Introducción
Al autor de Ser y tiempo se le han objetado al menos dos carencias en su tratamiento de la afectividad. En primer lugar, la ausencia de un análisis explícito del amor en su filosofía, a diferencia por ejemplo del protagonismo que le concede a la angustia. Y, en segundo lugar, el aparente desinterés de la analítica existencial por el fenómeno de la corporalidad. Con todo, más de treinta años después de la publicación de su opus magnum, ambas cuestiones fueron abordadas directamente por Heidegger en los conocidos como Seminarios de Zollikon (1959-1969), unos seminarios de carácter interdisciplinar que fueron organizados por el psiquiatra Medard Boss en su casa de Zúrich, situada en el barrio de Zollikon que les da su nombre. En la sesión del 8 de marzo de 1965, el pensador alemán respondía así a la primera de las dos objeciones recién mencionadas: “El cuidado, entendido correctamente, esto es, de forma ontológico-fundamental, nunca puede ser diferenciado del ‘amor’, sino que es el nombre para la constitución extático-temporal del rasgo fundamental del Dasein, a saber, como comprensión de ser” (Heidegger, 1994, p. 237 y 2007, p. 254).
Y a continuación añadía lo que podría ser una respuesta velada a la crítica de Max Scheler sobre la irrelevancia del amor en Ser y tiempo:
El amor se fundamenta de manera igualmente decisiva en la comprensión de ser como cuidado entendido de forma antropológica. Incluso cabría esperar que la determinación de la esencia del amor, la cual busca un hilo conductor en la determinación ontológico-fundamental del Dasein, llegue a ser una determinación esencialmente más profunda y de mayor alcance que aquella que ve en el amor únicamente lo más elevado en comparación con el cuidado (Heidegger, 1994, pp. 237-238 y 2007, p. 255).
Sabemos que en el año 1927 Scheler había comenzado a escribir una reseña sobre Ser y tiempo con motivo de su reciente publicación, pero no la pudo publicar en vida debido a su prematura muerte en 1928. En ella expresaba sin tapujos su discrepancia respecto a la prioridad de la angustia frente a lo que consideraba un olvido injustificable del amor: “Lo que nos abre el mundo es el ‘amor’, no la angustia. La angustia supone la esfera abierta del mundo” (Scheler, 1976, p. 294). Asimismo, Scheler se manifestaba abiertamente en contra del cuidado como la estructura originaria del Dasein y sugería la superioridad del amor como el “acto espiritual originario” (p. 274).
No es este el lugar para analizar las influencias recíprocas ni los altibajos que marcaron el diálogo filosófico entre ambos pensadores, asunto que por otro lado excede el tema de este trabajo.2 Tan sólo he querido traer a colación estas citas cruzadas para mostrar —a modo de preámbulo— la manera como incluso Scheler, el fenomenólogo, amigo y contemporáneo de Heidegger, quien precisamente se había dado a conocer por fundar la ética en una fenomenología del amor y del odio, no alcanzó a vislumbrar la relevancia que el amor podía tener en la estructura del cuidado.
También es cierto, por lo demás, que el autor de Ser y tiempo no le puso las cosas fáciles al lector para ser entendido tal y como él quería. Tanto el ambiguo inacabamiento de la obra —o la confusión entre la parte publicada, la analítica existencial, con el programa anunciado en la introducción— como sobre todo la extrañeza de su lenguaje irrumpieron como un novum en el panorama intelectual europeo de entreguerras. Esta última dificultad obligaba al lector a una tarea más ardua: desmantelar el sistema de categorías con las que hasta entonces había pensado las cosas, el mundo, la subjetividad, el tiempo y, en especial, la afectividad. Es muy probable que Scheler, como la mayoría de sus coetáneos, leyese esta obra bajo las lentes de las antiguas categorías y viese una antropología donde en realidad había una ontología fundamental. Justo por ello, echó de menos el amor como la determinación afectiva fundamental del ser humano, cuando en realidad éste ya se había desplegado en otro plano: en “la constitución extático-temporal de la comprensión del ser”.
