Introducción
Una de las características distintivas del mundo al que accedemos mediante nuestro sistema visual es que se desarrolla en una continuidad donde no siempre hay oposiciones tajantes ni cambios bruscos. Ciertamente somos capaces de percibir bordes y objetos bien diferenciados, colores que se destacan unos sobre otros, a veces con un alto grado de contraste entre sí. Pero otras veces las sensaciones visuales presentan una variación gradual en pasos tan pequeños que resultan casi indiferenciables. Los elementos o signos básicos que construyen ese mundo visual para nuestra cognición admiten este tipo de variación en forma gradual. Son los distintos contextos en que aparecen lo que hace que se presenten de una forma más o menos neta, más o menos difusa. Los colores, por ejemplo, admiten cambios graduales de tonalidad, claridad y saturación. A partir de esos tres rasgos somos capaces de diferenciar más de un millón de colores, y ello es un indicador de que esas variaciones se pueden producir en pasos casi imperceptibles mediante una continua transición de unos a otros. Un par de ejemplos de estas gradaciones cromáticas los podemos encontrar en las pequeñas variaciones tonales que ofrece la piel humana entre un espectro bastante amplio de colores, así como en una colección de hojas extraídas de los árboles en diferentes épocas del año, donde la naturaleza —mediante cambios químicos y físicos sobre la materia— se ha encargado de configurar una variada pero continua gama cromática (Figura 1a).
Esta observación también es aplicable a las formas espaciales, al campo de la morfología en general. Los procesos de metamorfosis (cambios graduales de forma o transformaciones) son muy comunes en la naturaleza y la biología. Por ejemplo, existen innumerables formas diferentes de cuerpos humanos entre gordos y delgados, altos y bajos. Hay un ejemplo de metamorfosis que es clásico: es posible seguir día a día los pequeños y casi imperceptibles cambios que sufre una rana, desde el estadio de huevo al de adulto, pasando por las etapas de embrión y renacuajo (Figura 1b). Ahora bien, sólo disponemos de cuatro o cinco palabras para designar los diferentes pasos en esa metamorfosis. Pero una serie fotográfica de esa transformación puede mostrar cientos de casos. Es decir, la serie visual por sí misma, sin necesidad de adjudicar un nombre a cada estadio o a cada pequeña modificación, logra plasmar una clase de diferenciación que es imposible realizar verbalmente. Con sólo mirar la secuencia podemos comprender ese proceso en forma cabal.
Figura 1b
Variación gradual de forma en el cuerpo humano y en el desarrollo de una rana (metamorfosis).
Las texturas visuales y las cesías (transiciones entre transparencia, traslucencia, opacidad y brillo) también pueden cambiar de manera continua e indistinguible. En la Figura 2a se describen tres estados visuales mediante las palabras transparente, traslúcido y mate. Pero entre ellos hay una variación visual continua, donde es difícil establecer límites. Por otra parte, casi nada es más continuo que la percepción visual del movimiento. Las series fotográficas de Muybridge, por ejemplo, y posteriormente el proceso cinematográfico, han podido simular el movimiento a partir de una sucesión de fotogramas estáticos que captan cambios de forma, posición, iluminación, etcétera, en pequeños intervalos. El resultado es una continuidad fluida (Figura 2b). Las pruebas de agudeza visual realizadas por oftalmólogos tienen caracteres o formas con una disminución gradual de tamaño. Las pruebas de Ishihara y de Munsell-Farnsworth, diseñadas para detectar deficiencias en la visión del color, utilizan variaciones con grados de diferencia tonal muy pequeña entre elementos (Figura 2c). Las pruebas de visión de contraste utilizan patrones lineales con ligeros cambios de orientación, tamaño, separación y grado de nitidez o contraste de las líneas (Figura 2d). Todos estos ejemplos nos demuestran que el sentido de la visión puede detectar pequeñas modificaciones de formas, tamaños, colores y texturas.
