Estos versos pertenecen al poemario Oh dulces prendas, publicado por Desiderio Blanco en 2006. Exrector de la Universidad de Lima (de 1989 a 1994), ya era conocido en Perú y en el extranjero por sus trabajos como investigador, especialista en cine, pedagogo y traductor, actividades todas ellas que ejercía esencialmente como semiotista. En este contexto, la publicación de un libro de poesía con su nombre fue una verdadera sorpresa. Pero ahora que él se fue, el 2 de julio de 2022, esta obra, a la vez marginal en el plano académico e indudablemente esencial como gesto existencial, adquiere para nosotros un nuevo sentido. No sólo porque, en términos afectivos, nos devuelve un poco de la presencia de nuestro amigo, sino también porque la relectura de este libro nos recuerda viejas discusiones con él, en particular en lo que se refiere a la posibilidad de un enfoque semiótico de la “experiencia”.2
Los poemas que componen esta compilación datan, unos, de 1950-55 (primera parte, “Ascética”, poemas I a X), otros, de 1965-70 (segunda parte, “Corporalia”, poemas XI a XX). Por tanto, es claro que si el autor aún no era semiotista cuando los escribió, hacía tiempo que lo era cuando los publicó, en 2006. No intentaremos descubrir las motivaciones psicológicas (las “intenciones del autor”, como se decía en otro tiempo) que pudieron llevarle a divulgar estos textos después de haberlos mantenido en reserva durante tanto tiempo. En cambio, nos gustaría identificar las implicaciones semióticas de esta obra publicada aproximadamente cincuenta años después de haber sido escrita.
Presentado en la primera parte como una confesión, y en la segunda como un mensaje dirigido a la amada, el texto describe dos experiencias que, a primera vista, parecen antitéticas: inicialmente, una vida de ascetismo religioso —Lo importante es el alma—, en seguida, una pasión amorosa asumida carnalmente —lo primero es el cuerpo. Pero esta polarización será superada: (...) adoro tu cuerpo, cuerpo a cuerpo, / porque el cuerpo / es salvación del alma.3 Si este volumen fuera una mera presentación de la doctrina dualista que opone cuerpo y espíritu, alma y carne, seguida de una crítica, no se trataría de una obra poética, sino de una reflexión de carácter filosófico entre muchas otras. Pero desde el principio este libro se destaca como algo muy distinto: nada de retórica disertativa o argumentativa, sino un discurso lírico que expresa el presente de su propia enunciación.
Soy un novicio (...) Miro el jardín (...) Siento fiebre (I). Amo tu alma (...) Pero adoro tu cuerpo (XX). El tiempo verbal dominante, si no el único, es el presente de indicativo. No un presente intemporal con valor universal (“el hombre es mortal”), sino el presente de un “yo” que está experimentando la relación misma con el mundo del que habla, primero encerrado en la clausura monástica, remanso, pero también prisión del alma, luego físicamente arrastrado por su impulso hacia la amada.
Como observa Raúl Bueno en su lectura extremamente precisa y detallada del libro,4 se trata de dos universos figurativos y, sobre todo, plásticos que se oponen: por un lado, lo sagrado, la penumbra; por otro, la luz. Aquí un espacio cerrado sobre sí mismo, allí una apertura ilimitada. Tras el silencio de lo sagrado y la quietud de la oración, la presencia de una materialidad sensible animada por la más viva movilidad. Sin embargo, estos dos mundos no están completamente separados. El segundo, que acabará por imponerse, hace sentir su presencia desde el principio a través de incursiones en el interior del primero: Una alondra quebranta la calma de mi alcoba. Y un poco más abajo, en el mismo poema inicial: al abrir la ventana, me invade con el triunfo / de magnolias y lilas y dalias y jazmines.5
Lo que estos dos universos tienen en común, a pesar de sus valores fóricos opuestos, es la intensidad de su presencia. En ambos, el sujeto —cuerpo y alma— está inmerso, como dominado por una fuerza centrífuga aquí y centrípeta allá. Lejos de ser meros telones de fondo para una tesis, se trata de los espacios vividos de una doble experiencia íntima.