Pues bien, a lo largo de este trabajo voy a explicitar alguno de los presupuestos que esconde la frase pronunciada por Heidegger en los Seminarios de Zollikon como respuesta a sus críticos: “El amor es el nombre para la constitución extático-temporal de la comprensión de ser”. De este modo podré mostrar cómo opera el giro afectivo en su filosofía desde el principio, al punto de constituir un aspecto central en la transformación hermenéutica del método fenomenológico. Para ello me remontaré a las primeras lecciones que el por entonces ayudante de Husserl impartió en la Universidad de Friburgo durante los años 1919 y 1923. Pues es durante este fructífero periodo —gracias a un intenso diálogo con la fenomenología, el neokantismo y las filosofías de la vida, así como también a una singular apropiación de motivos del cristianismo primitivo— cuando comienza a despuntar, a mi juicio, un modo original y propio de entender la afectividad.
1. Un giro desapercibido
La relevancia que cobra la afectividad en la filosofía de Heidegger se hizo evidente en 1927 con la publicación de Ser y tiempo, tanto por la importancia de la “disposición afectiva” (Befindlichkeit) en la constitución existencial de la apertura o Ahí (Da), como por la función metódica que allí desempeñaba la angustia. Con posterioridad, “las tonalidades afectivas fundamentales” (Grundstimmungen) adquieren asimismo un gran protagonismo en el contexto del pensar onto-histórico; sobre todo tras ver la luz en 1989 la esperada obra póstuma de los años treinta, Contribuciones a la filosofía. (Del acontecimiento). En cambio, resulta más difícil encontrar referencias al papel que juega la afectividad en esos primeros años, justo cuando tiene lugar la transformación hermenéutica de la fenomenología.
Un motivo de esta inadvertencia es el hecho de que en ese momento la afectividad se halla estrechamente vinculada a la transformación preteórica de la intencionalidad. Tanto es así que, como veremos en este artículo, ella hace posible el movimiento de trascendencia por el cual la vida fáctica se encuentra ya siempre fuera, situada y expuesta al mundo, según la doble movilidad fundamental (Grundbewegtheit) de la constante ex(a)propiación de su ser. Justo por ello, el sentido de referencia intencional (Bezugssinn) de la vida fáctica adopta, previamente a la acuñación ontológica del “cuidado” (Sorge), la forma del desasosiego (Unruhe) o de la inquieta movilidad de la “preocupación” (Bekümmerung).3 En resumidas cuentas, el hecho de que la afectividad haya pasado desapercibida durante estos primeros años se debe a dos tendencias interpretativas fundamentales: 1) la comprensión de la afectividad al margen de la impronta intencional que tiene en este periodo inicial; y 2) la comprensión de la transformación preteórica y hermenéutica de la intencionalidad al margen de su dimensión afectiva. Este trabajo busca diferenciarse de ambas interpretaciones y ensayar un camino intermedio.
