Los hombres, a diferencia de los animales,
eran conscientes de que no siempre saldría el sol para ellos.
De ahí esa búsqueda
John Berger (2011)
Este artículo es el resultado de la reflexión en torno a una pregunta que planteó Víctor Ruiz en el año 2021 para la sección dedicada a la escritura en el ciclo de homenaje a Raúl Dorra, organizado por el Seminario de Estudios de la Significación de la Benemérita Universidad de Puebla: ¿cuáles son los procesos por los que la escritura pasa de ser una materia sensible a la forma de existencia visual de la lengua?
Intentar responderla supone asumir la presuposición de que el punto de partida es la materia sensible y el riesgo inevitable de interpretar el devenir como temporal. Trataré de hacerlo, de todos modos, con la salvedad de que estaré atenta, más que a los procesos, a las posibilidades constitutivas de la escritura: aquellas que permiten comunicar independientemente de las lenguas, las que permiten notar las unidades de la lengua y, finalmente, aquellas vinculadas con su legibilidad. Las tres fundan la condición de existencia de la escritura, son permanentes, establecen continuidades que fundan historicidad, pero al mismo tiempo son cambiantes. En efecto, se desplazan y no siempre en la misma direccionalidad. De ahí que la noción de proceso solo abarque parcialmente la dinámica de la escritura.
Desde una concepción amplia de escritura, “inscripción durable de un signo” (Derrida, 1984, p. 58), se podría decir que no ha habido cultura humana sin escritura. En efecto, no hay cultura en la que no se establezca, en una materia, una relación entre dos órdenes, un significante y un significado que, en principio, es significado para los otros participantes de la misma cultura, pero que después de siglos, o de milenios, constituirá un desafío para la interpretación.
Desde siempre, los humanos realizan inscripciones en superficies “naturales”, que constituyen también modos de inscripción de sí mismos. Tales inscripciones suponen una apropiación simbólica del espacio por parte del grupo de pertenencia, por lo que siempre tienen una dimensión praxeológica y social. Pienso en la descripción que hace John Berger (2011) de los animales, mayoritariamente predadores, dibujados en la cueva de Chauvet o en los petroglifos, series de camélidos y algunas figuras antropomorfas, que se pueden encontrar en los Valles Calchaquíes de Salta, al noroeste de Argentina (Leibowicz et al., 2015). En ambos casos, el espacio no es solamente la piedra en la que se han pintado o tallado los animales, sino que éste se proyecta a la cueva cerrada y oscura, probablemente un lugar destinado a ritos, y, por tanto, a un entrecruzamiento entre distintas dimensiones; o al espacio abierto de los valles y las montañas, como marca de la dominación incaica. Toda inscripción supone un sujeto, individual o colectivo, que utiliza técnicas —cuyo valor semiótico es inobjetable— para realizar una marca perdurable que da cuenta tanto de aquello que fue inscripto como de la presencia de sí, de su grupo y de su modo de acción sobre el mundo.
A pesar de las inmensas diferencias entre estas inscripciones sobre superficies “naturales” y aquellas sobre las que reflexiona Raúl Dorra (2014), que ya se sitúan en el ámbito de la escritura propiamente dicha —una incisión en un tronco de un nombre querido—, en ambos casos hay un factor común: una superficie que no estaba destinada a la escritura, se convierte en “materia sensible” por efecto de una elección. Sin embargo, se hace sentir el peso de la diferencia en la selección de ejemplos. Indudablemente, tallar el nombre de la persona amada en un árbol hace que sea todavía más evidente la dimensión de lo sensible y de la subjetividad. De ahí que Dorra (2014) considerara que, en estos casos, es la presencia del sujeto la que “decide el rumbo significante del mensaje a la vez que lo impregna de su huella” (p. 32). Esa es la fuerza de su noción de trazo, un significante sensible que propicia relaciones plásticas con un espacio al que da forma y, por tanto, al que convierte en sustancia. El espacio mismo en el que se inscriben estos signos es materia sensible y tiene en sí un peso significante, que no está vinculado con la lengua, sino más bien con el lenguaje. Considerar, por tanto, la espacialidad de la escritura es considerar la dimensión semiótica más primigenia y constitutiva: la materialidad, que se articula como sustancia por el trazo. Según Raúl Dorra (2014), en estos casos la inscripción entra en el “orden, incesante y al mismo tiempo balbuceante, del lenguaje […] que produce un desborde en la fijeza de los signos” (p. 32).
Ahora bien, cuando se reflexiona sobre las primeras inscripciones de la humanidad desde un punto de vista lingüístico, hay que discutir la noción de signo en la concepción amplia de escritura, porque estaríamos más bien ante la inscripción durable de un símbolo, en tanto se establece una relación motivada entre la marca gráfica y el significado. Probablemente por esa razón, la fuerza simbólica de las inscripciones anteriores a la escritura es más robusta, pero no desaparece por efecto de la escritura. De hecho, continúa presente en ella, aunque profundamente transformada, potenciada y expandida por la relación con las lenguas naturales.
Es en este límite, entre el símbolo y el signo, en el que se encuentran las escrituras semasiográficas, denominadas así por Sampson (1997). Se puede pensar que son escrituras cuyos elementos se vinculan con referentes extralingüísticos, aunque es necesario aclarar que, desde el principio, alcanzaron un importante grado de estilización que hacía menos directa la conexión entre el elemento gráfico y su referente. Como no establecen relación con una lengua en particular, su lectura constituye un ejercicio interpretativo. Al mismo tiempo, constituyen sistemas convencionales, puesto que los elementos metaforizados se sirven también de la arbitrariedad para establecer un significado que supere los límites de la motivación. Uno de los ejemplos de Sampson (1997) es una carta enviada a su anterior pareja por una joven yukaghir, una comunidad del nordeste de Siberia (p. 41). Es imposible leerla sin un experto que nos indique que las coníferas son personas; los rectángulos, casas; las líneas, relaciones: línea cortada, relación rota; líneas cruzadas, emociones negativas; zarcillos, inclinaciones amorosas.
