DIOTIMA va a ser llevada a decir a qué pertenece el amor. Pues bien, el amor pertenece a una zona, a una forma de asunto, de cosa, de πρᾱγμα [pragma], de πρᾱξις [praxis] que es del mismo nivel, de la misma calidad que la δοχα [doxa], a saber, lo que existe, a saber, que hay discursos, comportamientos, opiniones que son verdaderos sin que el sujeto pueda saberlo.
La δοχα [doxa], en tanto que es verdadera pero no es ἐπιστήμη [episteme], es uno de los temas trillados de la doctrina platónica cuyo campo es necesario distinguir. El amor, como tal, forma parte de este campo. Está “entre la ἐπιστήμη [episteme] y la άμαθία [amathia] o ignorancia, así como “entre lo bello y lo verdadero”.
El éxito inesperado obtenido por Fragmentos de un discurso amoroso (1977)1 desde su aparición,2 mantuvo oculto su carácter experimental. Roland Barthes aborda en esa obra uno de los temas más antiguos de la literatura, y el empleo de la primera persona, a propósito de un tema tan cargado de afectos, da al libro un aire autobiográfico que prolonga la trayectoria íntima iniciada con Roland Barthes por RolandBarthes (1975/2002); sin embargo, un texto preliminar se propone explicar “Cómo está hecho este libro”, lo que hace sospechar que el proyecto de Barthes es menos transparente de lo que sugiere un título susceptible de inscribirse en la tradición literaria del Journal amoureux [Diario amoroso] (1671), los Égarements du cœur et de l’esprit [Extravíos del corazón y del espíritu] (1736) y el Diable amoureux [El diablo enamorado] (1772).
Poco después de la publicación de Fragmentos, la Lección (1978/1993) declara abiertamente, con mayor ambición, el proyecto que Barthes asigna a la “semiología literaria”, según el título de la cátedra que se dispone a ocupar en el Collège de France.
El paradigma que aquí propongo no sigue la división de las funciones; no trata de poner de un lado a los sabios, a los investigadores, y del otro a los escritores, los ensayistas; sugiere por el contrario que la escritura se encuentra doquier las palabras tienen sabor (saber y sabor tienen en latín la misma etimología) (Barthes, 1978/1993, pp. 126-127).
El proyecto barthesiano rechaza la oposición entre Ciencia y Literatura. No hay, por un lado, prácticas de saber y, por otro, prácticas de ocio, sino algo que se encuentra en el fundamento de estas prácticas: la escritura. Así, cuando evoca la Mathesis como una de las tres fuerzas de la literatura, no lo hace únicamente por la razón de que la literatura transmita saberes, al modo de una entretenida enciclopedia, sino porque, de alguna manera, “se hace cargo” de ellos.3 Los saberes no son enunciados transmitidos accidentalmente, sino que una enunciación se hace cargo de ellos.
¿Qué implica este hacerse cargo por parte de la enunciación? Un proceso en el que los saberes son primero buscados, enseguida ordenados y finalmente depositados en palabras, frases, párrafos; en pocas palabras, toda una retórica asuntiva y justificativa que los envuelve al mismo tiempo que los actualiza.
En la medida en que pone en escena al lenguaje —en lugar de, simplemente, utilizarlo—, engrana el saber en la rueda de la reflexividad infinita: a través de la escritura, el saber reflexiona sin cesar sobre el saber según un discurso que ya no es epistemológico sino dramático (Barthes, 1978/1993, p. 125).
Quisiéramos hacer un paréntesis en nuestro comentario a los Fragmentos, a fin de hacer valer el interés general de tales proposiciones para una teoría del conocimiento. El estatuto conferido ordinariamente al discurso epistemológico, al que Barthes alude en este pasaje, es el de un discurso argumentado relacionado con la ciencia, o con una disciplina científica particular, que pretende esclarecer las condiciones de su realización. En este sentido, la epistemología es comparable con la crítica literaria: en los dos casos, estos discursos suponen la existencia de un discurso previo tomado como objeto de valor al que hay que estudiar y justificar. La epistemología y la crítica literaria forman parte así de la categoría general del comentario o exégesis; no obstante, el discurso epistemológico no siempre es asumido por filósofos ajenos al campo de la ciencia. Incluso cuando ese es el caso, los epistemólogos se sienten obligados a justificar la legitimidad de su posición de comentaristas demostrando su capacidad para comprender los problemas que enfrentan los científicos, de manera análoga a la empatía que muestran los críticos literarios hacia las obras de las que hablan, con el propósito de captar las intenciones de sus autores y de sacar a la luz el contexto de su creación. En síntesis, epistemólogos y críticos literarios admiten que los autores (científicos o escritores) de los discursos que toman como objeto de estudio son capaces de reflexionar sobre lo que hacen y la manera en que lo hacen. En otras palabras, existe una capacidad reflexiva, con valor epistemológico, inherente a todo científico, del mismo modo que existe una capacidad reflexiva propia de todo escritor; científicos y escritores dan cuenta de estas capacidades en su propio discurso, ya sea científico o literario. El discurso reflexivo no tiene entonces que presuponer la existencia de un discurso objeto, sino que acompaña a ese discurso al mismo tiempo en que éste se dice. Para hacer uso del contraste que produce en relación con el comentario externo que da forma al discurso de los epistemólogos y de los críticos literarios, podríamos llamar a la categoría general de los discursos reflexivos reflexión crítica o eiségesis.4
Nuestra hipótesis es que la eiségesis es el tipo de enunciación adoptado en Fragmentos de un discurso amoroso. Inmediatamente después del texto preliminar, una didascalia aislada en una nueva página enuncia, en cursivas grandes, que “Es pues un enamorado el que habla y dice:”. El que habla, puesto que es el amor experimentado por el enamorado el que se expresa aquí, y no las generalidades del amor; el que dice también, ya que el enamorado, al asumir esta expresión, remite a una imagen del amor, o más bien a imágenes, “figuras”5 que él hace suyas, pero que son capaces de tener igualmente un alcance general —para otros enamorados y para cualquiera que desee escuchar este discurso. Hablar y decir equivalen a expresar el amor en sus múltiples manifestaciones pasionales y corporales, pero también a dar cuenta de él bajo la apariencia de imágenes “reflexivas”, que se ofrecen al saber. Como tal, el enamorado se convierte en un ser-de-discurso, en un sujeto semiológico. Cada vez que pone de manifiesto un estado o emprende una acción amorosa, siempre que ese estado o esa acción sean dichos, se presta al juego de la interpretación y suscita la reflexión crítica acerca de lo que está viviendo.
El carácter exacerbado de este sujeto semiológico es lo que hace de los Fragmentos un ámbito de experimentación. En dicho libro, en efecto, todo tiene sentido para el sujeto amoroso —hasta lo insensato—. La conjunción “pues” presente en la didascalia (“Es pues un enamorado el que habla y dice:”) coordina el anuncio de una toma de la palabra con las doctas explicaciones del texto preliminar. Se trata de un signo, discreto pero seguro, de que la reflexión crítica ha surgido de un método, al menos en el sentido de que se ha perseguido de forma regular. De acuerdo con Roland Barthes, la semiología literaria sería así la búsqueda escrupulosa, concienzuda, metódica, de una puesta en escena enunciativa. Un eco de esta hipótesis se encuentra en la idea, expuesta en la Lección, de que la reflexividad es “infinita” (véase la cita anterior). La reflexión del saber nunca cesa porque en el fondo ella podría haber siempre ya comenzado: cada vez que un enamorado habla, diría algo, daría cuenta de su amor manifestándolo, y lo ofrecería así al conocimiento, tanto para algún destinatario particular (el ser amado) como para cualquier público asistente a ese decir.
