1. El acontecimiento Gisèle Brelet
En 1999, un entonces joven musicólogo francés mostró a Claude Zilberberg algunas páginas fotocopiadas del libro Le temps musical, que había sido escrito por la también musicóloga y filósofa Gisèle Brelet, nombre completamente desconocido en aquel momento por el semiotista y por gran parte de los investigadores dedicados al análisis musical. La obra íntegra había sido publicada en dos volúmenes, con un total de 842 páginas, en el ya lejano año de 1949 (Brelet, 1949).
Zilberberg leyó aquellas páginas con cierta avidez, pues tenía la nítida impresión de que, a pesar de estar propuestas en un estilo bastante distinto, las ideas ahí retratadas eran fruto de la lectura de los textos que él mismo había estado produciendo incesantemente en los últimos años del siglo pasado. No lo eran, obviamente, pero la convergencia de investigaciones emprendidas en épocas tan distantes y a partir de modelos de pensamiento tan dispares producía en el semiotista el sentimiento de que sus indagaciones teóricas ya se habían manifestado 50 años antes en la pluma de la filósofa, pero no con la fuerza necesaria para fundar una línea de investigación poderosa en las universidades o en los ambientes intelectuales más influyentes de aquel periodo.
Eso fue así probablemente por el hecho de que la autora no se afiliara a la perspectiva estructuralista, que se convertiría en hegemónica en Francia en las décadas subsecuentes. De cualquier modo, a partir de entonces, el idealizador de la semiótica tensiva no podía dejar de ver en su propio trabajo la recuperación de un eslabón perdido.
El tiempo musical, para Brelet, es un dispositivo formal para pensar la relación entre elementos continuos y discontinuos, que traduce las diferencias sonoras en intensidades (élans, impulsos) que promueven reanudaciones incesantes de sus propios temas y motivos, para componer, finalmente, en otro nivel, una nueva continuidad que llamamos duración musical. Tal duración, especie de devenir sonoro para la autora, no es sólo un modo de organización musical, sino también un modelo de funcionamiento de nuestra “duración interior”, lo que inmediatamente nos remite a las actuales búsquedas semióticas.
La filósofa deduce de una simple melodía lo que llama “encarnación del devenir y del deseo” (en el sentido de conciencia humana), una imagen del tiempo musical: la melodía es el “triunfo sobre la continuidad amorfa de una continuidad formal que la transpone y nos libera [...]; pues sólo ella restaura el élan [fuerza, impulso] del tiempo, ese élan que, como el de nuestra libertad, se apoya en lo discontinuo o incluso lo suscita” (Brelet, 1949, p. 124).2 Brelet quiere decir que, desde el punto de vista rítmico, los conocidos movimientos de elevación y reposo representan imbricaciones melódicas y no propiamente oposiciones o yuxtaposiciones, pues es del reposo de donde brota el élan del movimiento ascendente. Así como un paso bien dado depende de la firmeza del pie de apoyo, normalmente en reposo, el movimiento ascendente depende del impulso promovido por el descenso anterior, y lo que llamamos tiempo fuerte en la melodía o en la poesía constituye en realidad una enmienda de dos células inseparables, la débil y la fuerte, pues es de la primera que surge el impulso para la segunda. El ritmo, desde ese punto de vista, no es nada más que la relación compleja que une elementos aparentemente opuestos y nos permite oír una temporalización sonora continua.
Inspirada muy probablemente por el pensamiento musical, Brelet llega por otro camino a la concepción de que siempre existe un enlace temporal camuflado en las oposiciones estructurales presentadas como categorías ácronas. Esto equivale a decir que, en lugar de la oposición estática que caracteriza a diversos tipos de enfoques científicos, debería prevalecer la idea de que cada término de una célula estructural tiende a su término contrario, justamente porque ambos están incluidos en una categoría compleja que los subsume. Por ejemplo, la evidencia, en su condición de término complejo, hace que el parecer (primer término simple) tienda al ser (segundo término simple) —y viceversa—, como si hubiera ya una sintaxis sumaria en la disposición sistémica de los conceptos.3
2. Continuum tensivo
Zilberberg siempre defendió que el tiempo, en todas sus dimensiones (temporalización, duración, tempo), es condición sine qua non para una consecuente reflexión sobre el sentido. Se apoyaba, para ello, en un célebre aforismo de Paul Valéry, tan sucinto como fecundo: “Todas las veces que hay dualidad en nuestro espíritu hay tiempo. El tiempo es el nombre genérico de todos los hechos de dualidad” (Valéry, 1973, p. 1263).4 Precisamente esa temporalidad valeriana fue afirmándose como sustento de la noción de tensividad desarrollada por Zilberberg. Cuando este autor dice que “la tensividad ha sido identificada como lo que se conserva, lo que subsiste en la disjunción y, entonces, como la temporalidad misma” (Zilberberg, 1996, p. 114),5 se oye por detrás la voz de Valéry: “el tiempo es conocido por una tensión, no por el cambio” (Valéry, 1973, p. 1324).6 Esas indagaciones dieron inicio a las revisiones epistemológicas que han ido constituyéndose dentro de la actual semiótica tensiva. El interés general se desplazó hacia el hecho de que las magnitudes “tienden a” otras magnitudes y no sólo se oponen o se asemejan a ellas.
