En 1996, Raúl Dorra dictó un módulo en el CENART bajo el título “De lo sensible al sentido”, investigación que continuó en el artículo “Entre el sentir y el percibir” para desembocar en el tratado La casa y el caracol (para una semiótica del cuerpo), segundo volumen del proyecto Materiales sensibles del sentido, que le da nombre al presente trabajo. Si me he propuesto realizar esta revisión se debe no sólo al hecho de que dicha investigación continúa vigente, sino, sobre todo, porque contribuye al desarrollo de la semiótica actual, en particular a los estudios de la vertiente denominada semioestésica definida como “(…) una semiótica encargada de estudiar la experiencia sensible y al mismo tiempo propiciarla, en una especie de repliegue o contagio en la que el objeto de estudio se presenta o se reproduce en la forma misma de la investigación y en la redacción de sus resultados” (Solís, 2021, p. 85). Resulta importante advertir que la experiencia sensible para su comprensión se vuelve irreductible a la sola inteligibilidad por lo que la estesia fundamenta el estudio de la sensibilidad misma.
Antes que nada, el título del artículo pretende invitar al cuestionamiento en torno a los modos mediante los cuales el sentido puede tener materiales sensibles y dónde radica la diferencia entre un material sensible y uno que no lo sea, por ejemplo, un material inteligible. El propio término “material” nos hace suponer algo perteneciente a la materia; no obstante, caeríamos en un equívoco al continuar con esta suposición porque no se trata de la materia, sino de la forma. En este caso, material se entiende más bien como aquello a lo que el sentido recurre de la misma manera en la que decimos que tenemos materiales para una construcción y por esto me parece más acertado suponer que se cuenta con materiales para construir el sentido. Como pretendo mostrar en este artículo, el cuerpo humano es el material sensible por excelencia con el que el sentido se construye. De esta manera, la respiración y la enunciación harán del cuerpo el material sensible con el que construir la voz.
Cabe acotar que el eje de las reflexiones de Raúl Dorra se ancla en la vivencia del lenguaje y que esta perspectiva hace que su propuesta resuene con la fenomenología —sin que Dorra sea un fenomenólogo— porque se vuelve a la palabra misma como puro poder de expresar, es decir, como poesía. Ciertamente el lenguaje encuentra su núcleo en la lengua y a través de ésta se manifiesta en la escritura y la oralidad, dos formas entre las que se mueven las investigaciones de Raúl Dorra; no obstante, el estudio del cuerpo vivido no resulta una línea alterna de su pensamiento, sino un compromiso intelectual por tratar de comprender cómo la expresión verbal se acompaña y se afinca en la corporal. Por lo tanto, la percepción del cuerpo y la enunciación del lenguaje trabajan en la conformación del sentido al darnos la experiencia del tiempo y del espacio en el ahora y en el aquí, respectivamente, así como de la subjetividad. Aunque la voz convoque primordialmente a la respiración y la enunciación en el habla, la escritura, a través de su relación grafema-fonema, también les configura no sólo un espacio propicio para su articulación, sino que ahora las reviste con formas visuales.
El universo sensible brota del cuerpo como fuente primordial y a su alrededor se congregan y organizan formas de la sensibilidad en un intercambio entre producción y apropiación, uso y consumo del sentido. Entonces, el cuerpo media el pasaje que va de lo sensible al sentido. De manera sumamente explícita, Raúl Dorra afirma que lo sensible se transforma en sentido: “En el proceso de transformación de lo sensible en sentido el ritmo juega un papel fundamental pues sabemos que el tumulto de lo sensible, si no es debidamente procesado, en vez de sentido produce perturbaciones” (Dorra, 1997b, p. 30). Y opone al sentido las perturbaciones. El ritmo cumple una función en el devenir sentido de lo sensible porque proporciona a lo sensible una organización en el tiempo al ponerlo en proceso y con ello hacerlo articulable: “Si el cuerpo es materia extensa y persistente, idéntica a sí misma, el soplo que lo anima en su profundidad es a la vez materia y energía, continuidad y segmentación, intercambio de valores y de naturalezas: ritmo” (Dorra, 1997a, p. 65).
Entre el cuerpo y la voz se encuentra la respiración. Diríamos que la tensión entre inspiración y espiración que articula la respiración también vincula al cuerpo con la voz:
El cuerpo se abre para que ingrese el aire que lo anima, toma una porción —invisible, continua— de sustancia sin gravedad, sustancia que es puro movimiento ondulatorio, y la hace circular en su interior para después cerrándose devolverla en el sitio preciso donde el espacio deja de ser interoceptividad y comienza a ser exteroceptividad (Dorra, 1997b, p. 30).
En el proceso de inspiración el mundo entra al cuerpo y en el de espiración el cuerpo sale al mundo. Por este movimiento ondulatorio, la respiración hace que el cuerpo sea del mundo tanto como éste lo es de aquél. La respiración contiene la primera tensión entre el cuerpo y el mundo, pero también la experiencia primordial de lo sensible donde lo interoceptivo precede a lo exteroceptivo porque se necesita primero vivir una inspiración para tener después una espiración. Esa movilidad reversible opera como una metonimia porque el mundo es una causa que se expresa en el cuerpo como su efecto, pero también como una sinécdoque porque el cuerpo es una parte de la totalidad que es el mundo.
La respiración […] hace del hombre un animal dualista: la inspiración y la espiración, la adquisición y la pérdida, la atracción y la dispersión, son el origen y el horizonte de la experiencia humana (Dorra, 1997a, p. 66).