Estas escrituras, a las que Haas (1976) llama pictográficas, suelen ser mencionadas, sobre todo, en los inicios de la historia de esta invención. Sin embargo, según este lingüista, el hecho de que la opción entre escrituras pictográficas y no pictográficas no sea de las más básicas, es lo que permite justamente que la pictografía sobreviva a los cambios a lo largo de la historia. Por esa razón, me parece necesario postular que una de las posibilidades constitutivas de la escritura es la semasiográfica, a condición de asumir que no actúa de la misma manera dentro de los distintos sistemas, porque varía la modalidad de interacción con los otros componentes, modalidad regulada por las prácticas sociales a lo largo de la historia.
La ventaja de referir por fuera de las lenguas naturales es, seguramente, una de las razones de su permanencia. Tal ventaja es utilizada de modo autónomo en lugares de tránsito en los que los usuarios hablan lenguas diferentes: aeropuertos, estaciones de trenes, de autobuses, etc. Otro ejemplo es la transformación actual de los mensajes de texto con los emoticones que no dejan de ser inscripciones del cuerpo del escritor, que ponen en escena sus estados de ánimo. Como lo indica el nombre, presentan un fuerte grado de iconicidad pues es la gestualidad humana la base de la expresión de las emociones. Según Klinkenberg y Polis (2018), cumplen una función gramémica e indicial, en tanto se trata de un significante que opera en la dimensión visual y que da cuenta del estado anímico de los hablantes.
Por otra parte, la historia muestra no sólo que los sistemas de escritura suelen ser mixtos, sino que es muy probable que elementos motivados puedan cambiar su naturaleza con el tiempo, especialmente si el sistema es adoptado por comunidades que hablan otro idioma. Así, lo que en un principio fue una marca motivada puede transformarse en una entidad vinculada con la lengua.
Las diferencias netas que hay entre componentes motivados y grafemas desde una perspectiva sincrónica pueden ser, en ocasiones, el resultado de un dinamismo diacrónico que afectó a estos últimos. El caso de la escritura sumeria es uno de los ejemplos más estudiados. Si su estadio más antiguo “ocupa un ambiguo terreno intermedio entre la neta semasiografía y la neta glotografía”, la escritura posterior es “incuestionablemente glotográfica”, sostiene Sampson (1985, p. 71). En esta segunda etapa, algunas palabras se escribieron logográficamente y se usaron signos fonográficos cuando el sistema lo requería.
Los historiadores de la escritura han llamado pro rebus, o simplemente rebus, al principio por el que “la grafía de un significante se toma como grafía total o parcial de otro significante, completa o parcialmente homófono del primero” (Benveniste, 2014, p. 118). El procedimiento permitió utilizar los signos en función de su sonido en la lengua. De ese modo, algunos grafos de la escritura sumeria se usaron para expresar homófonos y el grafo que expresaba /a/ agua, se utilizó también para /a/ en (Sampson (1997, p. 76) o, de un modo más complejo, se usaron signos sucesivos para dar cuenta de las partes de una palabra.
Es posible, además, que un cambio en los utensilios y la técnica de la escritura haya contribuido a estas transformaciones, lo que reafirma la idea de que los sistemas no son independientes de la materialidad. Tomemos otro ejemplo de Sampson: hacia la primera mitad del tercer milenio en Sumeria, se reemplazó el elemento puntiagudo con el que se escribía en la tableta de arcilla para trazar la línea con un instrumento despuntado que, con un movimiento lateral, presionaba la arcilla. Por esta razón, solamente existía la posibilidad de segmentos rectos, cuñas, y desaparecieron las líneas curvas. De ahí el nombre de cuneiforme. “Estos cambios en la forma de los grafos implicaron un cambio en su estatuto, de lo motivado a lo arbitrario” (Sampson, 1997, p. 75). El uso del principio fonográfico se acentuó cuando el sistema de escritura sumerio fue adoptado por comunidades que hablaban otro idioma, como los acadios, los elamitas, los urarteos y los hititas (Moreno Cabrera, 2005), lo que también indica que los sistemas no son independientes del uso.
Ahora bien, hay que considerar no solo un dinamismo diacrónico, sino también sincrónico: la posibilidad semasiográfica puede activarse de diferentes maneras dentro de sistemas glotográficos. Así, por ejemplo, los caracteres chinos dan cuenta de los morfemas de la lengua. Nadie percibe ya en ellos motivación. Sin embargo, la caligrafía, que en China tiene un valor ético y estético que no es usual en Occidente, pone de manifiesto el equilibrio y el movimiento de tal modo que, en ocasiones, es posible interpretar en los signos arbitrarios, especialmente cuando devienen en arte, una analogía con la dimensión figurativa. Yendo un poco más allá de lo inmediatamente visible, pero incluso así visible, los calígrafos chinos innovaban sobre la base de movimientos que veían en tanto los experimentaban con el cuerpo, porque “todo cuanto existe en este mundo puede convertirse en figura” (Ting Wen-chün, citado por Clayton, 2015, p. 354).
