Los estudiosos de la imagen, al menos hasta las últimas dos décadas del pasado siglo, han abordado este objeto como si fuera completamente conocido, como si ya estuviera constituido y su comprensión no ofreciera ningún problema. A pesar de que se habla de la imagen desde la Antigua Grecia, nunca ha existido consenso sobre su significado. Desde entonces, se han hecho múltiples intentos y en casi todos ellos está la idea de que una imagen es la representación de algo, sea un ser humano, un animal o una cosa; en esos intentos por definirla están presentes también los procedimientos por los cuales se producen, sean gráficos, plásticos, fotográficos, cinematográficos o digitales.
De allí que una idea general de lo que se entiende por imagen remita a una representación o una reproducción de alguna cosa, y en esa comprensión ha sido importante la etimología, pues la palabra “imagen” viene del latín imago, término con la que se designaba las máscaras mortuorias, moldeadas sobre el rostro de una persona muerta cuya finalidad era la de conservar sus rasgos, como si fuera un retrato. Milenios antes de que apareciera la escritura, la imagen ya estaba presente puesto que, antes de que los seres humanos edificaran templos y tumbas, ya se dibujaban y pintaban imágenes en techos y paredes de las cavernas.
La relación entre la imagen, es decir, la representación, y lo real y lo verdadero, era algo obvio, y llegaba a ser casi una equivalencia; por ello no se requería descifrarlas, se asumía que las imágenes no necesitaban ninguna decodificación, pues parecía evidente que su sentido era transparente. Esto era una consecuencia de la convicción de que bastaba con tener los ojos abiertos para percibir visualmente, y que desde el momento del nacimiento ya se percibe el mundo; es decir, no se pensaba que ver fuera una actividad. No sólo el sentido de la vista se consideraba como algo natural, sino también que la prueba para saber si algo es verdadero, o real, o auténtico, era someterlo al sentido de la vista, ponerlo frente al ojo, al grado que la frase del apóstol Tomás llegó a convertirse en la justificación de esa idea: cuando le informan de la resurrección de Jesús, dice aquél: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y meto mi dedo en el lugar de los clavos, y meto mi mano en su costado, no creeré” (Juan 20: 24-29), pasaje que se resume en la conocida frase “ver para creer”.
Esto no significa que el estudio de la imagen no planteara problemas, pero no abundan los intentos de estudio de las imágenes antes del siglo XX, con algunas excepciones, por ejemplo, en obras como la Iconología de Cesare Ripa de 1603. Sólo hasta el siglo XX, Panofsky, ya liberado del naturalismo de sus predecesores, trató de establecer nuevas bases para su estudio; así, pudo retomar el término mismo de “iconología” y transformarlo en el concepto de “iconografía”, para dejar el primero al análisis del tercer y más alto nivel, el del sentido. Ese intento, que Alloa (2016, p. 232) llama “el primer movimiento antitextual”, fue visto por los contemporáneos de Panofsky como un ataque a la filología y a sus supuestas prerrogativas, por lo que originó una reacción por parte de los practicantes de esta disciplina, para quienes sólo lo textual —como la literatura— podía ser portador de ideas, pues, como afirma Curtius en 1948, solamente ésta “tiene una estructura autónoma, radicalmente distinta de la estructura de las artes plásticas, aunque sólo sea porque la literatura, entre otras muchas cosas, es portadora de ideas y las artes plásticas no lo son” (Curtius, 2017, pp. 32-33); un cuadro pictórico —sigue el mismo autor— no tiene nada de incomprensible, a diferencia de un texto, que “lo comprendemos o no lo comprendemos. Contendrá quizá pasajes ‘difíciles’; necesitamos una técnica que nos los aclare, y esta técnica se llama filología (...) Para entender los poemas de Píndaro necesitamos rompernos la cabeza; no así para entender el friso del Partenón” (p. 33). Esto es lo mismo que decir que las imágenes son transparentes, que en ellas no hay enigmas, por lo que su lectura no representa ninguna dificultad. Estas líneas de Curtius, dicen los estudiosos, van dirigidas contra los intentos de Panofsky y Warburg por liberar el estudio de la imagen de la fuerte influencia de los estudios textuales (aunque, curiosamente, su famoso libro está dedicado a Warburg).
Después de los trabajos pioneros de Panofsky y Warburg de la primera mitad del siglo XX, se comienza a plantear el estudio de la imagen de una manera más o menos autónoma, pero ese estudio estuvo dominado desde su inicio por una serie de ideas; en primer lugar, la ya mencionada de entender la imagen como representación, pues toda imagen representa siempre alguna otra cosa (un objeto o un ser vivo o un concepto), es decir, está en lugar de éste. Y para su análisis, se postulaba un procedimiento que era establecer algunas dicotomías; por ejemplo, la que distingue las imágenes naturales, tales como una sombra o un reflejo, de las imágenes artificiales, como una pintura o una fotografía o una escultura; otra es la que establece la separación entre las imágenes materiales, que son perceptibles por la visión, y las imágenes llamadas mentales; otra más es la que las separa las imágenes fijas, como la fotografía, de las imágenes en movimiento, como las cinematográficas; también por la relación que las imágenes puedan tener con lo que representan, y que puede ser de semejanza directa o de tipo convencional. En épocas posteriores, más cercanas a la nuestra, surge otro acercamiento a las imágenes que es el que las considera como producto de un lenguaje específico.