La cohabitación de los contrarios en la respiración configura el sentido vital de la experiencia humana. La inspiración hace presente al mundo en el interior del cuerpo y esa presencia crea sentido: “La primera inspiración es ya producción y consumo, y es también la primera experiencia del sentido” (Dorra, 1997b, p. 31). En la inspiración el cuerpo se vuelve el primer material sensible del sentido. Si la inspiración instala al cuerpo en la temporalidad, luego se vuelve la primera experiencia del sentido, diríamos que gracias a la inspiración la temporalidad se instala en la experiencia porque articula el antes en relación con el después y la espacialidad, el interior con el exterior. Una vez iniciado el proceso de respiración, el movimiento ondulatorio entre inspiración y espiración crea una referencia mutua porque también la espiración remite a la inspiración como un acontecimiento tanto previo como posterior que va y viene a modo de vaivén estableciendo el interior respecto al exterior. Los pares opositivos implicados en la respiración despliegan distintos movimientos que entretejen una compleja estructura tensiva porque la inspiración es interna y anterior a la espiración, la cual es externa y posterior. En la respiración el cuerpo inaugura relaciones intencionales en el tiempo y el espacio porque todo anterior lo es de un posterior y todo interior lo es de un exterior, respectivamente.
El ahora en el que el cuerpo se siente adquiere un ritmo vital por la respiración, gracias a que esa ondulación que marca una entrada y una salida también instala al cuerpo en el espacio. Mientras que el ahora articula el antes y el después, el aquí distingue el adentro del afuera de la respiración. El pasaje del aquí de la propioceptividad va de un antes de la interoceptividad en la inspiración a una exteroceptividad en la espiración, movimiento que puede entenderse fenomenológicamente como retención y protensión. Lo que se puede a su vez describir como una inspiración que será espiración, un antes adentro que será después afuera. La voz también se encuentra en el cuerpo y de él brota, pero no se reduce a los sonidos emitidos físicamente por el sujeto hablante; por el contrario, da cuenta de un modo particular de ser del mundo mediante la forma en que modula dichos sonidos.
Entonces, la experiencia del sentido en la voz es la de expresar a ese sujeto único. De esta manera, cada voz manifiesta la identidad sonora de su cuerpo y la experiencia de sentirlo como propio. En la voz de cada persona escuchamos una manera única de ser del mundo y, por consecuencia, identificamos cierta voz con su cuerpo. Primordialmente, la voz se hace forma en la respiración al propiciarse en la tensión de la inspiración y la espiración; además, expresa a ese sujeto único gracias a que proviene de su cuerpo.
El cuerpo despliega en la respiración la estructura primordial del sentido, a saber, el pasaje entre tensión y distensión: “[…] la relación tensión-distensión es una primera estructura del sentido […] el cuerpo busca pasar de la tensión a la distensión, completar ese recorrido estructural, llegar al final de un camino del deseo” (Dorra, 1997b, pp. 14-15). La tensión de la inspiración y la distensión de la espiración articulan en el cuerpo la estructura primordial del sentido: el mundo entra al cuerpo en forma de aire y el cuerpo sale al mundo en forma de aliento. La estructura tensiva con la que el cuerpo puede ser descrito muestra, a su vez, que hay un recorrido que viene del exterior del mundo al interior del cuerpo.
La experiencia del cuerpo es el de la doble pertenencia al sujeto y al mundo, el de la intuición de ser ajeno y propio. Tal ambigüedad propicia que el sujeto sea del mundo. La actividad corporal implica al mundo en el sujeto instaurando una forma de sentido donde lo ajeno pertenece a lo propio. La vivencia del cuerpo comienza en su carnalidad sintiente y continúa en la apropiación de esa carne mediante su percepción.
La respiración del cuerpo y la enunciación del lenguaje despliegan su acción entre el sentir y el percibir. La percepción aparece en el cuerpo como la actividad que le establece límites, transiciones y oposiciones, de manera que marca las diferencias en la homogeneidad a la que tiende el sentir y propicia así la construcción del sentido. Con la revisión de la propuesta de Raúl Dorra sobre la articulación entre sentir y percibir, damos paso al discernimiento de los fundamentos sensibles del sentido para avanzar en el reconocimiento de la incidencia que tienen la respiración y la enunciación en la experiencia sensible.
Raúl Dorra encuentra y explica diferencias entre el sentir y el percibir a partir de la discusión que se plantea con Greimas y Fontanille sobre la definición del cuerpo percibiente como el mediador entre el mundo y el sentido. La oposición entre el sentir y el percibir marca una diferencia de sentido que va del desborde a lo racional y cognoscitivo, de lo sensible a lo inteligible. Sin embargo, la percepción no es un acto intelectual, sino un material sensible del sentido con el que el cuerpo hace inteligible el mundo desde la sensibilidad. Podríamos decir que el sentir intensifica lo sensible en la sensibilidad misma, mientras que el percibir lo extiende a la inteligibilidad, motivo por el que la sensibilidad se desborda en el sentir, pero se organiza y da a conocer en el percibir.
