El significado fundacional de la noción de transparencia es óptico-estético. Transparencia es “translucidez”, lo cual es un fenómeno físico-óptico, y por eso “transparencia” se opone a “opacidad”: se refiere a una propiedad esencial de la luz en su relación con la naturaleza física y resistente de un material. La etimología del término transparencia es más instructiva, diría yo, porque añade un importante componente definitorio: trans- significa “más allá”, “a través de”, y parere, aparecer, parecer y exhibir. Esta etimología refleja una orientación ontológica: la transparencia conduce a través del velo de las apariencias hacia lo real, de la apariencia al ser. Veremos cómo este tipo de transparencia se convierte en el blanco de una feroz crítica por parte de Nietzsche. Y, sin embargo, en las teorías estéticas clásicas no encontramos más que una apología de la transparencia: según la opinión común, el Felix aestheticus está fascinado por las formas “transparentes” e ideales a través y más allá de la obstrucción de los materiales y por los colores translúcidos y centelleantes, que son infinitos en profundidad. Proust escribe en A la recherche du temps perdu (A la búsqueda del tiempo perdido) en su retrato de Albertine: “En ciertos días, delgada, con la tez gris, un aire sombrío, una transparencia violeta se deslizaba por sus ojos como la que notamos a veces en el mar”2 (Proust, 2012, p. 1009). Diseminando, fluyendo, absorbiendo, la fuerza de la transparencia transforma las capas de pigmento en pasajes superficiales; la transparencia hiende lo sólido, vuelve vulnerables los materiales y establece lo “real” en su esplendor virginal. Toda la historia de la literatura y de las artes está llena de poesías que alaban el don de la luz y los incalculables poderes del ojo, la visión y la visibilidad, atribuyendo a la transparencia estos magníficos privilegios plásticos.
Sin embargo, al margen de este oculocentrismo y a pesar de estas odas a la translucidez, se pueden descubrir pequeños indicios de una estética del velo, del velar y desvelar, el velo que cubre la ruta clara y translúcida hacia la esencia, lo llamado “real” tan poderosamente desenmascarado por la transparencia. Encontramos ejemplos del velo obstruyendo el espacio entre la fuente y el objetivo, entre el ojo y su correlato en la materia, incluso donde no los esperamos, como por ejemplo, en el Quattrocento, donde Leon Battista Alberti glorifica la vaghezza en su De Pictura (1435). Alberti (1992), geómetra, teórico renacentista de la perspectiva y héroe de la racionalidad plástica, explota la idea de vaghezza para neutralizar la hipóstasis de la transparencia. Vaghezza —del latín vagus, “vago”, “impreciso”, término que en la estética albertiana denota un encanto indeterminado, algo así como una “gracia”— vela la fuerza de la transparencia (p. 201).3Vaghezza debe distinguirse de bellezza, la belleza que es en esencia óptica y se funda en el impacto de la luz, la solidez de lo real y la gloria de lo visible. La vaghezza, por contraste con la bellezza, sugiere transacciones fluidas, la confusión de colores y el encantamiento del movimiento suave y la metamorfosis continua. Esta sutil nebulosidad, este sfumato, que conocemos bien de la pintura florentina, crea el encanto de la gracia y este “encanto de la gracia” es exactamente lo que Alberti sugiere con la idea de que la vaghezza socava toda transparencia. La vaghezza seduce. En las páginas siguientes intentaré captar la naturaleza antropoestética de la seducción, del vagabundeo del alma seducida por el objeto de deseo. De hecho, escribe Alberti (1992, 201), vaghezza es la gracia atractiva que mueve al vagabondo, al sujeto que se desplaza, ligero, de un lugar a otro, seducido por la seducción. La transparencia invita siempre a finalizar y paralizar definitivamente todo deambular; la vaghezza, en cambio, invita al movimiento eterno, a la fluidez y a la confusión, a la metamorfosis, a la ligereza de los tonos, a las formas indecisas y vaporizantes. Sólo un cuestionamiento radical de la transparencia, que anquilosa y paraliza, puede proteger el significado de la vaghezza como velo. Por esta razón, inscribo mi crítica a la transparencia bajo el patrocinio de Alberti...