Vamos a dedicar unas líneas a una de estas dicotomías, la que distingue entre imágenes materiales y mentales, pero sólo veremos las primeras, ya que las mentales poco a poco han perdido interés en el campo de la imagen en general y su tratamiento se ha confinado al campo de la cognición. Cuando se habla de “imágenes materiales”, la referencia es a aquellas producidas por la visión, por la acción directa de estímulos visuales. Este grupo se puede dividir en aquellas que corresponden a la visión natural o que se reproducen a través de un soporte mediador, y las conocidas simplemente como representaciones. Las producidas por la visión natural constituyen la fuente primera de la actividad de imaginación y han sido estudiadas exhaustivamente durante siglos a través del análisis de los mecanismos de la visión, los cuales es innegable que son de una gran complejidad, ya que hacen intervenir múltiples elementos.
Sabemos que la visión no es ni un fenómeno innato ni algo que se pueda definir en relación con la herencia genética, sino que es producto de una construcción que comienza con la primera mirada del recién nacido y continúa sin dejar de transformarse a través de toda la actividad visual cotidiana. Por ello, hablar de la imagen en general es referirse a este segundo grupo, el de las representaciones o el de las imágenes materiales. Desde los primeros dibujos en las cavernas hasta las imágenes hechas por computadora, a través de la pintura, la fotografía, el cine y la televisión, hay una muy larga historia de la representación por medio de la imagen, así como un amplio repertorio de sus usos. En esa historia han aparecido diferentes técnicas de reproducción de imágenes, las cuales pueden coexistir, pues las nuevas no invalidan las precedentes.
Entender la imagen como representación significa que su estudio se puede realizar de acuerdo con varios criterios; uno de los más conocidos y usados es el de la analogía, que es cuando existe una relación de semejanza entre la imagen y lo que ésta representa; por ejemplo, un dibujo o una fotografía que se asemeja al objeto representado. Sin embargo, algunas representaciones pueden ser analógicas sin que exista una semejanza física con su objeto, como es el caso del plano de un edificio, en el que sólo un ojo capacitado puede percibir la semejanza; también el diagrama eléctrico o el circuito electrónico, que es similar al conjunto de elementos que constituyen una computadora, por ejemplo; es el mismo caso para el organigrama de una empresa. A pesar de todas las críticas a la noción de imagen como semejanza, todavía en un texto de inicios de los años noventa, dos teóricos franceses del cine, Gardies y Bessalel (2004), insisten en que el rasgo distintivo de las imágenes es la analogía, rasgo por el cual, dicen, aquéllas se distinguen radicalmente de otros objetos significantes, en especial de los verbales; así:
Sea pintada, dibujada, fotografiada o generada por computadora, la imagen de un gato se parece a la visión construida que tenemos de ese animal, mientras que la palabra “gato” no se le parece. A veces se expresa esta diferencia al decir que los signos lingüísticos son arbitrarios, mientras que los signos icónicos son motivados (p. 22).
Analogía es, pues, la similitud o semejanza que mantiene la imagen respecto a lo que representa; es ella la que establece el llamado carácter icónico de la imagen. Esta definición casi circular es el punto donde descansa toda la ambigüedad de esa relación de la imagen con lo real. El hecho de que el concepto de analogía sea un concepto vago —y que siempre haya suscitado suspicacia— es, al menos de una manera parcial, la razón de que la imagen haya sido vista con desconfianza en el mundo académico hasta los pasados años sesenta, ya que se mostró que siempre es posible encontrar una semejanza, por pequeña que sea, entre dos cosas diferentes y, con ello, invalidar la utilidad de la comparación. No obstante, la experiencia muestra que, bajo ciertas condiciones, la comparación entre imágenes y cosas del mundo resulta muy superior a la que se puede encontrar en los procesos verbales. Es verdad que siempre es posible encontrar un elemento de analogía entre casi cualquier cosa, pero en realidad nunca se trata de establecer una semejanza si no se presupone que esta relación pudiera tener alguna utilidad.
En verdad que la analogía no es un proceso binario, que ocurre o no, sino que en ella existen grados; un primer grado sería cuando reconocemos a alguien, incluso si no lo hemos visto en mucho tiempo; su cara se reconoce entre todas gracias a un conjunto de rasgos presentes; pero, incluso si la semejanza fuera muy lejana, lo que importa es su pertinencia, el hecho que permita inferir o imaginar nuevas representaciones. Más allá de este primer grado, una imagen puede, en un segundo grado, parecerse a otras representaciones; por ello la analogía no es sólo la relación entre la cosa y su representación, sino también entre las representaciones mismas, pues una imagen se asemeja en mayor grado a otra imagen que a algún segmento de la realidad.
La analogía, junto con un grupo de nociones del mismo campo semántico (semejanza, parecido, similitud, copia, realismo, etcétera), ha formado el núcleo de problemas que cubrieron el campo de estudios sobre la imagen hasta las últimas décadas del siglo XX; además de esas nociones, en la investigación de la imagen también estaban los trabajos cuyo objetivo era el estudio del ojo y de sus funciones, con la postulación del mecanismo de la cámara fotográfica para explicarlo.