El estatuto de “público” conferido al destinatario del discurso amoroso está en consonancia con la propuesta de Barthes de que la reflexión crítica inherente al sujeto semiológico se inscribe en una dramaturgia —en este caso, en la puesta en escena de uno de los dramas más extendidos entre los seres humanos. Observemos entonces que esa reflexión infinita no es fundamentalmente diferente de la enunciación que se hace cargo del discurso científico. Ciertamente, no hay artículo científico, por puntilloso y riguroso que sea, que no comience con alguna aserción epistemológica que sitúe el saber enunciado en un todo más amplio y que dé cuenta, por lo tanto, del lugar que el autor le asigna. Una enunciación eisegética es siempre, en algún grado, “dramática” en la misma medida que “crítica”.
Los lingüistas y los semiotistas han abordado el estudio de la enunciación, al menos en un primer momento, por las marcas que esta deja en el discurso. El inventario de estas marcas no podría ser exhaustivo: en casi todas partes, la presencia de un sujeto enunciativo se da por sobreentendido en el enunciado. A pesar de esto, se han destacado ciertas categorías morfológicas, léxicas o semánticas, como los pronombres personales y los deícticos, los adjetivos y los adverbios de juicio, las expresiones exclamativas, los registros lingüísticos y las figuras retóricas,6 con miras a lo que sería una cartografía de la enunciación. Estas categorías, propias del análisis lingüístico, han arrojado luz a su vez, en un segundo momento, sobre la definición de subjetividad que subyace a la noción de enunciación. La subjetividad propia de los seres humanos parece estar constituida, de acuerdo con las marcas enunciativas visibles en el discurso, por emociones, puntos de vista, así como por los modos de existencia que ella activa y las formas de copresencia entre los seres humanos, o incluso entre el ser humano y cualquier “objeto” (en el sentido filosófico del término).
Esta última dimensión de la enunciación, la copresencia, es posiblemente la menos señalada, aun cuando las marcas que la propician sean, por su parte, las más directas: los pronombres personales, los deícticos adverbiales de tiempo y lugar. Estas categorías morfológicas sirven como medios habituales de análisis en el marco de una lingüística interaccional basada en el análisis de la conversación,7 pero su contribución a la semántica de la enunciación ha quedado, paradójicamente, infrautilizada. Nos parece que este desinterés es paradójico porque, en los textos fundadores de Émile Benveniste, los pronombres personales fueron el principal motor de la reflexión que el lingüista desarrolló alrededor de la subjetividad —es a este lingüista, en todo caso, a quien debemos la idea de que la subjetividad está constituida por la enunciación y no por un supuesto sentimiento de sí, que es como caracteriza a los enfoques fenomenológico y psicológico—. Merece la pena citar una vez más ese famoso pasaje del artículo “De la subjetividad en el lenguaje”:
Pues bien, sostenemos que esta “subjetividad” […] no es más que la emergencia en el ser de una propiedad fundamental del lenguaje. Es “ego” quien dice “ego”. Encontramos aquí el fundamento de la “subjetividad”, que se determina por el estatuto lingüístico de la “persona” (Benveniste, 1958/1997, pp. 180-181).
Uno de nosotros se propuso analizar la célebre fórmula “Es ‘ego’ quien dice ‘ego’” y observó su carácter elíptico y aliterado.8 En lugar de una definición canónica (“X es Y”), la fórmula señala la incompletud de la definición de la subjetividad y sus tropiezos. Dicha fórmula parece revelar que el lenguaje experimenta ahí alguna dificultad para hacer una separación clara entre tema y rema, para establecer la distancia, operativa en todas partes, entre sujeto y predicación; es decir, en este caso, la distancia presupuesta entre una subjetividad previa y su expresión lingüística. El enunciado mismo de la subjetividad está atrapado en una enunciación reflexiva: cuando ego habla y se expresa, está obligado a no decir nada más que “ego”.
A partir de esta lectura, que pone de relieve la dimensión reflexiva de la enunciación en Benveniste, nos proponemos volver a Barthes. Comencemos por observar que la didascalia que abre los Fragmentos hace eco de la fórmula de Benveniste sobre la subjetividad. Barthes fue, durante mucho tiempo, un ferviente lector de la obra de Benveniste.9 Cada uno de los volúmenes de Problemas de lingüística general fue objeto de una reseña más que elogiosa: apasionada y comprometida (la segunda de esas reseñas lleva por título “Por qué amo a Benveniste”).10 En la primera, Barthes declaraba, con el aplomo de quien quiere convencerse a sí mismo, que “Benveniste funda lingüísticamente, es decir, científicamente, la identidad del sujeto y del lenguaje” (Barthes, O.C., II, p. 816), y comenta a continuación: “una posición que está en el centro de muchas investigaciones actuales y que interesa tanto a la filosofía como a la literatura” (p. 816).
Insistamos en esta última palabra: literatura, y no estudios literarios. Fragmentos de un discurso amoroso se presenta como un ensayo literario, no como un ensayo sobre la literatura. El enamorado-que-habla-y-dice es un personaje como el que producen las obras de ficción (o, eventualmente, de autoficción). Y, sin embargo, esta misma didascalia, situada en el margen inaugural del texto, es suficiente para poner en escena, para liberar el discurso amoroso de su enunciación escrita. Por eso, estos Fragmentos están llamados a ser, al mismo tiempo, un ensayo de semiología literaria, de acuerdo con la concepción particular que Barthes expuso en la Lección y que anunció a sus estudiantes durante el segundo año de su seminario sobre el discurso amoroso:
Para mí, la semiología no es una ciencia positiva, una disciplina (enseñable), sino una negatividad plural, una ruptura permanente, una tentación permanente de ir a otra parte por la acción de un agente: la autocrítica de la enunciación (Barthes, 2007, p. 548; énfasis añadido).
La hipótesis que guía nuestra lectura se encuentra, por lo tanto, confirmada por las intenciones del autor. El enunciador en este libro es capaz de criticar sus propios enunciados, porque es, por el acto mismo del discurso, un sujeto escindido (plural, fracturado) al mismo tiempo que la instancia mediadora capaz de unir una pasión y una forma de saber acerca de esta pasión. De la misma manera, a partir de ahora estamos en condiciones de afirmar que las propuestas teóricas de Benveniste son la principal referencia para esta autocrítica: “la identidad del sujeto y del lenguaje” se encuentra en el centro de un proyecto de escritura que representa en la misma medida tanto un proyecto literario como un proyecto de investigación semiológica.
Sin embargo, si Benveniste es la referencia principal, está lejos de ser la única. Cada seminario abre una investigación en la que Barthes hace uso de todos los recursos, pues su deseo de exploración supera ampliamente su ambición de síntesis. Los escritos de otros lingüistas, pero también y principalmente de escritores, filósofos, antropólogos y psicoanalistas, alimentan esa investigación. El título mismo de la obra que hemos tomado como objeto de estudio da cuenta, en esa primera palabra de Fragmentos, del uso que hace de esas lecturas diseminadas e inspiradoras. Dichas lecturas sirven de voces enunciativas a un sujeto plural y no reconciliado, al mismo tiempo que alimentan su discurso.
