El concepto mismo de palabra fue elaborado a partir del nombre propio: en la Grecia presocrática, onoma designaba el nombre personal transmitido por el padre y que puede sobrevivir a la muerte. Luego, por extensión, designó los nombres que llamaríamos sustantivos y, enseguida, más o menos, el resto de las palabras.
El predominio del nombre propio no quedó ahí. En efecto, reinó durante siglos en la silogística y, más generalmente, en la lógica de clases (“Sócrates es un hombre…”). Su ejemplo alentó las milenarias concepciones referenciales de la significación. Ellas subtendieron la problemática lógico-gramatical que, a pesar de algunas críticas durante el Renacimiento, desde Lorenzo Valla hasta Luis Vives, prevaleció de tal manera que se prolongó en las gramáticas generales de la edad clásica, desde los Señores de Port-Royal hasta los Ideólogos.
La formación de la lingüística histórica y comparada a fines de siglo XVIII estremeció teóricamente las evidencias de la denotación. Pero la imagen escolar de la lengua como inventario de palabras y de reglas, afincada en la distinción entre léxico y gramática, no ha sido remplazada y, además, fue reforzada por el chomskysmo y sus secuelas: véase, por ejemplo, Steven Pinker, Words and Rules: The Ingredients of Language (Harper, 1999; 2011).
Aparte de esto y debido a las concepciones formales del lenguaje que recibieron de Chomsky lustre inigualado, una palabra es una cadena de caracteres. El resto es dominio del concepto, por lo tanto, de la cognición. El nombre propio corresponde así, siempre, a la imagen lógica o psicológica ideal de la palabra-unidad: autónoma, referencial, casi insensible al contexto… y al texto.
Actualmente esa imagen resplandece gracias a la omnipresencia de las palabras-clave cuya semiótica, sin embargo, se halla muy distante del símbolo lingüístico en la acepción saussureana del término. Entre los 6 millones de palabras-clave que Google vende cada día, muchas son nombres propios, especialmente los nombres de marcas, y evidentemente los algoritmos de investigación privilegian las palabras-clave para acceder a todos los documentos, inclusive a los documentos científicos.
En consecuencia, las teorías del tratamiento informático, como la de las Entidades nombradas, logran desde hace decenios un gran éxito, ya que basta con resumir un texto a sus palabras con mayúscula para singularizarlo y encontrarlo fácilmente. Además, ello exime analizar su estructura, el tenor y, a fortiori, interpretarlo. De este modo, una onomástica sumaria puede bastar para privarse de todo conocimiento lingüístico.
Ello quiere decir que nos queda por hacer un enorme trabajo para reintegrar los nombres propios entre la diversidad de las categorías morfológicas y para restaurar su polisemia o, más precisamente, desplegar la variedad de sus acepciones en función del contexto, del texto y del corpus que, efectivamente, son los tres peldaños constituyentes del sentido formado por diferenciaciones en cada uno de esos planos.
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En una primera instancia, debe terminarse con la división de facto, pero sin fundamento teórico asegurado, entre el diccionario general y el diccionario de nombres propios. Puesto que la diferencia entre los nombres propios y los sustantivos ordinarios no es de naturaleza sino de grado y que su sentido es determinado por los mismos tipos de recorridos interpretativos, nada se opone a que sean tratados juntos, reunidos en un nuevo tipo de diccionario. Así, ya que los diccionarios de lengua y los diccionarios de nombres propios acceden al espacio común de las normas, se puede esbozar una nueva lexicografía inspirada en el progreso de la lexicología.
En segundo lugar, conviene abandonar las aplicaciones lexicográficas para acercarse a la teoría lexicológica. En efecto, en el seno mismo de la lingüística, sería deseable oponer más decididamente el conocimiento lexicográfico atenido a una teoría del signo, al enfoque lexicológico dependiente de una teoría del texto. Semejante precisión llevaría a contextualizar los nombres propios, a fin de mostrar cómo su contenido se construye por determinaciones sucesivas que permiten otras tantas propagaciones de semas por aferencia. El ejemplo del nombre de los actores narrativos y, especialmente, de los personajes de novela, justifica las incursiones en esta dirección pues, en efecto, el punto de vista lexicológico se basa en la descripción de los funcionamientos textuales.
Se puede establecer, entonces, que la categoría de los nombres propios es mucho menos circunscrita de lo que comúnmente se piensa. Por ejemplo, se cree que la luna es un nombre propio, pero las lunas de Júpiter son sustantivos ordinarios. La luna misma es precedida de un determinante y admite epítetos más fácilmente que Marte o Venus; tan es así que luna figura como nombre femenino en el Petit Robert de la lengua francesa, pero también en el de los nombres propios: el primero multiplica los contextos mientras que el segundo describe las características físicas de este astro desolado, sin mencionar ningún empleo.