...Y de Nietzsche, el defensor del velo de Maya,4 y el gran enemigo del impulso de transparencia. Este impulso por la transparencia cultiva la voluntad de atravesar las apariencias en busca de la esencia, del origen, de la Verdad-con-V-mayúscula. Así, toda la historia de la metafísica, según Nietzsche, es un camino hacia la coincidencia con el campo del origen, donde lo esencial se despliega en total transparencia. François Jullien ha publicado recientemente un brillante ensayo titulado « Dé-coïncidence. D'où viennent l'art et l'existence », en el que proclama la “tumba de la coincidencia”, la acusación radical de este impulso por la transparencia que empuja hacia el triunfo de la coincidencia con el origen inaprehensible disimulado tras las apariencias. Sin embargo, escribe Jullien (2017), es la descoincidencia la que hace posible el arte, así como la existencia en toda su negatividad y oscuridad. La descoincidencia libera la vaghezza, esa ligereza e indecisión, esa gracia que hace del sujeto un vagabondo, y de la vida del sujeto una existencia. Con esta idea de la descoincidencia nos acercamos evidentemente al pensamiento de Nietzsche. Y Nietzsche expresa su sarcasmo frente al monstruoso afán de transparencia ontológica.
En el presente artículo, me gustaría desarrollar esta estrategia nietzscheana con respecto a un ámbito específico, a saber, la comunicación y la interacción discursiva. Aquí también se puede observar una tentación constante de atravesar el lenguaje en su textualidad, y la creencia de que el significado original de los fragmentos del lenguaje está por ser descubierto detrás de la apariencia textual, en algún lugar detrás y más allá de la carne de las palabras y la concreción de las secuencias comunicativas. Esta creencia “fundamentalista” desaprueba la materialidad de las palabras y la mundanidad del discurso en su presencia sensible. Cito una frase de Nietzsche (1954):
¿Qué es entonces la verdad? Un ejército móvil de metáforas, metonimias y antropomorfismos, en resumen, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, transpuestas y embellecidas poética y retóricamente [...] las verdades son ilusiones sobre las que se ha olvidado que eso es lo que son, metáforas gastadas y sin poder sensual. [...] Todavía no sabemos de dónde viene el impulso de la verdad (pp. 46-47).5
Como sugiere François Jullien, el arte, y de hecho la existencia humana, sólo es posible cuando promovemos la descoincidencia con respecto al fantasma de la transparencia de la carne del universo discursivo. Nosotros, como humanos, nos envanecemos con orgullo, afirma Nietzsche, y olvidamos que estamos atados a una perspectiva humana, demasiado humana, que es una perspectiva orientada por las palabras y por la significación del universo discursivo. Sólo el Espíritu Absoluto de Hegel es perfectamente transparente, y por eso nosotros, como Nietzsche, chocaremos siempre tan violentamente con Hegel. Los sujetos psicoantropológicos consiguen comprender el significado de las secuencias discursivas bajo ciertas restricciones. Estas restricciones son fructíferas y la opacidad semántica crea incluso un valor y una cualidad intersubjetivos importantes. Los textos se imponen a priori a nuestras mentes; no somos dueños de nuestras palabras. Por otra parte, a pesar de esta vaghezza y de este velo de Maya, seguimos agregados como un rebaño de humanos y aún podemos vivir pacíficamente en comunidad. Tenemos que admitir y asimilar el hecho de que la semántica de nuestras palabras no es transparente y que nuestra comunicación se lleva a cabo esencialmente mediante estrategias retóricas de disimulación. En efecto, nuestras palabras son apariencias móviles veladas como Maya y marcadas por la vaghezza. Nunca tocamos lo absoluto por medio del lenguaje y por eso debemos desconfiar tanto del afán de transparencia. Así pues, Alberti y Nietzsche —un extraño binomio, por cierto...— nos llevan al umbral del análisis que deseo desarrollar en este artículo, a saber, una “pragmática de la transparencia”.