Los primeros estudios sobre la imagen pronto encontraron dificultades; la más obvia surge de una concepción ingenua del proceso de ver. Hemos hablado del lugar común que asocia lo verdadero o lo real con lo visto; incluso, en algunas ocasiones, el hecho de que algo se perciba visualmente es la prueba de su existencia. Esta idea de la visión como prueba de existencia es paralela a otra que sostiene que el proceso de la visión es el mismo para todos los seres humanos, sin importar que los sujetos de ese proceso sean de sociedades diferentes, de áreas geográficas distantes o de épocas lejanas. Este es un prejuicio basado en la idea de que lo que llamamos visión consiste en un proceso según el cual los objetos producen en el ojo una cierta distribución de luz, que entra por el iris, se filtra por el cristalino y se proyecta en la retina, donde una red de fibras nerviosas transmite las diferencias de luminosidad por medio de un conjunto de células hasta los receptores sensibles a la luz y al color, desde donde se transmiten hasta el cerebro. Este argumento, por más simple que se presente, no es falso si se refiere solamente a la porción fisiológica del proceso de ver, que abarca el camino de las informaciones provenientes del ojo y que llega hasta la retina. Hasta allí, el proceso por el cual se perciben las imágenes visuales es similar para todos y puede ser estudiado por las ciencias naturales, pues tiene una parte óptica, otra fisiológica y otra neurológica. Pero allí deja de ser un fenómeno natural y se convierte en un proceso cultural: el cerebro interpreta las informaciones de luz y color, de acuerdo con mecanismos que no son heredados (no son ya de tipo biológico), sino aprendidos, es decir, son culturales. Esos mecanismos establecen la selección de ciertos componentes, cuya pertinencia es función de hábitos y esquemas que dan a las informaciones captadas por el ojo, una estructura, una coherencia y, sobre todo, un significado. El ojo capta la información, es un medio que nos da acceso a ella, pero el ojo no ve; somos nosotros los que vemos, con nuestra cultura y nuestra historia. Al ser cultural e histórico, el proceso de ver plantea problemas que son los mismos de la historia y de la cultura.
Otras dificultades del estudio de la imagen se refieren a su abordaje: desde los inicios hemos sabido, o al menos intuido, que la imagen se puede estudiar desde varios ángulos o enfoques, por lo que se asume que es un objeto transdisciplinario, ya que es posible analizarlo desde perspectivas teóricas diferentes, de hecho al menos desde tres grandes esferas del conocimiento: desde el punto de vista de las artes visuales, es decir, pensada como objeto estético; desde las disciplinas del sentido, en la medida que es un objeto que significa; finalmente, si se piensa como un objeto comunicativo. Y no solamente desde esas tres esferas del saber, sino que, en un nivel secundario, la imagen también es susceptible de estudiarse desde otros enfoques científicos, como la sociología, la historia, el psicoanálisis, entre otros.
Incluso sin entrar en esos otros enfoques, es de gran utilidad partir del hecho que aquellas primeras tres dimensiones están presentes en cada imagen de manera simultánea en diferentes dosis, y que pueden ser atravesadas por otros saberes según la situación, el contenido y la historia particular de un determinado objeto visual. Sin embargo, la mayor parte de las obras teóricas sobre la imagen se reducen a uno solo de esos aspectos y se cierran a otras consideraciones y a hacer intervenir otros saberes. Lo peor es cuando este carácter unívoco va acompañado de un reduccionismo, como es el caso, por ejemplo, cuando se privilegia un enfoque comunicativo que ve la imagen sólo como un mensaje que va de un emisor a un receptor, o de manera menos simplista, cuando se hacen analogías que pueden parecer productivas en un principio, pero que después se revelan como obstáculos; un ejemplo de esto último es el estudio de la imagen cinematográfica a la manera de Metz o de los estudiosos italianos de los años setenta, que definen la relación entre plano fílmico y secuencia como la misma relación que existe entre palabra y frase en el plano verbal. Por ello, muchas veces la diversidad de enfoques es al mismo tiempo una riqueza y una fuente de incomprensión.
Todos estos obstáculos, además de otros no mencionados, hacen pensar como casi imposible estudiar la imagen en general, puesto que en todos los casos las condiciones técnicas de su producción y de su uso no son nunca las mismas, sino que presentan amplias diferencias; también porque la imagen siempre remite a otras imágenes procedentes de otras fuentes, de otras épocas o de otras culturas, que usan distintas técnicas de representación, sobre todo al pensar que la historia de la imagen muestra una sucesión de tales técnicas y que la anterior permanece como si fuera un estrato geológico que contribuye a dar nuevas formas al relieve del paisaje visual. El resultado es que, en una época y un lugar dado, predomina un rasgo específico, y que otro rasgo lo hace en otro espacio u otro tiempo. Desde las imágenes que se conservan del Paleolítico e incluso anteriores, hasta las de nuestro tiempo, en particular, las imágenes digitales, la constitución de nuestra mirada es el resultado complejo de nuestra percepción frente a la historia de las representaciones.
Estas inquietudes acerca de un tema tan complejo como el de la imagen muestran que hay muchas interrogantes, en especial aquellas centrales, como ¿qué es la imagen?, ¿cómo estudiarla? Sobre la esa pregunta acerca de su naturaleza y sus rasgos, Mitchell (1984) construye el argumento de un artículo que es uno de los disparadores del nuevo enfoque teórico sobre las imágenes que inicia en los años ochenta. En estos años, esa misma pregunta, si bien no entrañaba ya algún tipo de peligro (como en otras épocas o culturas en relación con las imágenes religiosas, por ejemplo), remitía a, y estaba asociada con, un conjunto de problemas en apariencia bien delimitados. Ese cambio no se debe al hecho de que el problema de la imagen haya perdido importancia en nuestra cultura, ni a que haya disminuido la fuerte influencia sobre nosotros (de hecho, ha aumentado); tampoco se debe a que ahora hemos aprendido a conocerla, a que tenemos métodos de análisis más poderosos que nos hayan dado una cabal comprensión de ella. Al contrario, tenemos ahora la certeza de que, como dice Mitchell (1984),
(…) en lugar de proporcionar una ventana transparente al mundo, las imágenes ahora se consideran el tipo de signo que presenta una apariencia engañosa de naturalidad y transparencia que oculta un mecanismo de representación opaco, distorsionador y arbitrario, un proceso de mistificación ideológica (p. 504).