En ese sentido, una vez más, las consideraciones de Gisèle Brelet sobre la melodía causaron un fuerte impacto en el pensamiento del semiotista:
La melodía es tendencia, pero es también libertad. Ahora bien, es la alianza de lo continuo y de lo discontinuo lo que permite a la melodía inventar su propia duración por una reanudación incesante de sí misma, sin que, no obstante, se rompa la continuidad móvil de su dibujo, siempre reconquistada por y sobre lo discontinuo: y es de lo discontinuo mismo que siempre emana el élan que engendra una continuidad (Brelet, 1949, p. 124).7
Si la noción de estructura formulada por los seguidores de Saussure siempre privilegió la “diferencia”, la noción de temporalidad adoptada por Valéry y Brelet puso de relieve la “sutura” de los elementos diferenciados y su tendencia a asumir una determinada dirección. Zilberberg transitó por las dos nociones e instauró la tensividad como el lugar teórico donde ambas conviven en todas las operaciones descriptivas.
Mucho antes de conocer el trabajo de Brelet y su propuesta explícita de identificación entre temporalidad y discurso musical, Zilberberg ya consideraba inevitable la incorporación de categorías musicales para crear una epistemología semiótica digna de ese nombre. En 1990, publicó en las páginas de la revista canadiense Protée un interesante artículo sobre el concepto de ritmo (“Relativité du rythme”), en el cual ya presenta con entusiasmo algunas de esas categorías y confirma la necesidad de ese diálogo con el mundo musical: “La innegable musicalización de la significación, lejos de constituir una alienación, debe más bien ser comprendida como un progreso en la aprehensión de la naturaleza poiética del tiempo” (Zilberberg, 1990a, p. 44).8
Entre los conceptos musicales convocados por el semiotista en ese artículo y en muchos otros que vendrían enseguida, se destaca la categoría de tempo, no siempre valorada en el propio ámbito musical. No es raro que ese parámetro surja en la música como consecuencia de las divisiones rítmicas de una pieza, éstas sí de naturaleza estructural, y que incluso pueda variar en función de la interpretación particular adoptada por el instrumentista o por el director. El interés del tempo para la semiótica está, en primer lugar, en su capacidad de conducir la temporalidad como un todo al hacer de ella una duración más concentrada a partir de la aceleración, o más difusa, a partir de la desaceleración. Se trata de una relación compleja entre dos dimensiones del tiempo mismo: la rapidez o la lentitud del tempo producen respectivamente las duraciones breve o larga como resultantes temporales. En segundo lugar, las categorías del tempo forman parte tanto del vocabulario descriptivo inherente a las lenguas naturales (avance, atraso, vivacidad, aplazamiento, precipitación) como de sus expresiones comunes (nostalgia, ansiedad, agonía, susto, melancolía, paciencia), justamente por el hecho de traducir nuestros estados psíquicos en un cierto consenso social. Tal peculiaridad del concepto llevó al creador de la semiótica tensiva a adoptar el tempo como la dimensión profunda del tiempo y, en gran medida, del modelo de construcción del sentido: “conviene así reconocer sin demora que el tempo no es otra cosa que la profundidad del tiempo” (Zilberberg, 1993, p. 170).9
3. Tempo como categoría
En la búsqueda del alcance semiótico de tal concepto, Zilberberg comprueba el poder del tempo incluso en las relaciones juntivas (disjuntivas y conjuntivas) que gobiernan las exclusiones mutuas del eje paradigmático (o… o…) y las combinaciones que permiten la coexistencia de los elementos en el eje sintagmático (y… y.…), conceptos estos bastante consolidados en los dominios de la lingüística y de la semiótica. La alternancia entre los elementos del paradigma es inmediata: es uno u otro, siempre que desempeñe la misma función dentro del sistema. La instantaneidad de la práctica de eliminación y selección indica la regencia directa de la aceleración. Por el contrario, la práctica de la conjunción de elementos en la cadena sintagmática, que crea entre ellos una contigüidad, depende de la extensión de la duración, lo que indica la regencia del tempo lento. En otras palabras, la rapidez tiende a conducir el discurso al sistema, en tanto que la lentitud lo conduce al proceso.
Zilberberg examina incluso los límites de las determinaciones del tempo sobre el funcionamiento de los lenguajes. En una dimensión solamente teórica, el autor especula que una velocidad exacerbada al extremo, en una escala inhumana, instauraría una disjunción absoluta con los demás elementos del sistema, de tal manera que la propia operación paradigmática sucumbiría ante la “nada”. Por otro lado, al no haber celeridad alguna, la conjunción sintagmática podría volverse interminable, lo que anularía su función integradora frente al “todo” (Zilberberg, 1995, p. 239). Estas reflexiones del semiotista son muy anteriores a la lectura de Gisèle Brelet, que también alertaba a los musicólogos sobre los efectos dañinos causados por una aceleración o desaceleración exorbitante:
[…] hay un límite tanto para la rapidez como para la lentitud, que se destruyen a sí mismas cuando se exageran; la rapidez, demasiado rápida, no es más que precipitación, y la lentitud, demasiado lenta, llega a ser lánguida: una pierde su élan y la otra, su plenitud (Brelet, 1949, p. 380).10
El tempo, en su actuación regular, rige igualmente lo que Greimas llamaba “elasticidad” del discurso (Greimas, 1971, p. 120). Un aumento vigoroso de la velocidad, como ocurre en una situación de arrebato emocional, puede dar por resultado una simple exclamación, símbolo de la concentración máxima de la duración discursiva. Con un poco menos de vigor, tendremos probablemente un aforismo, un resumen y, a medida que la celeridad decrezca y la morosidad evolucione, podremos llegar a comentarios más desarrollados, disertaciones y tratados, géneros que dependen de la ralentización de las operaciones lingüísticas. Así, como efecto de esas variaciones de velocidad, comienzan a aparecer los discursos imperiosos y los discursos demostrativos, además de toda la gama de géneros y estilos incluida entre ellos (Zilberberg, 1995, p. 236).