Como ocurre con tantas antropologías idealistas e ingenuas, las teorías canónicas de la comunicación, en filosofía del lenguaje y lingüística se muestran verdaderamente eufóricas ante la transparencia del proceso comunicativo. Consideran la comunicación como una interacción abierta entre emisor y receptor, como un proceso de envío y recepción de un mensaje, con el mensaje semánticamente intacto en toda su transparencia. La comunicación es vista, entonces, como una transferencia bilateral de información y ningún tipo de obstáculo, ya sea psicológico o sociológico, puede funcionar como escudo o filtro deformando la intención informativa original del hablante. Afortunadamente, la pragmática ha empañado este tipo de ingenuidad, precisamente al aprovechar, con gran precisión, la noción metodológica de estrategia. Emisor y receptor mantienen una relación polemológica y la “racionalidad estratégica” es en realidad lo que define a una comunidad “razonable”. Algunos consideran las estrategias de la razón como cálculos; otros, como manipulaciones y maniobras. Estas dos variantes determinantes reaparecen en las definiciones clásicas de “juego” en la teoría de juegos, donde los juegos se consideran conjuntos de estrategias por su propia naturaleza. El interlocutor, a modo de jugador-estratega, juega un juego social. El horizonte polemológico explica por qué es efectivamente posible que un conflicto se resuelva de la misma manera que un juego social. De ahí que podamos elaborar una “lógica de las estrategias” que respete la difuminación esencial y deje espacio para el indeterminismo. En este sentido, las interacciones discursivas son juegos estratégicos con mensajes semánticos susceptibles de interpretación incierta y ambigua.
La lógica conversacional, como rama de la pragmática, ha sido de gran importancia como patrón analítico de estos juegos conversacionales al formular las llamadas “máximas conversacionales” o principios a priori que hacen posible el entendimiento en una comunidad lingüística, incluso cuando la semántica del mensaje transferido es fundamentalmente confusa y no-transparente. Consideremos el Principio de Cooperación de Grice, el Principio de Caridad de Davidson y el Principio de Humanidad de Quine. Según el Principio de Cooperación, tenemos que presuponer que el jugador tiene la voluntad de colaborar con el interlocutor; según el Principio de Caridad, el jugador debe aceptar y asumir que la “jugada” del interlocutor es válida; según el Principio de Humanidad, el jugador debe aceptar o asumir que el jugador y el interlocutor comparten algunos valores en común y que el interlocutor es consciente de este hecho. Sin la aceptación de estos principios, no existe un estar-juntos “razonable”. Habermas ha demostrado que estos principios no requieren demostración empírica, sino que pueden presuponerse de un modo categórico y trascendental kantiano, a fin de establecer una ética de la racionalidad dentro de una comunidad discursiva. En cierto sentido, podría decirse que estos principios conversacionales obligan a los sujetos hablantes a trascender la no transparencia de la semántica de sus enunciados instaurando una actitud cuasi ética dentro de la comunidad que interactúa.
Existe un enfoque local y empírico para analizar el funcionamiento de otro principio conversacional “trascendental”, a saber, el Principio de Sinceridad. Desde Austin, la teoría de los actos de habla se ha interesado mucho por toda una serie de actos de habla llamados indirectos y por la comunicación indirecta en general.6 El análisis de Austin y John Searle de la indirección comunicativa se basa en la centralidad de la condición de sinceridad y sus posibles violaciones. En cierto sentido, un análisis en términos austinianos es sumamente simple. La pregunta de Austin es siempre la misma: ¿es posible añadir un prefijo performativo a una proposición que pretende ser un acto de habla? Examinemos más detenidamente actos de habla como aludir, sugerir e insinuar.
ALUDIR es manifestar abiertamente la intención del hablante A de hacer saber al oyente B que la proposición expresada contiene información mediante la cual B podrá encontrar una respuesta al problema al que se enfrenta, suponiendo que B tenga acceso a información adicional. Tal es el caso de las adivinanzas, en las que una pregunta o un enunciado del hablante A da una indicación sobre la relevancia de un dato para resolver un problema. Aquí no se oculta ninguna intención y la asimetría informativa entre A y B es sólo temporal. Siempre cabe esperar razonablemente que B llegue a comprender lo que se quiere decir. Además, el acto de aludir utiliza medios convencionales que son aceptados por todos los usuarios de la lengua y garantizan que el acto sea fácilmente detectable y claramente reconocible como diferente de un simple acto de afirmación, así como de los actos de sugerencia e insinuación.