Por su parte, también se puede observar la activación de este principio en los sistemas alfabéticos, lo que muestra que la dinámica figurativa es siempre una posibilidad. Por ejemplo, los adolescentes suelen sustituir el punto en la “i” por una estrella o un corazón o convertir una “o” en un sol, lo que refuerza la inscripción de la subjetividad. En las ilustraciones de cuentos para niños o en las publicidades también se advierten realizaciones motivadas de los grafemas o sus partes, otra de las modalidades en las que se activa este principio. Así, por ejemplo, en De la Fuente (2018) se puede apreciar una publicidad en la que una cáscara de limón conforma el logo de Coca Cola. Si analizáramos este ejemplo con las categorías propuestas por Klinkenberg y Polis (2018), podríamos decir que se advierten valores icónicos, figurativos, propios de funciones gramémicas, que en este caso tienen que ver con el limón en la versión light de la bebida. Por supuesto, es casi simbólico que ni siquiera una cáscara que cae al azar esté fuera del orden capitalista, que la dispone siguiendo el logo de una poderosa empresa comercial. Al mismo tiempo, este diseño, ya globalizado, es reconocido por todos los destinatarios y tiene el valor indexical de crear el marco de interacción en la práctica publicitaria.
Puesto que he estado utilizando una de las categorías de Klinkenberg y Polis (2018), las funciones gramémicas, ya es necesario situarla en el conjunto del que forma parte. La distinción que establecen estos teóricos entre graphemes, grammemes, scriptemes en el plano de la expresión se corresponde, en el plano del contenido, con las funciones grafémicas (fonctions graphémiques), glósicas; con las funciones gramémicas (fonctions grammémiques), que adquieren valores simbólicos, indiciales e icónicos; y, finalmente, con las funciones escriptémicas (fonctions scriptémiques), contextualmente determinadas. Respecto de la motivación y la iconicidad, Klinkenberg y Polis sostienen que hay una motivación icónica en los primeros sistemas de escritura que luego se transmuta en arbitrariedad. Es una afirmación innegable, aunque desde mi punto de vista, es necesario dar cuenta teóricamente también de las dinámicas, a veces imprevisibles y cada vez más potenciadas, de las posibilidades semasiográficas en los sistemas. Hay que hacerlo fundamentalmente porque ellas dan cuenta de una de las capacidades constitutivas de la escritura: “analizar tanto el mundo como el lenguaje para construir, entre ambos, una red de correspondencias que son en parte motivadas y en parte convencionales” (Dorra, 2008, p. 96). Agregaría, como otro argumento, que se trata de posibilidades que interactúan de modo permanente con la lengua. La historia de la escritura muestra dinámicas que reintroducen lo icónico en lo escrito, si bien no necesariamente una construcción icónica requiere signos motivados. Así, en la publicidad que acabo de describir, es un grafema el que despliega valores no sólo icónicos, sino simbólicos y es su diseño lo que lo inscribe en una práctica determinada. Para dar otro ejemplo, podemos trasladarnos a otra práctica discursiva, la poética, en la que se ha producido un desplazamiento a formas no métricas, que ha dado lugar a la “ruptura del verso”, según Levertov (1992). Para esta poeta, merced a la exploración de recursos tales como espacios, tipografías, desplazamientos de puntuación, “el movimiento del verso puede registrar el movimiento de la mente en el acto de pensar/sentir, sentir/pensar” (p. 11). En este caso, se advierte la relación motivada entre la forma que adopta la escritura y el proceso emocional e intelectual de conformación discursiva. Ese movimiento puede incluso acoger lo icónico en, por ejemplo, los caligramas, que están conformados por enunciados escritos sobre la base de sistemas alfabéticos, de modo que lo visual nunca deja de interactuar con las dimensiones sonoras y semánticas de la lengua. Por su parte, la poesía concreta también explota las posibilidades espaciales de la materialidad y pone en juego a un tiempo lo visual, lo fonético y el significado. En síntesis, las posibilidades semasiográficas actúan en relación con los otros componentes de los sistemas de escritura, por efecto de los usos que las activan. La motivación y sus variaciones abstractas y concretas no solo se transforman diacrónicamente en distintas direcciones, sino que determinadas prácticas sociales y géneros de texto admiten y potencian su incorporación en la escritura.
Como acabamos de ver, la escritura es más que la lengua, pero hay que discutir la relación entre ambos términos. Incluso si aceptáramos que la escritura tiene un importante grado de autonomía y nos distanciáramos de quienes han sostenido, mayoritariamente lingüistas, que es solamente un sistema secundario, es inevitable preguntarse por la clase de relación entre la escritura y la lengua. En un sentido más estricto, la escritura comienza en el momento en que se vincula con las lenguas naturales y por ello es necesario considerar las posibilidades glotográficas, retomando la terminología de Sampson.
En este sentido, André Martinet (1992) plantea la pregunta y da una respuesta terminante:
Quand donc commence l’écriture? L´hesitation n’est pas posible: à partir du moment où le dessin reproduit quelque trait que ce soit de la linéarité du langage et de ses articulations, où, en d’autres termes, au moment où apparait un asservissement du pictural à l’oral (p. 11).
Por tanto, las posibilidades glotográficas están vinculadas con la reproducción de la linealidad, de los fonemas y los morfemas de las lenguas naturales, aún más, incluyen su prosodia. Comenzaré el análisis de sus alcances sobre la base de las últimas lecciones de Emile Benveniste, dictadas en 1968 y 1969, aunque publicadas en 2012 en Francia y en 2014 en español. Según este lingüista,
Si razonamos por inducción para intentar encontrar el modelo primordial de la relación entre lengua y escritura, vemos que la evolución general de los sistemas gráficos conocidos va hacia la subordinación de la escritura a la lengua. Se diría que la escritura fue y es en principio un medio, paralelo al habla, de relatar las cosas o decirlas a distancia y que gradualmente la escritura se literalizó conformándose a una imagen cada vez más formal de la lengua […] La escritura cambia de función: de instrumento para iconizar la realidad —es decir, el referente—, a partir del discurso, se vuelve poco a poco el medio con que representar el discurso mismo; más tarde, los elementos del discurso, y después los elementos de esos elementos (sonidos/letras) (2014, pp. 128-129).