¿Espacios vividos? ¿Experiencia? A Desiderio no le habría gustado —ni habría aceptado— esta forma de decir las cosas. Prestando una atención extraordinariamente generosa a mis reflexiones, como lector, como interlocutor y como traductor, un día acabó reprochándome haber cometido un error imperdonable para un semiotista: tomar las palabras por las cosas, el discurso por los actos, sin ver que la experiencia propiamente dicha —lo vivido tal como lo experimentamos en su inmediatez— escapa por su propia naturaleza al discurso: ningún discurso restituirá jamás la autenticidad original de lo vivido.6
No disiento de eso, sabiendo que todo discurso es una construcción de sentido, una construcción elaborada, además, a partir de percepciones culturalmente filtradas, es decir, en cierta medida ya construidas ellas mismas. Sin olvidar, dirían algunos, los caprichos de un “inconsciente” incontrolable, siempre capaz de reconstruir la realidad a su manera, censurando algunos de sus aspectos o alucinando otros.
Sin embargo, hechas estas reservas, lo cierto es que, a menos que se sea un semiotista de infalible vigilancia epistemológica, es efectivamente en el modo de lo “todo natural” —y no con el sentimiento de una percepción culturalmente mediada o psicológicamente sesgada— que el sujeto vive lo que vive. Además, a pesar del hecho de que la experiencia así vivida es necesariamente la de una conciencia individual absolutamente única y singular, resulta que dentro de los límites de cualquier grupo sociocultural dado, los efectos de sentido que emergen del encuentro con el mundo son en gran medida los mismos para todos. Si, por ejemplo, una película o una canción provocan un entusiasmo compartido por multitudes enteras, es porque las configuraciones plásticas y las dinámicas que ponen en juego sobre el plano visual o musical desencadenan los mismos tipos de vivencias, las mismas “experiencias” sensibles, desde luego no para todo el mundo, pero en todo caso para el mayor número de personas. De otro modo, no sería posible la intercomprensión ni la comunicación de masas. Los diseñadores, y también los políticos, los artistas —todos aquellos que se dirigen a un público amplio— lo saben perfectamente. Es a partir de ahí que definen estrategias de persuasión eficaces. Significa que la experiencia, así entendida, no es en absoluto inefable. Al contrario, es cognoscible hasta en su aspecto más íntimo y, en gran medida, susceptible de ser modelada, por ejemplo semióticamente.
Ahora bien, a pesar de sus objeciones teóricas, en realidad Desiderio integraba esta dimensión de la experiencia sensible en su práctica como investigador y analista —aunque discretamente, es verdad, como si de parte de un semiotista no fuera confesable. Así ocurrió tanto en algunos de sus análisis fílmicos7 como en lo concerniente a otro caso de semiótica “sincrética” (en la que se entrecruzan las semióticas espacial, gestual, verbal, sonora, musical e incluso olfativa), a saber, la misa, una celebración que, evidentemente, le tocaba muy de cerca.
En su principal obra publicada sobre el tema, “El rito de la Misa como práctica significante” (Blanco, 2008), hace una distinción fundamental entre dos cosas, presentadas así en su resumen del artículo: por un lado, las sutilezas teológicas de los pensadores cristianos, por el otro la presencia y participación de un cuerpo sensible junto a otros cuerpos igualmente sensibles. El artículo analiza estas dos dimensiones. Por supuesto, las consideraciones relativas a la primera son las más desarrolladas y profundizadas. Pero el análisis incluye también (especialmente en las páginas 59-60) una aproximación al componente sensible propio de esta “práctica significante” en la que se combinan la gestualidad, los cantos y la música. Esto lleva al autor a la siguiente conclusión: Si [los fieles] no alcanzan a comprender la sutileza de los argumentos teológicos, participan no obstante de un conocimiento práctico iluminado por la fe (p. 69).