Ha sido sólo hasta los últimos treinta años cuando comenzamos a darnos cuenta no sólo de su inmenso poder, sino que al mismo tiempo hemos podido apreciar la gran complejidad que su estudio plantea.
Mitchell, en ese mismo artículo, divide el caótico e indeterminado conjunto de las imágenes —similar al conjunto de animales de la enciclopedia china referida por Borges— en varios tipos, aunque la enumeración de aquél sea un poco simplista; allí sitúa a las imágenes gráficas, donde incluye pinturas, estatuas y dibujos, entre otras; las imágenes ópticas, donde sitúa las proyecciones y reflejos; las imágenes a las que llama percepciones, donde estarían los datos de los sentidos, las “especies” y las apariciones; otro tipo es el de las imágenes mentales, que abarca los sueños, los recuerdos, las ideas y los fantasmata; finalmente, las imágenes verbales, que incluye las metáforas, las descripciones y la escritura. Cada uno de estos tipos designa un conjunto de objetos cuyo estudio se realiza por una disciplina específica, donde “cada una de estas disciplinas ha producido una vasta literatura sobre la función de las imágenes en su propio dominio, una situación que tiende a intimidar a cualquiera que intente tener una visión general del problema” (Mitchell, 1984, p. 504). Quien quiera tener un panorama de los fenómenos llamado imágenes, debe tomar en cuenta estas dos cosas presentes en la conclusión de ese artículo:
La primera es simplemente la increíble variedad de cosas que llevan este nombre. Hablamos de pinturas, estatuas, ilusiones ópticas, mapas, diagramas, sueños, alucinaciones, espectáculos, proyecciones, poemas, patrones, recuerdos e incluso ideas como imágenes, y la gran diversidad de esta lista parecería hacer cualquier comprensión sistemática y unificada imposible. La segunda cosa (...) es que el hecho de llamar a todas estas cosas con el nombre de imagen no significa necesariamente que todas tengan algo en común (Mitchell, 1984, p. 504).
No es fácil decir qué tienen en común todos esos objetos que llamamos imágenes ni es seguro que exista algo así, pues no por el hecho de tener ese mismo nombre necesariamente comparten rasgos; por ello, sería mejor pensar las imágenes como una familia que se ha dispersado en el tiempo y en el espacio y que se ha transformado en ese proceso. Incluso si hablamos solamente de las que percibimos visualmente, nos queda un término vago, muy poco preciso, a pesar de que se repite insistentemente que nuestra cultura está dominada por la imagen, predominio que indicaría que sabemos muy bien de qué hablamos al referirnos a ese objeto. A pesar de la omnipresente operación de creación de imágenes que caracteriza nuestro mundo, en otro ensayo Mitchell (1994, p. 13) ha confesado que todavía no sabemos qué son, que no sabemos cómo se relacionan con el lenguaje verbal, cuáles son sus efectos sobre las personas y sobre el mundo, cómo entender su historia y qué podemos o debemos hacer con ellas.
Hablamos al principio de los cambios en los estudios sobre la imagen en las dos últimas décadas del siglo XX. La investigación acerca de lo visual ha adoptado, a partir de entonces, otros caminos, diferentes de los anteriores, y una razón del cambio es la convicción de que la visión es un complejo proceso cultural que hace intervenir la interpretación, puesto que, como se ha dicho antes, no es el ojo el que ve, sino que vemos nosotros como seres totales, con toda nuestra cultura e historia. No es casual, entonces, que se ponga en duda que, al examinar el proceso de ver más allá de la retina, se pueda seguir hablando de lo visual de manera aislada, pues no existen ojos en la mente que vean las imágenes visuales puras, sin relación con la información que proviene de los otros sentidos, ni del conjunto de conocimientos y de los datos de la memoria. El campo de la visión, la experiencia visual, está, por tanto, integrada con otras experiencias sensoriales.1
Si para ver utilizamos no sólo el aparato fisiológico (el ojo y todo el conjunto de elementos que lo rodea), sino también toda nuestra cultura y toda nuestra historia, entonces es de esperar que los diferentes sentidos humanos se agrupen de diferentes maneras en distintos periodos históricos; al menos desde el Renacimiento, con la difusión de la imprenta, el ojo ha sido el sentido con mayor jerarquía, pero eso no significa que en otras épocas tuviera igual importancia. Y no sólo la vista, sino todo el campo de la percepción en sus varias modalidades está sometido a determinaciones históricas. Al hablar del carácter histórico de los sentidos, Martin Jay (2011) se pregunta:
¿Han clasificado jerárquicamente los sentidos todas las culturas en los modos en que se ha hecho en Occidente desde los griegos, con los sentidos de la vista y del oído, que funcionan a la distancia y que son supuestamente “más nobles” que los otros tres de la proximidad? ¿Han desarrollado algunas culturas diferentes jerarquías, tal vez tanto de la experiencia como discursivas, que han sido transformadas históricamente? ¿Han sido la diferenciación y el desarrollo desigual (…) prescritos por la naturaleza o son el producto de fuerzas históricas? (Jay, 2011, p. 310).
Un siglo y medio antes, Marx (1980) había bosquejado la posibilidad de una historia de los sentidos: en el tercero de sus Manuscritos de economía y filosofía dice que “la formación de los cinco sentidos es un trabajo de toda la historia universal hasta nuestros días” (p. 150); y en la primera mitad del siglo XX, Walter Benjamin también pensó acerca de este tema cuando señala en su conocido ensayo de 1936 que:
Dentro de largos periodos históricos, junto con el modo de existencia de los colectivos humanos, se transforma también la manera de su percepción sensorial. El modo en que se organiza la percepción humana, el medio en que ella tiene lugar está condicionado no sólo de manera natural, sino también histórica (Benjamin, 2003, p. 49).