La idea de que la escritura es una imagen de la lengua tiene una interpretación estricta en Benveniste, basada en la relación entre el tipo de lengua y el tipo de sistema de escritura. Para este lingüista, los tipos de escritura están en estrecha relación con el tipo de cultura y con el tipo de lengua. Intentaré una breve síntesis solo de esta última relación. Puesto que en la lengua china una palabra equivale a un morfema y éste es coextensivo a una sílaba, “la unidad gráfica es idéntica a la unidad de signo” (Benveniste, 2014, p. 122). Los sistemas en los que la relación se establece con unidades subléxicas exigen que sus usuarios objetiven la lengua como forma, desligada del mensaje que comunica. Así, sistemas lingüísticos como el sumerio, el acadio y lenguas indoeuropeas como el griego chipriota o el antiguo persa segmentan en sílabas. También hay relación entre la estructura de las lenguas semíticas y la escritura alfabética semítica: el esquema consonántico porta el sentido y las vocales cambian las categorías gramaticales. El hecho de que “la escritura revela una semiótica de la lengua” (Benveniste, 2014, p. 123) se pone en evidencia en el alfabeto griego, que descompone la sílaba y da idéntico estatuto a vocales y consonantes, operación equivalente a la estructura fonológica de las lenguas indoeuropeas en las que tanto unas como otras tienen valor fonológico. Benveniste postula que entre lengua y escritura hay una relación de convertibilidad, porque efectivamente considera que la escritura es un relevo del habla: “un dispositivo que retoma y retransmite el conjunto de los signos recibidos” (2014, p. 147). La escritura sería el instrumento que le permitiría a la lengua objetivar su propia sustancia, un instrumento de autosemiotización.
Ciertamente, por circunstancias históricas, es posible que lenguas semejantes adopten sistemas basados en distintos principios. De todos modos, lo que es innegable es que, como también sostenía Raúl Dorra mucho antes de que se conocieran las últimas lecciones del lingüista, esa imagen que provee la escritura no lo es ya del lenguaje, es mucho más cercana a la lengua en tanto sistema. Por ello, Benveniste (2014) llega a la definición de la escritura como imagen de la lengua: una imagen abstracta que ya no retoma el aspecto fónico, con “toda su gama de entonación, de expresión, de modulación” (p. 106). Quizás en este punto sea necesario hacer una precisión: no retoma toda la gama, pero sí las variaciones suficientes de pausa y entonación como para que el lector pueda volver a constituir un continuum melódico que brinde inteligibilidad a lo enunciado.
Este camino para definir la clase de relación entre lengua y escritura adopta un sesgo cognitivo con la idea de David Olson (1998) respecto de que la escritura conforma un modelo de análisis de la lengua. Es por eso que, como ya lo he mencionado, el principio en el que se basa el sistema gráfico se transforma cuando un pueblo que habla otra lengua intenta usarlo. Sucede que los hablantes escuchan su lengua de otra manera después de aprender a escribir. Numerosas investigaciones muestran que el conocimiento de la escritura cambia la conciencia sobre el lenguaje. Una de las más concluyentes, que comparó el cerebro de mujeres portuguesas alfabetizadas y no alfabetizadas, es la del equipo que dirigió Alexandre Castro-Caldas. Se les pidió que repitieran en portugués palabras y pseudopalabras, es decir, palabras que no existen; pero cuya conformación sigue las reglas de la lengua, salvo por un fonema, como nugra, en español. A diferencia de las mujeres alfabetizadas, las no alfabetizadas no pudieron repetir pseudopalabras, las confundían con palabras que conocían (Dehaene, 2014, p. 252). Es decir, no podían objetivar y manipular los sonidos de la lengua. Aprender a leer y escribir desarrolla conciencia fonológica; en efecto, habilita el análisis de la cadena hablada en unidades discretas. De ese modo, el hablante puede objetivar y manipular las unidades lingüísticas que conforman la cadena del habla. Por ello, cuando un pueblo utilizaba un sistema de escritura generado por otro que hablaba otra lengua, producía una interpretación alternativa de sus componentes, basada en su propia lengua, lo que transformaba el sistema. De ahí que las posibilidades glotográficas se hayan potenciado como resultado de las relaciones comerciales, culturales y lingüísticas entre los pueblos.
Ahora bien, la correspondencia entre grafemas y fonemas que establecen los sistemas de escritura alfabéticos es solo la de nivel más básico. Según Vachek (1973), “there do not seem to exist written norms based on an exclusive correspondence on one and the same language level” (p. 25). Es decir que, así como los sistemas logográficos, como los llama Sampson, tienen rasgos que les permiten dar cuenta del sonido, los sistemas fonográficos tienen la posibilidad de dar cuenta del significado. Tal es la tarea que cumplen los morfogramas, es decir, morfemas escritos sin correspondencia en lo hablado, y los logogramas, es decir, homófonos no homográficos. Así, podemos citar los ejemplos de morfogramas del francés de Nina Catach (1996): el morfema de plural en el sustantivo -s y el de tercera persona de plural del imperfecto en el verbo -aient en la oración les enfants riaient (pp. 312 y 316) y algunos logogramas en español, como echo/hecho, tubo/tuvo, he/e.