Entonces, ¿por qué hacer de la palabra “experiencia” una palabra tabú? Para nosotros, designa exactamente aquello de lo que habla nuestro amigo: el encuentro estésico con el mundo sensible, vivido por un sujeto dotado de un cuerpo (a menudo, pero no necesariamente, junto a otros cuerpos), un encuentro —una experiencia— del que resulta, según los propios términos de Desiderio, un “conocimiento práctico”, una forma de inteligibilidad enraizada en lo sensible.8 En el fondo, ¡creo que estábamos de acuerdo! Porque lo que importa no son las etiquetas que atribuimos a los conceptos ni las posiciones epistemológicas que adoptamos a priori, sino la realidad y la eficacia de las prácticas de análisis. Y en este plano, más allá de sus reservas de principio, el enfoque de nuestro amigo estaba en la vanguardia de la investigación.
Pero pasemos a otro punto, a primera vista también polémico: cuando un autor (o un orador) pretende hablar de la experiencia que está viviendo o que ha vivido, ¿qué relación hay entre el texto que produce y la “verdad”? Al fin y al cabo, como sugiere Desiderio en la p. 165 del citado artículo (“En busca de la experiencia perdida”), tal vez Proust pura y simplemente inventó el tan célebre “seto de espino”. Y tal vez los “campanarios de Martinville” nunca existieron. ¿Realidad tangible o sueño de un novelista? No fuimos a comprobarlo.
Y al final, ¿qué importa? Incluso ante un tribunal las cosas están menos claras. Para un juez, la cuestión decisiva en última instancia no es saber si quien dice la verdad es el acusado, que afirma estar relatando su experiencia —en este caso los “hechos” tal como sucedieron o al menos tal como él los vivió—, o si la verdad está del lado del demandante, que presenta otra cosa o lo contrario. En primer lugar, es posible que nunca se conozca la “verdad real”. Y sobre todo, consideraciones morales aparte, ¿qué importa dónde esté la Verdad?... De hecho, sabemos que la versión que determinará el veredicto no es la que se asume categóricamente —ontológicamente— como cierta, sino la que, verdadera o falsa, el tribunal considere como la más verosímil, beyond reasonable doubt9 como dicen los británicos.
A fortiori, en el caso de los textos literarios, más que la verdad de lo que está dicho (el enunciado), lo que cuenta sobre todo es la calidad del propio decir (la enunciación). Y esta calidad del decir depende esencialmente de su poder para evocar una u otra experiencia no necesariamente vivida por el autor, pero al menos “vivible” —en el sentido de que podría haber sido o podría ser vivida (en algún “mundo posible”)— porque discursivamente es construida como una experiencia humana posible.
Asimismo, al igual que en el caso de Proust, inventor del personaje de “Marcel” y, quizá, también de los “setos de espino” como simulacros discursivos, no hay ninguna prueba de que el firmante —el autor— de Dulces prendas, al mismo tiempo que construía su propio simulacro discursivo (el “yo” del texto, figura perfecta de la piedad al principio, arquetipo de amante apasionado veinte páginas después), no inventara también todo lo demás, incluida una “Evelyne de papel”, homónima de la Evelyne de carne y hueso, pero que no tendría nada que ver con la que conocimos y a la que está dedicado el texto. ¡Todo es posible!