Por lo tanto, existe una diferencia, aunque mínima, entre el acto de aludir y el de SUGERIR. El que alude está vinculado incondicionalmente a la verdad de su enunciado; el que sugiere sólo está vinculado a la verdad probable de su enunciado. En el primer caso, existe una probabilidad considerable de que B recupere la proposición final (verdadera), mientras que en el caso de una sugerencia, lo que se sugiere no es más que probable en relación con lo que se dice y cabe esperar razonablemente que la inferencia no sea cierta.
En cualquier caso, hay una distancia considerable entre aludir/sugerir, por un lado, e INSINUAR, por otro. La insinuación, al igual que la manipulación, no puede producirse abierta y explícitamente: el hablante A no puede revelar sus intenciones añadiendo, por ejemplo, el prefijo performativo “insinúo que”. Por supuesto, es incorrecto decir que lo que se insinúa es siempre (¿moralmente?) censurable y que la naturaleza censurable de la proposición insinuada es la causa real de la imposibilidad de la prefijación performativa (por ejemplo, un médico puede intentar insinuar a un paciente que sería aconsejable ponerse a dieta). El hecho es que la insinuación es un intento de A de hacer comprender algo a B, aunque sea de forma encubierta. El acto de insinuación parece tener lugar cuando A quiere que B conozca p sin que A quiera que B juzgue que A quiere que él o ella conozca p.
La idea del acto discursivo de MANIPULAR se mueve aún más hacia el extremo de la escala de lo inconfesable. Me inclino a decir que la insinuación ya es un tipo de manipulación, pero otros tipos de manipulación superan a la insinuación en el sentido de que otras subintenciones, o constelaciones de subintenciones, permanecen encubiertas. Austin y la mayoría de los filósofos post-austinianos siguen insistiendo en el hecho de que el significado de una secuencia discursiva depende de dos condiciones: su condicionalidad de verdad y la sinceridad de las intenciones en las que se basa la producción “feliz” de la secuencia. Las intenciones son sinceras cuando pueden expresarse convencionalmente, por ejemplo, mediante la fórmula performativa. Por lo tanto, la falta de sinceridad se refiere a un conflicto entre el estado de ánimo del hablante (estado psicológico) y la acción discursiva convencionalizada. Los infortunios del discurso dependen siempre de la falta de sinceridad de las supuestas intenciones, creencias y emociones del hablante.
Sin embargo, Austin y la teoría de los actos de habla nunca han sido capaces de definir la SEDUCCIÓN en su relación con la manipulación, la sugerencia, la insinuación y la alusión, y esto es lo que intentaré hacer a continuación. ¿Qué es la seducción en las interacciones comunicativas y cómo debe entenderse la seducción en su relación con el ideal de transparencia? Un seductor no es un mentiroso ni un manipulador. Permítanme intentar esbozar estas distinciones definitorias realmente sutiles y delicadas. El seductor no es un mentiroso. Aunque la seducción puede ser engañosa —en el sentido de que desvía, embelesa y calcula—, no engaña del mismo modo que la mendacidad. La mentira se define como “una modificación consciente de la verdad” (Grand Larousse) y “una declaración falsa hecha con la intención de engañar” (Oxford English Dictionary). Conocemos el problema lógico: ¿es necesaria la intención de engañar encubiertamente para que algo sea mentira? Desde luego que no: una broma puede ser una “mentira” al igual que la ironía. Una mentira es una mentira incluso cuando el hablante no sabe que lo es. Además, se puede mentir por la fuerza de la costumbre, sin tener la intención personal concreta de engañar a nadie. Así, llegamos a una definición más adecuada en términos de máscara discursiva: se miente cuando se cree una cosa y (conscientemente) se expresa otra. Esta es la definición clásica, dada por Agustín y Aquino: no hay mentira sin una secuencia discursiva contra mentem. En esta definición, no se presupone la falsedad de la proposición expresada; sólo se presupone que la proposición de creencia (la proposición “epistémica”) y la proposición expresada sobre la base de la intención comunicativa no concuerdan. Sin embargo, el seductor no es un mentiroso en este sentido. Esto es incluso una verdad intuitiva y ahora podemos ver por qué. No podemos adaptar los componentes definitorios de una mentira a la fenomenología de la seducción. La seducción no funciona sobre la base de una creencia sustancial, ni existe intención comunicativa alguna en la seducción. Si hay alguna intencionalidad implicada, no es la intención de comunicar proposicionalmente.