Para los niños en proceso de alfabetización son justamente estas correspondencias en los niveles más altos las que constituyen un verdadero desafío, puesto que requieren almacenar el lenguaje de manera doble: las formas fonológicas de las palabras y sus formas gráficas. Es la única posibilidad que tienen de leer de manera fluida, puesto que este doble almacenamiento permite un acceso automático al significado a partir de la forma gráfica de las palabras. Se trata de un proceso que exige asiduidad lectora.
Ya desde el punto de vista de la teoría glosemática, el análisis del plurisistema gráfico del francés que emerge de las obras de Catach (cfr. el esquema 1 al final de este párrafo), es válido, en términos generales, para los sistemas alfabéticos. Se advierte entonces que la zona fonográfica es constitutiva del sistema, pero que éste es mucho más potente porque alberga la posibilidad de dar cuenta del significado articulado —a través de los morfogramas y los logogramas—; y de significados no articulados —a partir de la puntuación y los refuerzos semasiográficos.
[i] Elaborado sobre la base de las siguientes fuentes: Catach, 1973, 1980a, 1980b y 1996 y utilizado, con variantes, en Cárdenas, 2018.
Este gráfico pone de manifiesto que los cenemas y los pleremas articulados —que establecen correspondencias en los niveles fonológicos, morfológicos y léxicos—, no bastan para delimitar unidades en lo escrito, ponderarlas, establecer sus jerarquías y poner de manifiesto su estructura sintáctica; tampoco podrían precisar su organización o indicar en algunas ocasiones unidades verbales que están elididas, pero que podrían ser repuestas.
Sin embargo, durante muchos siglos fueron los únicos componentes notados por los escribas. Mientras dominó la scriptio continua, sin espacios entre palabras, se requirieron lectores especializados para la lectura en voz alta, puesto que eran ellos los que debían reponer la puntuación en los textos. De hecho, leer requería una preparación que daban los grammatici a los efectos de agregar a los textos signos durante la fase de revisión: signos prosódicos, de puntuación, críticos. Una operación semejante a la “anotación de una partitura musical antes de la interpretación” (Desbordes, 1995, p. 230).
Cuando consideramos el surgimiento de la página, la historia vuelve a mostrar que las posibilidades glotográficas de los sistemas de escritura se acentúan, se transforman y se amplían cuando usuarios ajenos a la lengua en la que se han escrito los textos deben leerlos y escribirlos. En efecto, debemos en gran medida la transformación de la página escrita a los monjes irlandeses que, en los bordes de la latinidad, ya no comprendían el latín. A ellos les debemos la reintroducción de la separación de palabras que había sido desechada por los romanos hacia el 65 d.C. Al respecto, Saenger (1995) sostiene que “la separación de palabras, al alterar la fisiología de la lectura y, en consecuencia, simplificar el proceso de leer, le posibilitó al lector percibir en forma simultánea el significado del texto y la información codificada concerniente a la interpretación gramatical, musical e intelectual del mismo” (p. 279).
Esta práctica se extendió lentamente a Europa, así como también sucedió con las minúsculas carolingias, que daban más espacio a los signos de puntuación y habilitaban las nuevas funciones de las antecesoras de las actuales mayúsculas. A lo largo de los siglos, las convenciones que orientan la lectura y la interpretación aumentaron y se refinaron. Con el surgimiento de la imprenta y de los talleres de impresión no solamente la puntuación, sino también nuevas fuentes, nuevos blancos y, al fin, el libro moderno, se extenderían a nuevos públicos.
En la actualidad son estos “sistemas parciales” los que permiten determinar las unidades sintácticas que se codifican a través de la morfología y el orden de palabras, pero también prosódicamente, a través de la entonación y el ritmo que, en español, sostiene Lapesa (1977) está vinculado con los acentos, con la repartición del discurso en grupos fónicos, con las elevaciones y descensos de la voz. Según Nina Catach (1994), la puntuación tiene el rol de reforzar la escritura: « Système de renfort de l’écriture, formé de signes syntaxiques, chargés d’organiser les rapports et la proportion des parties du discours et des pauses orales et écrites. Ces signes participent ainsi à toutes les fonctions de la syntaxe, grammaticales, intonatives et sémantiques » (p. 7).
Desde mi punto de vista, la puntuación no conforma en sí misma un sistema, pero sin lugar a dudas remite a un sistema, la prosodia, aunque ya reorganizado por la transformación que impone lo escrito a la lengua hablada. De alguna manera se trata, como decía Raúl Dorra, de la tarea de “trasladar lo hablado a lo escrito” y, al hacerlo, de “pautar la relación sonido-sentido”. Él tenía la convicción de que era el modo en que la escritura recuperaba la voz, la atesoraba y la volvía más potente.
Dentro de los pleremas no articulados, podríamos situar dos grupos que la Ortografia de la lengua española (RAE/ASALE, 2010) llama signos ortográficos, “marcas gráficas que, no siendo letras ni números, se emplean en los textos escritos para contribuir a su correcta lectura e interpretación” (p. 278), a saber, los signos de puntuación, “cuya función principal es delimitar las unidades del discurso, para facilitar la correcta interpretación de los textos y ofrecer ciertas informaciones adicionales sobre el carácter de estas unidades” (p. 278) y signos auxiliares, “los signos que no pertenecen a las dos clases anteriores y cumplen muy variadas funciones, algunas de carácter periférico” (p. 278). El tercer grupo, los signos diacríticos, “que confieren un valor especial a la letra que afectan” (p. 278), como la diéresis y la tilde para el español, se conforman como sistemas auxiliares de los fonogramas. Lo que tienen en común los signos diacríticos y de puntuación es que forman parte de las posibilidades glotográficas. En efecto, contribuyen a la capacidad de los sistemas alfabéticos de notar la lengua y, a la vez, de orientar la interpretación, en tanto están vinculados con lo hablado, reorganizado por lo escrito.