El hecho de que la visión sea muy eficaz para detectar diferencias minúsculas está reforzado por la posibilidad de comparar objetos y situaciones simultáneamente. El desarrollo en la simultaneidad es una cualidad típica de la mayoría de los lenguajes visuales, algo que no comparten los lenguajes auditivos y verbales, ya que en ellos predomina la sucesión. La evaluación sensorial en la simultaneidad no requiere la participación de la memoria, mientras que en eventos sucesivos la memoria es fundamental para detectar diferencias. La visión puede aprovechar esta condición de simultaneidad siempre que los elementos visuales aparezcan próximos, pero no en una superposición exacta, sino ocupando una porción diferente del espacio.
A lo largo de la relativamente breve historia de la semiótica visual, observamos que las propuestas teóricas generalmente han venido desarrollando modelos de análisis a partir de proyectar categorías formuladas en el lenguaje verbal. Estos desarrollos verbalizan el análisis y descripción del mundo visual y lo reducen y simplifican en términos de oposiciones o categorías estancas, tales como claro-oscuro, recto-curvo, grande-pequeño, transparente-opaco, vertical-horizontal-inclinado, cercano-lejano, y cosas por el estilo. Se trata de una lógica más bien binarista, o a lo sumo incorporan algún rasgo intermedio que comparte los criterios de tipo opositivo de la afirmación-negación y verdad-falsedad, propias de lo verbal. Pero resulta que el mundo no es así, sino que tiene matices. Y el entorno visual es precisamente uno los universos más matizados al que tenemos acceso. Ciertamente que es útil verbalizar lo que vemos a efecto de lograr comunicar rápidamente algún concepto o con la finalidad de modelar una cierta comprensión —simplificada— de aquello que nos rodea. Esa simplificación puede ser provechosa para ciertas situaciones, donde se trata de decidir por sí o por no, por ejemplo, comprar o no comprar un objeto que estamos viendo en el escaparate de un comercio.
Sin embargo, el cerebro humano no necesita verbalizar las situaciones visuales para comprenderlas y tomar decisiones. Cuando cruzamos una calle, inconscientemente calculamos en milisegundos una enorme cantidad de datos cambiantes: distancias, velocidades, tamaños, formas y colores, actitudes y miradas de los conductores de vehículos cercanos, así como nuestras propias habilidades motoras. Y eventualmente podemos llegar a la acera opuesta de manera segura. Si todo esto tuviera que ser verbalizado para que el cerebro pudiera procesarlo, sería imposible realizar tal acción en el tiempo requerido. Es evidente que el cerebro no necesita verbalizar para resolver situaciones de problemas visuales.
Esta idea de abandonar el modelo verbalista para lograr avanzar en el análisis semiótico de lo visual no es nueva, por cierto. Ya a fines de los ochenta, Fernande Saint-Martin (1990, p. 3) cuestionaba por qué la cadena de palabras del lenguaje verbal, con su irreversibilidad lineal, podría ofrecer el mejor modelo para entender los lenguajes visuales, espaciales y tridimensionales. No estamos diciendo con esto que podamos prescindir totalmente del uso de signos verbales, tanto para modelar o producir alguna representación del mundo, como para fines comunicativos. Ciertamente, no. Nuestro universo es un universo de signos y vivimos confinados ineludiblemente en ellos. Pero hay muchos tipos de signos posibles, no solamente los verbales. Y entre todos ellos, aquellos sistemas de signos que permiten dar cuenta de evoluciones graduales, cambios, diferencias acumulativas y variaciones ofrecen un conocimiento mucho más rico y sofisticado del mundo visual. Veamos algunos antecedentes que, desde nuestro punto de vista, abrieron el camino.
1. Gramáticas del lenguaje visual
En la década de los sesenta, Jacques Bertin (1967) desarrolla y sistematiza, con el nombre de semiología gráfica, los elementos que permiten a la cartografía desplegar todo su potencial y expandir sus métodos hacia otros campos y géneros de la producción, procesamiento y comunicación gráfica de información, con gran influencia en lo que se ha denominado más recientemente infografía o info-design, entre otros muchos campos de aplicación. Bertin expone los signos gráficos elementales que, a partir de una variación gradual, permiten representar y comunicar una gran cantidad de conceptos, datos y tipos de información de diversa complejidad y varios niveles de relacionabilidad. Los aspectos cualitativos se pueden representar adecuadamente mediante formas y colores, los datos cuantitativos, mediante tamaños de figuras y valores de claridad, las texturas son adecuadas para ambos, mientras que las orientaciones permiten referirse a situaciones espaciales. A su vez, cada una de estas variables gráficas se puede materializar en términos de puntos, líneas o superficies, con lo que el repertorio de combinaciones disponibles aumenta considerablemente (Figura 3). Si además tenemos en cuenta que cada una de estas categorías admite variaciones graduales, tenemos un lenguaje con posibilidades combinatorias casi infinitas, que pueden asociarse semánticamente a un gran número de conceptos o clases de información.