La reflexión de Zilberberg sobre el papel del tempo en la constitución de los discursos se detuvo durante algunos años en la relación de esa categoría motriz con las nociones de duración y espacio. Se puede decir que la correlación inversa entre la celeridad y los otros dos conceptos es clara y que, en la mayor parte de los casos, las variaciones de tempo determinan la condición del tiempo y del espacio implicados. El aumento de la velocidad abrevia la duración, así como la desaceleración la extiende. Se trata de un principio físico, pero con valor semiótico que puede ser evaluado en diversas situaciones. La eficiencia de un profesional en la actualidad se mide muchas veces por su capacidad de obtener buenos resultados con el mínimo de consumo de tiempo. La rapidez con que ejecuta los más diversos quehaceres concentra la duración y puede hacerla casi imperceptible. Por el contrario, es común, por ejemplo, que un novelista requiera tiempo para desarrollar su obra “sin prisa” y que ese tiempo se extienda todavía más de lo previsto, dejando claro así que su trabajo está regido por la desaceleración.
Podemos pensar también que el mismo efecto del tempo sobre la duración se reproduce en relación con el espacio. Desde el punto de vista físico, el espacio también se concentra (o se cierra) cuando es recorrido con mayor velocidad, y se dilata (o se abre) con la pérdida de celeridad, exponiendo todos los segmentos intermedios de su recorrido. Pero al semiotista le interesa más el espacio subjetivo del ser humano que, ante el impacto de un evento inesperado (positivo o negativo), surge tomado por la presencia arrebatadora del objeto. En ese espacio (casi) totalmente ocupado no hay lugar para las modalidades que garantizan la respuesta y la acción (o reacción) del sujeto. Decimos, entonces, que su espacio interno se cerró o se contrajo en función del ingreso súbito de contenidos sorpresivos. Ya se puede prever que el espacio subjetivo funciona en consonancia con la duración, interna, también al sujeto. Cuanto mayor es la velocidad, menor es la duración disponible y más cerrado es su espacio mental. El restablecimiento de ambos sólo es posible mediante la regencia de la desaceleración. Cuando el sujeto demuestra tener condiciones para traducir su espanto inicial en discurso o en otras actividades, ya cuenta con los efectos de la desaceleración para rehacer su duración y su espacio internos y, en última instancia, reconstruir su ser semiótico hasta entonces apaciguado por las contingencias de la vida.
La actuación suficientemente clara del tempo sobre las categorías de duración y espacio dio a Zilberberg la seguridad necesaria para proponer una gramática elemental basada en la presuposición y en la regencia: la expansión o contracción del tiempo y del espacio presuponían el grado de velocidad imprimido a esas categorías, de modo que ya se podía decir que el tempo era siempre el término regente y que, en consecuencia, la musicalización había alcanzado el núcleo de la teoría.
Aunque el autor francés no haya desmenuzado debidamente ese préstamo tomado del campo musical, no es difícil suponer que esto haya sido así no sólo por las designaciones técnicas, importantes en sí mismas, sino también por las configuraciones pasionales asociadas a las categorías del tempo. De hecho, los puntos extremos de ese concepto han sido ya muy bien denominados en el ámbito musical: lento y vivo. Son términos precisos para indicar desaceleración y aceleración respectivamente. Pero en lugar de “vivo”, por ejemplo, el mundo musical dispone de términos como allegro o incluso allegrissimo, que ponen todavía más en evidencia el vínculo entre velocidad y emoción, algunas veces acrecentada con el superlativo. Además de esto, no es raro que el tipo de movimiento musical venga acompañado de un carácter, expresado con los adjetivos affetuoso, appassionato, furioso, grazioso, sensibile, etc., lo que permite formaciones como andante enérgico, allegro con brio, allegro giocoso, largo appassionato, o incluso adverbializaciones del modo de tocar: dolce, vivacissimamente, presto con fuoco, etc. Todas estas expresiones italianas, adoptadas universalmente como estandarización de un metalenguaje musical, demuestran que las variaciones de velocidad responden a una buena parte de las modalidades afectivas diseminadas en una determinada pieza.
Todo esto contribuyó a la decisión del semiotista de instituir el tempo y su componente afectivo como una de las dimensiones de la intensidad que regula el tiempo y el espacio subjetivos, haciéndolos más concentrados o más difusos. Paralelamente, al observar mejor estos últimos efectos, siempre asociados a la elasticidad del lenguaje y de la significación, Zilberberg advirtió que esos procesos de densificación y rarefacción traducían otra dimensión del sentido, anterior a la temporalización y a la espacialización propiamente dichas, que podría ser denominada extensidad.11 Las simetrías comenzaban a configurarse: por un lado, la intensidad, hasta entonces identificada sólo con el tempo, articulada en fuerte y tenue, y, por otro, la extensidad, articulada en concentración y difusión. El tempo fue entonces definido como subdimensión de la intensidad, y la incidencia de sus elementos polares, la rapidez y la lentitud, sobre la temporalidad (o duración) daba origen respectivamente a la brevedad y a la longevidad. Si la incidencia recayera sobre la espacialidad, tendríamos en el primer caso el cierre y, en el segundo, la abertura.