Hay una relación de oposición entre el sentir y el percibir que en su mayor tensión se da a la experiencia como negación. Pareciera, en contraparte, que el sentir fuera una sensación incivilizada y que tratara de romper las negociaciones entre el cuerpo y el mundo llevando a un desacomodo en cierta discontinuidad fuera de todo confort. El sentir se distingue por su falta de límites y porque hace del cuerpo sintiente su órgano:
Considerando el espacio en el que se despliega toda la variedad de lo estésico, podríamos señalar dos características que determinan la infinitud del sentir; en efecto: 1) no hay un órgano propio del sentir —el sentir adviene o se produce en el sujeto abarcándolo por completo—; sólo podemos pensar que ese órgano es el “cuerpo sintiente” si entendemos que éste no se limita el aspecto puramente somático, sino que incluye las proyecciones metonímicas del cuerpo; 2) dado que el sujeto está ante —o por decirlo así, como flotando en— la pura sensación, todo, para él, se vuelve sentible; no hay límites para el sentir […] (Dorra, 1999, p. 258).
En la ilimitación abarcadora del sentir surgen las proyecciones metonímicas del cuerpo que rebasan su aspecto puramente somático y llevan al cuerpo sintiente al ámbito pasional donde la operación de continuidad propia de la metonimia ejerce una ruptura en el sujeto provocando un desborde de su sentir en el mundo. Debido a la operación metonímica del sentir, el cuerpo sintiente padece los efectos siendo a la vez su causa. Por este motivo, todo lo sentible del mundo se vive como una prolongación del cuerpo sintiente que lo afecta. El cuerpo es sentido en la continuidad con lo sentible. En la dimensión somática sentir calor no me permite conocer los grados de la temperatura del ambiente, sino la manera en que mi cuerpo padece ese calor. Así, el cuerpo es sentido cuando siente, se siente a sí mismo sintiendo al mundo, gracias a que el cuerpo no resulta ajeno al mundo, sino que ambos se encuentran entramados.
La manifestación de todo lo viviente se da con el sentir. Se trata de un nivel primordial. La implicación mutua entre sentir y vivir nos lleva a pensar como una anomalía algo que sintiera, pero no viviera y viceversa. La ambigüedad de la experiencia sensible se reconoce por la reversibilidad del cuerpo sintiente en cuerpo sentido. La propioceptividad en el sentir va hacia la interoceptividad, pero en el percibir, a la exteroceptividad.
La dirección del sentir va de lo sentible a lo sintiente y hace que el mundo se interiorice en el cuerpo como lo sensible. De manera opuesta, el percibir va de lo percibiente al mundo perceptible haciendo que el cuerpo se exteriorice en el mundo sensible. El percibir instaura el cuerpo en el mundo como exterioridad y en el sentir es el mundo el que se interioriza en el cuerpo.
Mientras que en el sentirse el cuerpo propio actúa en su totalidad como un órgano, en el percibirse entran en acción órganos específicos, siendo el tacto de la piel el primer órgano que distingue formas de la percepción. Tocarse se vuelve un acto reflexivo de la percepción: “[…] se puede considerar que el desdoblamiento del sujeto percibiente encuentra su fuente en la reflexividad de la carne en tanto que es ‘tacto del tacto’ desarrollado por quien se toca tocando” (Estay, 2014). La percepción del mundo empieza por la del cuerpo, así, el cuerpo que percibe al mundo también se vuelve objeto de su percepción
[…] dado que el cuerpo es una figura del mundo la actividad perceptiva del sujeto inevitablemente toma también —e incluso en primer lugar— al cuerpo como objeto; de este modo el cuerpo percibiente es, por eso mismo, también cuerpo percibido, y habría que preguntarse cómo el sujeto percibe su propio cuerpo (Dorra, 1999, pp. 266-267).
El cuerpo que se percibe, la propioceptividad que se toma a sí misma por objeto, opera en su reconocimiento de igual manera que la metáfora en la lengua a través de la construcción de semejanzas que responde a la necesidad de cubrir la carencia de una percepción total y única del cuerpo en el acto de percibirse.
La actividad del percibir sobre el cuerpo propio, del cual es forma, propicia el desencadenamiento de figuras del cuerpo que revisten de sentido al mundo. En su oposición al sentir, el percibir hace del cuerpo el lugar de tensiones donde la materia sensible adquiere forma, pero también donde los límites se desbordan.
La complejidad del percibir descansa no sólo en su actividad delimitante, sino en ser la estructura de superficie con la que el cuerpo se orienta en el mundo y, por lo tanto, se articula de modo tensivo con el sentir que ocupa la estructura de profundidad en el esquema. Diríamos que la articulación entre el sentir y el percibir crea un complejo en el cuerpo. Entonces, la exteroceptividad organizada por el percibir y la interoceptividad anclada en el sentir resultan direcciones contrarias hacia las que tiende la propioceptividad.
En efecto, el cuerpo al ser sintiente y percibiente articula el sentido en una estructura tensiva. Si el sentir se encuentra en el fondo del percibir a manera de profundidad, se debe a su condición elemental de todo lo viviente. Se postula que
[…] el sentir es la manifestación propia de la vida en su extensión y que por ello tiene que ser pensado como un dato elemental. El sentir sería, pues, la forma en que el vivir se hace presente, una especie de vibración primera que atraviesa y envuelve todo cuerpo animado, vibración por la cual la vida se comunica y continúa con la vida (Dorra, 2005, p. 112).
De tal manera que el percibir se sostiene en el sentir, motivo por el cual la percepción hace de la sensación materia sensible. La distinción entre los sentidos obedece a una primera instauración de límites que el percibir ejerce sobre el sentir:
[…] tomados por separado, cada uno de los sentidos puede aplicarse (y de hecho se aplica) a su objeto de distintas maneras, o con distintos grados de intensidad, de modo tal que, según la manera en que se aplique, en cada uno de ellos se registra un avance más o menos gradual que va de lo global a lo analítico (Dorra, 2005, p. 137).