Figura 3
Las variables gráficas según Bertin (izquierda), con posibles materializaciones, combinatorias y usos (derecha). Extraído de Bertin (1967) y Burkhard y Kruse (2017, p. 64).
Existen modelos que organizan e identifican miles de colores en términos de una gradación en tres dimensiones, por ejemplo, el Sistema Natural del Color (NCS, Natural Color System), desarrollado en Suecia, que utiliza las variables de tonalidad, negrura y cromaticidad (Figura 4a). Cualquiera de los varios sistemas de ordenamiento y atlas de colores modernos, como el Munsell, Küppers, Coloroid y otros, así como espacios de color que se han convertido en estándares para la colorimetría, como el CIELAB, funcionan de manera similar. Es decir, a partir de tres dimensiones que se corresponden con tres variables del color y se representan en un espacio volumétrico, ubican inequívocamente en los puntos de ese espacio a todos los colores posibles y proveen una notación única, código o denominación específica para cada uno de ellos. Notación y ubicación en el espacio cromático respectivo son dos cuestiones que van de la mano, una se corresponde con la otra.
César Jannello (1984) ideó un modelo con criterios similares para organizar la variación de todo un conjunto de formas y figuras, también en términos de tres variables. En este caso se denominan: formatriz (forma-matriz, un determinado polígono regular que engendra una familia de figuras), tamaño y saturación (o proporcionalidad), como se ejemplifica en un solo caso de los muchos posibles en la Figura 4b. Estas variables permiten la transformación gradual de figuras bidimensionales (ver también Guerri, 2012). Jannello amplió ese modelo para albergar asimismo el crecimiento hacia la tercera dimensión, el volumen. Otros autores han desarrollado modelos parecidos para dar cuenta de la transformación gradual de formas tridimensionales, con usos en distintas ramas de la ciencia. En la Figura 4c podemos ver la elaboración realizada por Mason Dambrot (2017).
Jannello (1961) también propuso un modelo cúbico para organizar texturas visuales. Las variables son, en este caso, direccionalidad, tamaño y densidad de los elementos texturantes que, por repetición, generan una textura (Figura 4d). Utilizando las mismas variables, he propuesto una manera algo diferente de organizar las texturas, un ejemplo de la cual se puede ver en la Figura 4e (Caivano, 1990 y 1994).
También hay modelos que organizan e identifican sensaciones visuales de brillo, transparencia, traslucencia, apariencia mate, etcétera, a las que Jannello englobó bajo el nombre de “cesía”. Mi aporte posterior fue desarrollar un modelo con tres variables en relación con la percepción de la luz que interactúa con un objeto o superficie: permeabilidad, oscuridad y difusividad (Caivano 1991). Este modelo puede dar cuenta de los cambios graduales entre oscuro y transparente, transparente y opaco, brilloso y mate, y muchas otras situaciones que vemos en la vida diaria (Figura 4f). Finalmente, cabe mencionar la propuesta de organizar un modelo para la descripción gradual de movimientos, en términos de signos visuales (Caivano, 1999).
2. Una visión gradualista de la semiosis
El argumento aquí es que una perspectiva semiótica basada en una concepción gradualista permite manejar complejidades adecuadas para los estudios visuales. Hay antecedentes del gradualismo en biología, geología y otras ciencias naturales, así como en ciencias humanas, historia, economía, etcétera. En las ciencias naturales, la noción del gradualismo puede adoptar la hipótesis del uniformitarismo (defendida por James Hutton alrededor de 1785 y Charles Lyell hacia 1830, entre otros) o del evolucionismo (a partir de Darwin, en 1859, en El origen de las especies), frente a la idea opuesta del catastrofismo (preconizada por Georges Cuvier, alrededor de 1822). En política y sociedad, podemos encontrar procesos de cambio abrupto mediante revoluciones versus procesos que evolucionan a través de transformaciones graduales. En economía, se pueden aplicar políticas de choque o políticas graduales, por ejemplo.