4. Extensidad hjelmsleviana
Si la intensidad retrata nuestro mundo subjetivo, es decir, nuestras “medidas” afectivas (nuestros estados de alma, en los términos de la semiótica), la extensidad se refiere, en principio, al mundo exterior, a la cantidad de elementos involucrados (a los estados de cosas), o, más precisamente, al grado de inclusión de los hechos abordados. El concepto de correlación empleado por Hjelmslev para definir las oposiciones dentro de un sistema lingüístico, pasó entonces a caracterizar también el tipo de interacción que la intensidad mantiene con la extensidad. La más común y productiva desde el punto de vista analítico es la interacción inversa que articula fuerte intensidad con poca extensidad: cuanto más énfasis, menos contenido involucrado (cuando decimos, por ejemplo, que necesitamos enfocar mejor nuestros objetivos) y viceversa. Pero la semiótica tensiva prevé también la correlación conversa, cuando la fuerte intensidad influye sobre la amplia extensidad: énfasis en la mayor cobertura (podemos decir, por ejemplo, que las inversiones financieras se harán en los proyectos que alcancen al mayor número de personas), o casi ningún énfasis sobre casi ninguna cobertura, lo que sería algo próximo a la paralización.
De cualquier modo, la extensidad tiene cierta historia en la glosemática, aunque la expresión en sí no haya sido formulada por Hjelmslev. Este lingüista trabajaba con las categorías intensas y extensas, mostrando que las primeras tenían presencia local en los enunciados, mientras que las otras podrían caracterizar el enunciado entero. En el plano de la expresión, el autor danés identificaba el acento como una categoría típicamente intensa, y atribuía a la modulación la capacidad de expandirse en el enunciado. En el plano del contenido, el sustantivo y sus complementos nominales cumplían la función de categorías intensas, mientras que el verbo y sus flexiones (tiempo, modo, aspecto) se presentaban como categorías extensas, con capacidad de difusión en el enunciado (hoy diríamos que también en el texto). El pensador danés demostró incluso que las lenguas naturales permiten que sus verbos se transformen en sustantivos, y que estos a su vez se verbalicen, lo que nos permite decir que la frontera entre elementos intensos y extensos en el lenguaje no es tan nítida, aunque podamos hablar de tendencias a la concentración y a la difusión en el interior del discurso (Hjelmslev, 1971, p. 197).
Hjelmslev llevó a cabo su razonamiento en el eje de la extensidad. Cuando describe el acento como elemento intenso del plano de la expresión está hablando de concentración o del aumento de densidad implicado por ese concepto, pero no propiamente de intensidad. Hoy tal vez podamos decir que toda concentración presupone cierto grado de tonificación y que eso justifica la elección del lingüista del término acento. Sin embargo, al comparar este con su equivalente en el plano del contenido, el nombre (sustantivo), constatamos que el lingüista está destacando, en los dos conceptos, su aspecto puntual, es decir, su función concéntrica en el eje de la extensidad.
5. Tonicidad como categoría
La noción de acento, sin embargo, fue transformándose en la visión de Zilberberg hasta volverse igualmente imprescindible para el análisis del plano del contenido: “consideramos que, en el plano de la expresión, el acento ocupa un lugar tan singular que difícilmente aceptaríamos que no jugara ningún rol en el plano del contenido” (2016a, p. 28). Así como la sílaba acentuada se opone a todas las demás por sus marcas de tonicidad, unicidad e indivisibilidad, el contenido “acentuado” o enfatizado posee propiedades que atraen hacia él mismo el vigor de las magnitudes que lo circundan. En una formulación bastante feliz, el autor francés explica ese papel del acento: “Todo ocurre como si la magnitud acentuada, cualquiera que sea la isotopía considerada, confiscase ‘en su provecho’ […] la foria de las magnitudes no acentuadas, es decir, desde el punto de vista interpretativo, desacentuadas” (Zilberberg, 2016a, pp. 466-467).
No se trata sólo de considerar el acento como categoría semántica, sino también de examinarlo como dispositivo que articula la intensidad con la extensidad. El semiotista encontró lo que buscaba en Ernst Cassirer. El filósofo alemán dedicó diversos estudios al conocimiento proveniente del saber mítico primordial o incluso de nuestras prácticas lingüísticas comunes, al cual comparó con el conocimiento procedente de los discursos lógicos o de la conceptualización teórica elaborada en el ámbito científico o filosófico. En lugar de la ampliación y generalización pretendidas por el pensamiento lógico, Cassirer subraya en los discursos míticos y lingüísticos una tendencia a concentrar la propia intuición en un punto específico del contenido y hacer influir en él una alta tonicidad, apartando de ese foco todo lo que no sea pertinente a la magnitud o región acentuada:
Aquí [en el pensamiento mítico y lingüístico] la visión mental no es ampliada, sino comprimida, destilada, por así decir, en un solo punto. Únicamente mediante este proceso de destilación se halla y se destaca esa su particular esencia sobre la que se pone el acento de la “significación”. Toda luz se concentra en un punto, el punto focal de su “significado”; en cambio, todo lo que se encuentra fuera de este centro focal de la interpretación lingüística y mítica, permanece prácticamente imperceptible (Cassirer, 1973 [1925], p. 98).