Como si el percibir parcelara al cuerpo en formas de orientarse en el mundo.
Por otra parte, las emociones se encuentran en la base de la experiencia sensible porque brotan del cuerpo sintiente y se incluyen entre los elementos primordiales en la construcción de sentido. No obstante, el cuerpo también detenta la actividad perceptiva sobre la base del sentir. A manera de cohabitación de los contrarios hace de sede para las emociones y de punto de partida para que las percepciones se focalicen. Si el sentirse del cuerpo nos da la experiencia del desdoblamiento, el cuerpo que se percibe se finca en la imperfección. El cuerpo que se toma por objeto de su propia percepción crea imágenes de su parcialidad. La emoción intensifica el sentirse del cuerpo, pero al percibir su emoción el cuerpo la distiende hasta volverla sentimiento. Si la emoción se caracteriza por el instante, el sentimiento por la duración. En cambio, la percepción visual de las manos genera imágenes más completas como si fuera un objeto fuera de mí desde el que puedo tomar distancia y hacerme un punto de vista. Entonces, el percibir desarrolla en las manos la experiencia de una proximidad con el mundo a modo de un linde con el sujeto. La experiencia del desdoblamiento en el cuerpo se logra cabalmente con las manos.
El cuerpo se puede tomar por objeto con las manos, que adquieren el rol de sujeto al volverse la fuente de las percepciones y, en esa situación donde toman por objeto el propio cuerpo al que pertenecen, se pone en juego una tensión entre sintiente y percibiente. Mientras que las manos tocan su cuerpo, este más bien se siente tocado.
En la interoceptividad, el cuerpo siente su totalidad en un desdoblamiento, mientras que en la exteroceptividad se percibe de manera parcial: “[…] si el cuerpo vivido como interoceptividad me conduce a la experiencia de la otredad, del desdoblamiento; el cuerpo percibido como exteroceptividad me muestra la imperfección, el límite de mi mirada” (Dorra, 1997b, p. 28). En la interoceptividad aunque el percibir me otorga a mi cuerpo como propio, en el sentir lo vivo como otro, además de que en la exteroceptividad me percibo de modo imperfecto. Si bien la percepción establece límites en el objeto percibido, el límite que subyace a todos los demás es el de la mirada propia: hasta donde alcanzo a mirar el mundo y hasta donde a mirarme.
La primacía del cuerpo como elemento sensible en la producción del sentido radica en las actividades del sentir y el percibir que ponen en proceso los acontecimientos del mundo. Nuevamente, el cuerpo media entre el mundo y la experiencia, dirige al sujeto en su entorno y en su autoexploración, hace que las impresiones sensibles cobren sentido. Considerado el cuerpo como el material sensible primordial del sentido, nos percatamos de que “[…] la transformación de lo sensible en sentido es una pasión del cuerpo percibiente” (Dorra, 1997a, p. 77). En un movimiento de oposición recíproca, el cuerpo sintiente encuentra su pasión en transformar el sentido en algo sensible.
La respiración incide en la pasión del cuerpo percibiente porque transforma al mundo exterior en sentido vital para quien inspira y le otorga una articulación primera al marcar la diferencia de sentido con la espiración, la cual es un elemento fundamental de la voz si reconocemos en el soplo la presencia de una subjetividad en ciernes. Ciertamente podemos sentir y percibir la respiración, pero resulta de mayor interés, desde el enfoque de los materiales sensibles, abordar las incidencias de este proceso en aquellos actos. Gracias a la respiración el cuerpo inicia su tránsito hacia el lenguaje siendo la espiración un elemento actuante en la manifestación de la voz como forma encarnada de la enunciación.
Hasta aquí, el tratado La casa y el caracol, que propone una semiótica del cuerpo, puede comprenderse como el desarrollo ampliado de las tesis expuestas tanto en el artículo “Entre el sentir y el percibir” como en el cuaderno de trabajo Fundamentos sensibles de la discursividad sobre el tránsito de la respiración a la enunciación donde la voz adquiere su condición sensible.
Raúl Dorra reconoce tres niveles entre el sentir y el percibir. En el primero, el sentir resulta común a la vida misma de los seres y los distingue como sensibles porque cumple la función de ser un elemento constitutivo de su corporalidad. Sin embargo, sentirse ya se encuentra en un segundo nivel por llevarse a cabo como una acción reflexiva del cuerpo sobre sí mismo gracias a la acción de la enunciación. Por esta causa, sentirse es una forma en que el lenguaje incide sobre el cuerpo. Si coincidimos con Émile Benveniste en que la enunciación es un acto de apropiación individual del sistema de la lengua por parte del sujeto, por lo tanto la enunciación tiene una gran importancia porque en ella “[…] se pone a funcionar la lengua por un acto individual de utilización” (Benveniste, 2004, p. 83), ya que la enunciación es un “agenciamiento” del sistema lingüístico por parte de un sujeto que “dice”. En consecuencia, resulta posible apreciar que la enunciación también actúa en la percepción si el sujeto experimentante se apropia de su cuerpo.
En cambio, la enunciación en el sentir hace que la subjetividad se desborde en la carnalidad del cuerpo como si éste volviera sobre sí mismo y por esto el sujeto sintiera a su cuerpo como un otro. Sentir el mundo es una acción básica de todo lo viviente, pero sentirse ya se encuentra sobre esa base como un segundo nivel instaurado por la enunciación porque en ésta se realiza un acto individual de apropiación, es decir, el cuerpo que se siente primero debe instaurarse como sujeto para volver sobre sí.