Además, sostenemos aquí que los desarrollos basados en la semiótica peirceana son más adecuados para los estudios visuales que las estructuras dualistas ancladas en la lingüística. El cuadrado semiótico greimasiano, por ejemplo, basado en las operaciones de aseveración y negación, con las relaciones de contrariedad, contradicción y complementariedad, participa más bien de la concepción binarista de la semiosis (Figura 5a). Ciertamente es útil para muchos casos, pero resulta inoperante cuando es necesario dar cuenta de tipos de semiosis no binaria más complejos, como suele ser el caso de la semiosis visual. Sin embargo, si las conexiones se entienden como casos intermedios o transiciones, el mismo modelo binarista puede transformarse en uno gradualista (Figura 5b).
En este sentido, Jacques Fontanille (1998) desarrolla, ciertamente desde una perspectiva greimasiana, un modelo o espacio tensivo aplicado en este ejemplo a la semiótica de la luz, que, incluso cuando se basa en oposiciones, considera transiciones y casos intermedios (Figura 5c). Debemos tener en cuenta que para los casos intermedios no hay nombres disponibles (o solo un par de ellos, como máximo), ya sea en francés o en cualquier otro idioma. En otro diagrama, Fontanille muestra el desarrollo del espacio tensivo a partir del cuadrado semiótico (Figura 5d).
3. El concepto de escala: clave para el gradualismo
La escala es uno de los atributos de las imágenes visuales que se ubica específicamente en el campo de la espacialidad, aunque los lenguajes que no tienen desarrollo visual o espacial, sino temporal, como el sonido y el lenguaje musical, admiten también variaciones escalares (Figura 6a). Y la escala es precisamente una categoría de naturaleza gradual. Las imágenes dentro de otra imagen que se repiten hasta el infinito se conocen como mise en abyme, ejemplo de lo cual es la serie de imágenes reflejadas en espejos enfrentados. Hay aquí atributos de autosemejanza, homotecia y naturaleza fractal, y se trata de procedimientos gradualistas, con saltos de escala con mayor o menor grado de proximidad entre los pasos o intervalos. Estos saltos o intervalos se pueden hacer tan pequeños como se desee. Lo que los regula es la relación de tamaños o la escala entre la primera y la segunda imagen, ya que las otras imágenes repetirán ese intervalo inicial indefinidamente (Figura 6b).
Uno de los requisitos para que una escala sea útil es que tenga regularidad en sus unidades e intervalos; es decir, tiene que ser modulada. Dardo Bardier (2007, pp. 36 y ss.) representa esta propiedad comparando dos escaleras. La de la izquierda está bien modulada: cualquier diferencia de altura entre los escalones sirve como módulo. La de la derecha, sin embargo, está mal modulada: no se repite ninguna diferencia de altura entre los escalones (Figura 6c).
La característica de continuidad parecería alterarse con cambios de escala. Bardier señala cómo un objeto, fenómeno o evento observado en dos escalas diferentes parece tener una naturaleza diferente. Un trazo de lápiz parece continuo a simple vista y aparece como una serie fragmentada de puntos cuando se ve con una lupa (Figura 6d). Pero entre la pequeña y la gran escala de observación hay escalas intermedias, donde esa oposición o diferencia se diluye convirtiéndose claramente en una gradación.
Siempre observamos, medimos y representamos algo en una escala determinada. “Si lográsemos describir un hecho en todas sus escalas, tendríamos una descripción entera del hecho” (Bardier, 2007, p. 232). Pero describir algo en todas sus escalas da como resultado que dicho objeto aparece diferente en cada escala, incluso si su transformación de un extremo al otro es gradual. Aquí podemos referirnos, como ejemplo excelente, al video Powers of ten, de Charles y Ray Eames (2010), realizado en IBM (disponible en YouTube).