Podemos observar así una copresencia de voces en los Fragmentos de un discurso amoroso. El sujeto amoroso habla efectivamente en primera persona —dice yo, me, mí—, pero no se detiene en estos únicos pronombres. Dice también tú, nosotros, uno. A veces, la separación esperada entre yo y “el otro” (él, alguien, ello) ya no parece por otra parte tan clara, pues las ocasiones de identificación con los otros son múltiples. De hecho, el discurso amoroso es en muchos sentidos un discurso delirante, poroso e indiferente a la contradicción y al sinsentido.11 Para anticipar términos caros al psicoanálisis de Winnicott, cuya importancia para Barthes se verá más adelante, ese sujeto semiológico que es el enamorado asume un rol “transicional” y “lúdico”. Las voces enunciativas pertenecen así al sujeto amoroso, porque ellas transitan a través de él y están co-presentes en él.
¿Cómo producir una crítica de esta copresencia? Dicho de otra manera: ¿cómo dar cuenta de la reflexividad inherente a la enunciación cuando esta acoge voces plurales? El semiólogo encontró a posteriori la forma de esclarecer esta cuestión mediante el concepto de proxémica. En su primer curso en el Collège de France, Barthes presenta a sus oyentes esta noción proveniente de la etnografía de la comunicación norteamericana. De acuerdo con la exposición de E. T. Hall en La dimensión oculta (1966/2003), la proxémica permite evaluar cuatro tipos de distancia en la relación interpersonal (distancia íntima, distancia personal, distancia social, distancia pública). En el marco de este curso, en el que explora el vivir juntos y, más particularmente, la vida en pequeña comunidad, Barthes sólo considera la distancia más íntima.
Neologismo propuesto por Edward Twitchell Hall (1966; La dimensión oculta, traducción 1971). Proxemics = “conjunto de observaciones y teorías concernientes al uso que el hombre hace del espacio como producto cultural específico”: dialéctica de la distancia. Por mi parte, utilizaré la palabra para aplicarla solamente al espacio restringido que rodea inmediatamente al sujeto: espacio de la mirada familiar, de los objetos que se pueden alcanzar con el brazo, sin moverse (Barthes, 2002, pp. 155-156).
La proxémica permite estudiar la relación del sujeto con otros seres humanos y con los objetos que lo rodean. Para el sujeto amoroso, las nociones de proximidad y de lejanía son de una relevancia fundamental. Si el ser amado se encuentra cerca, puede disfrutarlo, mirarlo, incluso acariciarlo; si se encuentra lejos, el enamorado experimenta angustia, miedo y otros sentimientos disfóricos. La distancia íntima, la única que concierne al sujeto amoroso, está investida de afectos.
¿Cómo puede la proxémica de lo íntimo conducir a una autocrítica enunciativa? Para comprenderlo, es necesario comenzar por observar que, para las sociedades humanas, esta distancia es cultural. Ahí donde los animales tienen un sentido instintivo del espacio de interacción por el cual se definen, principalmente, las distancias de seguridad (distancias de huida) y de peligro (distancias críticas), para los seres humanos, señala Hall, la definición de las distancias varía de acuerdo con las culturas. Así, en la cultura norteamericana, un acercamiento corporal en el que se percibe el aliento del otro solamente puede pertenecer al ámbito de las relaciones íntimas, mientras que en el mundo árabe esta distancia se cultiva para las relaciones sociales, donde incluso parece necesaria (Hall, 1966/2003, pp. 195-196). El antropólogo hace el vínculo entre estas variaciones culturales y la diversidad de las lenguas, retomando por su cuenta la tesis de una subjetivación del mundo defendida por el lingüista Edward Sapir y llevada a la práctica por su “discípulo” Benjamin Lee Whorf en su estudio etnográfico de la sociedad hopi (pp. 115-117). La relación entre proxémica y lenguaje puede ser llevada incluso más lejos: Hall considera que, en el seno de una sociedad culturalmente homogénea, la literatura es un lugar de experimentación y de “distorsión” del espacio. Esta vez, la evaluación proxémica no depende ya del léxico de una lengua, sino que se manifiesta a través de una enunciación que es asumida ya sea por el escritor (el caso de Thoreau en Walden), ya sea por un personaje de ficción (específicamente en una novela de Mark Twain) (pp. 119-121). Quedaría entonces un paso más para admitir que este espacio de acercamiento y de alejamiento sólo existe por y en la enunciación, en la que se constituye la subjetividad. Una escena relatada por Barthes en El susurro del lenguaje nos va a permitir superar definitivamente este pasaje hacia la enunciación.
La otra tarde, cuando estaba viendo la película de Antonioni sobre China, experimenté de golpe, en el transcurso de una secuencia, el susurro de la lengua: en una calle de pueblo, unos niños, apoyados contra una pared, están leyendo en voz alta, cada cual para sí mismo, y todos juntos, un libro diferente; susurraban como es debido, como una máquina que funciona bien; el sentido me resultaba doblemente impenetrable, por desconocimiento del chino y por la confusión de las lecturas simultáneas; pero yo oía, en una especie de percepción alucinada (hasta tal punto recibía intensamente toda la sutileza de la escena), yo oía la música, el aliento, la tensión, la aplicación, en suma, algo así como una finalidad. ¡Vaya! ¿Así que bastaría con que habláramos todos a la vez para dejar susurrar a la lengua, de esa rara manera, impregnada de goce, que acabo de explicar? Por supuesto que no, ni hablar; a la escena sonora le faltaría una erótica (en el más amplio sentido del término), el impulso, o el descubrimiento, o el simple acompañamiento de una emoción: lo que aportaban precisamente las caras de los muchachos chinos (Barthes, 1994, p. 102).
Lo que Barthes pone en escena aquí, al comienzo del visionado de una secuencia fílmica, es un vivir juntos que alcanza, por el único artificio del habla, el estatuto de un ser juntos. El habla, en este caso, no es un vehículo: ni el sentido ni el enunciado son transmitidos de manera perceptible por el rumor de las voces. El habla forma simplemente un tejido sonoro que hace susurrar la lengua hablada por estos niños. Por otra parte, esta habla, por sí misma, instaura un espacio, como lo haría una máquina en funcionamiento, o como lo hacen los cuerpos —tensos, jadeantes, aplicados. Una escena espacial como esta está doblemente cercada por el afecto. Por una parte, señala el carácter propiamente carnal de toda enunciación; por otra, proyecta la emoción de un espectador-oyente. Si hay algo erótico en colmar de afectos el espacio enunciativo de esta manera, es precisamente que el ser juntos parece infinitamente permeable al deseo, a la pulsión de vida.12 A esto, el semiólogo opone, sin embargo, una reflexividad crítica, denunciando en el sujeto emocionado una percepción “alucinada”. El espacio subjetivado del ser juntos es resultado de una enunciación pura, liberada de toda posibilidad de sentido y convertida, por lo tanto, en virtual. Desde este punto de vista, la copresencia no se establece ya de acuerdo con las diversas normas de la distancia entre el sujeto y los otros, sino que se constituye por una “intención enunciativa”, entendida como la capacidad de instaurar alrededor del ser-de-discurso, y a través de él, un ser juntos —cualquiera que sea el riesgo o la dificultad de emplear dicha capacidad.