La percepción y la sensación actúan como dos formas de la enunciación corporal gracias a las que el sujeto percibiente o sintiente puede volver sobre su cuerpo y vivirlo como propio o ajeno. Si bien la enunciación hace que el cuerpo se sienta y se perciba; no obstante, sentirse y percibirse se distinguen porque la propioceptividad va hacia la interoceptividad en el sentirse, mientras que en el percibirse va hacia la exteroceptividad. Por lo tanto, sentirse y percibirse van en direcciones opuestas.
Raúl Dorra advierte que la enunciación propicia en el cuerpo dos desdoblamientos contrarios, a saber, sintiente-sentido y percibiente-percibido:
El cuerpo sintiente tiene su otro en el cuerpo sentido, su otro con el que continuamente se encuentra. Curiosamente, si todo es sentible para el cuerpo sintiente, y si encuentra en lo sentible su natural prolongación, el propio cuerpo, sin embargo, no puede ser sentido sino como desdoblamiento, como otredad. Cuando se trata de sentir el propio cuerpo, la familiaridad se reúne con la extrañeza. Es como si el cuerpo sintiente viviera la paradoja de que toda sensación que incorpora a su sentir la incorpora como mismidad salvo la sensación del propio cuerpo: el sí mismo, al presentarse como tal, no puede ser acogido sino como otro (Dorra, 1999, p. 258-259).
Ciertamente la enunciación propicia el desdoblamiento del cuerpo al sentirse, pero la experiencia del cuerpo que se siente a sí mismo es la de una tensión entre lo familiar y lo extraño. El cuerpo sintiente que se toma a sí mismo como cuerpo sentido se encuentra entre la mismidad y la otredad. Entre el sentir y el sentirse media la instancia de la enunciación. El cuerpo que se siente lo hace desde su apropiación. Por este motivo, la enunciación hace que el cuerpo sintiente se viva como un yo siento y de ahí un yo me siento propiciando pliegues en el sentir si yo me siento sientiéndome.
En contraparte, la reversibilidad entre percibiente y percibido resulta de la incidencia de la enunciación en el cuerpo. Así como la actividad enunciativa se dirige hacia el discurso que produce y también vuelve sobre su lenguaje, de esta misma manera la actividad perceptiva se dirige hacia la imagen que produce y también vuelve sobre su cuerpo. No resulta extraño que la enunciación le dé forma a la percepción porque el lenguaje se encuentra en el cuerpo. El cuerpo tiene en la percepción y la enunciación dos formas de la intencionalidad, tanto operante si se dirigen a lo exteroceptivo, como en acto si vuelven sobre lo propioceptivo.
La posibilidad que el cuerpo encuentra de percibirse muestra la condición reflexiva de lo sensible y parangona a la percepción con la enunciación si ésta se reconoce como la actividad en la que el lenguaje vuelve sobre sí después de salir de sí. Desde luego el cuerpo no es el lenguaje, pero en la experiencia humana resultan inseparables e irreductibles uno del otro.
El lenguaje le retribuye al cuerpo la posibilidad de ser, también, de un sujeto gracias a “[…] la ambigua relación que hay entre el cuerpo y el lugar de la enunciación y por lo tanto entre el cuerpo y el espacio que aloja a eso que podemos llamar uno o que podemos llamar yo […]” (Dorra, 1997b, p. 19). La percepción hace del cuerpo espacio de enunciación de su propio aquí. El cuerpo es un espacio perteneciente al mundo que, a la par, contiene al lenguaje. De esta manera, la enunciación desborda el dique corporal para hacer salir a la lengua en forma de habla.
Para la experiencia humana el cuerpo es enunciante y al percibirse enuncia su condición espacial. Ciertamente cuerpo y lenguaje se distinguen, pero gracias a esa distinción fundante hacen forma en su articulación:
Aunque reunir cuerpo y enunciación parezca […] reunir entidades de naturaleza diferente, practicar la heterogeneidad, la experiencia vivida me propone la evidencia de que yo hablo desde aquí y que ese aquí es el lugar donde se sitúa mi cuerpo; mejor dicho: que es un lugar situado en el espacio de mi cuerpo; yo hablo desde mi cuerpo puesto que yo, inmediatamente, siento que mi voz sale de mi cuerpo, incluso de cierto lugar de mi cuerpo, y que es desde ese lugar emplazado en mi cuerpo que me dirijo al otro o al mundo (Dorra, 1997b, p. 20).
La condición vicaria del cuerpo propio respecto al espacio consiste en pertenecerle y en crearlo a la par. Si en el cuerpo tenemos el espacio desde el que hablamos, entonces la enunciación logra instaurarse desde esta condición. El cuerpo hace de instancia espacial a la instancia de enunciación. Mediante la enunciación ese aquí, con el que la percepción del cuerpo propio nos orienta, también nos proyecta en el mundo y reflexionamos nuestra subjetividad:
La enunciación, ese acto por el cual el sujeto se autoexpulsa y por lo tanto se desembraga, es lo que hace posible la proyección sujeto-mundo o la reflexión sujeto-sujeto. Es mediante la enunciación que el sujeto, desembragado, puede volverse sobre el mundo, o volverse sobre sí mismo convirtiéndose, en este último caso, en sujeto apasionado (Dorra, 1999, p. 257).