De igual forma, se suele pasar por alto que la hermenéutica de la facticidad surge a partir de una experiencia fundamental (Grunderfahrung) y que, como experiencia del “fondo” o del “fundamento” (Grund) de la existencia, es esencialmente afectiva; pues en ella la vida fáctica “se encuentra” (befindet sich) con el Faktum del sentido de su ser o Faktum de la facticidad en plena consonancia “rítmica” con la situación. O dicho de otro modo: se suele pasar por alto que, para Heidegger, la motivación última del preguntar filosófico, y por ende el suelo del que brota su cristalización conceptual, tiene un origen afectivo desde el inicio de su andadura, ya que la referencia intencional más básica entre la vida fáctica y el sentido de su ser —o, como dirá después, la correspondencia entre pensar y ser— se da siempre en el seno de una Grundstimmung o tonalidad afectiva fundamental. Por todo ello, y con el fin de acceder al trasfondo afectivo del pensar heideggeriano en estos primeros años, en las siguientes páginas seguiré el hilo conductor de la transformación preteórica de la intencionalidad desde el punto de vista de la trascendencia.4
Ahora bien, por lo que respecta al estudio de la intencionalidad, es un locus communis la identificación de la transformación heideggeriana de la intencionalidad con la noción de “cuidado” (Sorge), toda vez que ésta tiende a ser interpretada en términos de prâxis: ya sea por su similitud con la phrónesis aristotélica (Gadamer, Figal, Taminiaux o Volpi) o por su aparente proximidad a la praxis en el sentido del pragmatismo americano (Dreyfus), la movilidad característica de la afectividad queda invisibilizada o es relegada a un segundo plano. En cualquier caso, esta interpretación tiene su razón de ser en el desplazamiento llevado a cabo por el joven discípulo de Husserl desde el a priori de correlación intencional (teórico) a un ámbito “preteórico” (vortheoretisch). ¿Pero qué hay “antes” de lo teórico si se trata de pensar lo preteórico fuera del marco tradicional de lo teórico, esto es, más allá de la oposición clásica entre teoría y praxis?5 Pues bien, antes de lo teórico Heidegger descubre un locus más originario donde acontece el sentido de la vida fáctica en plena imbricación con el mundo como “significatividad” (Bedeutsamkeit). Esta apertura sobrepasa los límites de la conciencia trascendental debido a una comprensión radical del in-tendere como tras-cendere, que será descrita a su vez en términos de una incesante “movilidad” (Bewegtheit).6
De hecho, esta terra incognita se encontraría incluso más cerca del enigmático reino intermedio del esquematismo que del ejercicio propiamente dicho de la praxis, sólo que aquél ha sido trasladado —gracias a la radicalización preteórica de la intentio vital— a la situación fáctica y mundana de la ejecución temporal e histórica del sentido del ser de la vida fáctica en su movilidad. Por esto mismo, la transformación preteórica de la intencionalidad y de la intuición categorial, antes que en la experiencia práctica —como parece desprenderse de la lectura de la primera parte de Ser y tiempo—, se gesta ya en los análisis fenomenológicos que el joven Heidegger dedica a la vida religiosa en la mística medieval. Ya que es ahí donde él pone a prueba por primera vez el a priori de correlación intencional fuera del esquema teórico de la nóesis cognitiva, y donde amplía el marco vital de la ejecución temporal desde el sentido del “flujo” de la conciencia interna del tiempo a la “movilidad” de la conciencia histórica.
Así pues, la correlación intencional cobra una especial intensidad emotiva en la experiencia religiosa fundamental del amor místico. En sus notas recogidas en Los fundamentos filosóficos de la mística medieval (1918/19), Heidegger (1997) introduce el término “Bewegtheit” para dar expresión a la moción y a la emoción, a la agitada movilidad que caracteriza a la vivencia religiosa en su tender hacia la unión con Dios. La correlación entre nóesis y nóema es desplazada al ámbito preteórico de la esfera afectiva y volitiva, si bien estas esferas han sido previamente liberadas de la dependencia “analógica” que en la fenomenología guardan con la esfera del juicio para aproximarse, en cambio, al origen medieval de la intentio como órexis.