La lectura de este pasaje muestra claramente la utilidad de establecer un vínculo entre proxémica (de lo íntimo), enunciación y crítica semiológica: la proxémica sociocultural es asumida por la enunciación a través de la copresencia de voces enunciativas y, al mismo tiempo, la reflexividad inherente a esta enunciación invita a una dramaturgia y a una crítica de los signos de copresencia, por ejemplo, bajo la forma de una “alucinación”. Con este conocimiento, volvamos a los Fragmentos de un discurso amoroso, donde el riesgo de una copresencia estrictamente enunciativa es llevado a un grado muy alto. El afecto erótico desplegado por el libro es susceptible de producir en el ser-de-discurso percepciones alucinadas. Así pues, no se trata de una observación antropológica que podría servir para evaluar la distancia entre el enamorado y el ser amado, sino de una crítica semiológica y reflexiva de su ser juntos en el discurso solitario del enamorado. Lo que esta crítica está llamada a evaluar es una distancia discursiva entre, si se quiere, lo que se dice al otro y cómo se dice. De hecho, la soledad del enamorado, observa Barthes, “no es una soledad de persona (el amor se confía, habla, se relata), es una soledad de sistema” (Fragmentos, p. 226). La crítica semiológica se hace posible, en el libro mismo, gracias a una suerte de “acompañamiento” de esta soledad. Como ya lo hemos señalado, se escuchan voces alrededor de este ser-de-discurso puesto en escena en los Fragmentos: voces literarias y voces eruditas, sobre todo filosóficas y psicoanalíticas.
Lo anterior nos conduce a plantear una segunda hipótesis, correlativa de la primera: entre otras cosas, la autocrítica de la enunciación en los Fragmentos se produce por un ajuste fino de la proxémica de las voces enunciativas. La verificación de esta hipótesis exige un modo de lectura que, hasta donde sabemos, no ha sido explorado por la literatura crítica. Este modo de lectura consiste en observar el uso expresivo de los márgenes del texto, márgenes considerados aquí en su sentido concreto y editorial: los espacios que bordean los cuerpos de los párrafos a la izquierda y por abajo. El uso de los márgenes laterales e inferiores en todas las figuras de los Fragmentos confiere al texto un aire de escritura dramática, tal como la didascalia inaugural, por otra parte, lo había sugerido desde el principio: nombres de autores, personajes u obras indican a los lectores quién habla por la boca del sujeto plural y no reconciliado del enamorado a través de su decir y entre sus pensamientos. Se comprende enseguida que estos márgenes establecen una distancia en el seno del discurso. Ego, al tiempo que dice “ego”, dice también algo distinto de “ego”. En nuestra opinión, esta salida del bucle autorreferencial conduce el discurso hacia una forma de autocrítica.
Tomemos como ejemplo el comienzo de la primera figura (1), “Me abismo, sucumbo…”.13
El sujeto amoroso de los Fragmentos habla en su propio nombre, como lo muestra el empleo del pronombre personal usado como complemento de objeto directo en la frase inaugural del primer párrafo numerado (me, …me). Y, sin embargo, este discurso directo hace resonar un discurso ya pronunciado, en este caso, por el protagonista de la novela de Goethe, Penas del joven Werther, cuyo nombre se añade al margen. A pie de página, sin que una llamada de nota remita a él como a una referencia, este discurso anterior se presenta bajo la forma de dos citas de las que Werther es el único responsable, aunque un número de página indica su ubicación en el libro. Se crea así un espacio virtual donde el sujeto amoroso de los Fragmentos se encuentra próximo a un personaje novelesco por el susurro de las palabras que el primero entona con el segundo.
Vemos aquí cómo el discurso sostenido por el sujeto amoroso tiene también el aspecto de un saber. Como en el caso de una vestimenta con forro, la doble capa de textos otorga al discurso un espesor reflexivo: lo que el enamorado dice se da por ya dicho, como en el caso de un apuntador de teatro o un doble de cine. Esto ya dicho se parece a una tradición, aunque no existe una institución para transmitir su saber; sin embargo, éste puede ser activado por un semiólogo que, del mismo modo que un marionetista,14 lo introduzca en la escena del discurso y lo haga hablar como una de sus voces interiores.
Para profundizar en nuestra hipótesis, nos gustaría ahora ponerla a prueba. En la siguiente sección, nos proponemos observar con cierto detalle las relaciones que el sujeto amoroso mantiene con una de las voces enunciativas cultas, la de un psicoanalista, centrando nuestra atención de manera particular en la presencia en los Fragmentos del psicoanalista británico Donald Winnicott.
¿Podemos considerar que las “afinidades electivas” se sitúan a cierta distancia —la distancia de la mano— cuando Barthes coloca los nombres de las referencias literarias y psicoanalíticas en el margen de la página?
En el prefacio de la publicación de las notas del seminario dedicado al discurso amoroso, Claude Coste considera que el proyecto barthesiano conlleva una cierta crítica del psicoanálisis:
Si el psicoanálisis, de Freud a Lacan, se interesa por el amor, apenas si sabe hablar de amor, o lo hace bajo la forma de un metalenguaje crítico que excluye toda coincidencia inmediata con el habla directa del soliloquio amoroso. En esto consiste la gran originalidad de los seminarios y del libro: […] Roland Barthes impone una doble rehabilitación del amor y del imaginario, ambos consustancialmente ligados en una misma protesta contra la injuria lacaniana. El seminario, mucho más erudito que el libro, sirve entonces como un espacio de decantación, el lugar donde se negocia el giro de un pensamiento que escapa al psicoanálisis sin abjurar de él (Coste, como se cita en Barthes, 2007, p. 40).
Estamos de acuerdo con este juicio. Barthes, efectivamente, pretendía denunciar el cientificismo del psicoanálisis cuando éste quiso entrar en consonancia con el discurso médico y su ascesis. Si, en sus inicios, la práctica del psicoanálisis admitía una forma de laicismo,15 las publicaciones lo condujeron a un discurso cada vez más erudito, afectado de metalenguaje, que descuidó el hecho de hacer hablar a quien sufre.16 En cambio, la escritura buscada por Barthes, con su particular uso de formas lingüísticas para hablar de amor (y no sobre el amor), pretende poner en tensión la relación entre saber y discurso.
No obstante, no hay que olvidar que los objetos de investigación de Barthes se encuentran muy próximos a los del psicoanálisis, y que es posible establecer un estrecho vínculo, tal como lo ha mostrado Leyla Perrone-Moisés, entre muchas de sus propuestas teóricas y los conceptos psicoanalíticos.
Los conceptos freudianos, utilizados generalmente desde El grado cero, se afinan a la luz de Lacan, cuyo proyecto de fundamentación en el lenguaje y en la sensibilidad hacia la literatura lo sedujo. […] Dicho proyecto, sin embargo, no lo alejó de su reflexión sobre el lugar del texto literario en la sociedad y en la Historia. Al contrario, el “descubrimiento del inconsciente” se considerará indispensable para la tarea de crítica ideológica que siempre constituyó la preocupación central de Barthes (Perrone-Moisés, 2012, p. 73, traducción propia).
La cuestión que nos planteamos consiste en determinar hasta qué punto y bajo qué modalidades el discurso psicoanalítico sobre el amor puede convertirse en una voz interior (re)asumida por el sujeto amoroso. Suponemos que esto sólo puede hacerse mediante una conversión semiológica: un cambio de estatuto del discurso y una estrategia retórica orientada a conseguir algún efecto dramático, a fin de que el sujeto amoroso esté en condiciones de evaluar la separación que este discurso instaura en él.