Todavía está vigente la vieja polémica respecto de si la puntuación es de orden prosódico o sintáctico. Incluso en la Antigüedad, cuando eran los lectores quienes puntuaban, Desbordes (1995) indica que la puntuación tenía dos funciones: “analizar explícitamente la sintaxis y permitir la respiración” (p. 234). Como sostiene Parkes (1992), se trata de dos actitudes tradicionales ante el discurso y dos modelos de análisis: el retórico y el gramatical. Las unidades no son iguales: periodus y sus partes (commata o incisa, cola o membra), para el análisis retórico; sententiae (más tarde, oraciones) y las unidades de sensus o constituyentes gramaticales dentro de ellas, para el análisis gramatical. Si bien tales unidades no coinciden, este estudioso sostiene que ambos análisis coinciden en qué constituye sentido completo o incompleto (pp. 3-4).
Actualmente, mientras la reforma ortográfica en el idioma alemán —en realidad en el mundo anglosajón, según Michalsen (2022)— ha relativizado la relación entre la puntuación y la sintaxis, las instituciones que regulan el español sostienen que
[…] Los criterios que subyacen a la puntuación han variado a lo largo de la historia: mientras que en unas épocas se ha privilegiado la lengua como fenómeno sonoro a la hora de puntuar, hoy la puntuación se basa principalmente en la estructura sintáctico-semántica de los enunciados y los textos (RAE, Asociación de academias de la lengua española, 2010, p. 288).
Más allá del rol equilibrador de las instituciones normativas, quien puntúa privilegia uno u otro análisis, en gran medida en relación con el género de texto. A mayor formalidad, mayor necesidad de un análisis gramatical. A medida que la construcción del texto escrito se asimila a la del discurso oral, se impondrá un análisis retórico. De hecho, Parkes (1992) sostiene que ya en el siglo XIX el equilibrio logrado entre los análisis lógico y retórico estaba más vinculado con el significado del texto particular y con la intención comunicativa del escritor que con las prescripciones (p. 92).
Ahora bien, “the potencial of such disciplined flexibility of usage” (Parkes, 1992, p. 92) es accesible a los escritores experimentados. El uso de puntuación es difícil de alcanzar en los primeros años de la escolarización y, en condiciones de escasa interacción con lo escrito, esta situación puede extenderse aún más. Los niños pueden puntuar sus escritos cuando logran leer con fluidez, tanto los textos impresos como los propios. La lectura lenta por vía subléxica, que establece costosamente la relación grafema-fonema, dificulta ese segundo análisis que restituye la continuidad del habla en unidades que ya están conformadas, delimitadas y calificadas desde la escritura. A los más pequeños les resulta prácticamente imposible restablecer la continuidad del habla cuando están todavía atentos, al leer, a la segmentación de la cadena hablada en unidades discretas. Por otra parte, la adquisición de la puntuación sigue una dirección que está más motivada discursiva que sintácticamente y, desde el punto de vista de la producción escrita, requiere del escritor un potente proceso de planificación para generar el discurso distinguiendo su organización. Luego exigirá la suficiente conciencia sintáctica para determinar las unidades lingüísticas y su relación con las inflexiones prosódicas, entre otros requisitos que he analizado más detenidamente en otros trabajos (Cárdenas, 2008).
Es así como Raúl Dorra (2014) acertaba cuando sostenía que, en la interacción entre la zona alfabética de la escritura y lo que yo di en llamar zona visuográfica (Cárdenas, 2008), “la lengua predomina sobre el lenguaje y, en consecuencia, el orden de lo sígnico se impone al orden de lo simbólico” (p. 32). Es esa la razón por la que una parte importante de lo que en su momento llamé zona visuográfica, la puntuación propiamente dicha, responde en verdad a las posibilidades glotográficas de los sistemas de escritura. Ahora bien, para Raúl Dorra tal interacción en el orden de la lengua constituía un primer nivel de lectura. El segundo nivel, ya abierto al lenguaje, es aquel en el que la lectura de la escritura recupera las huellas de la presencia del sujeto, consideración con la que abrí este artículo y sobre la que volveré en la siguiente sección.
En el apartado anterior he establecido que las posibilidades glotográficas definen, en su conjunto, el texto como un dispositivo visual que, a su vez, es también un dispositivo de recuperación de la voz, una idea cara a Raúl Dorra. No se trata ya solo de que el sistema de escritura permite notar y recuperar las unidades no significativas de la cadena hablada en el nivel fonológico, las unidades significativas en el nivel morfológico, las inflexiones melódicas, rítmicas y las pausas propias de las unidades significativas de la sintaxis, sino también las disposiciones intelectuales, volitivas y emocionales, de los géneros discursivos. Sin embargo, es necesario todavía precisar aún más las convenciones de legibilidad que definen las posibilidades de interpretación de lo escrito y que no están vinculadas directamente con la lengua. Son tan antiguas como las primeras escrituras, en las que son frecuentes las listas, cuyas clases se definen mejor al tiempo que se vuelven más visibles (Goody, 1985).
En la actualidad, tales posibilidades están vinculadas con los recursos propios de lo que Nina Catach (1994) llamaba la mise en page, a saber, « Au sens large, la mise en page (MEP), comportera les signes, mais aussi tous les procédés typographiques de mise en valeur du texte, titres, marges, choix des espaces et des caractères, et au-delà agencement général des chapitres et façonnement du livre » (p. 7).
