1. De la resistencia y la dificultad
En sentido homenaje a Claude Zilberberg, este trabajo debería subtitularse la atracción por la dificultad, pues nada expresaría mejor mi vinculación con la semiótica tensiva y su creador que dichas palabras.
Esa frase llegó a convertirse en contraseña de la comunicación que manteníamos, lo cual tuvo lugar a partir de que él la dijera una primera vez con relación a mis ensayos. Estos trabajos manifestaban para él mi atracción por la dificultad y ellos eran, curiosamente, ejercicios de su teoría. Su comentario me resultó un bello gesto en el cabal sentido greimasiano, acto contundente capaz de desmontar cualquier escenario de sentido: puesto que si a la semiótica me dedicaba... y a la teoría tensiva en particular ¿no era ello, acaso, evidente consecuencia de una atracción, además compartida con él mismo, por lo que está lejos de ser fácil? Ante mi inocultable desconcierto sonrió el maestro, con divertido desencanto, como era algo muy suyo.
Cuando conoció el esbozo de estas reflexiones, borrador que yo preparaba con la idea de participar en el Seminario de París, periodo 2009/2010, me dijo con renovado humor: “confirmo, una vez más, que tú padeces la atracción por la dificultad... desde ya Rilke es un poeta difícil...”
Tiempo después, he encontrado mayor comprensión sobre el contenido que Zilberberg le otorgaba al adjetivo difícil. Fue en una cita que él mismo hiciera, apropiándosela, de Paul Valéry al terminar su artículo “¿Un par incierto?”, artículo con el que todavía alcanzó a contribuir en el dossier sobre la inmanencia publicado en el número 31 de Tópicos: “El mundo continúa; así como la vida y el espíritu, a causa de la resistencia que nos oponen las cosas difíciles de conocer” (Zilberberg, 2014). Y también sobre la angustia que produce la resistencia, causante de lo difícil, habló Claude Zilberberg, pero mucho antes, en Puebla, y aquella vez con relación a Freud. Estaba parado junto al pizarrón, donde fulguraba el dibujo a gis —hecho por él— de uno de sus diagramas, puso la mano sobre la mesa contigua y se recargó sobre ella para mostrar cómo la tabla se oponía a su fuerza.
Ahora que el tiempo ha pasado y que sus lecciones no podrían ya aclararnos mejor cuál es el trazo de sentido que une la resistencia de las cosas con lo difícil, sólo resta la continuidad del mundo y hacer que ella nos dé acceso a un poco más de significación.
2. El legado de la semiótica tensiva
Con toda la dificultad, la angustia, la resistencia y la fuerza, no queda más que asentirlo: la obra de Rainer María Rilke es difícil, como lo es toda gran literatura, la poesía, como toda teoría y, aunque en otro orden de cosas, como todo acontecimiento vivido capaz de convocar la cuestión de la existencia. Aunque acuciante e insondable, es ésta sí una cuestión imperecedera, una pregunta siempre sin respuesta satisfactoria y ello constituye una condición humana acotada en sus propios términos. Ya sean ínfimas conexiones profundas las que tejen esa demanda existencial tendida hacia cada sujeto en el mundo y proyectada hacia el horizonte, o bien, sean complejas armaduras figurativas las que suelen manifestarla en el discurso, en los innumerables textos de la cultura. Unas y otras, se sostienen en el fondo por la elemental tensión de dos absolutos: vida y muerte.
Pero si entiendo bien, el legado de la obra de Claude Zilberberg es toda una argumentación en favor de los valores no absolutos, es decir, de los llamados valores de universo. Estos son los que mejor responderían a la cualidad que los distingue, ya que están constituidos gracias a la valoración ejercida por sus valencias constituyentes; dimensiones que, a su vez, están regidas por la dinámica propia del lenguaje. Y esto implica la dilucidación entre lo semejante y lo diferente, el alcance entre los más y los menos, además, la concurrencia necesaria de un valor ajeno para completar la significación de una magnitud tomada como valor.
Así, para Zilberberg, entre los conceptos que recubren estos dos términos que acabamos de mencionar: significación y valor, hay una relación de equivalencia tautológica. Esto es, si algo vale es porque significa y, si algo significa, es porque vale; lo cual expande hacia lo inconmensurable las articulaciones del sentido. Ello otorga, en consecuencia, una ubicación propia en la estructura a los intervalos y tonalidades, los cuales no tienen lugar en las categorizaciones absolutas, o, si pálidamente lo tienen es sólo como tránsito, pasaje o mediación subsidiaria hacia los absolutos.