La subjetividad en el lenguaje encuentra en la propioceptividad un material sensible con el que hacer sentido:
Si es mediante el cuerpo percibiente que el mundo se convierte en sentido, es mediante la instancia de la enunciación que “el que habla” se convierte en sujeto. Y es a partir de esa instancia que el sentir puede adquirir ciertas especificidades y sobre todo ser experimentado como tal. Al instalar al sujeto, la enunciación da lugar a la propioceptividad y, con ella, a la íntero y a la exteroceptividad, que no son sino dos direcciones que toma la experiencia de lo propioceptivo (Dorra, 1999, p. 257).
El sujeto “[a]l percibir el ahí donde ocurren las cosas percibe el aquí de su cuerpo percibiente que es, en el fondo, un cuerpo sintiente” (Dorra, 2005, p. 111). La transición del cuerpo entre sentir y percibir inaugura el aquí como origen de toda ubicación. Por esta razón, cuando el sentir nos desborda padecemos como consecuencia la desubicación. El cuerpo hace de espacio primigenio para la enunciación.
El cuerpo es la forma del mundo sintiente y percibiente que por mediación de la enunciación se toma a sí misma como objeto de su sentir y su percibir. Aquí y ahora yo siento y percibo al mundo, además de percibirme y sentirme. Entre sentir y percibir emergen formas encarnadas de la enunciación. Así como el sujeto enunciante se apropia de la lengua en el acto de enunciar, así también el sujeto percibiente se apropia de su cuerpo en el acto de percibir.
Entre la respiración y la enunciación el cuerpo aparece en la voz, la cual podría considerarse tanto una forma encarnada de la enunciación como una forma audible del cuerpo, ambas formas animadas por la respiración y ambas formas presencia de la subjetividad.
Para que la respiración pueda dar lugar a la palabra, el soplo debe convertirse en sonido, es decir, debe revestir su movimiento ondulatorio de ciertas propiedades audibles: tono, timbre, altura. Iniciada la transformación de las cualidades sensibles, el sentido puede emerger como llamado en el momento en que el sonido es a su vez expulsado como voz (Dorra, 1997a, p. 66).
La enunciación transforma el aliento y el sonido de la respiración en voz.
Ciertamente con el habla la voz se manifiesta de modo primordial; sin embargo, la voz encuentra en la escritura un material sensible donde prolongar su sentido hacia la lectura y hacer de la relación grafema-fonema otra forma encarnada de la enunciación; por este motivo pasamos a revisar algunas tesis referentes y anteriores al tercer y último tratado de la serie Materiales sensibles del sentido que el mismo Dorra anunció en las “Palabras preliminares” de La retórica como arte de la mirada y que llevaría el título La escritura: entre lo visible y lo audible. En el mencionado preámbulo se encuentra la afirmación que entraña su concepto de la lectura:
[…] el tercer libro estará dedicado a la escritura para observar, en la relación grafema-fonema, esa extraña y siempre renovada actividad de la inscripción parlante, los trazos distribuidos sobre la página para que el ojo los mire pero sólo fugazmente porque en realidad lo que necesita es no verlos para atravesar su materialidad gráfica en busca del sonido —de la voz— que ellos construyen o preservan (Dorra, 2002, p. 14).
La actividad lectora logra el tránsito de la escritura de lo visible a lo audible. A continuación, enumero una serie de trabajos donde Raúl Dorra desplegó su concepción de la escritura en tanto material sensible del sentido. En su artículo “Aportaciones al tema de la escritura” Dorra (1977) da cuenta de la continuidad entre lectura y escritura en términos de una espiral dialéctica: “Como si avanzáramos sobre los bordes de una espiral —espiral dialéctica—, la lectura se hace a su vez escritura, el trazo que la mirada ejecuta sobre el texto, la construcción de un discurso silencioso que completa y actualiza otro discurso” (p. 26).
Esta misma conceptualización de la escritura como lectura la desarrolla en su estudio De la lengua escrita: “Se trata de dos actividades básicas y complementarias que entablan una relación en la que cada una se desplaza hacia el lugar ocupado par la otra. La lectura es una forma de escritura” (Dorra, 1982, p. 67).
Lejos de seguir pasivamente la organización de las grafías e irreductible al hecho de descifrar un mensaje, la lectura hace de la escritura un material sensible para construir desde el silencio otro discurso, si bien complementario y actualizante del proveniente de la escritura, además creador de nuevas formas del sentido. Gracias a la voz que anida en la escritura podemos recrear la respiración durante la lectura. Observemos que la escritura invierte, respecto del habla, el proceso de expresión entre voz y respiración; mientras que en el habla la respiración condiciona la manifestación de la voz, en la escritura la expresión de la voz condiciona la recuperación de la respiración.
En el apartado “El soplo y el sentido” contenido en su libro Entre la voz y la letra, Dorra (1997a) reconoce que “(…) las inflexiones de la respiración son el aspecto perceptible de las inflexiones de la significación” (p. 81). Entonces, dichas inflexiones se pueden percibir auditivamente en el habla y visualmente en la escritura, incluso su visualización en la página escrita recrea su escucha.
Mientras que en su artículo “Poética de la voz” afirma que “(…) en la medida en que la escritura es una representación del habla, se ve ella también llevada a construir el lugar de la voz” (Dorra, 1994, p. 273). Ciertamente con la enunciación hablada el cuerpo sale en forma de voz y deviene lenguaje, pero en la enunciación escrita el proceso se invierte porque ahora el lenguaje deviene presencia corporal mediante la voz y la escritura recurre al tempo1 de la respiración para construirle un lugar.