El hecho de que la experiencia visual está integrada con las experiencias de los demás sentidos se manifiesta en varias áreas, especialmente en las artísticas. Dice Mitchell que, al menos desde fines de siglo XIX, se ha mostrado que lo pictórico ha sobrepasado lo que corresponde a la imagen visual y ha acentuado un carácter háptico; y en nuestra época, los entornos digitales, como el de la realidad virtual, proponen que para su comprensión se requiera una exploración multisensorial, puesto que la vista, el oído, el tacto y el sentido propioceptivo se ven implicados en una experiencia que ya no es sólo visual, y que para describir esa nueva realidad se tiene que apelar a metáforas tales como la de “inmersión” o “navegación”. El uso coloquial de la expresión “medios visuales” designa al cine, la televisión, la fotografía, la pintura, entre otros, pero en realidad es poco precisa porque, vistos de cerca, todos esos medios involucran siempre otros sentidos, especialmente el oído, pero también el tacto; por tanto, desde el punto de vista sensorial son medios mixtos (Mitchell, 2005, p. 263).
Desde estos puntos de vista, no es difícil concluir que la noción de imagen, o de imagen visual para ser más puntuales, es muy vaga, muy poco precisa, aunque apelemos al lugar común de que la cultura actual está dominada por la imagen; no nos extendemos sobre este efecto, ya que es algo que comprobamos todos los días. Al mismo tiempo, al estar continuamente expuestos a la imagen, creemos saber muy bien qué es, cómo funciona, cómo opera sobre nosotros; sin embargo, como ya señalamos, si se quiere precisar qué es, lo primero que aparece es una increíble variedad de cosas con ese nombre y su mera diversidad hace imposible cualquier intento sistemático y unificado de comprensión. Incluso si se considera que sólo tienen un aire de familia, todavía no sabemos qué es, ni su historia, ni sus relaciones con el lenguaje verbal ni sus efectos sobre nosotros y el mundo.
Por esas razones, los estudios de la imagen han tenido que dar paso a otra disciplina que se niega a dar por resuelta la cuestión de la visión, que insiste en verla como un problema, no como una solución; y con ella se quiere teorizar, criticar e historizar el proceso visual como tal. Por ello, hablar de los estudios de la imagen visual parece casi un anacronismo, puesto que, si se dice que el objeto de estudio es la imagen visual, esta expresión misma ha perdido mucho de su sentido, por lo que se requiere introducir otros términos. Entre los nombres propuestos están el de “estudios visuales” y el de “cultura visual”; incluso se habla también de “estudios de cultura visual”. No se trata simplemente de unir un concepto problemático, el de “lo visual”, con otro un poco más reflexivo que es el de “cultura”, sino de situar lo visual en el centro del foco del análisis en lugar de tratarlo como un concepto que se da como resuelto.
Algunos investigadores usan ambos nombres de manera intercambiable para designar el campo de estudio, pero no son iguales. Mitchell llama “estudios visuales” al campo de estudio, y “cultura visual” al objeto o meta de ese estudio: la disciplina de estudios visuales sería aquella que estudia la cultura visual, vista como un área de investigación con temas, objetos, medios y ambientes. No obstante, se puede decir que este nombre es también más o menos vago porque parece abarcar muchos elementos. Al revisar sus posibles campos temáticos, se percibe que se extienden más allá de la historia de las imágenes artísticas de las culturas occidentales y llegan a las de otras tradiciones y culturas; se mezclan con los territorios de la historia del diseño y de la llamada cultura material de los artefactos y de las prácticas visuales, así como con los múltiples espacios de los medios de comunicación. Los estudios analíticos de las imágenes también requieren mayor precisión pues, cuando se habla de analizar una imagen o, con más precisión, de un “elemento del campo de la cultura visual”, esta frase puede abarcar desde cualquier tipo de propuesta artística hasta las nuevas realidades digitales; puede referirse al impacto visual de la moda, o a las tácticas publicitarias, así como a muchos más elementos tan heterogéneos que costaría trabajo encontrar lo que tienen en común.
La historiadora del arte Svetlana Alpers (1987) utilizó el término “cultura visual” para referirse al conjunto de representaciones visuales, en especial a las imágenes de la ciencia y de la cartografía, sin las cuales, dice, no se puede comprender el imaginario visual de una época.2 El uso del término “cultura visual” se generalizó años después y va más allá de esta disciplina particular para hacer referencia a la ampliación cultural del universo de las imágenes, en el que las artísticas son sólo una parte más en el amplio espectro de las prácticas de producción visual y de visualidad humana. Con esa generalización, el nombre “cultura visual” se ha usado para hablar de artefactos o espacios de cualquier época y lugar, así como de todo tema o combinación de ellos. Ese nombre puede servir para caracterizar una época o un espacio geográfico, del modo como lo hace Alpers al hablar de la pintura holandesa desde varios aspectos que incluyen cuestiones acerca de la visión; pero también puede designar un conjunto de temas relativos a imágenes políticamente motivadas que se producen, circulan y consumen —sea para construir y reforzar cuestiones de identidades, raciales o de género, sea para resistir e impugnar esas mismas cuestiones—. Puede referirse también a problemas teóricos dentro de los debates sobre el conocimiento de lo que determina nuestras prácticas del ver, y de cómo se articulan en términos de disciplina.
El desarrollo del concepto de “ojo de la época”, junto con las nociones sobre la historicidad de la percepción y la construcción cultural de la mirada, generan otra noción central para el desarrollo de la cultura visual: la de “régimen escópico”, propuesta por Martin Jay en 2003. Para él, el régimen escópico es lo propio de una época, su modelo particular dominante de ver. Es más que un modo de representación o una manera de comprensión; es el complejo entramado de enunciados, de visualidades, hábitos, prácticas, técnicas, deseos, saberes, poderes, que están presentes en un momento histórico determinado.