Fue justamente esa idea de acento en el plano del contenido lo que llevó a Zilberberg a crear en el ámbito de la intensidad una subdimensión específica para calcular el grado de tonicidad de una magnitud, aunque al principio pareciera una categoría redundante. Su articulación en elementos tónicos (acentuados) y elementos átonos (inacentuados) sirvió para precisar el énfasis o la importancia atribuida a un contenido dado. La dimensión de la intensidad, a su vez, se convirtió en una categoría amplia para abarcar las combinaciones de tonicidad y tempo. El máximo de tonicidad asociado al máximo de rapidez, por ejemplo, daría como resultado el término francés éclat (estallido), una especie de metáfora que reúne tanto estímulos sensoriales extremos (destello, estruendo) y conceptos abstractos, también de naturaleza apical (clímax, impacto, apogeo), como nociones de rapidez y aceleración. La atonía y la lentitud, por el contrario, colaborarían para la baja intensidad y sus efectos de debilidad, laxitud o incluso frialdad.
El proceso de “acentuación de la existencia” que Zilberberg encontró en Cassirer (1998, p. 112) confirmó, a decir verdad, su hipótesis tensiva muchas veces sintetizada como musicalización de la semiótica (Zilberberg, 2001, p. 55). El entusiasmo que ya había manifestado en relación con los efectos causados por la incidencia del tempo sobre la duración y la espacialidad fue transfiriéndose también hacia la actuación del acento. En el origen de todo esto estaba la observación del funcionamiento prosódico de las lenguas naturales, algo que había sido abandonado por las ciencias del lenguaje. Durante décadas, la lingüística moderna se ciñó a las unidades distintivas y significativas (fonemas, morfemas, frases y textos) que, en buena parte, daban cuenta del sentido intelectivo de los mensajes, pero dejaban fuera los recursos emocionales y persuasivos presentes en casi toda comunicación, especialmente las inflexiones melódicas que serpentean por detrás del habla, vinculando las informaciones pretendidamente neutras con las intenciones de sus sujetos. Como éste era un asunto tradicionalmente atribuido a la retórica, no había cómo insertarlo en una lingüística o en una semiótica con aspiración científica.
Lo importante, sin embargo, es lo que Zilberberg “vio” en la prosodia y que acabó por determinar sus conceptos de incremento y dirección tensiva. Así como, en el microcosmos de la silabación saussureana, el ápice sonoro, la implosión, indica siempre el inicio de una descendencia en dirección al cierre consonántico, y éste, a su vez, anuncia la inevitable reanudación de la sonorización, la explosión, que culmina en la vocal más abierta, en el universo prosódico, el componente de entonación orienta sus curvas, por más variadas que estas sean, en dirección al acento crucial que fija el umbral entre la prótasis y la apódosis del discurso. Ligadas a la cadencia fónica del enunciado o incluso del párrafo, la prótasis revela en su ascendencia melódica inicial —que puede ser presentada en sucesivas fases intercaladas por pausas— la intención del enunciador de mantener al oyente atento al desenlace que viene a continuación; la apódosis, mientras tanto, que también puede ser sucinta o alargada, corresponde a la melodía descendente emitida en la segunda parte del enunciado o del discurso, la cual posee en general un carácter conclusivo.
6. Prosodización del contenido
Lo que interesa básicamente al semiotista es el papel de los acentos —el principal y los secundarios— en la evolución de esas curvas de entonación del plano de la expresión y, en una segunda etapa, la posibilidad de reproducir esos movimientos tensivos en el plano del contenido.
En el primer caso, si pudiéramos interrumpir artificialmente un discurso que cumple el recorrido de la prótasis y detenernos en uno de sus acentos secundarios, probablemente reconoceríamos de inmediato la dirección ascendente de la curva melódica descontinuada y tal vez hasta la mayor o menor proximidad de su punto culminante. Aquí está el origen de los incrementos “más” y “menos” que, en lo sucesivo, tendrán una participación fundamental en el modelo tensivo. Como ya vimos con Gisèle Brelet, es del reposo que nace el impulso en dirección al ápice de la curva melódica y, aunque ese recorrido se extienda con pausas y segmentos intermedios, captamos esas maniobras como gradaciones que nos conducen inexorablemente al acento principal de la prótasis. Dejar la condición de reposo de la entonación significa salir del grado cero de la expresión melódica (menos menos) y, a medida que crece el vigor de las inflexiones, pasar de la región negativa (del menos) a la positiva (del más) hasta culminar en el acento principal de la prótasis (más más). Lo mismo puede decirse del movimiento descendente de la apódosis. En cualquier punto de ese descenso, podemos reconocer la dirección “pos-prótasis” establecida y esperar el destino conclusivo de la cadencia melódica cuando el auge melódico declina y hace que se extinga la expresividad (más menos).
En el caso de que no dedujéramos intuitivamente los puntos de acento que caracterizan a la prótasis y ésta no fuera definida por su acento final (y principal), que justifica el sentido —o la dirección— de los segmentos melódicos anteriores, las entonaciones serían siempre átonas, literalmente monótonas, y no llamarían nuestra atención sobre lo que está siendo dicho. Además, dificultarían la comprensión misma del contenido intelectivo.12 Son los acentos los que nos señalan las principales direcciones, ascendentes y descendentes, seguidas por el curso entonativo, y los que, por lo tanto, lo insertan en un proyecto de sentido.