Por supuesto. Pero no es una razón suficiente para afirmar que, con el pretexto de que ante nuestros ojos nada más tenemos un texto —es decir, por definición, un objeto fabricado—, no podemos tomar lo que dice ese texto como la expresión de un sentimiento verdaderamente experimentado. Tal sospecha epistemológica no es necesaria. Ni siquiera sería moralmente aceptable. ¿No es posible ser escritor y hombre honesto a la vez? Llevado al extremo, semejante purismo semiótico podría conducir casi a la paranoia. Y si se tratase de una simple precaución metodológica, se correría el riesgo de caer en la autoinhibición al imponerse a sí mismo prohibiciones que restringen el campo de análisis y, por tanto, los posibles avances de la teoría. Por consiguiente, prefiero reconocer a nuestro amigo la sinceridad de su búsqueda.
No creo que esto signifique retroceder del rango de semiotista astuto al de lector sentimental e ingenuo que se deja engañar por los “trucos de la enunciación”.10 En términos más generales, me parece que no nos corresponde como semiotistas dictaminar sobre la veracidad de los discursos. No somos responsables de la vigilancia pública ante los ardides de los escritores. Y menos cuando sus libros no están hechos de otra cosa. En mi opinión, nuestro papel no es preguntarnos si el autor “dice la verdad” cuando construye un texto que pretende ser el relato de una experiencia vivida, ya sea (supuestamente) la suya propia o (supuestamente) la de uno de sus personajes. Lo único que nos incumbe es, en primer lugar, dar cuenta de las condiciones de (eventual) eficacia de los dispositivos discursivos utilizados en y por los textos y, en segundo lugar, en un plano más “filosófico”, preguntarnos por el sentido último de esa avidez por lo “vivido”, de ese gusto por la experiencia misma, de ese apetito contemporáneo por la más íntima de las intimidades (¿una suerte de voyerismo?), en suma, de esta expectativa de autenticidad tan común hoy en día entre los consumidores de literatura y tan bien explotada por sus productores.
Este cambio de perspectiva, este desplazamiento del foco de atención —pasar de la denuncia del artificio al análisis de los simulacros existentes— tiene un inconveniente práctico, pero también, como contrapartida, algunas ventajas desde el punto de vista teórico: desde el momento en que ya no nos fijamos el objetivo de perseguir lo simulado aceptando únicamente lo experimentado (como si necesariamente se excluyeran entre sí de manera categórica), las cuestiones que se plantean se vuelven más complicadas desde el punto de vista semiótico. Porque entonces nos damos cuenta de que en este ámbito todo es a la vez perfectamente verdadero y, una vez puesto en discurso, enteramente “ficticio”. En otras palabras, el discurso de la experiencia es híbrido por naturaleza, medio fiable medio engañoso. Además, muy a menudo, ¿sabe el propio sujeto que experimenta exactamente lo que experimenta? Por ejemplo, cuando se visita a un médico y se le obliga a decir lo que “siente” — “¿Pica o hace cosquillas?” —11 el paciente, incapaz de decir exactamente lo que siente, se ve reducido a construir una especie de sensación posible, deplorando él mismo que no corresponda exactamente con la indecible experiencia que tiene de su propio cuerpo.
Reconocer este tipo de incertidumbre y todas las ambivalencias que pueden derivarse de ella no equivale a abogar por una semiótica “suavizada” o “moderada”, como le gustaría a algunos, es decir, epistemológicamente menos exigente que la versión “pura y dura”. La perspectiva que adoptamos no es menos rigurosa conceptualmente que la anterior, pero para tener en cuenta la regresión infinita de lo dicho (y por tanto de lo construido y, en este sentido, de lo ficticio) hacia la autenticidad de una experiencia vivida inalcanzable, le aportamos un grado adicional y necesario de complejidad.
Así pues, admitamos sin rodeos que, al igual que en los buenos manuales de lingüística “John loves Mary” [“Juan ama a María”], en Oh dulces prendas “Desiderio ama a Evelyne”. Si lo sabemos (o al menos lo creemos), es sólo porque (verdadero o falso) él lo dice, e incluso nos lo dice haciéndonos testigos, a través de la publicación, del hecho de que se lo declara a ella, por escrito. No morirás jamás, / porque el mar ama tu cuerpo / y yo amo tu alma (XIX). Y luego, a la cabeza de la segunda parte, encontramos esta dedicatoria: A Evelyne. En efecto, a diferencia de la primera parte, puro discurso en “yo”, las piezas XI a XX se dirigen a un “Tú”, como si se tratara de cartas extraídas de una larga correspondencia cotidiana. Diariamente / se da cita en tus ojos / una lluvia de estrellas.