No obstante, las relaciones contextuales de los nombres propios, ya sean semánticas o expresivas, no se distinguen de las de otras lexías. En pocas palabras, si el nombre propio es una lexía como cualquier otra, ella asume todas las dimensiones de la lengua, desde la contextualidad sintagmática hasta las relaciones paradigmáticas. Y, de hecho, en todas las lenguas, los nombres propios son interdefinidos en paradigmas diferenciados.
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¿Cómo justificar, entonces, el carácter excepcional atribuido al nombre propio? Formulemos una hipótesis semiótica. Se da por cierto que el signo lingüístico depende de un estatus semiótico único. Sin embargo, a no dudarlo, las lenguas presentan una heterogeneidad semiótica: en condiciones contextuales y textuales ordinarias, las lexías admiten el estatus lingüístico de símbolo saussureano.1
Empero, en otras condiciones, ellas pueden asumir el estatus de señal: por ejemplo, la señal ¡Fuego! que puede ser perfectamente remplazada por un sonido de alarma o por un gesto. En esta medida, los performativos son señales codificadas: su carácter fijado, especialmente en los rituales, los sustrae a las transformaciones contextuales que hacen de cada ocurrencia de un símbolo, un hápax, tal como se ha subrayado, acertadamente, de Prodicos a Schleiermacher y de Saussure a Pottier.
Además, en otros contextos, una lexía puede adquirir el estatus de índice: por ejemplo, cuando se hace una llamada, cada persona debe responder al pronunciarse su nombre. La misma función de índice puede ser manifestada por una cifra que corresponda a un número de identificación. Estamos, pues, frente a un funcionamiento codificado —como para las señales— pero no ante el funcionamiento propio de un sistema lingüístico, dado que las lenguas, por su misma creatividad, difieren fundamentalmente de los códigos. Como hemos visto, a diferencia de las palabras de un texto, las palabras-clave no son empleadas como símbolos sino como índices o identificadores en bibliografía.
De esta manera, una unidad documental (cadena de caracteres o señal sonora) puede asumir diferentes regímenes semióticos según los contextos y las situaciones: a cada régimen le corresponderá un modo genético, un estatus semiótico y un modo hermenéutico.
La confusión que reina en semiótica de las lenguas parece haber oscurecido estas cuestiones desde hace mucho tiempo: por ejemplo, la diferencia entre uso y mención, fundamental desde De Dialectica, tratado de San Agustín escrito antes de su conversión, se debe a que la lexía utilizada como símbolo es objeto de un uso, pudiendo también ser empleada como señal y reducirse, entonces, a una expresión, por ejemplo, sal tiene tres letras.
Entre los símbolos lingüísticos que constituyen una frase o un texto, se encuentran, así, índices y señales; pero, pese a todo, no se trata de signos distintos sino de usos señaladores o indiciares de símbolos lingüísticos. A tales usos les corresponden diversas prácticas hermenéuticas y, actualmente, se observa que los lectores de las nuevas generaciones, acostumbradas a los recorridos de barrido rápido sobre la pantalla, practican una hermenéutica de palabra-clave sobre los textos, tan literal como indiferente a lo implícito.
La originalidad de la semiótica (o semiología) saussureana habría sido romper con la semiótica lógica desde Locke hasta Pierce, e incluso más allá, y fundar su reflexión sobre los logros epistemológicos de la lingüística. La extensión de la lingüística a la semiótica no tiene nada de unilateral y, así, nos falta intentar un recorrido inverso que proceda desde la semiótica englobante a la lingüística y conduzca a reconocer la diversidad semiótica de los usos lingüísticos.
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a) Desde el punto de vista evolutivo, las señales son, sin duda, las más antiguas entre los animales superiores, como mamíferos, pájaros o cefalópodos. Ellas son masivamente utilizadas en las sociedades animales, especialmente los gritos o silbidos de alerta que en ciertas especies pueden ser emitidos según el grado de gravedad (por el número de repeticiones, por ejemplo) y la naturaleza misma del peligro: en el mono de Campbell (Cercopithecus campbelli), los gritos no son los mismos según si designan un águila o una serpiente y, al escucharlos, sus congéneres escudriñan el cielo o el suelo. Las señales son también el mayor medio de comunicación con los animales domésticos, los cuales interpretan como señales los signos lingüísticos elegidos por su “amo”.
En comunicación interhumana, las señales pueden ser organizadas en códigos, desde el código Morse hasta los banderines de marina. Los códigos de señales pueden ser complejizados para engendrar secuencias de operaciones estrictamente normadas, como las del código informático.
b) En cambio, los índices no se usan entre los animales superiores y son característicos del hombre. Desde antes de la etapa lingüística propiamente dicha, pero sin duda preparándola, el niño comienza a apuntar objetos en atención a los adultos; y autores como Lev Vygotski o Boris Cyrulnik han visto en ello el nacimiento del sentido.