Figura 6c
Una escalera bien modulada (izquierda) y una mal modulada (derecha), extraído de Bardier (2007, p. 36).
Figura 6d
El mismo objeto parece continuo en una escala y discontinuo en otra (Bardier, 2007, p. 70).
El concepto de borde también es relevante en este contexto. Bardier describe dos tipos de bordes: borde neto (o tajante), donde se produce un cambio brusco, y borde difuso (o nebuloso), donde se produce un cambio progresivo (Figura 7, arriba). Pero lo que aparece en una escala con un borde neto, resulta tener un borde difuso en otra escala. Veamos un ejemplo. Una ciudad a orillas del mar tiene un límite, representado en un mapa por una línea o un cambio de color abrupto que divide la tierra del agua. Pero cuando vemos la orilla del mar “real”, tal borde no existe: las olas van y vienen y el límite cambia continuamente (sin mencionar los cambios producidos por las mareas). E incluso, si fuese posible eliminar olas y mareas, el límite entre arena húmeda y seca también es bastante difuso. Así es que existen innumerables escalas intermedias, donde el borde no es tan neto ni tan difuso (Figura 7, abajo).
Figura 7
Bordes netos y difusos. Los dos esquemas de arriba están extraídos de Bardier (2007, p. 228).
Ahora bien, ¿cómo se relaciona el concepto de escala, o el hecho de percibir un borde como neto o difuso en diferentes escalas, con las categorías visuales anteriormente mencionadas de color, textura, forma, cesía y movimiento? Lo cierto es que, dependiendo de la escala de observación, algo puede percibirse como una cosa u otra. Un objeto que mirado con una lente de aumento presenta textura o rugosidad, pasará a verse como una superficie de cesía mate si lo miramos a ojo desnudo. En la zona marítima del mapa de la Figura 7 vemos un color azul uniforme, pero si ampliamos la imagen (tengamos en cuenta que se trata de una imagen digital) veremos que está compuesta de pixeles de una variedad de tonalidades azuladas, algunos más claros, algunos más oscuros; es decir, ya no es un color uniforme, sino que son varios colores distintos. Las manecillas de un reloj analógico, o la sombra arrojada por un reloj solar, se perciben estáticas para nuestra escala temporal de observación común y corriente, pero un registro en video acelerado mostrará el movimiento. Una casa fotografiada desde un satélite puede parecer un pequeño punto circular, pero vista a vuelo de pájaro se vuelve una forma más definida, por ejemplo, un rectángulo. Es decir, las formas, colores, texturas, cesías y movimientos cambian según la escala de observación, incluso al punto de trastocarse unas en otras en ciertos casos, llegando a producir un cambio categorial. Esto es algo propio de las semiosis visuales.
Entonces, dado que las imágenes visuales se componen básicamente de formas, colores, texturas, cesías y movimiento, adquieren los rasgos graduales de estos signos visuales elementales. Esto permite que las imágenes visuales comuniquen un tipo de información o construyan un conocimiento particular, hecho de continuidades, transiciones graduales, escalas, matices, transformaciones. En este sentido, pueden compartir o aprovechar algunas propiedades de los lenguajes numéricos. Para estudiar estos problemas en profundidad, la semiótica visual debería construir modelos gradualistas, en lugar de utilizar esquemas binarios.
4. Transformación de un esquema binario u opositivo en uno gradualista
¿Es posible escapar de la encerrona dualista que propone el lenguaje verbal? Veamos un caso. Las tablas o esquemas de variables con valores positivos y negativos que se suelen aplicar en ciencias sociales funcionan a modo de bordes netos; es decir, mediante una división abrupta realizan una simplificación dualista que, si bien es útil para clasificar determinada información, en la práctica esconde la naturaleza más compleja que generalmente tienen los fenómenos en estudio (Figura 8, izquierda). Si queremos tener información más precisa y matizada al mismo tiempo, registrando situaciones que no sean simplemente “blancas” o “negras”, se podría utilizar el mismo esquema, pero afectando las variables por una escala gradual, aunque sea simplemente agregando una sola instancia de transición. Evidentemente, entre los opuestos “precario” y “no precario” puede haber casos intermedios, es decir, grados de precariedad. Esto permite registrar casos que no se pueden clasificar tan fácilmente por medio de oposiciones (Figura 8, derecha). Si la comprensión de este tipo de categorías, más bien conceptuales o relativamente abstractas, resulta favorecida por un análisis gradualista, ¿cuánto más lo serán los objetos y categorías visuales?