En el segundo caso, al transferir esa constatación al plano del contenido, Zilberberg establece una interesante diferencia entre existencia y presencia semiótica, conceptos tradicionalmente confundidos en el ámbito de la teoría. Para el autor, es el acento, esto es, el énfasis en un determinado contenido, lo que convierte la existencia en presencia. Sin el acento, la existencia sería mera subsistencia sin orientación de sentido, sin presencia. Y cuanto más inesperado es el acento, mayor es el efecto de presencia en el plano tensivo: “cuando el ‘improbable’ acento ‘golpea’ la existencia, ésta accede a la presencia” (Zilberberg, 2001, p. 55).13 No podemos olvidar que el acento se impone como dispositivo de la intensidad y, al mismo tiempo, de la extensidad. De este modo, además de la alta tonicidad aplicada a una magnitud dada, es común que su elección acumule también una función concéntrica responsable del oscurecimiento de los sentidos de las demás magnitudes a su alrededor.
En resumen: toda magnitud que ingresa en el campo tensivo tendrá, por lo tanto, menos o más presencia en función de la etapa de intensidad en que se encuentre. Como ocurre con la melodía de nuestra habla tan pronto como sale del estado de reposo, esa magnitud puede manifestar una presencia débil, pero también, como la modulación que se encamina al punto alto de la prótasis, puede exhibir su máximo de acentuación de contenido:
El timismo desempeñaría en el plano del contenido un papel comparable al que desempeña la prosodia en el plano de la expresión, es decir que, así como la prosodia se esfuerza por realizar, mediante el juego de las modulaciones y la distribución “feliz” de los acentos, lo que denominaremos, a falta de otro término, un “perfil”, el timismo se esfuerza por regular las intensidades puntuales y difusas que sorprenden y asaltan al sujeto (Zilberberg, 1992, pp. 102-103).14
Es esta la razón por la cual el semiotista francés fue inclinándose más por la idea de prosodización que por la de musicalización, aun cuando una parte de sus decisiones metalingüísticas (tempo, ritmo, duración etc.) mantuviera el vínculo con el área musical. La prosodia responde por la distribución de los acentos que señalan las direcciones asumidas por las curvas entonativas e incluso permite que sus movimientos ascendentes y descendentes sean intercalados en nuevos segmentos sin ninguna alteración direccional. No es por otro motivo que, al examinar el plano del contenido en su movimiento ascendente, por ejemplo, Zilberberg concibe dos principales particiones (repunte y redoblamiento), pero no ve problema en subdividir el repunte en “reanudación” y “progresión” y el redoblamiento en “amplificación” y “saturación”. Esas particiones en el plano del contenido reproducen las inserciones melódicas que, en el plano de la expresión, acompañan los incrementos eventuales de segmentos lingüísticos en la formación de la prótasis. Lo mismo ocurre en la orientación descendente: las modulaciones pueden ser intercaladas en nuevos segmentos en el plano de la expresión, así como podemos tener subdivisiones para la atenuación y la aminoración en el otro plano (Zilberberg, 2016a, pp. 71-74).15
Tanto las intercalaciones melódicas como las particiones aspectuales del contenido indican, por otro lado, regencia de la desaceleración: si fuéramos directamente de la extinción (solamente menos) a la saturación (solamente más) de una magnitud o de un concepto, estaríamos aplicando la máxima aceleración; cuando, en ese recorrido, pasamos por el repunte, el redoblamiento, y además por sus eventuales particiones, estamos en franco proceso de desaceleración y, por consiguiente, de alargamiento. Así, la prosodia da cuenta de la tonicidad y del tempo: “en relación con la prosodia, la intensidad, al oponerse a sí misma con sus elevaciones, sus descansos y sus descensos, con sus aceleraciones y desaceleraciones, controla lo que habría que llamar la música del discurso o incluso el discurso antes del discurso” (Zilberberg, 1992, p. 77).16 Pero, por lo que hemos venido reiterando a lo largo de este texto, la prosodia explícita del plano de la expresión y la “prosodia inmanente al plano del contenido” (Zilberberg, 1999, p. 176) determinan incluso la dirección (ascendente o descendente) seguida por la magnitud que ingresa en el espacio tensivo, además de la energía o la dinámica fórica que la moviliza en sus trayectorias.
7. Gramática tensiva
Con todos esos nuevos recursos teóricos, el autor puede elaborar entonces de un mejor modo su gramática, que explica la incidencia del eje de la intensidad sobre el de la extensidad. Esta vez la categoría del tempo ganará una adyuvante de peso: la categoría de la tonicidad. Cuando ambas, en sus puntos positivos extremos, recaen sobre la extensidad, privilegiando, por ejemplo, la concentración, tenemos como resultado no sólo la reducción drástica de la extensión propiamente dicha por obra de la rapidez, sino también una considerable exclusión de los sentidos no pertinentes por obra del acento tónico que, según Cassirer, oscurece todo en su entorno. Se trata aquí de una de las operaciones que el semiotista sitúa en su sintaxis extensiva: la selección. Si el acento no fuera incisivo y la atonía prevaleciera en la regencia de la extensidad, tendríamos inmediatamente la pérdida de foco de sentido y la tendencia obvia a la dispersión de los valores y de los contenidos, un campo propicio para las operaciones de mezcla, digamos, desproporcionada. El mecanismo habitual de la selección consiste en la extracción de una magnitud o de un valor y en la consecuente eliminación de los elementos indeseables, lo que indica la influencia de una alta tonicidad en la calibración de esos procesos, pero también mucha rapidez, como es propio de los procedimientos paradigmáticos. En cuanto a la mezcla, en su propensión general a integrar otras magnitudes y sumar otros valores, depende, en principio, de la nivelación de contenidos inacentuados y, al mismo tiempo, de una mayor morosidad para la conjunción progresiva de los elementos. El semiotista asocia ese tipo común de mezcla a la noción cassireriana de profanación y la somete a la axiología del menosprecio (Zilberberg, 2004, p. 89).