La teoría semiótica del valor, que aquí hemos convocado de manera sintética, permitiría posicionar de otro modo la problemática de la existencia en la esfera del sujeto. Atendiendo a su etimología, existencia indica lo que está ahí, o lo que está fuera; entonces, sería lo que está fuera de los dos absolutos que integran la categoría vida vs. muerte. Lo que está fuera de ellos serían las corrientes de sentido que se entrecruzan entre uno y otro, las direcciones de ascenso o de descenso de intensidad desde o hacia cada uno de ellos, el tempo y el ritmo que regula el modo en que se llega a cada uno de esos opuestos inconciliables, la espacialidad o la temporalidad que los dimensionan, incluso, también, los golpes de intensidad que pueden desarticular la categoría que los contiene. Lo cierto es que el sujeto está conminado, desde su estar fuera, a incorporarse en esas corrientes de sentido.
Tal es la cuestión que plantea la “Octava Elegía” (Rilke, en Ferreiro Alemparte, 1968; 2015), aunque lo haga bajo la cobertura de lo que se podría identificar, desde cierta perspectiva, como una semiótica del espacio. Esto es, hablando del espacio como un valor de la percepción, la Elegía va estructurando dichos absolutos y los va declinando en valores de universo. Es decir, desde la presencia del sujeto en el mundo y ante la perplejidad que producen esos acontecimientos humanos que no admiten relatividad alguna, el proceso discursivo del poema va aprehendiendo el sentido del espacio y configurando así lo que está más acá del límite que se le atribuye. Lo que está más allá permanece libre, sin figura.
3. El espacio puro
Pero nosotros no tenemos nunca delante, ni un solo día,
el espacio puro, en donde las flores
se abren infinitamente. Es siempre mundo,
y nunca ese ningún sitio que nada limita… (Rilke, en Ferreiro Alemparte, 1968)
Pero nosotros nunca
—ni un solo día—
tenemos el espacio puro ante nuestros ojos
—donde las flores infinitamente
se abren. Siempre en el mundo
y jamás todo aquello
que no está en ningún lado y que nada limita (Rilke, 2015).
Con este extracto de la “Octava Elegía” —la cual se encuentra completa al final del trabajo— es que quisiera sustentar lo dicho hasta aquí, porque fue una renovada lectura de este poema lo que me llevó a arrojar sobre él una mirada que hace pie en la teoría semiótica.
Se advertirá de inmediato que he recurrido a dos traducciones distintas de la obra, pero no discordantes. La última es la que realizó Juan Rulfo y a ella me atendré, porque Rulfo, siendo creador en lengua española, elaboró una versión propia a partir de su privilegiada lectura de escritor, su oído de la palabra poética, y el cotejo minucioso de diversas traducciones a nuestra lengua. Sin embargo, no dejaré de tener en cuenta para consulta alternativa la traducción de Rilke (1967) realizada por José María Valverde y por Jaime Ferreiro Alemparte (1968), pues son las que más han circulado en el mundo hispanohablante.
Estas reflexiones sobre el espacio como valor semiótico, o, dicho de otra manera, sobre la significación del espacio, puesto que valor y significación, como dijimos, se presuponen mutuamente, fueron suscitadas por el poema de Rilke en tanto allí se concibe a dicho dominio como una complejidad cargada de affect por estar comprometida en la cuestión de la existencia; sin embargo, susceptible de ser analizada.
Tales reflexiones, como es evidente por lo que se ha venido diciendo, retoman la teoría del valor saussureano que Claude Zilberberg actualizó en su gramática tensiva. Es necesario, entonces, traer a la memoria que todo valor se sustenta como magnitud en una condición sine qua non: la relatividad radical, es decir, una relatividad siempre relativa. Dicha condición a su vez conlleva una dinámica constante de comparaciones, la cual hace que todo valor conserve su forma sólo de manera provisional y que no alcance a tomar su valor, o sea, aquello que le da su identidad propia, sino cuando esté en relación con otros valores del mismo sistema y, además, con otro, pero de un sistema distinto, con el que, tal valor, tenga equivalencia.
Tratándose en este caso de un sistema implicado en la extensión, cabría la pregunta: ¿con qué otro sistema el espacio como valor contraería equivalencia? La respuesta no se hace esperar, pues, pareciera que el sistema del tiempo es su par opuesto y correspondiente, aunque la explicación de las delicadas conexiones entre ambos dominios no es tan inmediata ni tan simple.
