a menudo dependen la una de la otra, se plantea la pregunta de cómo puede hacerse la distinción entre ellas, así como su conexión en la mente de un interlocutor. Se supone que un enunciador debe poder distinguir lo que dice del hecho de que lo dice. Sabe que se le puede reprochar lo uno o lo otro sin que eso tenga el mismo sentido. Esta distinción entre lo dicho y el decir está en el centro mismo de la cuestión de la enunciación. Pero otra distinción se introduce por el hecho de que hay una diferencia clara entre buscar una idea que no se tiene, o todavía no, y buscar una palabra para expresarla. Aquí, de nuevo, la enunciación juega un papel central porque esta doble búsqueda sólo tiene sentido si el acto de reflexión es diferente en principio de lo que puede ser su resultado. En otras palabras, la enunciación no es sólo el acto de decir, sino también el de reflexionar sobre lo que va a ser dicho. Esta reflexión, como acabamos de ver, radica en esta vacilación entre idea y expresión, entre significado y significante. En la experiencia de pensamiento que hemos llevado a cabo más arriba, un pintor que sueña frente a un paisaje y un pintor que pinta un cuadro, hay una dialéctica que resume lo que se podría llamar simplemente la práctica de la pintura.6 Extraer un pensamiento de la contemplación de las cosas, expresar un pensamiento pintando un cuadro, entendiendo que no se trata necesariamente del mismo pensamiento, son los dos movimientos dialécticos que circunscriben la vida de un pintor. Resumamos en un diagrama el sistema que hemos descrito (Fig. 1):
La cuestión de la conciencia rara vez se asocia con la de la enunciación. Sin embargo, nos parece indispensable conectar estas dos nociones por varias razones.
La primera, como hemos señalado, es que parece necesario que un locutor, pero también un alocutario, perciban claramente la diferencia entre lo que se dice y el hecho de decirlo. En una palabra, esta diferencia entre lo dicho y el decir implica la conciencia de esta diferencia. Esto parece ser verdadero para cualesquiera que sean las semióticas consideradas.
La segunda razón proviene de que no todas las semióticas contienen necesariamente marcas enunciativas codificadas. Sin embargo, la diferencia de la que damos cuenta es efectivamente perceptible en toda semiótica, lingüística o no. Un músico percibe la diferencia entre una música y su interpretación real. Un pintor es generalmente reconocible por sus obras. De manera general, ya sea que la creación sea de tipo autográfico, como la pintura, o alográfico, como la música, la distinción entre el enunciado y su enunciación sigue siendo pertinente. Así que hay una diferencia que necesita ser explicada.
La tercera razón es el vínculo intrínseco entre la significación de una enunciación semiótica y la conciencia de su singularidad en medio de los acontecimientos del mundo. No vemos una imagen de la misma manera en que vemos un objeto ordinario, y eso lo sabemos.
Todas estas razones nos invitan a investigar qué puede significar este término de conciencia en el contexto que nos interesa aquí. ¿Qué es la conciencia, cómo definirla y, marginalmente, cuáles son los seres que se puede postular que la poseen?
Las concepciones más comunes presuponen que la conciencia es intencional y que posee un cierto campo, llamado campo de la conciencia,7 dentro del cual se sitúan los seres accesibles a ella.
Entendida de esta manera, la conciencia parece depender de un sujeto, que es su condición de posibilidad.
El ‘yo pienso’ debe poder acompañar todas mis representaciones; pues de otro modo, sería representado en mí algo que no podría ser pensado, lo que viene a significar, o bien que la representación sería imposible, o que, al menos, no sería nada para mí (Kant, 2009, §16).
Sartre ha objetado a esta concepción que, si la conciencia fuera intencional, la existencia de un sujeto trascendental sería inútil. El sujeto es trascendente a la conciencia y no inherente a ella. Citemos brevemente un pasaje de Sartre que expresa claramente su posición sobre este tema:
El yo trascendente debe caer bajo el golpe de la reducción fenomenológica [...] El contenido cierto del pseudo “cogito” no es “yo tengo conciencia de esta silla”, sino “hay conciencia de esta silla”. Ese contenido es suficiente para constituir un campo infinito y absoluto para las búsquedas de la fenomenología (Sartre, 1968, p. 31).