Tales situaciones son casos de correlación inversa entre intensidad y extensidad, lo que significa que el aumento de la primera categoría acarrea la disminución de la segunda (alta velocidad y alta tonicidad causan la concentración), mientras que la disminución de aquella produce el aumento de esta (baja velocidad y baja tonicidad causan la dispersión). Pero podemos tener casos de correlación conversa cuando, por ejemplo, la alta tonicidad influye sobre la alta extensidad, como es el caso de la mezcla, pero en esta ocasión con criterios para establecer la coexistencia de los elementos seleccionados. En otras palabras, algo que es inherente a la selección puede, en algunas circunstancias, formar parte también de la mezcla: “las operaciones de mezcla tienen un límite, de cierta forma provisional: a una altura dada es necesario impedir cualquier adición suplementaria con el fin de no obliterar, de no ‘desnaturalizar’ la identidad de la mezcla deseada” (Zilberberg, 2004, p. 90). El autor francés no llega a justificar la mezcla selectiva por la influencia del acento tónico como lo hacemos aquí, pero identifica en esos casos la interferencia de una axiología del mejoramiento. Es un modo de acentuarla, porque el semiotista ve en ese tipo de mezcla una forma de “enriquecimiento”.
Así como tenemos aumentos y disminuciones —o procesos de ascendencia y descendencia— en el plano de la intensidad que nos permiten hablar, por un lado, de repunte seguido de redoblamiento y, por otro, de atenuación seguida de aminoración, tenemos también, en el plano de la extensidad, esos extremos de selección y de mezcla. Podemos decir que tanto una como otra sufren aumentos y disminuciones en direcciones opuestas: [más selección/menos mezcla] o [más mezcla/menos selección]. Pero podemos añadir todavía que toda selección está sujeta a las acciones de la mezcla, y que toda mezcla, en algún momento, será sometida a la selección. La atracción que estos conceptos polares ejercen, uno sobre el otro, y los intervalos graduales que establecen sus movimientos de pasaje están en la base del pensamiento tensivo. Zilberberg lo expresa así:
Al igual que en la gramática intensiva el incremento y la disminución se convierten en objetos el uno para la otra, en la gramática extensiva la selección y la mezcla, disjuntas en el sistema, se convierten también en objetos una para otra en el proceso: el sujeto semiótico no puede menos que seleccionar mezclas cuando apunta a valores de absoluto y mezclar selecciones cuando se orienta a valores de universo (Zilberberg, 2016a, p. 137).
8. Gramática de la espera
Lo que está en juego, a decir verdad, es el perfeccionamiento gramatical de la teoría. Si imaginamos tres conceptos dispuestos en una estructura elemental a la manera de Greimas, con S subsumiendo s1 y s2, y escogemos uno de sus puntos extremos (s2, por ejemplo) como objeto principal de nuestros estudios, lograremos el fortalecimiento de su densidad conceptual que, en general, coincidiría con el debilitamiento parcial o total del concepto opuesto (s1). Pero lo que ocurre no sólo es esto. Como el extremo momentáneamente olvidado forma parte de la estructura global y toda estructura presupone, como hemos visto, un término complejo (S) que garantiza la coexistencia de ambos puntos por contener sus rasgos comunes, tal olvido se manifiesta como una falta (en el sentido narrativo) que, tarde o temprano, tendrá que ser cubierta por el sujeto. Un ejemplo figurativo, ya citado anteriormente, es el de la lingüística “científica” del siglo XX que, en su auge investigativo, apartó de sus metas todos los matices subjetivos atribuidos a la antigua retórica o a la semántica clásica. La semiótica de Greimas adoptó diversos principios epistemológicos de esa lingüística estructural; sin embargo, desde sus primeros textos de implantación de la teoría ya despuntaba un objeto oculto que, en el fondo, representaba la búsqueda de la subjetividad desaparecida de los modelos. Surgieron entonces numerosos estudios sobre las modalidades, las figuras pasionales y las oscilaciones tensivas que se volvieron imprescindibles para la semiótica de hoy.