Ahora bien, de acuerdo con estas consideraciones el valor está imbricado en una red de valoraciones a la que él mismo contribuye a generar mientras se constituye a sí mismo y ese entramado sería, en términos saussureanos, el seno de la vida social donde se desenvuelve el lenguaje, lo cual se traduciría en términos hjelmslevianos como las apreciaciones colectivas y, en los de Lotman, como la semiósfera. Greimas hablaría más bien del conjunto de los discursos que conforman la cultura o de las praxis enunciativas que los realizan, puesto que en unos y otras los valores encadenan una sintagmática de sostén de la significación. Ocurre que los valores están vertidos en los objetos que el sujeto tiene en perspectiva para conjuntarse con ellos, porque le faltan y desea poseer, o, siendo el caso de que le sobran y desea despojarse de ellos, el despojo mismo y la liberación que produce sería el objeto-valor en perspectiva. De cualquier modo, sujeto y objeto se estructuran mutuamente en esa densidad de valoraciones.
En cuanto a Zilberberg, sin dejar de hacerse cargo de todo lo anterior, su mirada va más bien hacia el interior de cada valor y aplica la misma lógica relativista pero revertida hacia la constitución propia de cada magnitud significante antes de ser comparada con otra, o, mejor dicho, durante el proceso de comparación y, simultáneamente, con el proceso de autoconstitución. En esta teoría, se toma un valor y se lo analiza en sus definiciones internas y a la vez constituyentes, condiciones que han hecho posible su emergencia y su calidad de favorecer al sistema que lo integra. Así, no habría valor que no sea la culminación de aquello que lo configura, lo define, tales como son las valencias, las cuales funcionan como factores de combinación, o de correlación entre las dos dimensiones contrarias, intensidad y extensidad, que coexisten en los valores. Por lo tanto, cada uno de estos posee una valencia intensiva y una valencia extensiva que son solidarias entre sí y se definen mutuamente, pero, avanzan de manera divergente en un devenir de asegurada constancia y en un presente que no cesa.
Desde estas consideraciones cabe la pregunta: ¿cuál sería la forma semiótica del espacio puro del que habla la Elegía con cierta nostalgia y no sin reclamo? El esquema tensivo que ofrezco a continuación (Figura 1) podría ayudar a responder esta pregunta. Al menos, como un comienzo de respuesta.
El anterior, sería un modelo paradigmático de los distintos esquemas elaborados por la teoría tensiva; en lo particular, sería el diagrama que se presenta para explicar la concepción tensiva del valor. Aquí el espacio, entonces, visualizado como valor, surge en el seno del esquema como una magnitud de exacta medianía entre un gradiente intensivo, Vi, y un gradiente extensivo, Ve. Estos gradientes, de los infinitos contenidos en las valencias intensiva y extensiva, son emergentes por ser valores densamente cargados de sentido; claro está, para el universo semántico del discurso hipotético del que este esquema haya sido abstraído.
Así, en este ejemplo, el espacio, cumpliría con ser un valor porque es relativo a otros dos valores que lo definen y lo constituyen y, aunque todo pareciera pertenecer al mismo sistema, aquí el espacio cubre el requisito de funcionar como un tercer valor. Esto ocurre porque —pudiendo ser su equivalente— confirma a los otros dos, Vi y Ve, magnitudes que están en comparación con los más o los menos de las dos dimensiones, intensiva y extensiva. Las cuales, siendo opuestas y distintas, funcionan como valencias. Al mismo tiempo, operan como sistemas diferentes, puesto que, dichas dimensiones responden a materias cuyos órdenes no son de la misma naturaleza, sin embargo, claro está, convergentes y correlacionables por el espacio. Evidentemente, aquí la significación aún no se completa, ya que faltaría una comparación más, aquella que tendría que venir de un sistema equivalente pero totalmente externo y que pudiera ofrecer un valor otro con el que el del espacio —aquí analizado en su valoración interna— pudiera ser trocado. Por lo tanto, habría que hacer intervenir otro esquema tensivo del que surgiera un valor que estuviera en correspondencia con el universo semántico al cual pertenece y que pudiera ponerse en relación con el anterior.
Dicho esto, se constata que este espacio visualizado como valor en la estructura tensiva es totalmente relativo, lo es con respecto a su propia constitución interna y con respecto a otros; por lo tanto, pertenecería a los valores de universo. De allí se desprende que, de ningún modo, este espacio podría tratarse de ese otro, puro, que reclama la “Octava Elegía”.