Esta formulación parece excluir que la conciencia sea un contenedor en el que ciertos pensamientos vendrían a situarse. La conciencia es un acto de apuntar a, de dirigirse a algo, no un recipiente, ni siquiera un elemento constitutivo del pensamiento, sino sólo algo que todo pensamiento presupone.
Si la conciencia es conciencia de algo, y por lo tanto intencional, es porque establece una repartición entre un acto y un objeto “mirado”. ¿Cómo podemos entender esta repartición? ¿De dónde viene la división? Este es el punto esencial que conecta la cuestión de la conciencia y la de la enunciación, que también supone la posición de una diferencia.
David Chalmers, en su libro La mente consciente, se pregunta hasta dónde puede llegar la hipótesis de la existencia de la conciencia. Lo expresa de esta manera: “¿podría una máquina ser consciente? ¿podría un ordenador programado de un modo apropiado verdaderamente poseer una mente?” (1999, p. 395).
La pregunta así planteada parece engañosa. Parece confundir la conciencia y la mente. La mente puede ser consciente sin que la conciencia se confunda con ella. Si nos preguntamos si los ordenadores tienen una vida interior o una comprensión verdadera, me parece que estamos confundiendo dos problemas, el de la conciencia y el problema, semántico, de la mente. John Searle ha demostrado, en su llamado experimento de la cámara china, que un cálculo regulado, pero sin semántica no podría tener ningún sentido. Chalmers, por su parte, trata de demostrar que implementar un cálculo en una máquina no es esencialmente diferente de implementarlo en un cerebro. Concluye que la máquina puede ser consciente, lo que nos parece ser el resultado de la misma confusión inicial entre mente y conciencia.
Podría decirse que la conciencia no tiene un campo de conciencia frente a ella, sino más bien que ella es precisamente ese campo que reparte el mundo de la experiencia en un afuera y un adentro, un objeto y un sujeto. Ser consciente querría decir: no confundir el sujeto con el objeto, no porque se los vea como distintos, sino porque el pensamiento consciente sería el acto de distinguirlos.
Este poder de separación vale también para lo que es solamente interno. Un sufrimiento se distingue del que sufre porque este es consciente de sufrir. Si la distinción es imposible, si el sufrimiento es demasiado grande, entonces el “yo” se convierte en sufrimiento. El sufrimiento y sujeto sufriente se vuelven indistinguibles, se funden. El sujeto pierde conciencia.
Se puede entender así el desembrague como aquello que establece una separación entre una instancia de sujeto y el objeto, y el embrague como un acercamiento, una conexión.
El desembrague es “la operación por la cual la instancia de enunciación —durante el acto de lenguaje y con miras a la manifestación— disjunta y proyecta fuera de ella ciertos términos vinculados a su estructura de base, a fin de constituir así los elementos fundadores del discurso-enunciado” (Greimas y Courtés, 1982, p. 113).
El embrague designa el efecto de retorno a la enunciación, producido por la suspensión de la oposición entre ciertos términos de las categorías de persona y/o espacio y/o tiempo, así como por la negación de la instancia del enunciado.
Este ir y venir entre la instancia enunciadora y el enunciado sólo puede concebirse si el acto de conciencia, la intencionalidad, pone de manifiesto la separación (la diferencia) entre las instancias del enunciado y las de la enunciación.
De este modo, el dolor puede ser desembragado, puesto a distancia, devenir objeto mirado o, por embrague, convertirse en un sujeto tiránico, obsesionante y, finalmente, fundirse conmigo en una sola totalidad.
El problema de la conciencia es el del origen de esta repartición. Generalmente se piensa que la conciencia es reflexiva en el sentido de que ser consciente correspondería a saberse consciente. Pero ésta es una concepción más bien mecanicista. En realidad, la separación entre lo interoceptivo y lo exteroceptivo es como un cristal más o menos diáfano, más o menos claro o más o menos opaco. El campo de la conciencia es ese cristal y la conciencia es ese campo. La reflexividad consiste en ver el cristal con mayor o menor claridad.