Como detrás de los proyectos teóricos está siempre el propósito de construir modelos de previsibilidad, ese dinamismo estructural, basado en la solidaridad de los términos opuestos y en la conciencia de que el futuro objeto será siempre el elemento sublimado en el presente —o que es resultado más de una madurez científica que de una influencia freudiana…—, ya es parte del pensamiento semiótico y metodológico actual, incluso cuando se trata de estructuras microcósmicas. Desde el inicio de su proyecto tensivo, Zilberberg llamaba la atención hacia ese destino objetual de los conceptos extremos descartados: “cuando el tempo y la duración adoptan valores extremos que los hacen incompatibles, el término excluido se convierte en el objeto de carencia y el sujeto se transforma en sujeto pático, en sujeto de espera, y una narratividad fuerte es movilizada” (Zilberberg, 1990b, 147).17
Así, para el autor, “todo aumento esconde una disminución —y recíprocamente—” (Zilberberg, 2004, p. 78), lo que nos hace pensar que la dirección asumida por el sujeto o por una determinada magnitud siempre pone en juego también la dirección opuesta, aunque esta necesite tiempo para manifestarse. Los conceptos inacentuados en un discurso dado tenderán a ser, aunque no necesariamente, los más enfatizados del discurso siguiente, y así sucesivamente. Lo mismo sucede en el plano de la extensidad. Podemos concebir una exacerbación de la selección (selección de la selección), pero esa recursividad sólo potencializa todavía más la perspectiva de la mezcla que siempre permanecerá como horizonte posible e incluso probable. Tuvimos, en la historia de la canción brasileña, un ejemplo bastante conocido en el medio musical. La bossa nova, célebre entre otras cosas por eliminar de las composiciones una buena parte de los recursos considerados entonces como excesivos, tanto desde el punto de vista musical (disminución del volumen de la voz, de las curvas melódicas, de los timbres de acompañamiento, de las notas de los acordes, etc.) como desde el punto de vista de las letras (simplificación y desdramatización de los temas tratados), llegó a estar lo más cerca posible a la “canción absoluta”18 con la práctica de una intensa selección. En una fase siguiente, artistas que se formaron en la perspectiva de ese movimiento como Caetano Veloso, Gilberto Gil y Tom Zé, fundaron el tropicalismo, cuyo proyecto principal era concebir una “canción universal”, influida por la canción pop internacional, la joven guardia de Roberto Carlos, la vanguardia literaria y musical, el folklore, la música de radio de todos los tiempos, en un grado de inclusión que podría definirse como mezcla de la mezcla. En ningún momento, sin embargo, los artistas citados renegaron la selección promovida por la bossa nova; al contrario, admitían explícitamente que ambas direcciones extensivas participaban del mismo proyecto de evolución de la música brasileña. La diferencia radicaría solamente en el acento puesto sobre la selección en el primer caso, y sobre la mezcla en el segundo. Ahora bien, sin haber conocido nunca, a no ser eventualmente por haber oído hablar de ellos, los dos movimientos emblemáticos de nuestra cultura, Zilberberg formula la teoría que les es subyacente:
La sintaxis de la extensidad operaría exclusivamente por selecciones y mezclas, de tal suerte que cada operación tendría siempre a la otra por objeto: la selección recae sobre mezclas que ella misma deshace, en la exacta medida en que la mezcla incide sobre las resultantes de selecciones anteriores (Zilberberg, 2004, p. 72).
Volvemos así a la cuestión gramatical que sobrevuela todas esas constataciones. El hecho de que la elección de un modo operatorio (disminución o selección) instaure el modo contrario (aumento o mezcla) como objeto proporciona más elementos para la construcción de la gramática tensiva. Y tal vez el elemento principal sea el concepto de espera, tan bien explotado por la gramática narrativa. El sujeto espera por su objeto, del mismo modo que el verbo transitivo, en los términos de la gramática tradicional, produce la espera por el objeto directo. La espera está siempre en el centro de las gramáticas. Al estudiar algunas figuras del lenguaje desde el punto de vista semiótico, nuestro autor concluye: “Y tocamos probablemente uno de los componentes del secreto de la espera: la síncopa pide, espera la hipérbole, así como la metáfora espera la metonimia. O a la inversa” (Zilberberg, 1990b, p. 147).
La relevancia de la espera está exactamente en crear una previsibilidad gramatical que ayude a robustecer el pensamiento teórico. Sabiendo esto, la semiótica de Greimas dedicó décadas de estudio al papel de la espera en la construcción del sentido por la vía narrativa. Zilberberg participó de ese interés por el concepto, pero, por esa misma razón, poco a poco fue inclinándose por las nociones que tomaban la dirección opuesta: la sorpresa, el sobrevenir y el evento. Ninguna de ellas sobreviviría a la ausencia de la espera.
Para concluir
No hay duda de que Zilberberg aprendió a “semiotizar” en la lectura de Saussure, Hjelmslev y Greimas. Su vasto interés por la literatura y por la estética en general lo llevó también al pensamiento no tan sistemático pero altamente refinado de Paul Valéry. A partir de entonces vislumbró la posibilidad de traer a la semiótica los principios temporales que, en opinión del poeta francés, deberían preceder toda reflexión seria sobre el sentido. No solamente Valéry, sino también otros autores, especialmente Charles Baudelaire, Gaston Bachelard y Claude Lévi-Strauss, lo condujeron a la construcción de un contrapunto entre semiotización y musicalización: proseguía así la búsqueda de un modelo para explicar la formación del sentido, pero ahora con la participación de categorías dinámicas que le permitían hablar de “estructura tensiva”,19 algo inconcebible en los inicios de la semiótica. Su teoría incorporó entonces nociones como las de ritmo, velocidad, duración y acento. Este último, importado de la música, pero también del plano de la expresión del lenguaje verbal, le dio el impulso necesario para proponer finalmente la prosodización del contenido que vimos atrás, no sin antes haber fundamentado su hipótesis en las enseñanzas de Ernst Cassirer, filósofo que en sus estudios sobre el lenguaje y el mito ya había llegado a un concepto bastante elaborado de acento en el plano de la significación.
Faltaba, sin embargo, el encuentro con la obra de Gisèle Brelet descrito al principio de este texto. En el campo de la música, ella también había pensado en la espera como un sentimiento gramatical, por decirlo de alguna forma: “la espera es el sentimiento formal principal y central, aquel que continuamente subyace a la forma sonora” (Brelet, 1949, p. 572).20 Solamente que todavía no existía la semiótica de Greimas.