En efecto, el espacio puro no tiene lugar en la estructura, se encontraría por fuera de ella y sólo sería vislumbrado en su pureza y en su carácter absoluto por el hecho de estar puesto en la mira en la dimensión de la intensidad. El eje vertical apunta hacia lo alto, deictiza “lo abierto” por un máximo de más de más, y enfatiza así “lo que no está en ningún lado y que nada limita: lo puro y sin custodia”, pero a donde el eje como tal no llega. No alcanza hasta allí porque ese eje está tensado por una fuerza que se dirige hacia otra dimensión y que el eje horizontal manifiesta en su avance hacia la extensidad. Y es, precisamente, en esta última dimensión donde habría límite y habría término. Así, desde estas discretizaciones se configuraría, entonces, “no lo abierto” del espacio sino aquello que, en este poema, se denomina el mundo. De manera que el esquema tensivo de aquí arriba, nos permitiría visualizar el espacio como una complejidad equidistante entre una valencia intensiva, que apunta hacia la profundidad del espacio puro, y una valencia extensiva, donde es posible aprehender el espacio del mundo cuya intencionalidad se dirige hacia la profundidad de la extensión. Anoto en este punto que, para Claude Zilberberg, ambas dimensiones se dirigen —respectivamente— hacia la profundidad.
4. El espacio del mundo
El espacio del mundo, es decir, donde se despliega el espacio en tanto valor relativo, lo es para los que habitan el mundo y desde allí impulsan su voz. En efecto, en este poema, alguien habla. Es ego, claro está, bajo nosotros, quien se queja de estar “siempre en el mundo”. Es necesario tener presente que la elegía, en tanto especie del género poético, tiene su especificidad: es una composición que, aunque no tenga ni estrofa, ni metro fijo, sí tiene como temática particular —y esto es lo que la distingue— el hecho de ser una lamentación. Y las lamentaciones —el plural, aclaro, es porque casi siempre se integran con varias unidades parciales dentro de una totalidad abarcadora— incluyen el sentimiento de falta y la queja. Esta última, no sólo como expresión del primero sino, además, como la proyección del affect hacia otro, tú, en este caso ya incluido en nosotros, al que algo se le reclama o al menos se le acusa de algo y se le demanda compartir el lamento. En cuanto al sentimiento de falta, ésta es más compleja, ya que puede referirse a la pérdida, de aquello que ahora falta y que antes se tenía, o, a lo faltante, es decir, lo que le falta a ego —en su calidad de sujeto disjunto frente al objeto de valor y de deseo— para alcanzar el estado de plenitud y que podría obtenerse todavía, o a lo que falta de manera inherente y que ya nunca se tendrá. Siendo que cada tipo de falta caracteriza una afección que le es correlativa, surge la pregunta: ¿Cuál sería, entonces, la falta por la que ego se lamenta y se queja en esta Elegía?
La respuesta a la anterior pregunta parece saltar a la vista: la falta del espacio puro. Y éste en oposición al exceso del espacio del mundo, mismo que aparece depreciado, despreciado o subvaluado y donde se anida la queja. Sin embargo, en esa oposición se establece una complejidad donde se configuran otros contenidos que el análisis aspira a desentrañar. ¿Y se podría decir que la afección que provoca la falta del espacio puro es la melancolía? Pareciera que no, porque este sentimiento está atribuido a las bestias:
[…] Y, no obstante,
en la bestia, avizor y caliente, gravita
el peso y la inquietud de una enorme y pesada
melancolía.
Pero en el siguiente apartado se habla del recuerdo, que es una de las funciones de la memoria y ésta no deja de estar asociada a la melancolía.
Porque a ella le agobia siempre lo que a nosotros
nos subyuga a las veces: el recuerdo
—como si ya una vez, eso, a lo que se aspira,
hubiera estado próximo, más fiel
y dándonos en ese nuevo apego
su infinita dulzura.
En estas líneas se establece una diversificación en cuanto a lo que es propio de los animales —las bestias en particular— que es el hecho de ser soportes de melancolía, y, a lo que corresponde al sujeto incluyente nosotros: el estar subyugado a veces por el recuerdo. Se trataría, entonces, de una melancolía cuya tonicidad está atenuada en virtud de estar intervenida por la memoria, órgano inteligible, mediante su función de retrotraer al presente acontecimientos vividos en el pasado y producir —sólo a las veces— curvas de ascenso tónicas hacia la intensidad. Cierto, la melancolía queda allí implicada como un presupuesto humano de origen. Pero, diríamos, en ese volver a sentir —nuevo apego, dice— que otorga el recuerdo, la vuelta a la melancolía está ya tamizada por lo inteligible y sólo se enuncia como infinita dulzura.