Para comprender el funcionamiento de la semiología barthesiana, comencemos por subrayar, de manera factual, la presencia del discurso psicoanalítico en los Fragmentos. A modo de sondeo preliminar, podemos observar que el psicoanálisis está presente en treinta de las ochenta figuras. Más precisamente, el nombre de Freud aparece en los márgenes en dieciséis figuras, algunas veces como personaje (en relación con el libro de memorias escrito por su hijo Martin Freud). Lacan es mencionado en diez figuras y Winnicott, en ocho. Algunos otros psicoanalistas aparecen con menos frecuencia en estos márgenes (Bettelheim aparece dos veces y Reik una única vez), si bien, al final del libro, la “Tabula gratulatoria”, donde se proporcionan las referencias bibliográficas, hace mención todavía de obras escritas por psicoanalistas que no fueron mencionados en el texto principal, como Melanie Klein, Serge Leclaire, Jean Laplanche o Pierre Furlon. Nuestro recuento, por lo demás, no puede pretender la exhaustividad, ya que la situación de ciertos nombres, tanto en el seno del discurso psicoanalítico como fuera de él, puede prestarse a discusión, como en el caso de Léon Chertok.
Uno de los resultados arrojados por dicho recuento puede resultar sorprendente: la presencia relativamente importante de Donald Winnicott como uno de los tres autores más mencionados. La actualidad de las traducciones francesas de su obra puede explicar en parte el interés mostrado por Barthes durante los seminarios de los años 1974-1976.17 En una versión anterior del prólogo que lleva por título “Cómo está hecho este libro”, Barthes confesaba tener “debilidad” por Winnicott (Barthes, 2007, p. 695; las comillas son de Barthes).
Dejamos la presentación de este psicoanalista al cuidado de uno de sus más eminentes comentaristas:
Donald Woods Winnicott (1896-1971) fue el primer pediatra en convertirse también en psicoanalista. Su experiencia en el tratamiento de bebés (y de sus madres),18 niños y adolescentes esclarece ciertos aspectos sobre el desarrollo y la organización emocional y relacional del ser humano. Ha hecho posible un trabajo psicoterapéutico eficaz en casos graves y difíciles, entre los cuales figuran las psicosis, las depresiones, diversos trastornos del espectro autista y las adicciones. También trató de proponer una teoría de la salud, una teoría positiva de la entrada del hombre en la cultura como un proceso de expansión necesaria del ser humano con los otros.19 Winnicott llevó el psicoanálisis a otro estatuto epistemológico y práctico al articular los descubrimientos de Freud y de Klein con los del existencialismo y también con la construcción de una ética del cuidado (Fulgencio 2016, p. 13, traducción propia).
El nombre de Winnicott aparece en las ocho figuras siguientes: “El ausente”, “Agony”, “La espera”, “El desollado”, “El exilio de lo Imaginario”, “Fading”, “La Gradiva” y “Muéstrame a quién desear”. Lo que nos interesa es determinar si la exposición de este nombre responde siempre a la misma dramaturgia o si, por el contrario, como nos inclinamos a pensar, podemos considerar que diversas estrategias de presentación conducen a efectos variados de copresencia. Cada uno de estos efectos es susceptible, en efecto, de aportar una proposición proxémica entre la enunciación del sujeto amoroso y las voces cultas que lo habitan. Y, considerados en su conjunto, estos efectos producen una crítica enunciativa directamente vinculada con la puesta en escena semiológica del texto.
Prosigamos con las condiciones para el examen de la cuestión analizando los elementos disponibles para esta dramaturgia. Considerada en su totalidad, hablaremos de disposición semiológica para dar cuenta de las elecciones que se presentan al enunciador de los Fragmentos. La noción de disposición semiológica no dista mucho de lo que Benveniste llamó “disposición sintagmática”.20 Ella se distingue, sin embargo, por el hecho de que lo que el enunciador distribuye no son palabras en una frase, sino elementos textuales en una página. Como el pasaje citado anteriormente ha mostrado, estos elementos comprenden: (a) uno o varios párrafos, (b) una numeración añadida a una unidad textual (párrafo o grupo de párrafos), y cuatro elementos periféricos. Dos de estos elementos aparecen sistemáticamente en cada figura: (c) un título (en un tamaño de fuente más grande que la del texto) y (d) un “argumento”21 que se destaca (en una fuente más pequeña que la del texto); los otros dos, inscritos en caracteres más pequeños que los utilizados en el cuerpo de los párrafos, son frecuentes, aunque su empleo depende de una elección particular de la disposición: (e) nombre en el margen lateral; (f) repetición de este nombre y complemento textual a pie de página.
Cuatro tipos de disposiciones semiológicas pueden identificarse en los Fragmentos y cada una de ellas se ilustra con la mención del nombre de Winnicott. A fin de facilitar su distinción, atribuimos a cada disposición semiológica un calificativo. La primera, que llamaremos icónica, no revela más que este nombre en el margen lateral del texto. Esta disposición se presenta en cuatro figuras (“El ausente”, “Fading”, “La Gradiva”, “Muéstrame a quién desear”). La segunda, a la que damos el calificativo de evocativa, sitúa el nombre en el margen y, a pie de página, retoma este nombre con una referencia a una obra que se acompaña de un número que indica la página. Esta disposición aparece dos veces en la figura “La espera” y una vez en la figura “El desollado”. La tercera, marginal, añade a la disposición precedente una cita a pie de página. La figura “El exilio de lo Imaginario” es ilustrativa de ella. Finalmente, la cuarta disposición, que llamaremos integrada, presenta dicha cita en el cuerpo mismo del texto, preservando la disposición inicial (nombre en el margen y referencia a pie de página), como si el margen hubiera sido devuelto al cuerpo del texto. Éste es el caso de la figura “Agony”.
Naturalmente, la identificación de cuatro disposiciones distintas en las cuales se inscribe el nombre de Winnicott nos conduce a pensar que la proxémica de su voz con la del sujeto amoroso varía de una posición de relativo alejamiento a una posición más cercana, lo que ya comienza a responder nuestra pregunta. Pero nos gustaría aclarar si es un continuum el que dirige la variedad de estas disposiciones o, si, por el contrario, éstas revelan posiciones bien definidas.
Para tener una idea más precisa, nos proponemos examinar sucesivamente estas disposiciones y sus efectos enunciativos en cuatro de las ocho figuras en cuestión. Para cada figura, usaremos el título, el argumento y, enseguida, el elemento en el cual aparece el nombre de Winnicott. Observemos la primera disposición —la disposición icónica— en la figura (2) “El ausente”.
Parece útil señalar hasta qué punto los fundamentos de la teoría de la enunciación de Benveniste están presentes en la discusión del proceso de formación de la figura. La transformación del presente en tanto que realidad estable e inadvertida en cierto sentido para el sujeto en una realidad rota, interrumpida por un cierto ritmo, revela una determinada configuración proxémica del sujeto con su “objeto” de amor, a saber, una indistinción entre éstos como “destinatario” o como “referente”.