El seductor no es ni un mentiroso ni un manipulador. Es mucho más difícil argumentar de forma convincente a favor de la distinción conceptual radical entre seducción y manipulación. Y, sin embargo, es habitual definir la seducción como un subtipo de manipulación. Debemos señalar desde el principio que la acción manipuladora no constituye una unidad de interacción. La manipulación transforma al agente receptor, aunque no hay reciprocidad posible porque el agente receptor no provoca ninguna transformación en el agente hablante como resultado de la transformación del primero. Indudablemente, la acción manipulativa es una acción unilateral. Y la manipulación es un acto intencional por excelencia. El problema central se refiere a la inconfesabilidad del acto manipulativo. Su intencionalidad no puede ser expuesta ni admitida. La peculiar estructura de ser/aparecer del acto de manipulación puede explicarse por el hecho de que una intención manipulativa no es totalmente distinta de una intención comunicativa, sino que es, muy al contrario, una comunicación semifallida, una acción comunicativa truncada. La intención manipulativa específica adopta claramente la forma de un itinerario o de un plan narrativo. La intención de manipulación no está constituida por la especificidad de los contenidos mentales (lo que estaría fundamentando por una definición puramente psicológica de la manipulación), sino por una acción intersubjetivante en el mundo, identificable como una cadena de eventos. La manipulación puede caracterizarse como la actuación de un agente sobre otros agentes con vistas a que estos ejecuten un plan determinado. Parece que la manipulación es una propiedad esencial de la estructura contractual que nunca está ausente de las relaciones intersubjetivas. Si el polemos, la polémica, está en su origen, la pacificación contractual es una necesidad. La manipulación cuestiona esta contractualidad: la manipulación pone en peligro el contrato inicial y propicia el retorno a una polémica incontrolable. Así es como la manipulación, a diferencia de la mendacidad, neutraliza (parcialmente) la intención comunicativa, tal y como acabamos de ver. La manipulación mutila la comunicación: no puede ser declarada, ya que una vez declarada deja de funcionar. Modalmente hablando, la instigación a la acción por parte del manipulador presupone cierta competencia cognitiva y pragmática, es decir, una voluntad bien definida basada en el conocimiento y la habilidad; por otro lado, la parte manipuladora exhibe la habilidad de actuar, que es estimulada por el impulso a la acción del manipulador.