La voz […] es la presencia del sujeto en el momento de constituirse como tal: un quién se hace cargo de la lengua y la convierte en habla. Ese quién no necesariamente tiene una identidad estable sino más bien móvil: es una entidad puntal y a la vez un proceso en el cual se incorporan otras voces: es un yo y un tú, un yo y un nosotros, un yo y un otro. Todo ese proceso se desarrolla en un devenir que es al mismo tiempo un continuo aquí y ahora (Dorra, 2017, p. 12).
Al respecto, Benveniste (2008) considera que la enunciación escrita “[…] se mueve en dos planos: el escritor se enuncia escribiendo y, dentro de su escritura, hace que se enuncien individuos” (p. 91). No sólo se trata de la presencia de quien escribe, también se puede dar voz a quienes no escriben, sino que son escritos, además de incorporar esas “otras voces”.
La voz que anida en la escritura es la forma mediante la cual el sujeto se hace presente en la lectura. “(…) Debemos pensar en la voz no como sustancia sino más bien como forma, una forma que se materializa en el hecho físico de la fonación o vocalización, o que queda sugerida por la organización de la grafía sobre una superficie” (Dorra, 1994, p. 273).
Además, la ejecución del trazo implica el movimiento de una mano y, por lo tanto, la presencia corporal. De ese cuerpo emana la voz en tanto manifestación de una subjetividad. A través de la articulación de los sistemas de la lengua y de la escritura, la voz encuentra en el trazo una posibilidad de expresión. En consecuencia, “[…] una lectura de la escritura, antes que lectura de un mensaje, es recuperación de las huellas de una presencia” (Dorra, 2003, p. 171). Considerada la escritura un material sensible, su lectura requiere dicho proceso de recuperación. La voz que es presencia de la subjetividad implica a su vez la enunciación y la respiración.
En su trabajo “¿Qué hay antes y después de la escritura?” Raúl Dorra (2014) enfatiza la dimensión sonora de la escritura al parangonar la página impresa con una partitura: “[…] la página impresa, con sus variedades tipográficas y el diseño de sus formatos, no tendría sentido si además de ese espectáculo para los ojos no se ofreciera como una suerte de partitura musical” (p. 196). En tanto partitura musical, la página impresa devela que la escritura invierte el proceso del habla donde vemos lo que oímos porque ahora se trata de oír lo que vemos, más nunca de una exclusión entre ver y oír. La evidencia muestra a la escritura como un desplazamiento del habla; sin embargo, al cuestionar lo evidente nos percatamos de que lejos de desplazar al habla, la escritura la implica porque su lectura nos hace escuchar la palabra escrita.
La voz, pues, es decir la lectura, debería tener un espacio relevante, adquirir una importancia que, en los estudios tanto de la oralidad como de la escritura, creo que aún no ha alcanzado. La voz reúne la presencia del sujeto —individual o colectivo— con la presencia del habla (Dorra, 2014, p. 198).
La afirmación de que la lectura es la voz de la escritura que nos pone en contacto con el habla se desarrolla en el artículo “Estética y quehacer de la escritura”: “La lectura pone el habla delante de los ojos, registra visualmente su sonido” (Dorra, 2008, p. 104). La actividad de la lectura consiste en comunicar lo auditivo del habla con lo visual de la escritura, de ahí proviene su homologación con la voz. No obstante, recordemos que también la lectura es escritura. Sin temor a errar, desde el enfoque de Raúl Dorra la lectura escribe la voz en la mirada y gracias a este proceso la lectura puede producir nueva escritura, además de comunicar lo auditivo con lo visual.
En contraparte, la invisibilidad de la escritura se parangona con el silencio del habla para mostrar la negatividad en su proceso de significación: “[…] la composición gráfica señala los espacios de silencio así como el fondo de invisibilidad sobre el cual se levanta” (Dorra, 2017, p. 11). Después de la espiración y justamente antes de la inspiración queda un instante de silencio en la respiración producto de su momentáneo, pero necesario detenimiento para reiniciar el ciclo vital del sentido. Resulta de interés que la composición gráfica reserve espacios de silencio porque se corresponden a esos instantes de silencio de la respiración. A la par, la invisibilidad de la respiración se compagina con los espacios vacíos de la escritura que a través de su oquedad propician el tránsito de lo audible a lo visible gracias a lo cual en la lectura logramos visualizar la respiración de una página escrita no sólo ya por el fraseo, sino, ante todo por la implicación de lo invisible en todo objeto visual. La combinación que lleva a cabo el ejercicio de la lectura entre lo visible y lo audible descansa en la visualidad de la página escrita donde lo invisible comunica lo audible de la respiración con lo visible del texto.
El ejercicio de la lectura impone una combinación de lo visible con lo audible, esto es, la página escrita tiene que devenir no sólo visible sino matizadamente audible para penetrar su sentido y juzgar, además, la cualidad sensible de un estilo (Dorra, 2007, pp. 54-55).
Gracias a la respiración implicada por la voz, la lectura adquiere un tempo. Mientras que en el habla la respiración y la enunciación condicionan la emergencia de la voz, en la escritura ocurre a la inversa porque el encuentro con la voz propicia el tempo de la lectura como una respiración y la presencia del sujeto enunciante.