Gracias al descubrimiento de esta dimensión preteórica, prejudicativa y significativa de la intencionalidad vital, que en el Kriegsnotsemester (1919) será identificada por vez primera con el acontecer del mundo, Heidegger puede iniciar la destrucción de la concepción teórica, estratificada y representacional de la psique. De tal modo que le es posible dejar atrás la acepción tradicional de los sentimientos y afectos como “fenómenos concomitantes” (Begleitphänomenen); esto es, como la tercera clase de los fenómenos psíquicos junto a la representación y la voluntad, que Brentano hereda de Descartes e introduce en la fenomenología. Como es bien conocido, en su famoso opúsculo Sobre el origen del conocimiento moral (1889), Brentano sitúa la doble polaridad intencional del amor y del odio en la tercera clase de actos psíquicos: las emociones o “movimientos del ánimo” (Gemütsbewegungen); sienta, asimismo, las bases fenomenológicas del cognitivismo emocional al describir los actos de amor (agrado) y odio (desagrado) por analogía con los actos cognoscitivos del afirmar (admitir) y del negar (rechazar) propios del juicio; y, finalmente, asigna la esfera axiológica a los fenómenos afectivos.7
En cambio, la radicalidad del giro afectivo en la filosofía del joven Heidegger tiene lugar a partir de una comprensión de la afectividad como trascendencia desde la experiencia preteórica de la vida fáctica. Este giro conlleva aparejado un tránsito: el paso de la concepción psicológica de las emociones como fenómenos concomitantes a la comprensión de la afectividad como estructura fundamental de la existencia. Nos hallamos, por tanto, ante un giro que, además de desapercibido, es radical. O mejor aún, se trata de un giro desapercibido porque, junto a la invisibilidad recién mencionada, el discípulo de Husserl no pretende tanto situar la afectividad en un primer plano cuanto reformular por completo los conceptos y las categorías de la filosofía. De ahí su radicalidad.8 En ese sentido, y a diferencia de la acepción tradicional, la doble movilidad del amor y del odio ya no referirá a la tercera clase de actos psíquicos, sino que dará expresión a la dinámica intencional de las dos pasiones o emociones fundamentales de la vida fáctica en su referir a sí misma, en su tenerse y perderse, desde su estar siempre ya fuera, en el mundo.
A su vez, en tanto esa movilidad es expresión de la trascendencia se trata al mismo tiempo de la dynamis —la dialéctica entre encubrimiento y mostración— que modula la apertura o el Ahí (Da), antes incluso de que Heidegger redescubra el significado ontológico y fenomenológico de la ἀλήθεια como “desocultamiento” (Unverborgenheit) en la obra de Aristóteles. Lo que ocurre, a la postre, es que en el fondo de la hermenéutica de la facticidad late desde el inicio una “lógica del corazón” (Logik des Herzens), la misma que en 1965 le permitirá justificar a Heidegger la presencia implícita del amor en su obra principal como “el nombre para la constitución extático-temporal de la comprensión de ser”.9
2. Afectividad y trascendencia
Abordar el giro afectivo en la filosofía del joven Heidegger a partir de la transformación preteórica de la intencionalidad y la trascendencia implica, según acabamos de ver, estos dos aspectos: 1) la modulación de la apertura del mundo desde nuestro estar arrojados al Ahí, a lo abierto o la inteligibilidad; y 2) una comprensión dinámica de la intencionalidad vital como movilidad ex(a)propiadora de la vida fáctica. Posteriormente, en las Contribuciones a la filosofía, esa dynamis será descrita como Eignung (apropiación) y Ereignis, como el acontecer del juego de la ex(a)propiación.10
Ese doble sentido de la trascendencia quedará recogido a su vez en la palabra alemana “Befindlichkeit”, que Heidegger acuña en 1924 para resituar por completo el lugar y el sentido de la afectividad en su filosofía. Así, el sustantivo abstracto “Befindlichkeit”, que proviene del verbo “befinden”, “encontrarse”, refiere tanto al hecho de hallarse situado en el mundo, y en ese respecto prescinde de la distinción sujeto-objeto, cuanto a un tipo reflexivo y oblicuo de saber sobre sí, que sortea la distinción tradicional activo-pasivo empleada para definir las pasiones como estados pasivos del alma frente a la espontaneidad de la razón. De este modo, la disposición afectiva modula la apertura al mundo y apunta al mismo tiempo a una dimensión ejecutiva de la intencionalidad vital que en estos primeros años quedará recogida bajo la forma de una singular movilidad.