La seducción no posee ninguna de las características destacadas de la manipulación enumeradas aquí. En primer lugar, no implica poner en peligro un contrato ni volver a una polémica original: la imposición seductora no contiene ningún polemos ni implica la traición de ningún contrato. En segundo lugar, la seducción puede, en su mayor parte, ser confesada y esta confesabilidad no afecta en absoluto su intensidad. El secreto seductor y su visibilidad están intrínsecamente relacionados. La seducción presupone la puesta en escena y la dramatización del secreto. En última instancia, la seducción no es performativa. Nunca se puede ser competente en la seducción; no hay seductores expertos. Por supuesto, se podría objetar calificando a Don Juan como el Gran Intérprete, el Experto por excelencia. Esto sería trivializar la seducción. El seductor es esencialmente seducido por la seducción y no tiene psicología interna ni motivación real. Sostengo que ni la teoría de los actos de habla ni la semiótica modal tienen relevancia teórica alguna para la seducción. Pero, ¿qué hay de la retórica de la persuasión y la argumentación? Aristóteles, por ejemplo, en su concepción de la retórica, hipostasia la persuasión racional mediante la represión de la seducción. Si hay que situar la seducción dentro de la discursividad, ésta no se basa ni en la dialéctica ni en la demostración. Entre los tres tipos de argumentación discutidos en la retórica de Aristóteles, a primera vista podríamos encontrar espacio para la seducción en el género epideíctico. La epideíctica se refiere a la expresión de alabanzas y reproches y, según Aristóteles, quienes alaban o reprochan buscan la belleza, no la utilidad ni la justicia. Y el género epideíctico abarca ante todo el presente: lo que el orador alaba o condena es el resultado de los acontecimientos actuales. De ahí que el discurso epideíctico pueda contener, en principio, estrategias de seducción. Aristóteles afirma que la retórica epideíctica funciona mediante aproximaciones y paralogismos. Sin embargo, estas actitudes epideícticas no se basan en pasiones, sino en virtudes, y las virtudes son hábitos caracterizados por la elección razonada del feliz punto intermedio entre el exceso y la carencia. Nada es menos seductor que el habitus de la virtud, que es totalmente apático y carente de potencial seductor. Parece que la concepción aristotélica de la persuasión y la argumentación no permite ninguna sensibilidad respecto a los rasgos específicos de la imposición seductora. El caso es completamente distinto para Platón, y por ello diré ahora algo sobre la psicagogia platónica.
Hasta ahora he esbozado una pragmática de la transparencia. He utilizado las herramientas de la teoría de los actos de habla y la lógica conversacional para demostrar que la comunicación “transparente” es un ideal utópico que nunca se realiza en las interacciones comunicativas. La intersubjetividad discursiva está marcada por alusiones, sugerencias, insinuaciones, manipulaciones y, en su nivel más subversivo, por la seducción. El énfasis en la seducción es la piedra angular de una crítica radical sobre el mito de la transparencia. Alberti y Nietzsche, vaghezza y descoincidencia, nos muestran cómo el encanto y la gracia de la seducción velan cualquier impulso de transparencia. Así es como se ha visto la seducción desde los tiempos de Platón. La seducción está muy presente en la obra de Platón bajo diversas apariencias y sólo mencionaré dos de ellas: la psicagogia y el paramuthion. ¡Es extraño que intente asociar a Platón con Nietzsche! Sin embargo, en el Fedro encontramos pasajes en los que el arte de la palabra se denomina psicagogia, una forma de “captar la mente” (261a y 271c). En el Fedro siempre se dice que el hombre encaprichado disfruta de “su rígida sujeción al servicio de su amada” (paramuthion, 240d). De este modo, se sugieren dos aspectos de la relación de seducción: seducir es “capturar el alma”; ser seducido es el placer que acompaña a la rígida sujeción. Encontramos puntos de vista similares en el Timeo sobre la seducción de la comida y la bebida y en las Leyes sobre el embrujo de los dioses. Platón recuerda el canto de las sirenas en el Crátilo (403d) y en el Simposio (216d). Se refiere a su encanto mágico e incluso las elogia en la República, donde se dice que una Sirena se sienta encima de cada círculo planetario cantando su propia nota para componer la música de las Esferas. Llama la atención que, en Platón, la seducción pueda entenderse a través de la melomanía, el amor al canto, y por eso pueden superponerse las Sirenas y las Musas.