Lo anterior conduce a decir que el valor del espacio, constituido por el espacio puro, de un lado, y el espacio del mundo, por otro, tiene como vértice al sujeto que habla en la Elegía y que se asume como nosotros. Desde ahí es que el espacio es un valor como tal, o sea, relativo, en tanto es ese sujeto enunciante en el poema quien se refiere a un espacio puro, fuera de su estructura, aunque presente en su deseo y en su valoración, y, a un espacio mundo, que le concierne pero que no lo desea. Este espacio de los límites, del “aquí todo es distancia” sólo permite el recuerdo, la nostalgia por haber estado en contacto, más bien en comunión, alguna vez con aquel espacio perdido.
Este sujeto que habla desde la nostalgia y que constituye el espacio en sus dos definiciones, quiere involucrar al tú contenido en nosotros y persuadirlo —seducción mediante el trabajo sensible de la palabra poética— de una verdad en la que cree: hay que aspirar al espacio puro, aunque más no sea en la misma lamentación porque tal espacio tiene existencia propia, si bien fuera del mundo humano. Así mismo, el sujeto enunciante sugiere que volver a encontrarse con el espacio puro es posible. La asunción de la melancolía atenuada en la figura del recuerdo intermitente y en la cercanía de los animales, actualizan dicha posibilidad —la cual, va de suyo, no podría ser de otro modo que virtual— y la proyectan hacia una realización, que quizás sólo ocurra en el planteamiento de las preguntas o quizás en el modo potencial.
Por lo tanto, en el punto 0 del esquema tensivo anterior corresponde apuntar S y así confirmar que el sujeto es el punto 0 de la estructura y punto de partida del sentido del espacio. Así, el sujeto está en la convergencia de los menos de intensidad y los menos de extensidad, se trata aquí de la zona negativa del diagrama, la cual constituye el máximo de las potencialidades —incluida en ellas la de que el sujeto posea el control— puesto que desde allí crece el aumento hacia los más, en una u otra de las dos dimensiones, y a partir de ese movimiento de tensión y distensión se establecen las correlaciones. Emerge, en consecuencia, la significación del espacio; la que no es sólo del orden semántico, ni mucho menos sólo del aspecto cognoscitivo de la semanticidad.
Ahora bien, las correlaciones que acaecen en el seno del esquema tensivo también serían posibles porque el sujeto es el vértice del ángulo que trazan las dos dimensiones que él percibe en su existencia y hace percibir en su discurso. De manera que el espacio —tanto al que, en esta Elegía, se llama “puro”, como al que se denomina “del mundo”— no puede ser sino espacio de percepción, en el que se asocian rangos y valencias de ambos espacios. Así, en la intensidad el sujeto siente lo puro, lo abierto, y, en la extensidad dilucida, finca límites, términos y visualiza diferencias. Sin embargo, en la extensión diferenciada a la que llama “el mundo de las formas”, este sujeto incluyente, nosotros, pareciera encontrar sólo lo informe, lo que necesita organización y que produce agobio.
Desde allí, espectador siempre, “en todo tiempo” y frente al mundo, “en todos los lugares”, el sujeto busca en realidad la forma como asociación, semiosis diríamos, correlación del espacio del mundo con el espacio puro, el que está “más allá”, el que visualizábamos —líneas atrás— fuera de la estructura. La organización, que comprende tanto la selección, como el descarte y la mezcla, así como el establecimiento de los límites, y que sólo pertenece al espacio del mundo, o sea, a la extensidad sin asociación con la intensidad, se le escapa o se le rompe a quien se proclama nosotros al tiempo que se queja: “y nunca más allá!”
¡Y nosotros
meros espectadores
en todo tiempo, en todos los lugares,
vueltos siempre hacia todo y nunca más allá!
El mundo nos agobia.
Lo organizamos. Pero
se derrumba en añicos.
Lo organizamos otra vez y, entonces,
nosotros mismos
caemos rotos en menudas trizas.
Por consiguiente y tomando en cuenta lo que hemos venido diciendo hasta aquí, el esquema anterior se transforma de la siguiente manera (Figura 2):
En la confluencia de las dos dimensiones, se observa, entonces, S, el sujeto frente al espacio percibido como un valor, por lo tanto, se trata de un sujeto percibiente que en su enunciado mismo implica a un sujeto otro sobre el que ejerce su función perceptivizante, o sea, acción de hacer percibir a otro su propia valoración del espacio, sus confluencias, o sus faltas de correlaciones —aunque anheladas— entre el sentir puro y el mundo.