Que estos mensajes hayan sido o no entregados o enviados del mismo modo que las “cartas reales” es sólo una cuestión subsidiaria, de interés biohistórico. Más decisivo nos parece el hecho de que a lo largo de estas páginas encontremos enunciados de diversa índole. Entre ellos, algunos pueden considerarse de tipo declarativo con valor informativo: amo tu alma dulce / amo tu alma clara / amo tu alma joven (XX). Nos parece que pueden no ser suficientes para almas exigentes en busca de lo absoluto. ¿No es la esencia misma del amor el deseo de expresar la experiencia misma —el gesto mismo— del amor, es decir, a fin de cuentas, lo indecible? Para avanzar en esta dirección, por lo general los amantes sólo encuentran un recurso deficiente: hablar de sí mismos, de sus alegrías y penas, escenificar su relación recordando incansablemente los grandes momentos de la misma.
En conjunto, Desiderio —Desiderio el poeta— procede de manera muy distinta. Ello se debe sin duda a que mucho antes de convertirse en semiotista ya había tomado —por el hecho mismo de escribir— la medida de esa distancia que (le gustaba recordarlo) separa lo vivido de la experiencia, es decir lo experimentado, del discurso de la experiencia a través del cual quisiéramos expresarla.12 En cualquier caso, al evitar en la medida de lo posible la verborrea bio-narrativa y optar por la forma poética, encuentra lo que bien podría constituir la única escapatoria a la frustración de los amantes privados de una lengua adecuada para expresar el presente mismo de su amor. Pues un texto poético tiene el poder de decir más de lo que dice. De ahí al menos dos posibles estilos de escritura para los amantes.13
El más común (pero poco presente en los escritos de nuestro poeta-epistolario) es aquel en el que cada uno se manifiesta exhibiendo sus estados de ánimo (deseo, nostalgia, desesperación, etc.), a veces en forma de exclamaciones —¡tu roja boca me brinda! (XV)— o de llamados al otro —¡morderemos la dicha al mismo tiempo! (XVII). Éste expresa, sin duda, algo de las pasiones cambiantes experimentadas por el que escribe y constituye fluctuaciones que el lector (o en este caso la supuesta lectora) comprenderá. Uno se expresa, el otro registra; el segundo puede en principio responder y a su vez expresarse; y así sucesivamente. Lo problemático es que tal sucesión de jugadas unilaterales alternadas (un poco como en el juego de ajedrez) deja a cada uno instalado en su propia subjetividad. Cada uno tiende hacia el otro, y en esto los dos comparten el mismo amor, pero cada uno lo vive para sí mismo. Son como dos paralelos que pueden volver a encontrarse, pero sólo hasta el infinito. De modo que, al final, mientras que ambos quisieran una presencia inmediata, este régimen de intercambio reaviva constantemente el sentimiento de distancia y alimenta así la frustración.