Ahora bien, ¿cómo se articula esta lógica del corazón en los escritos tempranos del joven Heidegger? Un primer indicio de la doblemente desapercibida presencia del amor en su filosofía, la “Stimmung ausente” (Agamben, 1988), la encontramos en sus aproximaciones fenomenológicas a la mística medieval. En su análisis de la génesis motivacional de la experiencia del sujeto de la mística, recogida en los sermones del Maestro Eckhart, sobresale el amor como aquella “movilidad fundamental” (Grundbewegtheit) que hace posible el desasimiento (Abgeschiedenheit) y la unio mystica (Heidegger, 1995, p. 308 y 2005, p. 164). El paso de la dispersión en la multiplicidad sensible a la unidad del yo no lo lleva a cabo el sujeto del conocimiento mediante la unidad del cogito o del “Yo pienso”, sino que tiene lugar a partir de “los cumplimientos [Erfüllungen] de un ‘yo puedo’ enteramente originario” (Heidegger, 1995, p. 306 y 2005, p. 161). Por lo pronto, el acceso afectivo a la unidad del yo como intrínsecamente correlacional (“Yo soy Él y Él es yo”) se ejecuta sin necesidad de poner entre paréntesis la experiencia vital; bien al contrario, ese acceso tiene lugar al ahondar afectivamente —mediante el “corazón desasido”— en la propia debilidad y en la indiferencia del mundo en total. La vida experimenta así su pasividad y su receptividad originarias (humilitas animi), accede al fondo sin fondo del alma (annihilatio) y se abre a la trascendencia mediante la inmersión o “entrega absoluta” (absolute Hingabe) que exige la unión con Dios.
El “corazón desasido” desempeña aquí un importante papel metódico como modo de acceso al conocimiento. Así lo sugiere Heidegger en una de sus anotaciones: “Queda como problema si lo genuino se alcanza precisamente en el mero contemplar a Dios como el lado ‘positivo’ del desasimiento, y si no será otra la forma de unificación. ‘Amor’” (Heidegger, 1995, p. 308 y 2005, p. 164). De este modo, el amor permite acceder a un tipo de unificación que le está vedada al conocimiento teórico y a la mera contemplación, asunto que volverá a cobrar importancia en su lectura del libro X de las Confesiones de Agustín.
Un segundo indicio lo encontramos en su interpretación fenomenológica de la experiencia fáctica de la vida del cristianismo primitivo en las epístolas paulinas (1920/21). La configuración intencional del amor en el sujeto de la mística, como inmersión apasionada y receptividad, se transforma en inquieta preocupación (Bekümmerung). De un lado, Heidegger introduce el triple esquema de la intencionalidad para analizar el fenómeno de la parousía, el sentido de referencia o Bezugssinn, el sentido de contenido o Gehaltssinn y el sentido de ejecución o Vollzugssinn; y, de otro, se mueve, como ha señalado Sheehan (1979, p. 324), en una nueva dinámica intencional donde la donación de sentido ya no proviene del Ur-ego, sino de una conjunción temporal que funciona a modo de una Ur-transzendenz y que acontece entre la vida fáctica y una ausencia primordial. Es así como la corriente de vivencias deja paso definitivamente a la “situación”, que surge de la ejecución de la experiencia de la vida fáctica, y el sentido ejecutivo de la intencionalidad, entendido en términos de un comportamiento vital, pone de manifiesto que la vida fáctica es histórica en su misma realización.
En consecuencia, el sentido de referencia del fenómeno de la esperanza escatológica —tal y como es descrito en la Primera Epístola a los Tesalonicenses— nos indica que el cristiano vive la temporalidad por relación a un futuro indeterminado, el cual excede toda cronología y determina la experiencia del tiempo a partir del sentido ejecutivo o de la realización de la propia vida. De ahí que, si la movilidad fundamental del amor místico tendía a la unión con Dios a través del desasimiento, la movilidad fundamental de la preocupación encuentra una motivación originaria en la experiencia fundamental de la conversión: un vuelco absoluto (eine absolute Umwendung) que implica tanto un giro radical hacia (Hinwendung) Dios desde la asunción kairológica de la parousía, como un alejamiento (Wegwendung) de los ídolos. La actitud de la vida cristiana respecto a la parousía se caracteriza por una profunda y constante inseguridad, que es a su vez fruto de la verdadera preocupación por la capacidad de llevar a cabo las obras de la fe y el amor y de soportar (durchhalten) la debilidad de la vida hasta el día decisivo. Sólo a través del incremento de esta tensión, del resistir en medio de las penurias y necesidades (die Nöte) de la vida, es posible tener a Dios, es decir, es posible establecer un vínculo activo con Él.