Las señales que no se organizan en códigos establecidos a priori pueden tener el estatus de indicios: las metas de las relaciones indiciales se subespecifican y sólo se las puede acercar mediante inferencias conjeturales. De hecho, un indicio sólo puede tener un estatus indicial a posteriori: cuando la interpretación termina por estabilizarse, puede volver sobre sus pasos y elevar al rango de índice los indicios que creyó reconocer y sobre los cuales basó sus conjeturas. Sin embargo, este recorrido retrospectivo es a menudo ilusorio.
En suma, los signos indiciales en las lenguas funcionan como los otros, son aprehendidos en los paradigmas y determinados por los efectos de contextos pero, además, pueden remitir a otros signos, vecinos o no.
c) Sin embargo, el símbolo es característico de las lenguas humanas, por dos razones principales: la formación de paradigmas que estructuran los inventarios de diferencias definitorias y la variabilidad de los contextos que hacen de cada emparejamiento de una expresión y de un contenido, un acontecimiento único.2 En otras palabas, según la teoría saussureana de las dualidades, el contenido y la expresión de un signo lingüístico no son magnitudes autónomas ni tampoco separables sino la misma realidad descrita desde dos puntos de vista complementarios.
Al contrario, la señal y el índice son puras “expresiones”: no se asocian a un significado, pero remiten a una objetivación cualquiera que puede ser un predador, un congénere, una presa, e incluso, en el hombre, una acción por cumplir o un objeto simbólico como, por ejemplo, una palabra.
En resumen, la señal puede ser objeto de un comportamiento reflejo debido a lo que Russell llamaba la inferencia animal: la señal depende así de la zona identitaria del entorno de los animales superiores y de los humanos. El índice permite un engarce con la zona proximal, pero se limita a esa zona y, en su uso pre-lingüístico, solo puede ser interpretado respecto a la situación inmediata. Por último, el símbolo permite acceder a la zona distal; más precisamente, se instituye y constituye por los encadenamientos de símbolos, como los textos y otras performances semióticas, especialmente científicas, artísticas o religiosas.3
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Las lenguas y los textos conservan, en sus manifestaciones simbólicas, las improntas de las señales y de los índices que los han precedido, tanto en la filogénesis como en la ontogénesis; pero los funcionamientos de señalización e indicación permanecen, así, bajo la rección del funcionamiento simbólico.
La remanencia de los estados precedentes de la semiogénesis no implica que las lenguas tengan un anclaje referencial; hay una autonomía y una legalidad propias del mundo semiótico, pero este contiene en sí mismo los medios de sus relaciones con el mundo feno-físico y el mundo de las representaciones.
La definición acogedora del signo como remisión, aliquid stat pro aliquo, que Umberto Eco proponía en 1974 para fundar o refundar la semiótica, no esconde sus orígenes escolásticos. Ella concuerda con la antigua concepción del signo como índice, el sêméion (σημεῖον), que prevalece en retórica especialmente judicial y sirve para la prueba. Ella concuerda también con el dualismo semiótico que separa lo sensible y lo inteligible y hace del significante una “especie asimilada por el sentido” del significado, comprendido éste como una “cosa” que sobreviene “al espíritu” (De Dialectica, V). Pero el símbolo lingüístico, tal cual es definido por Saussure, no separa un aliquid de otro aliquid mediante una relación de remisión; al contrario, él los une en una dualidad que puede parecer, por cierto, paradójica, pero que no tiene nada de común con la relación de remisión propia de las señales y de los índices.
Se puede denominar simbolización al movimiento que coloca las señales y los índices bajo la rección de los símbolos para constituir las performances semióticas complejas, las obras que instituyen los mundos. Las señales y los índices no remiten allí a las entidades extra-semióticas o, al menos, extra-lingüísticas, sino a los símbolos, lo cual culmina la autonomía de lo semiótico y contribuye a edificar la zona distal independiente del hic et nunc que singulariza el entorno humano (Rastier, 2018).
La pragmática, al centrar la lingüística en el hic et nunc y colocar la comprensión del lenguaje bajo la rección de una micro-sociología, participó, al contrario, en el movimiento general de des-simbolización. En efecto, ella transpone las teorías de la comunicación de las que derivan las hermenéuticas de la palabra-clave. Las semánticas de la denotación participaron, por su parte, del mismo movimiento radicalizado por las teorías de la designación rígida de Saul Kripke (1980) en su Naming and Necessity. El hecho de restituir todas las dimensiones simbólicas del nombre propio participa, entonces, de un programa de re-simbolización, restableciendo la autonomía de lo simbólico y de su legalidad propia. Ello implica que el valor de símbolo lingüístico del nombre propio preceda a su valor designativo cuando es empleado como índice o a su valor referencial cuando es empleado como señal.
Ya no hacer del nombre propio una categoría morfológica de excepción, a menudo rodeada por un aura evocatoria; tomar en cuenta las variaciones de sus usos y de sus diversos estatus semióticos; restitutir la complejidad de su funcionamiento contextual y textual; tales son las principales dificultades que se deben superar.