La supuesta desaparición del cuerpo en la escritura se ve puesta en duda si consideramos que la respiración inflexiona el proceso de significación durante la lectura. La escritura parte de lo visual para ir a lo auditivo y en ese pasaje deviene inscripción parlante. La tesis central del tercer volumen de la trilogía fue abordada en los diversos estudios arriba mencionados. Al ser un tópico sumamente tratado, quizá por este motivo, ya no fue necesario reiterar las investigaciones en un nuevo trabajo. En todo caso, su anuncio sirve para darle un enfoque distinto a esa “relación grafema-fonema” que ahora se la considera como un material sensible del sentido.
El estudio que Raúl Dorra hace del pasaje de lo sensible al sentido muestra que el cuerpo es el material primordial en este tránsito donde se articulan experiencias que van del sentir al percibir, como es el caso de la respiración y de la voz. A su turno, la voz hará de la oralidad y la escritura materiales sensibles del sentido.
El cuerpo sintiente y el cuerpo percibiente no son dos cuerpos distintos, sino dos formas de la vivencia del mismo y propio cuerpo que soy. Si bien es cierto que ambas formas se oponen, también se presuponen por lo que hacen un par opositivo. La percepción actúa como enunciación corporal porque se lleva a cabo no sólo una apropiación del cuerpo, sino que también se lo hace estructura carnal. La estructura tensiva del sentido encuentra en la respiración un material sensible inaugural donde el mundo entra en el cuerpo en forma de inspiración y el cuerpo sale al mundo en forma de espiración.
La respiración es la primera emanación del cuerpo y su primer acto vital pleno de sentido. La enunciación si bien consiste en el acto de apropiación de la lengua, ante todo propicia la manifestación del lenguaje donde la respiración reviste al habla con su articulación propia, a saber, inspiración y espiración, creando así una estructura corporal tensiva. La voz posee la condición vicaria de pertenecerle al cuerpo como derrame suyo y de ser la apropiación primera del lenguaje, previa a la lengua y al habla, donde la enunciación puede hacer salir al mundo la presencia de una subjetividad en ciernes. En síntesis, la presencia de la voz en el mundo proviene de la respiración y la enunciación como sus constructoras que han tomado del cuerpo su material sensible.
Raúl Dorra integra en su propuesta teórica el concepto de enunciación de Émile Benveniste con el afán de vislumbrar la interacción entre el cuerpo y el lenguaje en la incidencia de la percepción que convierte el mundo en sentido sobre la instancia de la enunciación que convierte en sujeto a quien habla. Hacer que el cuerpo en el que habito me sea propio y vivir plenamente en el reconocimiento de que yo soy mi cuerpo precede a la apropiación del sistema de la lengua, por lo que la apropiación del cuerpo mediante la percepción hace del acto de percibirse una enunciación encarnada.
La respiración corporal reaparece en la lengua escrita, particularmente la relación grafema-fonema se ve marcada por la intercadencia respiratoria y la voz ahora reclama la mirada porque instaura la presencia del sujeto. Las inflexiones de la respiración, perceptibles auditivamente en el habla y visualmente en la escritura, comunica a las percepciones auditiva y visual en la lectura propiciando una experiencia sinestésica donde la escritura deviene inscripción parlante.
Considerada un material sensible del sentido, la escritura destaca su condición sinestésica al escuchar la voz en las letras que se miran sobre la página, al respirar con el ritmo de la enunciación escrita. Si la escritura puede entenderse también como la ejecución de un trazo en la página, a su vez en la espiral dialéctica, la mirada lectora ejecuta su trazo sobre el texto. De esta manera, el acto de leer consiste en hacer que la escritura transite entre lo visible y lo audible, dando la pauta para hacer de la lectura un material sensible del sentido que transforma en texto el mundo mirado.
Estay, V. (2014). Les conditions d’extension du concept d’énonciation. Actes Sémiotiques 117. https://www.unilim.fr/actes-semiotiques/5201
Solís Zepeda, M. (2021). Sobre La casa y el caracol. En Viviana Isabel Cárdenas, et al.; compilación de Irene Lopez; Silvia Castillo; Paula Cruz. Actas de las Jornadas de Crítica Literaria: trayectorias y polémicas en los estudios literarios del NOA: homenaje a Raúl Dorra (pp. 83-89). Salta. Instituto de Investigación en Ciencias Sociales y Humanidades; CONICET. http://www.icsoh.unsa.edu.ar/new/libros.php?lib=5#flipbook-df_manual_book/1/
[1] Desde el marco de la hipótesis tensiva de Claude Zilberberg “[…] el tempo rige la duración mediante una correlación inversa […]” (Zilberberg, 2003, p. 13); sin embargo, el concepto de tempo aquí está definido a partir de la perspectiva de Raúl Dorra, es decir, como el organizador de las intensidades rítmicas temporales y allende las correlaciones inversas o directas.
Acerca del autor
Víctor Alejandro Ruiz Ramírez es profesor e investigador de la Escuela de Artes Plásticas y Audiovisuales de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, y se desempeña actualmente como Director de dicha escuela. Especialista en estética, semiótica y fenomenología. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores del Conahcyt. Entre sus publicaciones destacan los artículos: “Poética de la lectura en Raúl Dorra” (2023), Valenciana, 16(32); “De la visualidad a la tactilidad en las formas del diseño” (2022), Zincografía, 6(11); “El tacto en la mirada. La artista está presente de Marina Abramović” (2020), Configuraciones y reconfiguraciones de lo femenino en las artes; “La subjetividad onírica en el relato literario” (2018), Tópicos del Seminario, 2(40), y “Las trayectorias del flâneur en la ciudad” (2017), Crisol y trayectorias. Acercamientos a la estética y el arte.