Con todo, tanto en el caso de la unificación a través del amor místico como en la acepción escatológica del amor cristiano, el tenerse a sí mismo, el apropiarse de la facticidad como nihil o carencia originaria, tiene lugar por referencia a una ausencia primordial. El cristiano vive el acceso y la tenencia de su facticidad en una constante tribulación (ἐν θλίψει, Bedrängnis), precisamente porque ha de reapropiarse una y otra vez del acontecimiento fundamental de la conversión: el “haber llegado a ser” (Gewordensein) en Cristo. En este re-apropiarse (Wieder-holung) de lo que ya se es (genesthai) gravita toda la tensión que encierra la experiencia originaria de la temporalidad cristiana; una desasosegante inquietud que se despliega a partir de una privación o carencia originaria: entre el “ya” de la salvación acontecida con la muerte y resurrección de Cristo y el “todavía no” de su realización en la parousía o su segunda venida. De ahí que, según muestra Tömmel (2019, pp. 234-235), esta concepción kairológica de la temporalidad le sirva a Heidegger tanto para describir el estar vuelto hacia la muerte como su concepción escatológica del amor. Pues en ambos casos se trata de la relación con algo que “todavía no es” o que es pura posibilidad y que se manifiesta al modo de la presentación de una ausencia o de una ausencia presente.11 En ambos casos, por tanto, se trata de la indisponibilidad de lo radicalmente diferente y único, de aquello que irrumpe e interrumpe lo familiar y cotidiano. Sólo así se mantiene vivo el amor (eros) como anhelo de lo indisponible.
Por último, encontramos un tercer indicio de la presencia del amor en su comentario del libro X de las Confesiones. Allí Heidegger profundiza en el sentido de referencia intencional de la vida fáctica como curare o preocupación desde la doble posibilidad —descrita por Pablo (1 Cor 7, 32-33) y por Juan (1 Jn 2, 15-17)— del amor a Dios (amor Dei) y del amor al mundo (amor mundi). Sin embargo, en el trasfondo de sus análisis late el intento por sacar a la luz la experiencia fundamental que yace olvidada tras las nociones de placer (amor) y displacer (odio). Con ello pretende destruir la concepción cartesiana de las emociones como la tercera clase de actos psíquicos o “fenómenos concomitantes” a la que nos referíamos antes, heredada por Brentano y Husserl y que alcanza incluso a la axiología de Scheler.12
Con el fin de liberar el problema del amor del ámbito axiológico, la lectura que lleva a cabo Heidegger se dirige a explicitar los presupuestos teóricos que hay detrás del modo de acceso intuitivo a la fruitio Dei neoplatónica, que pervive en el libro de Agustín junto a la concepción escatológica del amor propia del cristianismo primitivo. Para ello restablece la dimensión fáctica de la fruitio cristiana al subrayar la indisociable vinculación que el amor Dei guarda con el timor castus en la segunda parte del libro X de las Confesiones. La genuina fruitio, que sólo se alcanza cuando la vida se tiene a sí misma como siendo nada ante un Dios enigmático y oculto, se vive en la profunda inseguridad que es propia de la acepción cristiana del gaudium de veritate. De ahí que, frente a la idea neoplatónica de la divinidad, considerada el valor más alto y el objeto de placer por excelencia, la quaestio agustiniana recobre con toda su intensidad la experiencia ejecutiva del facere veritatem, para la cual lo divino es lo irrepresentable por antonomasia y donde veritas y vita son dos caras de un mismo fenómeno existencial. Así es como la ejecutividad implícita al facere veritatem hace posible la performatividad misma del acto de la confesión: la transformación vital ante Dios y la temporalización de la temporalidad en sentido originario.13