En efecto, este valor-espacio, para tomar forma en la percepción del sujeto, necesita dos valencias constituyentes. Dichas valencias son: la intensidad del espacio y la extensidad que la define, al tiempo que esta última concretiza —sobre la horizontalidad— la dimensión espacial misma, la que reconocemos como la extensión propia del espacio. Así, la valencia de la extensidad se constituye a partir de la relación de diferencia y semejanza, mediante oposiciones que pueden categorizar el sentido del espacio y convertirlo en espacialidad significante. El eje horizontal del esquema tensivo, desplegará, por consiguiente, la espacialidad para convertirla en el mundo gracias a lo que, mediante la lectura del poema, se puede identificar como los lugares. Estos últimos, figuras iconizantes finalmente, proporcionarán la inteligibilidad del espacio y cada lugar tendrá su correspondencia en la intensidad; sin que las respectivas correspondencias en el eje vertical tengan la misma precisión que los lugares poseen en la espacialidad, puesto que sólo adquirirían grados en el nivel de aumento o de disminución que ellas adquieran según las fluctuaciones de las corrientes de la foria, conforme ésta fluye en la dimensión intensiva del diagrama.
Por su parte, la valencia extensiva, dado que comprende las operaciones inteligibles, permite al sentido del espacio encontrar su definición según los lugares, los cuales se establecen mediante categorías que el sujeto realiza gracias a las ocupaciones de los distintos cuerpos en la extensidad puesto que ellos de por sí marcan los límites. Además, los lugares también encuentran su propia definición según su posición en el eje horizontal. Si ellos se ubican más bien hacia el punto cero, es decir, que han sido forjados por medio de las operaciones de selección, podemos hablar de sitios. Si, por el contrario, los lugares están posicionados hacia el extremo positivo del eje horizontal, hablaremos entonces de zonas, las que a su vez son el producto de las operaciones de mezcla entre unos lugares y otros y donde los límites son menos rigurosos. Así, las zonas presentan las siguientes características: complejidad semántica, imprecisión y un volumen difundido en la extensidad. En cambio, los sitios son más categóricos y tienen sus fronteras bien definidas, así como un volumen de mayor concentración.
He aquí una extracción del eje horizontal del esquema con el fin de obtener una mayor visualización (Figura 3):
Para adquirir forma, semióticamente hablando, el espacio de percepción necesita entonces de los lugares —ya sea que se trate de sitios o de zonas, que en la Octava Elegía están consignados como “las formas”— en correspondencia con las corrientes de la foria que fluyen en la intensidad. En consecuencia, no podemos pensar en la significación del espacio sin las finas conexiones entre las dos valencias que, en su sintaxis, le otorgan valor.
Prosigue, ahora, reintegrar en el esquema tensivo la extracción realizada y, así, la valencia extensiva encuentra nuevamente su lugar. Al hacer esta nueva composición, el diagrama se modifica de la siguiente manera (Figura 4):
Se puede observar aquí arriba que, desde los sitios, tal como lo dice el poema de referencia, el término, el límite (entiéndase por oposición a “lo que nada limita”), el lado (por oposición a “ningún lado”) y hasta las zonas, nombradas como: la distancia, la creación y todos los lugares, componen en la valencia extensiva los lugares del espacio del mundo. Así, éstos se posicionan de lo menos expandido —por ende, más restrictivo y concentrado, el término, a lo más expandido o difuso, todos los lugares, los cuales son menos categóricos, es decir, menos restrictivos y concentrados.
Para ajustar mejor este esquema con la gramática tensiva de Claude Zilberberg, debemos precisar que, los lugares (sitios o zonas), constituyen una suerte de subdimensiones, las cuales definen, a su vez, la sub-dimensión de la espacialidad, cuya dimensión englobante es, claro está, la extensidad. Por otra parte, la foria —que entendemos como la carga sensible que moviliza la timia y que anima las sub-dimensiones del tempo y de la tonicidad, ambos acogidos en la dimensión de la intensidad— constituye del mismo modo otra sub-dimensión dinámica donde circulan a contracorriente la euforia y la disforia. Así, la foria, con sus dos corrientes, es el motor de la intensidad.
Si tomamos la foria, sin sus prefijos, encontramos que, etimológicamente hablando (del griego phereim que se convierte en “foria”), significa llevar, portar. Lo que significa que la foria es lo que porta o lleva de un lugar a otro: hacia “eu” (bien), hacia “dis” (mal). En consecuencia, podemos decir que la foria es al mismo tiempo una competencia (lo que hace posible) y una energía (lo que lleva, porta de un lado a otro las sensaciones intero- o exteroceptivas y las afecciones del sujeto en su cuerpo propio). La foria se presenta, pues, en la dimensión intensiva donde se proyecta lo sensible, como lo equivalente a la carga semántica que se expande en la dimensión extensiva, dando lugar a las operaciones inteligibles. De tal manera que la foria es la carga o energía afectiva que impacta en toda la estructura del sujeto.