Figura 8
a) Una clasificación binarista (adaptada de la tesis doctoral de Mariela Díaz, 2013).
b) La misma clasificación, pero transformada en un esquema gradualista.
5. Peirce, categorización lingüística y gradualismo
Los diagramas peirceanos de la semiosis son dinámicos por definición, porque la semiosis se entiende como un proceso relacional que admite muchas situaciones. A partir de la relación triádica de representamen, objeto e interpretante, se pueden derivar nueve clases de signos: cualisigno (signo que es una cualidad), sinsigno (signo singular), legisigno (signo que es una ley o convención) (1º); icono, índice, símbolo (2º); rhema, dicisigno (signo dicente), argumento (3º). Y al conectar estos signos, es posible obtener diez relaciones sígnicas (Figura 9a).
La naturaleza relacional de la semiosis está bien representada en varias interpretaciones de los esquemas peirceanos o desarrollos derivados de sus concepciones, por ejemplo, el nonágono semiótico de Claudio Guerri (2014), o las 10 clases de signos de Peirce desarrolladas como un sistema de interrelaciones por Joao Queiroz (2012) a partir de Floyd Merrel (Figura 9b). La concepción peirceana de los símbolos, como signos que se desarrollan y van extendiendo el repertorio de una cultura a partir de otros tipos de signos que terminan transformándose en símbolos, resulta también un buen ejemplo: las situaciones no son estáticas, y los cambios se producen gradualmente.
Figura 9b
El nonágono semiótico de Guerri (2014) y las diez clases de signos como sistema interrelacional, de Queiroz (2012).
Symbols grow. They come into being by development out of other signs, particularly from icons, or from mixed signs partaking of the nature of icons and symbols. We think only in signs. These mental signs are of mixed nature (...) A symbol, once in being, spreads among the peoples. In use and in experience, its meaning grows. Such words as force, law, wealth, marriage, bear for us very different meanings from those they bore to our barbarous ancestors2 (Peirce, 2.302).
Es claro que en este proceso de simbolización creciente hay una transformación gradual, con etapas intermedias, es decir, un proceso dinámico. El color púrpura ilustra un caso de índice que con el tiempo se fue transformando en símbolo. En la antigüedad, cuando el púrpura era muy difícil y costoso de obtener, era el color de la realeza. En el Imperio Romano, solo los senadores, los generales victoriosos y el propio emperador podían darse el lujo de usar el púrpura. En la actualidad, esa conexión indicial originaria ha desaparecido, ya que la tonalidad púrpura puede obtenerse de pigmentos sintéticos al mismo costo que cualquier otro color. No obstante, el color púrpura todavía transmite significados de magnificencia, pompa, dignidad, nobleza y posición elevada en nuestros días. Los cardenales de la Iglesia católica, la máxima jerarquía eclesiástica (el purpurado, como se le llama), siguen utilizando este color. Entonces, un signo que en un determinado contexto comienza a tomarse como índice (porque hay una conexión física entre él y el objeto que representa), con el tiempo y el uso reiterativo se convierte en símbolo, porque el hábito hace que la relación se conserve en una forma arbitraria, independientemente de la conexión original.
En esta transformación debe haber necesariamente etapas intermedias, donde a veces estos signos se comportan de una manera, a veces de otra, y a veces de manera ambigua. Sería un proceso similar a la teoría del punto de vista ventajoso (vantage theory) de Robert McLaury (1997), cuando aparece una relación semántica de coextensión en el proceso en el que un lenguaje está transitando el pasaje de una relación semántica de inclusión o cuasisinonimia a una de complementariedad o complementación.