Observemos también que, a pesar de la presencia icónica de Winnicott en el margen del texto, la figura de Freud aparece en segundo plano cuando el texto evoca el juego del carrete, metáfora freudiana bien conocida para designar el aprendizaje continuo del niño ante la ausencia de la madre. Esta ausencia es incluso interpretada como una potencial muerte de la madre. La elaboración semiológica de la subjetividad del sujeto amoroso se presenta como una dificultad para elaborar una distinción (más que una distancia) entre un objeto ausente y un objeto inexistente (muerto). En el contexto de este análisis, la característica de iconicidad de tal referencia intertextual revela un aspecto importante: el ícono circula tanto en los campos semánticos de la inmortalidad como en los campos semánticos de la posibilidad de la no-existencia real. En cierto sentido, la figura de Freud “desaparece” para revelar la de Winnicott, psicoanalista conocido principalmente por su teoría del juego. Con esto queremos decir que, más allá de la tematización del discurso amoroso mismo, los Fragmentos ponen en juego la construcción misma de los saberes llamados científicos. Finalmente, advirtamos que la ambigüedad semiológica de la iconización de la referencia revela también el lugar (el topos, si se prefiere utilizar un término retórico) de un mito. Como lo señalan Badir y Franck (2023), el mito no remite solamente a relatos construidos a lo largo de la historia, sino, de la misma manera, a ciertas idealizaciones científicas hipostasiadas por los grandes nombres de un campo de conocimiento. De este modo, el ícono funciona como una “aparición” de la intertextualidad, lo que quiere decir que su manifestación discursiva no garantiza la emergencia de una apertura referencial e interpretativa real en el texto examinado.
Analicemos ahora la segunda disposición —la disposición evocativa— en la figura (3) “La espera”.
En este extracto, la dimensión enunciativa es presentada de manera estética o, para retomar un término barthesiano, es connotada, lo que quiere decir que los interlocutores no son los protagonistas de un decir amoroso, como lo vimos en la explicación de la disposición icónica. Aquí, el discurso amoroso es presentado en tercera persona y luego se desliza hacia un “yo”. ¿Quién es este yo? Dos interpretaciones son posibles: por una parte, puede referirse al locutor que se presenta bajo la máscara del actor de una escena (la escena de la espera); por otra, puede referirse a un espectador que en principio sigue la escena desde el exterior y luego, poco a poco, va introduciéndose en el contexto. El inicio del párrafo siguiente revela la misma estructura: la descripción de un escenario (café) seguida de la presentación de un “nosotros” y, de nuevo, un “yo”. La dimensión teatral se intensifica con la señalización de las frases y de las etapas de la espera, como son el Prólogo, el Primer Acto, el Segundo Acto, etcétera. Esta ambigüedad del “yo”, unas veces autor, otras veces espectador, pero también, algunas veces, sujeto amoroso (que consulta su reloj), crea una esfera proxémica de suspensión del tiempo y de acontecimientos indefinidos. Las oposiciones, la distancia entre yo y tú, así como entre actor y espectador, se borran, creando una especie de limbo. Finalmente, las conjeturas del yo —señaladas por la conjunción condicional “si…”— proyectan la escena en el espíritu del espectador, aumentando el grado de suspensión de la acción. Son estas conjeturas las que se encuentran delimitadas por una referencia a Winnicott.
Winnicott está presente tanto en el margen como en el pie de página. He aquí un detalle, pero que tiene su importancia: el pie de página no se presenta como una nota, a la manera que suele hacerlo con frecuencia el discurso científico; ninguna relación anafórica lo vincula expresamente con un pasaje del cuerpo del texto. Podríamos decir, metafóricamente hablando, que está “en la base” de la página, esto es, que sostiene la globalidad discursiva de lo dicho. Tal disposición, a la que antes hemos calificado de evocativa, es más que una simple reiteración de un acontecimiento pasado; es un discurso hipotético, conjetural. De este modo, la cita pierde el estatuto habitual del que goza en el discurso académico de “argumento de autoridad” para adquirir el sentido más difuso de evocación del saber. La implicación retórica de este espacio liminal, de esta “entrada” en el campo epistémico de las hipótesis, es que el lugar de la espera —el café— adquiere los contornos no de la delimitación de un espacio cualquiera (como en la argumentación filosófica “clásica”, digamos sartreana), sino del único espacio posible para el “yo” en el discurso de la espera, el de la espera. Una vez más, el discurso del amor toca el discurso del mito, que, como todo discurso totalizador, se presenta como el único discurso.
Abordemos la tercera disposición —la disposición marginal— en la figura (4) “El exilio de lo Imaginario”.
Observamos esta vez la presencia de un “yo” desesperado porque carece de dirección —más que por un “tú”, el sujeto que ama se siente agredido por lo Imaginario—. Lo Imaginario se transforma en un “sujeto activo” que actúa y se dirige al sujeto. Lo “Imaginario”, antes que servir a un proceso de metaforización, es objeto de una antropomorfización, una figura retórica que podemos comprender en términos enunciativos como la conversión de “él” en “tú”. Él “arde”, se “inflama”, “resurge” de la tumba y, finalmente, “grita”. Resulta interesante observar la elección de léxico de Barthes: los seres metamorfoseados de las fábulas “hablan” y “actúan”, pero en el discurso amoroso lo Imaginario sólo puede “gritar”. ¿Se trata de un límite infranqueable de articulación con la voz, característica humana por encima de todo?
La ubicación al margen de Winnicott en el pasaje analizado pone de manifiesto una doble función: dar sustento a la afirmación central de la figura y dar sustento a la cita de Freud. Además de la función de dar forma a la crítica del discurso amoroso, la cita de Winnicott sirve para reforzar la afirmación freudiana de la cita precedente. Esta expansión se ve confirmada por el hecho de que Winnicott subraya que el exilio de lo Imaginario se produce mucho antes que en la descripción freudiana: en el resentimiento que deriva del uso del objeto transicional. Son las situaciones enumeradas —otra vez a un ritmo desesperado— entre paréntesis al final del pasaje. Al contrario de la disposición evocativa, la disposición marginal da cuenta aquí de la intertextualidad con una función muy diferente: la de intensificar la enunciación del sujeto amoroso. La ausencia de “tú” o de toda dirección produce un funcionamiento semiológico particular: la cita funciona como esa “voz” ausente, que, sin embargo, sólo analiza, no dialoga. De este modo, la expresión “disposición marginal” se encuentra plenamente justificada. Observamos también que es precisamente esta característica —analizar, pero no dialogar— la que pone de manifiesto toda la fuerza autocrítica del discurso de los Fragmentos.
La muerte, simbolizada por “la tumba mal cerrada de donde surge un grito”, parece, a primera vista, una metáfora bastante torpe. Para nosotros, contiene una evocación religiosa: es por el sepulcro entreabierto de Cristo que surge el grito de las mujeres en duelo, “sorprendidas” ante la tumba vacía y la “resurrección”. Más que de una simple metáfora, se trata entonces de la reconstitución de una memoria colectiva, de una “enunciación evocada”. El efecto retórico es, una vez más, una antropomorfización, una espectacular puesta en escena de la negación de la muerte, efecto atenuado solamente por los paréntesis enumerativos y explicativos que, junto a las citas a pie de página, corroboran el efecto crítico que señalamos anteriormente.
Finalmente, la cuarta disposición —la disposición integrada— aparece en la figura (5) “Agony”.
En el extracto anterior, la enunciación personal (o casi personal, de acuerdo con el giro retórico “alguien pudiera decirme”) se presenta después de una cita de Winnicott. Esta continuidad revela una integración o, mejor dicho, una “fusión” entre los enunciados: “lo que dice el profesional, podría decirlo cualquiera”. Es interesante comprobar el juego de inversión —que no tiene nada de irónico— entre el “yo” interno de la primera cita y el “yo” interno de la segunda cita. En la primera cita, el sujeto se presenta como un “paciente”, es decir, en una esfera clínica; en la segunda cita, el sujeto se asemeja a un “yo” ordinario que, por ejemplo, pide consuelo a un amigo.