A pesar del poder explicativo que proporciona este concepto, parece imposible encontrar los modelos de visión (los regímenes escópicos) presentes en nuestro tiempo, pues el predominio absoluto del sentido de la vista ya no es tan evidente como era en épocas anteriores y, por tanto, se necesitan nuevas herramientas para explicar la nueva realidad. Pero lo que sí podemos decir es que, con estos conceptos estamos lejos de la noción ingenua del ver, con su insistencia en la representación, la semejanza, el parecido, etc. Ahora de lo que tenemos certeza es que el proceso de ver está estructurado por múltiples factores culturales, sociales y tecnológicos, además tiene siempre lugar en referencia a muchas formas de representación, a creencias y prácticas interpretativas socialmente compartidas, a cruzamientos con las esferas del placer y del deseo, y en el interior de determinadas posibilidades de visión configuradas por la acción de instrumentos y aparatos que regulan la producción y el disfrute de las imágenes.
En los años noventa se introduce el concepto de “giro de la imagen”, que se refiere a una aproximación a los artefactos visuales que asume ciertas demandas del momento, como las de atender a las formas en que las imágenes captan la atención y conforman la idea de que sus propiedades físicas son tan importantes como sus funciones sociales. En el origen de estos cambios está otro ensayo de Mitchell, “The pictorial turn”, nombre que deriva de lo que Rorty llama “giro lingüístico”, un concepto que sigue teniendo resonancias complejas en las disciplinas de las ciencias humanas. Este cambio marcado por la postulación de un giro hacia la imagen ocurre junto con otros cambios y complejas transformaciones en otras disciplinas.3 Sobre las ideas contenidas en ese ensayo, dice Keith Moxey (2008) que:
Al rechazar como reductores los análisis semióticos de las imágenes característicos de los años ochenta por depender de un modelo lingüístico, Mitchell argumenta que las imágenes deben ser consideradas con independencia del lenguaje verbal -que tienen una presencia que escapa a nuestra habilidad lingüística para describir o interpretar- incluso si están inextricablemente tejidas en sus espirales. Íntimamente relacionadas, las palabras y las imágenes son órdenes de conocimiento que, sin embargo, no pueden ser equiparados uno con el otro (p. 135).
El giro hacia la imagen no significa un retorno a las cuestiones ingenuas sobre el parecido o la mímesis, ni tampoco a las teorías de la representación; el giro se relaciona más bien con algunas consideraciones donde está presente una compleja interacción entre la visualidad, las instituciones, el discurso, el cuerpo y la figuralidad; es resultado de la convicción de que la mirada, las prácticas de observación y el placer visual unidas a la figura del espectador pueden ser alternativas a las formas tradicionales de lectura que conducen a un enfoque de la visualidad que aborda el hecho visual en su dimensión cultural; pero no sólo de lo visual, sino que se desplaza a través de la teoría crítica, la filosofía y los discursos políticos de la formación de la identidad, la sexualidad, la alteridad, la fantasía, el inconsciente; se centra en la construcción cultural de la experiencia visual en la vida cotidiana, así como en los medios, las representaciones y las artes visuales (Mitchell, 1995, p. 540).
El giro hacia la imagen ha abierto dos caminos a la investigación: por un lado, ve la imagen como lugar en el que convergen los aspectos sociales, históricos y culturales, por lo cual su análisis da elementos para comprender el entorno; pero, por el otro, hace ver que tiene su manera específica de conformar la realidad y de expresarla, lo que hace posible pensar que existen otras formas diferentes de hacerlo, además de lo verbal. El giro señala un proceso de transformación de una cultura de las palabras hacia una cultura de las imágenes, que no sólo origina cambios en la comunicación sino, sobre todo, en las maneras de acercarnos a la realidad.
James Elkins (2003) dice que la propuesta de Mitchell es un esfuerzo por organizar y delimitar un núcleo de imágenes y de cuestiones sobre la visualidad que se alejan del interés común en la historia el arte tradicional por “las culturas antiguas, el formalismo o las obras de arte canónicas”. Se trata de formular un tipo nuevo de estudios que, al situarse en la intersección de diferentes disciplinas tradicionales, abordan con una nueva perspectiva y nuevos métodos tanto fenómenos icónicos desconocidos, como objetos y elementos ya analizados por las anteriores disciplinas.
Algunos estudiosos piensan que el origen del giro hacia la imagen se debe a la proliferación de imágenes en nuestras culturas. Los estudios culturales, donde originalmente se desarrollaron los estudios visuales, hicieron de la imagen el “texto” por excelencia para abordar la realidad social y cultural, precisamente por su proliferación; con ello la imagen se convertía en la cristalización privilegiada de la cultura, objeto ejemplar para entender nuestro entorno. De allí que los estudios de cultura visual se definieran por oposición a la historia del arte, puesto que uno de los elementos que definían a la primera era la aceptación de toda imagen como objeto propio, frente a la separación entre lo artístico y lo no artístico, lo cual es característico de la segunda. Esta concepción hizo que muchos estudios hechos desde la perspectiva de la cultura visual se concentraran en la multiplicidad de fenómenos concretos, en los que la variedad de enfoques teóricos (la historia del arte, sociología, psicología, historia de las ideas, economía, filosofía) servían para el análisis específico. Este hecho generó gran número de estudios sobre aspectos particulares de la cultura visual, pero el desafío era y sigue siendo poner en relación unos con otros. Lo que permanece como fondo en la idea del giro es la tradicional diferencia entre palabras e imágenes, en la que la primera está del lado de la lectura, de la ley y el dominio de las élites, mientras que las segundas se asocian a lo popular, a la superstición, a la falta de formación. En este sentido, la propuesta de Mitchell habla de la constante lucha entre lo icónico y lo verbal, y la búsqueda de un ámbito de pensamiento independiente de la palabra. El giro hacia la imagen puede ser entendido simplemente como la multiplicación de los análisis sobre la imagen, reflejo de la multiplicación de imágenes en nuestra sociedad, o bien como una verdadera trasformación en nuestro acercamiento a la realidad; es decir, que realmente implica un auténtico cambio de modelo de pensamiento.