Si mostramos un conjunto ordenado de colores y pedimos a la gente que marque los colores designados por nombres básicos (sustantivos, sin adjetivar, una sola palabra que se refiera exclusivamente a un color y no a otro objeto), por ejemplo, en idioma inglés, obtendremos algo como lo que muestra la Figura 10a. Si realizamos la misma encuesta con hablantes de un idioma diferente, por ejemplo, el español, nos daremos cuenta de que segmentan el mismo conjunto continuo de colores de una manera diferente (Figura 10b). Nótese que las extensiones semánticas de cada término (las muestras de color abarcadas por cada palabra) están claramente delimitadas y prácticamente no tienen superposición unas con otras (Berlin y Kay, 1969, pp. 119 y 126). Ello es otra pauta de que se trata de nombres básicos de color.
Ahora bien, McLaury (1997, pp. 111-115) encontró algunos casos intrigantes. Por ejemplo, en la lengua Uspantec en Guatemala (una lengua aborigen), los hablantes encuestados designaron muchas de las mismas muestras con dos nombres diferentes: q'en (naranja) y kyaq (rojo). Y ello dependía de la categoría en la que se posicionaban y desde la cual partían para designar el resto de los colores. Hubo una gran superposición semántica; sin embargo, los términos estaban lejos de ser sinónimos o cuasisinónimos. MacLaury entendió que la situación no podía explicarse mediante las habituales categorías semánticas de inclusión, sinonimia o complementación. Y denominó coextensión a esta relación semántica (Figura 10c). O sea, ambos términos son diferentes, incluso los colores focales (el color típicamente designado por cada término, indicado por el punto) están bien separados, pero tienen una considerable extensión semántica en común, compartida.
Figura 10b
La misma encuesta realizada con hispanohablantes mexicanos (adaptado de Berlin y Kay, 1969, pp. 119 y 126).
Figura 10c
Hallazgo de McLaury de una nueva categoría semántica: coextensión (adaptado de McLaury, 1997, p. 114).
Es fácil ver que entre las cuatro categorías —inclusión, sinonimia, coextensión y complementación— (Figura 11a) se puede establecer una variación gradual ampliando o moviendo las extensiones semánticas. La Figura 11b muestra una secuencia gradual de este proceso. Esto permite explicar la evolución de los nombres básicos de color y dar cuenta de las etapas intermedias. La coextensión, y a veces también la inclusión, actúan como etapas intermedias entre la cuasisinonimia y la complementación. Esto viene a explicar el momento en que un lenguaje está evolucionando para producir nuevas categorías cognitivas. Recordemos la famosa frase de Peirce: ¡Los símbolos crecen! (ver también Short, 1988). Se trata de un proceso dinámico. Cuando un signo está evolucionando para convertirse en símbolo, aparecerán algunos signos intermedios durante ese trayecto.
Figura 11a
Ejemplo de cuatro relaciones semánticas: cuasi-sinonimia, inclusión, coextensión y complementación.
Conclusión
Podríamos seguir acumulando casos, pero en este punto es posible ya comprender que los métodos que emplean una concepción gradualista son evidentemente más adecuados para el estudio de los fenómenos visuales que aquellos basados en las típicas oposiciones binarias o clasificaciones categoriales, fuertemente ancladas en el lenguaje verbal. Los métodos gradualistas tienen una mayor afinidad con los fenómenos visuales, que son intrínsecamente continuos, por naturaleza.
Los signos verbales son muy limitados para dar cuenta de evoluciones graduales, pequeños cambios casi imperceptibles, diferencias acumulativas y variaciones continuas. El lenguaje matemático permite cuantificar gradaciones y especificar variables con toda precisión, aunque solamente es útil para aspectos que son realmente cuantificables, o donde la cuantificación sea algo relevante. Y no todo es posible de ser cuantificado. Cada lenguaje (verbal, matemático, visual, auditivo, etcétera) y los sistemas de signos que involucra tiene sus propias limitaciones y especificidades; no puede decirse que uno sea mejor o peor que los otros en términos absolutos, sino que en todo caso se adapta más o menos adecuadamente a ciertos propósitos. Ahora bien, no hay dudas de que una combinación de diferentes lenguajes, diferentes tipos de representaciones o sistemas sígnicos puede ofrecernos una posibilidad superadora para abordar un análisis más exhaustivo y profundo de las imágenes y los constructos visuales, sobre todo si se trata de lenguajes que admiten transiciones graduales entre categorías.