¿La disposición integrada mostraría los “límites” del psicoanálisis, o de toda intertextualidad, ya que ésta podría disolverse en la textualidad? En cualquier caso, a través de la presencia misma de la cita de Winnicott, podemos ver la necesidad experimentada por el sujeto angustiado de escuchar la palabra de alguien, quienquiera que sea.
La dificultad de encontrar un topos, es decir, un lugar figurativo en la disposición integrada, se debe tanto a la escritura barthesiana como a la ausencia de un espacio textual suficientemente estabilizado en el cual podamos percibir el depósito de un hecho concreto. Las citas —para emplear una metáfora— parecen danzar y girar, haciendo que la figuración de la agonía parezca un movimiento ininterrumpido.
Se recordará que la antigua retórica contemplaba cinco partes en su enseñanza, que eran impartidas de acuerdo con un encadenamiento lógico de habilidades orientadas a la enunciación de un discurso: inventio, dispositio, elocutio, actio, memoria. En los Fragmentos, la segunda de dichas partes, la dispositio, es objeto de dos grandes tipos de perturbación. Por un lado, como Barthes lo explica en el prólogo, las figuras no han sido dispuestas progresivamente en función de una argumentación global, sino que han sido sometidas a la arbitrariedad del orden alfabético: en el discurso amoroso dichas figuras ocurren al azar.22 Por otro lado, las disposiciones semiológicas posibles entre las voces enunciativas, de las cuales, a partir de los elementos textuales disponibles, hemos visto que son cuatro en total, se manifiestan en el libro sin que la elección de una de ellas para una determinada figura, o en relación con tal mención nominativa, se encuentre justificada en apariencia. Como no parece que el orden de presentación de estas disposiciones tenga un efecto global, todo parece indicar que es su variedad misma la que interesa poner de manifiesto. Todo ocurre, parafraseando a Jakobson, como si la elección paradigmática de estas disposiciones se manifestara mediante la cadena sintagmática de las figuras, con el motivo aparente de exhibir el paradigma.
Es a través de esta doble infracción al arte de la dispositio que la lectora, el lector, son invitados a apropiarse de los modos de hacer del ser de discurso que es el enamorado. Ella o él también pueden pasar de una figura a otra según una elección puramente subjetiva y autorreferencial: cada apertura del libro, o cada circunstancia de su situación amorosa, es la ocasión para “encontrarse” en una u otra disposición de su relación con un ser amado, ya sea a una cierta distancia entre los yo y tú proyectados (según las disposiciones icónica, marginal y evocativa), o en la negación de esta distancia (según la disposición integrada).
Sin embargo, debido a su principio enunciativo crítico, la escritura barthesiana da visibilidad a los discursos teóricos y eruditos a través del juego de citas y menciones. Estos discursos constituyen una memoria cultural, literaria y psicoanalítica, y ofrecen la posibilidad de escapar del palacio de los espejos donde el sujeto amoroso se encuentra extraviado. El examen de las formas intertextuales y paratextuales que el libro pone en escena nos ha permitido mostrar que Barthes rompe con los hábitos de la enunciación erudita. En los Fragmentos, la inclusión del nombre de un autor y las referencias a obras relacionadas no se hace para dar cuenta de un punto de vista doctrinario o para atestiguar la pluralidad de tradiciones de saber sobre un tema determinado. La autocrítica enunciativa no pretende situarse a una distancia tan alejada de su objeto. Al contrario, ella busca la proximidad con el discurso amoroso, vinculando directamente las figuras con ideas teóricas y filosóficas, a la manera de la dialéctica de los antiguos griegos.
Así, con mucha seguridad, Barthes puso en marcha un funcionamiento semiológico doble, reflexivo y crítico: por una parte, este libro presenta un discurso directo del amor que pone en copresencia, según diversas proxémicas de lo íntimo, un enunciador-que-habla-y-dice con las voces enunciativas que lo rodean; por otra parte, forma, mediante la variedad de disposiciones semiológicas y el ordenamiento indiferente de las figuras, un discurso impenetrable para las formas narrativas clásicas.
En este sentido, nos parece que, sin exagerar, podríamos considerar los Fragmentos de un discurso amoroso como la reedición en la era moderna de la discusión teórica que Platón escenificó en El banquete. Como se sabe, El banquete (en griego Συμπόσιον, symposium) es un conjunto de seis discursos pronunciados luego de una recepción ofrecida por Agatón para celebrar su victoria en el concurso de tragedias. El tema elegido se relaciona con la naturaleza del amor. ¿Quién de los invitados hará el más bello elogio del amor? Cada uno presenta en su oportunidad un punto de vista sobre la cuestión. El discurso de Sócrates, el más esperado, llega al final. Aplaudido, suscita la admiración de todos y, particularmente, la de su anfitrión, algo que no deja de despertar los celos de Alcibíades. Rechazando las bellas cualidades que sus predecesores le han atribuido, Sócrates define el amor como deseo, esto es, como algo esencialmente imperfecto, si bien pretende lo bello y el conocimiento. Es también esta definición del amor a la que se refiere Lacan en el pasaje evocado en el epígrafe de este artículo: el amor se sitúa entre episteme (conocimiento) y amathia (ignorancia). Sin embargo, Barthes, en su crítica implícita a las concepciones del amor en la cultura occidental y el discurso psicoanalítico, elabora un discurso que suprime toda jerarquía del saber: en materia de amor, todos somos ignorantes; partimos en su búsqueda según el punto de vista, forzosamente limitado, de las situaciones más o menos reales, o más o menos fantasmáticas, de nuestra copresencia y distancia con el otro, el ser amado. Los Fragmentos constituyen de este modo un discurso deseante —inspirado y atormentado al mismo tiempo.
Silva, S. (2016). Uma descrição linguística que sirva para nos comprometer: ensaio de uma leitura antropológica da linguística da enunciação. ReVeL, 14(11). https://www.revel.inf.br/files/e343afcc4f778d158471221cd7e9c67c.pdf
[1] En este artículo, todas las citas de Barthes provienen de la edición de sus Obras completas (abreviadas como O.C.), con excepción de este libro, que citaremos siguiendo la edición original, pues, como los lectores tendrán oportunidad de advertir, la puesta en página reservada a esta edición es esencial para nuestro análisis. [Nota de la T.: Para la traducción de este artículo, cuando me ha sido posible, he seguido algunas traducciones de las obras de Barthes con las que contamos en lengua española y cuya referencia consigno en cada caso. Para el caso de Fragmentos de un discurso amoroso, sigo la versión de Eduardo Molina, que respeta la puesta en página mencionada por los autores.].
[2] Como lo refiere Louis-Jean Calvet en su biografía de Barthes: “Estos Fragmentos de un discurso amoroso le dan a Barthes una notoriedad inesperada, con importantes ventas y regalías. El 29 de abril de 1977, es invitado por Bernard Pivot a participar en un programa literario por televisión. […] Éxito en el estudio de grabación, donde Sagan parece fascinado por su discurso, y éxito también entre el público, pues el lunes siguiente los libreros se apresuran a comprar su libro, que se vende más que los anteriores. El tiraje inicial fue de 15 000 ejemplares, que se agotaron enseguida. Tan sólo en 1977 se hicieron siete ediciones consecutivas, para un total de 79 000 ejemplares” (Calvet, 1990, pp. 244-245).