Así pues, la doble movilidad del curare —que anticipa la movilidad de la caída y la contra-movilidad de la resolución precursora en Ser y tiempo— se articula a partir de la ejecución de los dos sentidos fundamentales de referencia intencional de la vida fáctica: el odio a la verdad o el “contra” (gegen) sí misma, que conduce a la movilidad de la ruina, y el amor a la verdad o el “ante” (vor) sí misma, que posibilita la movilidad de la trascendencia. Se trata, al mismo tiempo, de dos modos de referir al mundo y de ejecutar la historicidad de la facticidad propia o impropiamente, como se dirá en la obra de 1927. En el libro X de las Confesiones esta doble movilidad se encuentra prefigurada bajo la doble posibilidad del “amor al mundo” (cupiditas), que desde el punto de vista de la auto-referencia de la vida fáctica es ejecutado como timor servilis o temor del mundo y odium sui o el “contra” sí misma, y da lugar a la dispersión (defluxus); y también como “el amor a Dios” (caritas), que es ejecutado en tanto que amor sui desde la auto-referencia intencional del “ante” sí misma como la esperanza de lograr la continentia. No obstante, esta última opción sólo es posible a partir de una experiencia de nihilización (annihilatio), muy similar, por cierto, a la experiencia fundamental descubierta por la angustia en Ser y tiempo, que es característica del timor castus.
Conclusión
De la lectura fenomenológica de los sermones del Maestro Eckhart, de las epístolas paulinas y de las Confesiones de Agustín se desprende que no es posible reducir el amor y el odio ni a “pasiones del alma” (Descartes) ni a meros “actos emocionales” (Brentano, Husserl y Scheler). El placer y el displacer son ahora entendidos desde la doble posibilidad del “tenerse” a sí mismo ejecutivamente (amor, gaudio o versio), en la “extensión” (Erstreckung) de la experiencia histórica de la facticidad; o del “perderse” y darse la espalda a sí mismo (odium, tristitia o aversio) en la “dispersión” (Zerstreuung) del mundo como la anulación del tiempo y de la propia historicidad. Nos hallamos, en última instancia, ante la doble auto-referencia intencional de la facticidad, cuya impronta se anuncia en el §29 de Ser y tiempo como la doble movilidad fundamental de la aversio (Abkehr) y la conversio (Ankehr).
Todo ello nos permite concluir que, previamente a la determinación de la trascendencia desde la Ex-sistenz como temporalidad ex-stática, la doble movilidad afectiva y ejecutiva (la movilidad de la a-versio y la contra-movilidad de la con-versio) articula la trascendencia como el movimiento de la ex(a)propiación y de la exposición de la vida fáctica a la inteligibilidad del mundo. La doble movilidad del amor y el odio atraviesa de forma desapercibida Ser y tiempo sin desaparecer del todo. Sale a la luz en algunos pasajes de la obra como la dynamis del Dasein en cuanto proyecto arrojado; como el ritmo oscilante, la sístole y la diástole, de la historicidad propia e impropia que hace posible el juego de la apertura, de la comprensión y de la auto-transparencia existencial o del cierre y la ocultación. De tal suerte que el amor se nos revela como la presencia latente de una ausencia fundamental, como el nombre secreto para la constitución extático-temporal de la comprensión de ser.
A la postre, podemos afirmar con Scheler que aquello que hace posible la apertura del mundo es el amor y no la angustia. La angustia supone la esfera abierta del mundo. Con otras palabras: la angustia supone la constitución extático-temporal de la comprensión de ser. La angustia o el timor castus es la incertidumbre necesaria que pone en cuestión el amor mundi y el excesivo amor a uno mismo (superbia) que siempre subyace a la ambigua preocupación por sí mismo (Selbstbekümmerug). Sólo a partir de la des-realización del deseo objetivado por las cosas presentes y por uno mismo es posible acceder a la presencia del amor como ausencia, como la pura (im)posibilidad que deja-ser o hace posible la trascendencia, el extenderse del tiempo y la apertura del mundo.