Este cambio consistiría en considerar que las imágenes pueden mostrar mundos no dichos, es decir, pueden poner de manifiesto cosas que las palabras no expresan; éste es su potencial, hacer ver los límites del lenguaje verbal. Es esta consideración lo que caracteriza a los estudios de cultura visual, que plantean la imagen como inseparable de lo social, con especial énfasis en lo político y en lo ético, que son ahora aspectos esenciales para entender nuestro entorno y, en especial, las relaciones de poder en la sociedad en la que vivimos.
Lo que se decide en este espacio de reflexión, que es el terreno donde se desarrollan los estudios de cultura visual, es el tejido de relaciones entre imágenes, visualidad, mirada, sociedad, cultura, historia, política, así como las cuestiones que delimitan su ámbito de estudio, tal como lo muestran los textos y debates sobre la formación y definición de la disciplina. Todo ello es lo que Mitchell sintetizó en la frase que señala que la cultura visual es el estudio de la construcción social del campo visual y de la construcción visual del campo social4 (Mitchell, 2002, p. 171).
Por ello es importante hablar aquí, de manera sintética, de esos aspectos de la formación y definición de esta disciplina estudios de cultura visual. Aunque siempre hubo dificultades en su definición, poco a poco se usó de un modo cada vez más frecuente. Desde sus inicios se consideró como una disciplina, como un campo de búsqueda, pero que no estaba limitado a un área bien definida (como la historia del arte, por ejemplo), sino que se extendía al conjunto de las humanidades e incluso más allá. Una conclusión presente desde los inicios era que era un campo de investigación que se preocupaba por el problema de la visualidad, aunque su objeto de estudio incluía todo lo visual. No podríamos precisar cómo se entendía la visualidad porque no hay una única manera de hacerlo; se puede pensar como el registro visual en el que funcionan la imagen y el significado visual, pero también como el modo en que vemos y el modo en que construimos significados de lo que vemos.
Si pensamos la cultura visual como un campo de investigación definido, podríamos plantearle algunas preguntas básicas; por ejemplo, si constituye una disciplina en el sentido que lo son la filosofía o la historia; o si es más bien una subdivisión de alguna disciplina ya establecida, por ejemplo de la historia del arte o de la antropología; o si es una disciplina nueva, como los estudios sobre el cine o los estudios sobre los medios; también podría pensarse como algo que emerge entre dos o más disciplinas, por ejemplo, entre las prácticas visuales y las maneras de pensar. Mitchell se hacía preguntas similares en el mismo ensayo de 2002: si es una disciplina emergente, o un momento de turbulencia interdisciplinaria, o un mero tópico de investigación, o un campo de los estudios culturales o de los medios de comunicación, o de la historia del arte o la estética. Si se concluyera que es un verdadero campo de estudio, habría que buscar, por ejemplo, cuáles son sus límites, si debe tener una estructura académica, si requiere organizarse como un departamento universitario, con un estatus programático, con sus programas de curso, libros de texto y grados. Y si es un campo académico, tendríamos que buscar cuál es su objeto específico de investigación, si lo tiene, o si es simplemente un conjunto de problemas que no tienen cabida en las disciplinas bien establecidas. Cuando el autor comienza a plantear esas cuestiones, lo temprano de su reflexión no le permite llegar a conclusiones, que entonces sólo alcanza a confesar que, “después de diez años de dar un curso llamado ‘cultura visual’ en la universidad de Chicago, todavía no tengo respuestas a estas preguntas” (Mitchell, 2002, p. 166).
Ya mencionamos que el nombre “cultura visual” comenzó a utilizarse en los años ochenta (Alpers y Baxandall se reconocen como los pioneros), aunque esto no quiere decir que el hecho de dar nombre indique que se haya planteado como problema, pues ya antes se había trabajado sobre temas de cultura visual antes de reconocerse como campo académico; de hecho, muchos de sus precursores5 muestran puntos de vista multi- o interdisciplinarios, además de proporcionar los primeros modelos o prácticas de cultura visual, así como técnicas y métodos apropiadas a su naturaleza; también son precursores por la posición crítica asumida, su sensibilidad y los objetos de estudio.6
Además de ellos, hay otras influencias presentes en la emergencia de la cultura visual; por ejemplo, las escuelas de arte y de diseño en Inglaterra que introdujeron, en las materias de historia del arte e historia del diseño en los setenta y ochenta, la historia social, el estudio de los contextos y la crítica, la historia de las imágenes (no sólo las artísticas), así como la creación de archivos visuales. Otro elemento importante que impulsó esos estudios fue el de las prácticas intelectuales de algunos académicos, insatisfechos con su experiencia, que luchaban dentro de sus áreas disciplinarias respectivas (como historia del arte, historia del diseño, literatura comparada y otras más del campo de las humanidades), para que éstas fueran más reflexivas. Desde allí, buscaban otros temas y objetos de estudio, herramientas propias o de otras áreas para promover el análisis crítico de la naturaleza conceptual, histórica y estética de los objetos de estudio. Ante la necesidad de tratar con nuevos objetos visuales, táctiles y sonoros, así como de otros espacios y entornos nuevos, se preguntaban si la historia del arte estaba capacitada para tratar con las intrincadas multivalencias intersensoriales de nuevos medios como el performance o de la instalación. Esto llevaba a cuestionar sus disciplinas y a tratar de sobrepasar sus límites.