[3] “La literatura toma a su cargo muchos saberes. […] la literatura no dice que sepa algo, sino que sabe de algo, o mejor aún: que ella les sabe algo, que les sabe mucho sobre los hombres” (Barthes, 1978/1993, pp. 124-125).
[4] En la hermenéutica bíblica, la eiségesis designa el punto de vista de los redactores testamentarios desvalorizado por los exégetas. Uno de nosotros dos ha desarrollado esta distinción y la ha aplicado a los discursos relativos a los saberes en general (véase la introducción en Badir, 2022, pp. 24-29).
[5] Barthes se refiere a ellas de la siguiente manera: “Las figuras se recortan según pueda reconocerse, en el discurso que fluye, algo que ha sido leído, escuchado, experimentado. La figura está circunscrita (como un signo) y es memorable (como una imagen o un cuento)” (Fragmentos, p. 14).
[6] Véase, particularmente, Kerbrat-Orecchioni (1980), Fiorin (1996) y Colas-Blaise, Perrin & Tore (2016).
[7] Para una presentación, véase Mondada (2008).
[8] Para un desarrollo, véase Silva (2016).
[9] La noción de enunciación parece haber sido utilizada por Roland Barthes por primera vez durante el seminario de la École Pratique des Hautes Études dedicado a la retórica en el año universitario 1964-1965. “La antigua retórica. Ayudamemoria”, publicado tardíamente (en 1970), da fe de ello (Barthes, O.C., II, p. 592).
[10] Barthes, O.C., II, pp. 814-816 & O.C., III, pp. 513-515. Estas dos reseñas aparecieron originalmente en La Quinzaine littéraire (en 1966 y en 1974).
[11] En las notas de los seminarios dedicadas al discurso amoroso, encontramos en múltiples ocasiones la idea de que el sujeto amoroso se encuentra suspendido entre un estado neurótico y uno psicótico (cf. Barthes 2007, p. 381 y 668). Partiendo de esta idea, Badir y Franck (2023) han pretendido mostrar que la negatividad que el sujeto amoroso acoge en él lo conduce con frecuencia a borrar la separación entre yo y tú (véanse principalmente las figuras “Identificaciones” y “Me duele el otro” de los Fragmentos, pp. 151-153 y pp. 64-65, respectivamente).
[12] Sobre el eros como libido y pulsión de vida, remitimos a Más allá del principio de placer de S. Freud (1920/2010).
[13] En la medida de lo posible, la disposición de la página de la edición original ha sido conservada en las citas de los pasajes analizados.
[14] La concepción del semiólogo como marionetista ha sido desarrollada por uno de nosotros en un ensayo anterior (Badir, 2009).
[15] Véase a este respecto la obra de Freud, muy importante desde un punto de vista epistemológico, La question de l’analyse profane [La cuestión del análisis profano] (1926/1985).
[16] Prueba de esto es que los casos clínicos directamente abordados por Lacan en sus Seminarios son muy escasos.
[17] Jeu et realité [Realidad y juego] (1971) fue publicado por Gallimard en 1975, y Fragment d’une analyse [Sostén e interpretación. Fragmento de un análisis] (1975) apareció en Payot el mismo año. Se trata de los dos libros de Winnicott mencionados en Fragmentos, además del artículo publicado en la Nouvelle Revue Française de Psychanalyse (Primavera, 1975), “Le crainte de l’effondrement” [“El miedo al derrumbe”].
[18] Fulgencio precisa en otra parte: “Winnicott es categórico al afirmar que lo que llamamos un bebé (en tanto que entidad autónoma) no existe; lo que tenemos siempre, al principio, es un bebé acompañado, una amalgama de madre-bebé” (2016, p. 29).
[19] Citando otro pasaje de Fulgencio: “Winnicott considera inadecuada la teoría freudiana de la cultura como acontecimiento o institución humana resultante de la sublimación de una sexualidad reprimida. Propone otra teoría de la cultura, como una actividad que pretende expandir una cierta manera de relacionarse con la realidad en la cual el individuo se afirma y se reencuentra, al mismo tiempo que encuentra al otro” (2016, p. 110).
[20] Benveniste, 1967/1974/1980, p. 227. La noción de disposición sintagmática fue propuesta por Benveniste en su artículo “La forma y el sentido en el lenguaje” (1967) en el marco de una diferenciación de dos tipos de unidades en el lenguaje: las unidades semánticas —las frases— y las unidades del sistema lingüístico —los signos—. La disposición sintagmática concierne a las unidades semánticas; cada unidad semántica expresa una idea y constituye “la actualización lingüística del pensamiento del locutor” (p. 226).
[21] “Lo que se lee a la cabeza de cada figura no es su definición; es su argumento. […] Este argumento no refiere a lo que es el sujeto amoroso (nadie exterior a este sujeto, nada de discurso sobre el amor), sino a lo que dice” (Fragmentos, p. 15; véase también Barthes, 2007, pp. 681-682).
[22] Fragmentos, pp. 16-17.
Acerca de los autores
Silvana Silva es profesora de Lengua Portuguesa y de Lingüística en la Universidad Federal de Río Grande del Sur (Brasil). Dirige proyectos de investigación en el “Programa de Posgrado en Letras”, UFRGS. Realizó un posdoctorado en la Universidad de Lieja (2021-2023) bajo la dirección del profesor Sémir Badir. Sus intereses de investigación se orientan hacia los aspectos epistemológicos de las teorías lingüísticas, los estudios interdisciplinarios en torno al texto, la escritura y la literatura, así como hacia la historia de la gramaticalización de los discursos científicos. Sus obras de referencia se centran en la teoría del lenguaje de Émile Benveniste, la epistemología de Roman Jakobson y la perspectiva retórica de Roland Barthes. Es autora de O ensino da escrita na Universidade: um estudo sob as perspectivas enunciativa e antropológica da linguagem [La enseñanza de la escritura en la universidad: un estudio bajo las perspectivas enunciativa y antropológica del lenguaje] (Fi, 2019), Gesto & Figura: história, teoria, linguística e análises [Gesto y figura: historia, teoría, lingüística y análisis] (Zouk, 2022). Desde 2020, forma parte del GT de ANPOLL “Semántica y Estudios Enunciativos” y de ABRALIN (Asociación Brasileña de Lingüística).
Sémir Badir es director de investigación del Fondo Nacional Belga de Investigación Científica (F.R.S.- FNRS) y enseña semiótica textual y literaria en la Universidad de Lieja. Sus intereses de investigación están orientados hacia los aspectos epistemológicos de las teorías lingüísticas y semióticas, que desarrolla principalmente dentro del colectivo Lttr13, así como hacia los modelos conceptuales aplicados a las formas literarias y artísticas. Es autor de Hjelmslev (Belles-Lettres, 2000), Saussure. La langue et sa représentation [Saussure. La lengua y su representación] (L’Harmattan, 2001), Epistémologie sémiotique. La théorie du langage de Louis Hjelmslev [Epistemología semiótica. La teoría del lenguaje de Louis Hjelmslev] (Honoré Champion, 2014), Magritte et les philosophes [Magritte y los filósofos] (Les Impressions Nouvelle 2021), Les pratiques discursives du savoir. Le cas sémiotique [Las prácticas discursivas del saber. El caso semiótico] (Lambert-Lucas, 2022). Ha codirigido veinticinco obras y números de revista, y dirige la colección “Extensions sémiotiques” en las ediciones Academia.