Antes de dedicarnos a la observación del eje horizontal en el que los lugares tienen su desarrollo, quisiéramos aportar una precisión referente al eje vertical que corresponde a la subida o a la bajada de la foria. Ésta, como decíamos, es de doble corriente: por una parte, distinguimos ese curso tónico que promueve el bienestar del sujeto y, en este caso, es que hablamos de euforia, si bien sabemos que un exceso de intensidad de este flujo provoca el efecto contrario, ya que paraliza o destruye la estructura tensiva. Y, por otra parte, hemos señalado esa corriente que va en el sentido contrario del bienestar, es decir, el malestar o disforia. Del mismo modo, un exceso de intensidad de esta corriente disfórica, produce un desequilibrio que redunda en una desestructuración del sujeto. Es importante tener en cuenta que cada línea de sentido tiene sus más y sus menos, su exceso de positividad y su exceso de negatividad, así como, también, sus puntos medios. Y no hay que dejar de observar que, según como se combinen, estos flujos intensivos pueden contrarrestarse o sumarse entre sí (Figura 5):
En la estructura tensiva que se va configurando a partir de la “Octava Elegía”, cada uno de estos lugares, ya sean sitios o zonas, del espacio del mundo, tiene su gradación correspondiente, de más, o, de menos, en cuanto a la carga sensible, o foria, que corre en la valencia intensiva. Si retenemos, por ejemplo, el término, marcado con el número 1 en la extensidad, hace par con el grado 1’ en la intensidad, lo cual conforma la correlación V1, valor que se ubica en el espacio tensivo ocupando el rango más alto en la dirección descendente puesto que ya no es el más allá fuera de esta estructura; su contrario será, entonces, V6.
Y este último resulta de la correlación entre todos los lugares, o sea, designado como 6, en el eje horizontal, y 6’, en el eje vertical, lo cual es un rango muy bajo de la foria; mejor dicho, en una de sus corrientes, ya que es el grado que está más cerca del 0 en la vertiente de la disforia, mientras que 1’, intensidad de término, posee el grado más alto de disforia. Estamos en presencia de un contraste diametralmente opuesto entre V1 y V6. Ahora bien, sigamos focalizando este intervalo de contrarios con el fin de dilucidar los intervalos subcontrarios, V2, V3, V4, V4 y V5, y aprehender así un mínimo de significación. Para continuar, es necesario leer nuevamente el poema y retener el contenido de término, lexema que se enuncia en los versos siguientes por primera y única vez:
[…] Sólo muerte
vemos nosotros; pero
el animal, libre, tiene siempre
su término tras él,
y, ante él, a Dios, y, cuando avanza, avanza
en la Eternidad, como los surtidores.
El contenido de término es tan acentuadamente tónico que no necesita ser repetido y, además, porque siendo su concentración tan estricta en el eje horizontal no impide que se distribuya extensivamente en todos los demás lugares; sin embargo, /muerte/, o sus variantes, que es el lexema al cual término sustituye y recubre semánticamente, aparece cuatro veces. Quizás este contraste cuantitativo entre sustituyente y sustituido no se deba a una tonicidad más marcada en el primero que en el segundo en cuanto al plano del contenido, sino, más bien a que en el plano de la expresión término es fonéticamente más acentuado que muerte, lo cual vuelve excesiva su repetición. De allí que, V1, posea una significación negativa tan elevada: más de menos, casi como positivamente entraña el grado superlativo más allá del espacio puro y libre de muerte, del cual esta estructura no puede dar cuenta.
El diagrama hace visible que la muerte, contenida de manera absoluta y drástica en término, está presente en todos los lugares del espacio del mundo, ya sean sitios o zonas, aunque esa presencia sea menos concentrada y restrictiva de como lo es en el término o punto final de un acontecimiento y de la vida misma. En efecto, los intervalos V2, V3, V4, y V5 van en decadencia en cuanto a la percepción categóricamente disfórica que el sujeto, “siempre en el mundo”, tiene de la muerte y ello sucede desde la primera atenuación del valor absoluto, V1, hacia la merma, V6.
Sin duda, este esquema tensivo descendente —tal como lo manifiesta el vector que engarza los distintos valores del espacio del mundo y los ordena en sus respectivos intervalos— ofrece al análisis la cabal visión de la línea de sentido que predomina en el poema. Cierto, la disforia es alta, sin embargo, permite al sujeto enunciante describir la condición de la existencia que la provoca y cuál es su motivo principal, único: la conciencia de la muerte.