A diferencia de las posibilidades desarrolladas en el apartado anterior, en este caso estamos en una zona que tradicionalmente no estuvo a cargo del escritor, pues los tipógrafos, los correctores, los editores eran quienes cumplían un papel predominante en su definición. Sin embargo, el avance tecnológico actual hace que muchas veces el autor sea también, al menos parcialmente, editor, de modo que no solo la definición de roles, sino también la conformación de esta zona es muy flexible y está en permanente proceso de transformación.
Los signos de la MEP, los más autónomos del sistema de escritura, siguen estando en el orden de la lengua, pero ya en su actualización. Se trata de recursos que están en estrecha relación con los discursos y con su expresión material, los textos. Incluso, en sentido estricto, conforman el texto como tal en tanto introducen la interpretación de quien escribe en forma de organización visual que diferencia discursos y géneros de texto y define la página de cada uno de ellos. Pueden ser pensados como formas de indexicalización, pues crean en gran medida el contexto en cuyo marco se debe interpretar el texto.
Enumerar los recursos que contribuyen a la legibilidad entraña el riesgo del olvido; por eso el siguiente listado es solamente ilustrativo. Forman parte de esta zona: los blancos entre palabras, pero también el espacio entre párrafos, la sangría, actualmente en desaparición en lo impreso, y la silueta gráfica de distintas clases de texto, que está en estrecha relación con sus secuencias y organización interna. Son formas de analizar y clasificar lo escrito y determinar unidades a fin de orientar al lector.
Son importantes las mayúsculas, cuyo uso es variable en cada lengua: desde el alemán, en la que también funciona como una marca clasificadora, en tanto distingue los sustantivos de todas las otras clases de palabras; hasta el español, lengua en la que las mayúsculas distinguen los sustantivos propios. Parte de sus usos están condicionados por la puntuación, puesto que ambas marcan los límites de los enunciados y las unidades textuales.
También forman parte de esta zona lo que la RAE llama signos auxiliares, algunos de los cuales se crean por necesidades derivadas de la misma escritura (el guion, la barra, la llave o el apóstrofo, el calderón o signo de párrafo según la Ortografía de 2014, pero podríamos agregar el punto de abreviatura, el punto y aparte, la sangría, las mayúsculas y las comillas). Otros se crean por necesidades y convenciones de determinados géneros de escritura, como el ensayo o el artículo científico, e incluso de determinadas disciplinas científicas (la antilambda, el asterisco, o la flecha, sostiene la RAE, pero agregaría la numeración de las notas, subrayados, cursivas, los corchetes, etc.).
En la definición de los alógrafos, las realizaciones de los grafemas, juegan un rol importante la caligrafía, la tipografía y la rotulación o lettering, más cercana al dibujo, tres posibilidades que estuvieron vinculadas entre sí de diferentes maneras a lo largo de la historia. Según Clayton (2015), este vínculo creó, primero, un continuum entre la mano y lo impreso y, luego, con el almacenamiento digital de diseños de letras, una sensación de continuidad con el mundo impreso en papel. Por consiguiente, es uno de los factores que generó historicidad en el medio digital y, podríamos agregar, incluso brindó la ilusión de una continuidad de géneros discursivos, aunque a la vez haya abierto una amplia gama de posibilidades de transformación. Los colores, sin lugar a dudas, aportan desde los inicios de la escritura valores clasificadores y simbólicos y cada cultura, cada época, cada grupo social genera sus propias configuraciones.
Es tentador pensar muchas de estas posibilidades de la puesta en página en los términos hjemslevianos de connotación, puesto que efectivamente dan cuenta de un contenido significativo, distinto y específico en cada caso, connotaciones de valores semánticos, pero también sociales, culturales e incluso subjetivas y personales. Sin embargo, sería un problema conjugar en el análisis la diversidad de connotadores por el hecho de que tales significantes no funcionan aislados, sino que se conjugan en el diseño final de la página e incluso más, sólo se explican en el proceso social de generación, circulación y recepción de los discursos. Tienen una dimensión praxeológica que, como dijimos, hace que jueguen, por ejemplo, un papel muy importante en la definición de los géneros de texto. Por esa razón, el cambio del soporte material al digital también pone en cuestión, como ha observado Chartier (Dorra, 2001), los criterios tradicionales de genericidad de la cultura letrada.
Otro análisis, diferente del que presenta este artículo, es el que realizan, desde una perspectiva semiótica, Klinkenberg y Polis (2018). Las posibilidades vinculadas con la legibilidad tienen una relación parcial con los gramemas, categorías plásticas y figurativas, porque estas últimas corresponden también a las funciones que activan lo que he llamado aquí posibilidades semasiográficas. Dado que los gramemas están vinculados con las normas del escrito, se puede interpretar que permiten generar una manifestación específica y diferenciada de cada género de texto. De este modo,
la prise en considération des normes grammémiques permet de mieux intégrer à la scripturologie la dimensión visuelle (et, par delà, esthétique et opérative) de l’écriture et de mieux affirmer l’equilibre entre le linguistique et l’iconique, dont rend compte le concept de « Schriftbildlichkeit » forgé par Krämer (2003, 2006) (Klinkenberg J.-M. et St. Polis, 2018, p. 14).
Esta perspectiva semiótica, que procura tomar a cargo la relación de la escritura con la lengua como sistema, con las normas espaciales y con la práctica, tiene sin lugar a dudas un afán totalizador. Forma parte del gesto fundacional de una nueva disciplina: la scripturologie. Es auspicioso que una semiótica atenta a los desarrollos de la lingüística procure una reflexión acabada de la escritura, porque ha sido difícil para la lingüística dar cuenta de los procedimientos significantes que fundan su autonomía.