Por otro lado, en los años setenta surge en Inglaterra la disciplina estudios culturales, que asume una base en la antropología; se dice que sobre ella (además del psicoanálisis y la semiótica) descansan los estudios de cultura visual, que nacen en los años noventa. Los estudios culturales —en donde intervienen cuestiones de clase, género y raza— dan a la nueva disciplina la idea de centrarse en lo ordinario, en lo cotidiano y popular, así como en las políticas de la representación, en la diferencia y el poder. Por ello, en algunos grupos de investigadores el estudio de cultura visual se consideró como la faceta visual de los estudios culturales. Constituida por esos elementos, los estudios de cultura visual comenzaron a funcionar como una interdisciplina, que se nutría de las disciplinas y formas de pensamiento existentes, desde donde buscaba técnicas para articular de un modo distinto los objetos de la cultura visual. Dos acontecimientos del final de los ochenta fueron importantes en ese proceso. El primero fue el encuentro “Visión y visualidad” de 1988 en Nueva York —que permitió editar varias publicaciones del mismo nombre— que hizo surgir una masa crítica de textos acerca de los determinantes culturales de la experiencia visual en sentido amplio. El segundo fue la creación en 1989 del primer programa graduado en estudios visuales y culturales en la universidad de Rochester, que les dio una legitimidad institucional.
Mitchell define la nueva disciplina como “el estudio de la construcción social de la experiencia visual”, y la considera como una “nueva disciplina híbrida que enlaza la historia del arte con la literatura, la filosofía, los estudios sobre cine y cultura de masas, la sociología y la antropología” (Mitchell, 1995, pp. 541-542). Ante la disyuntiva de calificarla como disciplina o como interdisciplina, opta medio en broma por el nombre de “indisciplina”, entendida como una “turbulencia o incoherencia en las fronteras interiores y exteriores de disciplinas”. Si una disciplina asegura la continuidad de un conjunto de prácticas colectivas (técnicas, sociales, profesionales), “una indisciplina es un momento de ruptura, cuando la continuidad se rompe y la práctica viene al caso” (p. 541).
En busca de la definición de los estudios de cultura visual, hemos destacado antes un grupo de preguntas, que se resumen en una: ¿qué es?, ¿es una disciplina, un tema, un objeto, un campo, un área? Se pueden mencionar otras preguntas, de orden diferente, que buscan su estatus: ¿hacia dónde va, en dónde está o dónde debía estar?, que tienen relación con las disciplinas de las que depende o de aquellas con las que se asocia (historia del arte, estudios culturales, etc.), pues cada una presupone una historia, una metodología, intereses y modalidades de compromiso. El lugar de una disciplina institucionalmente forma parte de su propia constitución como campo o especialidad académica, pero no limita lo que puede ser capaz de hacer. Los académicos de las disciplinas con las que se asocia no siempre están relacionados entre sí, y muchas veces no necesitan hacerlo.
El nuevo campo de estudio puede aprender de otros campos que tienen rasgos similares, como el hecho de estar entre varias disciplinas, como es el caso de los estudios culturales, y con ello puede obtener herramientas para tratar el complejo de temas relacionados, y para trabajar con las amplias nociones de visualidad y de cultura visual. Los estudios culturales tienen una posición central en su definición, y lo mismo la historia del arte; pero lo que interesa no es cómo se acerca o se separa de ambos campos, sino cómo articula los diversos campos de visión y de mundos visuales.
Desde su inicio, se entiende que engloba mucho más que el estudio de las imágenes, incluso si se considera como un estudio transdisciplinario. Allí está el tema de la centralidad de la visión y del mundo visual, considerado como productor de significados, de valores estéticos, de estereotipos de género y de relaciones de poder en una cultura. También, en otro nivel, se reconoce que, al pensar el campo de la visión como un espacio en donde se constituyen los significados culturales, se abre un conjunto de análisis e interpretaciones donde participa lo audible, lo espacial, el psiquismo del espectador, entre otros. De allí que estos estudios se abran a un mundo de intertextualidad en el que imágenes, sonidos y espacios se leen uno a través del otro, que unos a otros se presten varias capas acumuladas de significados y de respuestas subjetivas en cada encuentro con productos tales como películas, televisión, publicidad, obras de arte, edificios y entornos urbanos, etcétera.
En la discusión de objetos y temas o medios o ambientes o maneras de ver, o lo visual o la visualidad, el nuevo campo tiene el potencial de crear su objeto de estudio, pues no es simplemente una teoría visual ni simplemente la aplicación de esa teoría a aquellos objetos. No es el análisis de las imágenes basado en la premisa de que vivimos en una cultura de la imagen, sino que, al encontrar los modos de atender la especificidad histórica, conceptual y material de las cosas, de tomar en cuenta los aparatos de visión, y de nuestro encuentro crítico con ellos, puede emerger el objeto de estudio, sólo así se hace discernible, se hace visible, engendra su propio modo de ser, de ser entendido (o no). Este objeto de estudio no lo compone únicamente la imagen, sino que se extiende a los actos complejos, mixtos y sinestésicos. La imagen por sí sola no puede ser un objeto de estudio satisfactorio porque la imagen no es la dueña de lo visual y no es suficiente para una reflexión amplia que contenga los actos que componen la cultura visual que están definidos social e históricamente.