Se podría afirmar que, desde un punto de vista ético-teológico, la seducción tendría que percibirse como algo malo y el seductor tendría que ser visto como un corruptor. Se trata, ante todo, de una crítica a la concepción libertina de la seducción: se piensa que la seducción es la expresión de la voluntad de un sujeto que consigue dominar la voluntad de un co-sujeto mediante el engaño. Se dice que el deseo subjetivo impone su soberanía mediante maniobras. Tal y como nos recuerda Baudrillard (1983), “seducir” deriva de se-ducere, donde se significa “aparte”, “lejos de”, y tiene el sentido de separación. Se podría decir: seducir es conducir, apartar. Por el alejamiento, el rapto, el secreto de lo que ocurre debajo, por su eficacia subterránea; seducción significa también cálculo, del mismo modo que en Cicerón. Evidentemente, el acto de apartar evoca el compartir un secreto. Siempre que en su relación con el apartar se esté compartiendo un secreto, se cumple también el acto de sustracción, que es a la vez un acto de salvación. Separar, dividir, quitar son todos significados del verbo seducere. Desde un punto de vista psicológico, se considera que el seductor ejerce una especie de fascinación sobre el co-sujeto, que será el “objeto” de la acción del seductor. Apartando al co-sujeto de un lugar determinado, desviándolo de una ruta determinada, el seductor se deja seducir por la seducción, atrae al co-sujeto y lo seduce. El seductor se convierte, así, en un agente del mal y de las intrigas; él o ella seduce a la víctima inocente.
Al invocar una “lógica de la seducción”, quiero decir que la seducción se impone a ambas partes, al seductor junto con el seducido: es independiente de ambos y se opone a sus voluntades intencionales y subjetivas. Los sofistas defienden que el seductor se aprovecha del kairós, del “instante”. El fascinante encanto de la seducción emana del hecho de que el kairós no contiene ninguna ley universal, que no obedece a la lógica de la identidad, sino que se contradice perpetuamente. El encanto del seductor debería ser totalmente indeterminado; es un encanto que resulta de esta apertura, de esta libertad, de este vacío, de esta sumisión al kairós, la “ocasión”. Me gustaría sugerir que la seducción funciona como desrealización y como desubjetivación. Nada ocurre porque nadie actúa. La “presencia” de nada y de nadie puede adoptar fácilmente la forma de un simulacro, una simulación o una apariencia. Y una fenomenología de la apariencia —que trascienda la verdad y la falsedad— nos lleva naturalmente al secreto y a la estética. El espacio seductor es paratópico y paródico —como en parodos, la trayectoria dentro de un espacio paradójico. Baudrillard (1983) muestra muy acertadamente que las estrategias de seducción no pueden expresarse ni revelarse porque la seducción es paratópica y la ilusión que crea despierta la sensación de enfrentarse a la nada. Lo hace mediante un objetivo teatral, una puesta en escena, amplificando los simulacros y las estratagemas. Así es como el seductor encarna al encantador, al villano o incluso al Mal. Hablando en términos ontológicos, estamos ante la puesta en escena de la batalla entre el ser y la nada.
Pero terminaré aquí mi modesta fenomenología de la seducción. Las sirenas, Sherezada, Don Juan, Valmont, Lovelace, Johannes, Julien Sorel, la serpiente e incluso el propio Cristo son seductores que introducen la misma paradoja, la misma paratopía, la misma alianza con el secreto... Todas las grandes culturas, y no sólo las que rinden homenaje a la psicagogia platónica, producen seducción. Basta pensar en la yadah hebrea retomada por Spinoza. Y ciertamente encontramos seducción entre las grandes culturas orientales y antiguas. Pero vuelvo a Platón y al Fedro. Sócrates y Fedro llegan a la conclusión, durante una pausa al mediodía, de que el relato del canto es un regalo de los dioses. Sócrates relaciona el mito de los grillos con las sirenas y su encanto seductor. Como en el Crátilo y en la República, recuerda la Odisea, donde se dice que “las sirenas cantarán para alejar la mente de uno recostadas sobre su dulce prado” (XII, 37-39). Y sin embargo, como leemos más adelante en la Odisea, las claras voces de las sirenas —iconos de la feminidad— son devastadoras. La seducción es el margen devastador que “captura el alma” —psicagogia— y le hace perder toda su dialéctica, toda su retórica. El seductor, este melómano devastador, seducido por la seducción, por el objeto seductor, no tiene pretensiones, al menos ya no.