Sin embargo, sigue constituyendo un desafío la heterogeneidad constitutiva de la mise en page, probablemente porque es indisociable de la materialidad en un sentido más literal y, por tanto, de la sensorialidad (Clayton, 2015). La interacción entre materialidad y escritura genera transformaciones recíprocas. La escritura moldea la materialidad de modo definitivo. Los materiales de la escritura —entre otros, piedra, arcilla, cera, tela, juncos, cerámica, cuero, papel— son el resultado de una búsqueda incesante de distintas culturas a lo largo de la historia por encontrar superficies cada vez más durables, más resistentes, más ligeras, menos costosas. Han sufrido fuertes transformaciones para devenir en superficies para escribir. Ha sido a partir de las restricciones que imponían los materiales —espesor, longitud, maleabilidad, durabilidad— que se diseñaron distintos soportes, desde tablillas, monumentos, rollos, códices hasta los digitales que hoy utilizamos.
A su vez, la materialidad condicionó las características que puede asumir la escritura. Hemos visto a lo largo de este artículo algunos ejemplos que ilustran cómo los cambios técnicos, las innovaciones en los soportes materiales produjeron transformaciones en las posibilidades gráficas de la escritura, en la lógica que rige el sistema y en la misma cultura escrita. Según Borsuk (2020), los libros son los objetos materiales en los cuales se definía la modalidad de transmisión de la información y la “propia naturaleza del pensamiento” (p. 51). Asimismo, cada uno de los soportes remite de alguna manera al anterior, en tanto proporciona soluciones a los problemas prácticos que este último había planteado al uso o porque recupera algunas de sus características. Así, por ejemplo, el códice presenta como ventaja ante el rollo la posibilidad de volver atrás y de ir hacia adelante con facilidad; pero a su vez el rollo plantea, como los soportes digitales actuales, la necesidad de ir hacia arriba y hacia abajo en un texto que se extiende más allá de lo que se puede ver en el momento de leer, sea en el papiro o en la pantalla. Se trata de remediaciones, término acuñado por Bolter y Grusin, para “describir el proceso de negociación entre las formas mediáticas a medida que se van desarrollando” (Borsuk, 2020, p. 283). Podemos citar nuevos ejemplos y recuperar otros de Borsuk acerca de cómo las nuevas formas dan continuidad a las antiguas: las columnas de los códices que emulan las del rollo; la continuidad de los tipos de letra impresos, y aún los digitales, con los manuscritos; la direccionalidad vertical en la escritura china que rememora la técnica de escritura en tiras de bambú enlazadas en rollos o jiance. Podríamos, entonces, sostener que la escritura conformó esa materialidad como sustancia en tanto la organiza, pero a su vez es el resultado de este proceso en que la materialidad define los modos en que se escribe y se lee.
Tales transformaciones están vinculadas con el modo en que cada cultura en distintas épocas conformó los órdenes discursivos orales y escritos, que habilitan la distinción, clasificación y jerarquización de los discursos (Chartier en Dorra, 2001, p. 194). Son órdenes estrechamente vinculados con la estructura económica, social y política que define quién escribe qué, para qué, para quién, cuándo y cómo, además de las condiciones de circulación y recepción de lo escrito y las instancias que median el proceso. Por eso, un cambio en los soportes materiales es el resultado y la causa de una transformación de los órdenes discursivos, con la complejidad adicional de que muchas veces no se da una sustitución, sino también una conservación.
Me gustaría terminar esta reflexión en torno a la pregunta por el devenir de la materialidad sensible en existencia visual de la lengua, tomando en cuenta un factor no mencionado como tal: la sensorialidad, que ancla todo el proceso. Por eso son tan significativas las texturas, los colores, los tamaños, las formas, los volúmenes. La existencia visual de la lengua es, ante todo, sensorial, de ahí que nunca se haya perdido la exploración y la producción, incluso artesanal, de los materiales vinculados con la escritura. Si se puede acordar con que la virtualización es un proceso de “disolución paulatina pero imparable de toda ‘materia’ que encuentra a su paso” (Carrique, 2005, p. 113), también es necesario admitir que el mundo digital no ha dejado nunca de explorar la sensorialidad: por ello no solo se establecen continuidades con lo material, sino que se activan día a día nuevas interfaces con la mano y el cuerpo. El sujeto se inscribe de múltiples maneras en lo escrito y el lenguaje, y más aún la lengua, constituyen solamente una parte de esas posibilidades. Es probable que sea justamente en ese exceso que radique la fuerza de la escritura.
Cárdenas, V. (2018). De la relación entre lenguaje y escritura. Saga. Revista de Letras, (9), 299-330. https://rephip.unr.edu.ar/handle/2133/14649
De la Fuente J., (oct., 10, 2018). Anuncios sin palabras que lo dicen todo sin decir nada. El País. https://elpais.com/economia/2018/10/31/publizia/1540985425_011609.html
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Vachek, J. (1973). Written Language. General problems and problems of English. París. Mouton.
Acerca de la autora
Viviana Isabel Cárdenas es profesora de lingüística en la Universidad Nacional de Salta. Sus principales líneas de investigación son: escritura, desarrollo de lenguaje y alfabetización avanzada. De sus principales publicaciones, podemos destacar: "Implications of the relation between language and writing from a development perspective". Signata. Bélgica: Lieja (2017); "De la relación entre lingüística y escritura". Saga. Revista de Letras. UNR (2019); "Ferdinand de Saussure como efecto de reconocimiento" en Dossier N° 33. Cuaderno de Humanidades. Universidad Nacional de Salta (2021).