Esto es lo que el modo de escritura alternativo, de naturaleza poética, busca y a veces —Dulces prendas da testimonio de ello— logra superar. Evidentemente, la poesía no suprime ni la distancia física ni la relación de alteridad que separa a los sujetos. De igual forma (no obstante la poética de Desiderio deja esto en la sombra), incluso cuando los amantes están frente a frente, decir la copresencia sigue siendo imposible y nunca es seguro que no se trate de la simple yuxtaposición de dos seres, cada uno vuelto hacia sí mismo. Al contrario, la esencia misma de la poeticidad consiste en crear un espacio por completo diferente, desvinculado de la “situación de comunicación”, un espacio autónomo, de sentido puro. Al crear tal universo, el poeta ofrece por fin la posibilidad de una conjunción efectiva, enunciador y receptor reuniéndose en el mismo acto de creación de sentido. No sólo lo ofrece a su destinataria actual, real o imaginaria, sino a cualquier enunciatario potencial, a cualquier posible lector futuro (lo que bastaría para justificar la publicación de esta compilación, si fuera necesario). Por un lado, la fórmula narrativo-fática ordinaria permanece confinada a la expresión de sentimientos personales (aunque, paradójicamente, recurriendo en la mayoría de los casos a los tópicos más manidos). Por otro, al contrario, la escritura poética supera este nivel, trasciende las contingencias patémicas individuales y, aún a través de la manifestación de una singularidad, construye algo general si no universal: una configuración significante inédita. Como toda buena literatura.
En definitiva, aunque una carta, aunque un poema, sólo sean textos, una carta en forma de poema es un texto cuya enunciación, a la vez como escritura y como lectura, constituye en sí misma una experiencia sui generis que, a veces, gracias al desplazamiento de la mirada que implica, logra un auténtico acto de acercamiento de las mentes, de puesta en presencia recíproca de los sujetos, más allá de la separación de los cuerpos. A veces, ¿no es ya mucho? — Gracias, Desiderio, por mostrarnos este camino.
Petitimbert, J. P. (2015b). Sémiotique des pratiques mystiques. Dialogue avec Mortesa B. Moein. Actes Sémiotiques, (118), https://www.unilim.fr/actes-semiotiques/5490.
[1] Este artículo fue publicado originalmente en francés, en la revista Acta Semiotica, III, 5, 2023.
[2] Cf. Desiderio Blanco, 2013.
[3] Las tres citas presentes fueron extraídas del último poema, XX, “Oda corporal”.
[4] Raúl Bueno, 1999. Para este artículo, Bueno utiliza una versión de Oh dulces prendas que data de 1996, aún inédita en 1999, pero al parecer idéntica a la versión que aparecería en 2006.
[5] Jardín, ventana, jazmín, un exterior ofensivo que invade: para los conocedores de la obra de Greimas, esta secuencia de figuras recuerda otro poema, uno de Rilke que es analizado en De la imperfección. De acuerdo a la traducción utilizada por Raúl Dorra (1990): “(...) ante los ventanales (...) / ella sintió, de pronto, el consentido parque. / (...) Y, bruscamente, repudió, irritada, / el perfume del jazmín al que encontró ofensivo”. “Ejercicio para piano”, p. 47.
[6] Cf. Desiderio Blanco, 2013, pp. 164-170.
[7] En particular Desiderio Blanco (2009). Los determinantes del sonido: música, lenguaje, cine.
[8] Sobre esta forma de conocimiento, cf. J. P. Petitimbert (2015a; 2015b y 2016).
[9] El autor emplea la conocida norma jurídica que en español reza: más allá de toda duda razonable [N. de la T.].
[10] Aquellos que evoca y desmistifica José Luiz Fiorin (1996).
[11] En francés, “Ça vous gratouille ou ça vous chatouille?”, Jules Romains, 1923.
[12] En torno a las relaciones entre la experiencia vivida y el discurso de la experiencia (así como entre el discurso de la narración y la experiencia vivida de la narración), cf. Eric Landowski, 2007.
[13] Cf. Landowski, 1997, pp. 210-215.
Acerca del autor
Eric Landowski es investigador del Centro Nacional de la Investigación Científica (CNRS, Francia). Sus líneas de investigación son: teoría semiótica, sociosemiótica, teoría de la producción de sentido en la interacción, análisis de las prácticas. De sus publicaciones, podemos destacar: La Sociedad figurada, 1993; Presencias del otro, 2007; Pasiones sin nombre, 2015; Interacciones arriesgadas, 2016.