Entonces, se podría decir: hay una separación entre un sujeto y un objeto, y viceversa. La separación es más o menos opaca, diáfana o incluso reflejante, como un espejo. La conciencia es una cuestión de óptica y, por lo tanto, de imagen, como ha quedado claro desde las primeras reflexiones sobre la iconicidad del mundo.
La conciencia es, pues, una dinámica global de la mente que establece una diferencia, pero también una disimetría (ruptura de la simetría). Se puede pensar en una morfodinámica.
Esta ruptura de la simetría explica por qué hay, en la teoría de John Searle, dos direcciones de ajuste: el ajuste al objeto (la promesa) y al sujeto (la descripción).
¿Qué se gana introduciendo la cuestión de la conciencia en la problemática de la enunciación? Si la enunciación requiere una diferenciación, por ejemplo, entre embrague y desembrague, entre enunciación y enunciado, es necesario introducir un momento dinámico que haga inteligible esta diferenciación. Nos ha parecido que la conciencia era precisamente ese momento dinámico del que carecíamos cuando describimos la dialéctica entre la función constituyente y la función esquemática de la semiosis. Hay, por todas partes, reparticiones que no podemos limitarnos a describir, sino de las que también debemos explicar su génesis. La conciencia es esa gran proveedora de diferencias con la que nuestra existencia es animada. Si el término conciencia parece evocar demasiados problemas, podemos decir más simplemente, en lo que se refiere a nuestro propósito, que el nervio de los procesos de diferenciación es la dinámica propia de la intencionalidad. Quedaría por mostrar cuáles son las morfologías según las cuales esta dinámica se despliega. De esta manera, se podría describir la forma en que el flujo de conciencia se despliega en su campo. Aquí, no buscamos avanzar más en la explicación de esta problemática.
[1] Las traducciones de todas las citas fueron tomadas de las ediciones en español de cada texto en francés referido por el autor. Por ello, en el cuerpo del artículo, aparecen entre paréntesis el año y los números de páginas correspondientes a las versiones en castellano. En la lista de referencias, añadimos, entre corchetes, los datos de los textos en francés citados originalmente por el autor (nota de los editores).
[2] Para un análisis de este punto, véase J. C. Pariente, 1973.
[3] A partir de un texto de Bergson, M. Merleau-Ponty señala: “Eso evoca, más allá del ‘punto de vista del objeto’ y el ‘punto de vista del sujeto’, un núcleo común que es el ‘serpenteo’, el ser como serpenteo (lo que he llamado ‘modulación del ser en el mundo’). Hay que dar a comprender cómo esto (o toda gestalt) es una percepción ‘que se hace en las cosas’”. (2010, p. 173). [El pasaje de Bergson al que se refiere Merleau-Ponty está en El pensamiento y lo moviente (2013) (nota del traductor)].
[4] Escribimos un icône cuando se trata de un significante. Une icône concierne exclusivamente al arte bizantino. [Respecto a esta nota del autor, vale la pena recordar que, en francés, el sustantivo icône es femenino, por lo cual concuerda con el artículo indefinido une. Sin embargo, Bordron usa un para marcar el sentido específico que le da a icône. En español, el sustantivo masculino icono se usa en los sentidos de “signo” o “tabla pintada con técnica bizantina”, según lo registra el Diccionario de la lengua española (nota del traductor)].
[5] Remitimos al artículo de Jean-François Bordron y Maria Giulia Dondero (2023): “L’expression: de Hjelmslev à l’analyse computationnelle des larges collections d’images”.
[6] Sobre la enunciación como práctica, véase Colas-Blaise, 2023.
[7] Ésta es, como en otros autores, la expresión utilizada por Aron Gurwitsch (1979).
Acerca del autor
Jean-François Bordron es profesor emérito de la Universidad de Limoges, Francia, así como del CeReS (Centro de Investigaciones Semióticas). Sus principales líneas de investigación son: semiótica teórica, semiótica y filosofía, semiótica de la imagen. De sus principales publicaciones, podemos destacar: Recherches sur les contraintes sémiotiques de la pensée discursives (1987); L’iconicité et ses images (2011); Images et vérité (2013); Les sens du son (con G. Chandès y F. Bobrie) (2014); Le discours spéculatif (2016).