¿Por qué emprender este amplio análisis fenomenológico de la seducción? Porque la seducción es omnipresente no sólo en la literatura y en las artes, sino también, a mi juicio, en muchas situaciones de la vida cotidiana, incluso en las interacciones comunicativas estándar. Desde los tipos de intersubjetividad más íntimos hasta los más socializados, la seducción está profundamente arraigada en un modo cualitativo de estar juntos. La aceptación del poder casi invisible de la seducción ofrece el mejor medio para derribar el peligroso mito de la transparencia. La pragmática de la transparencia, con ayuda de la teoría de los actos de habla y la lógica conversacional, cuestiona el concepto de franqueza transparente en el discurso y la posibilidad de una transmisión semántica abierta. La seducción, más que y a diferencia de aludir, sugerir, insinuar y manipular, tiñe el discurso con la vaghezza albertiana, con el velo de Maya nietzscheano y con la psicagogia platónica. De hecho, Alberti y Nietzsche —y Platón como cómplice inesperado— proporcionaron tres medios inspiradores para deconstruir el ideal utópico de transparencia en la comunicación.
En conclusión, podría resumir nuestro argumento de la siguiente manera. Empezamos señalando que el significado fundacional de la transparencia es óptico-estético: la transparencia es translucidez. El poder de la idea de transparencia está vinculado esencialmente al privilegio del ojo y al prestigio del paradigma de la visibilidad. La deconstrucción de la idea de transparencia nos desplaza de una estética óptica hacia una estética háptica, donde lo directo de la luz queda bloqueado por el velo de Maya y donde lo sensible ya no es el correlato de un ojo penetrante, sino que opera más bien como una apariencia difusa y vaga, como carne háptica. “Tocar lo real” (como hacen el filósofo y el científico) es entonces a ciegas y por eso la transparencia puede suponer una amenaza metodológica y epistemológica para un análisis adecuado de lo que realmente ocurre en las interacciones comunicativas.
Larousse. Mensonge. En línea: https://www.larousse.fr/encyclopedie/rechercher/mensonge
Oxford English Dictionary. Lie. En línea: https://www.oed.com/search/dictionary/?scope=Entries&q=lie
[1] Este artículo fue publicado originalmente en inglés, en la Revista de Estudos linguísticos, Núm. Especial, 2, 2022.
[2] En la versión en español se puede encontrar la siguiente traducción: “Algunos días se presentaba delgada, con cara grisácea y aspecto áspero, y una transparencia violeta que descendía oblicuamente allá por el fondo de sus ojos, como suele verse en el mar” (1927, p. 282). De acuerdo con la necesidad analítica del autor, se ha preferido traducir directamente de la versión en inglés de la obra citada por él, cuyo fragmento se reproduce a continuación: “On certain days, thin, with a grey complexion, a sullen air, a violet transparency slanting across her eyes such as we notice sometimes on the sea” (2012, p. 1009). [N. de la T.].
[3] En la traducción francesa De la Peinture, 1992, Jean Louis Schefer traduce vaghezza por grâce [gracia].
[5] Esta traducción al español corresponde al siguiente fragmento: “What then is truth? A mobile army of metaphors, metonyms, and anthropomorphisms — in short, a sum of human relations, which have been enhanced, transposed, and embellished poetically and rhetorically […] truths are illusions about which one has forgotten that is what they are, metaphors which are worn out and without sensuous power. […] We still do not know where the urge for truth comes from”. [N. de la T.]
[6] Los contenidos de las secciones 2 y 3 reiteran algunos elementos de mi artículo (1994) “Indirection, Manipulation and Seduction in Discourse”.
Acerca del autor
Herman Parret es profesor en el Instituto de Filosofía de la Universidad de Lovaina en Bélgica. Sus principales líneas de investigacion son: estética, semiótica, filosofía del lenguaje. De sus principales publicaciones, podemos destacar: Semiótica y pragmática. Una comparación evaluativa de marcos conceptuales, Buenos Aires, Edicial, 1983; The Aesthetics of Communication. Pragmatics and Beyond, Dordrecht, Springer Kluwer Academic, 1993. [Versión en español:De la semiótica a la estética: enunciación, sensación, pasiones, Buenos Aires, Edicial, 1995.]; Epifanías de la presencia. Ensayos semioestéticos, Lima, Universidad de Lima, Fondo editorial, 2008.