Pero el lamento de la Elegía no es sólo por la conciencia de la muerte que está diseminada en todos los lugares del mundo sino, además, porque en comparación con otros seres vivientes, a “nosotros” (sujeto enunciante que incluye a tú) “el mundo nos agobia” y a ellos, con nula o menos conciencia de la muerte, pareciera no pesarles tanto. Y al estar los animales más aligerados de ese peso se separan del espacio del mundo y se aproximan al espacio puro y, en consecuencia, al “más allá”. La proximidad con el espacio puro llega a constituir un complejo fórico ascendente donde se combinan tres foremas: dirección, posición e ímpetu. La gráfica siguiente permite dar una explicación de cómo esto ocurre (Figura 6):
El sujeto, siempre emplazado en el mundo, compara la conciencia permanente que tiene del término en su existencia, con la que no poseen los animales en la suya: “Si el animal tuviera una conciencia semejante a la nuestra…” y así describe la situación de cada uno de ellos desde su punto de vista. El patrón de su valoración particular es cuánto se trasciende y se deja atrás la idea de finitud, es decir, la presencia de la muerte en el espacio de percepción. Ese alejamiento de estar frente al límite produce la cercanía con el espacio puro y el sentir el más allá, lo cual no es la postulación de una vida eterna, ni la inmortalidad, así como, tampoco, una vida fuera del espacio del mundo; al contrario, el más allá se encontraría en el aquí y ahora. Mucho menos, sugiere el poema, aspirar a la negación de la lucidez ante la categoría elemental, primera y última: vida/muerte.
Cierto, esta lamentación compara y constata: “así vivimos / despidiéndonos siempre” pero ese final nostálgico del poema tiene un comienzo que, si bien es disfórico para “nosotros”, es eufórico para la consideración de la creación universal: “Toda en sus ojos, mira la criatura/ lo abierto.” Ese inicio de la “Octava Elegía” es en sí mismo un repunte liberador por anticipado de la melancolía que va a exponerse a continuación y que se extiende a lo largo de todo el poema. Claro está que, como muestra el esquema de aquí arriba, es apenas un despegue del punto 0 proyectando un valor V1 constituido por las valencias 1 y 1’.
El segundo posicionamiento en ascenso de las correlaciones conversas, V2, es un refuerzo tónico que proviene, por un lado, de la valencia extensiva, 2: especificación de la generalidad expresada por criatura, la cual podría haber sido sustituida por animal (el seguro animal), lexema que se repite seis veces. Así, en el avance hacia la mayor capacidad de despojo en cuanto a la conciencia permanente del término, el esquema consigna la bestia como sinónimo de los grandes animales. Por otro lado, en el eje vertical, 2’, la valencia intensiva aumenta un grado más de euforia. Sin embargo, dice el poema, “en la bestia gravita el peso y la inquietud de una enorme y pesada melancolía”, es decir, la intensidad positiva posee un contrapeso en la misma corriente fórica, pues, aunque tiende al espacio puro su euforia no puede ser muy alta, dado que también sube con ella la disforia.
Un poco más arriba en la curva del vector, está V3, significación del rango 3 en el eje horizontal, la pequeña criatura, y el grado de intensidad 3’ que el sujeto percibe con euforia enfática: “¡Oh dicha de la pequeña criatura! ¡Oh dicha del insecto!”. Son instancias vivas que prosiguen en la continuidad del regazo y sin la inteligibilidad de la diferencia que establece el límite. Este intervalo es ya una expulsión de la negatividad y un aumento decidido de positividad, lo cual marca en el ímpetu el paso hacia la fase del redoblamiento.
De ahí en más, V4, correlaciona la valencia extensiva 4, lo que el sujeto llama a observar: el pájaro, entre los pequeños animales que pueblan los lugares del mundo, y su correspondiente valencia intensiva 4’. Esta última, participa tanto de una euforia como de una disforia alta, sin que haya una decisión por una o por otra: sería, entonces, “la semicertidumbre del pájaro que, por su origen, casi conoce entrambas cosas”. La metáfora del alma del etrusco indica cuáles son las dos cosas que casi conoce el pájaro; conocer, en el sentido de tener trato, pero, al mismo tiempo, casi, atenúa el comercio que las aves tienen con el espacio del mundo y el espacio puro: el entendimiento del límite y la trascendencia del mismo. “Aquí todo es distancia/hálito allí”. Habría que considerar en este punto que, como parte de la valoración que conforma el redoblamiento del ímpetu, el hecho de que hay en este doble repunte una suerte de impulso durativo, una cierta lentificación de la velocidad que conduce la energía hacia el encuentro con el espacio puro. Ello ocurre por la inclusión, entre los pequeños animales que vuelan, a aquel que, confuso y asustado de sí mismo, el aliento de arranque lo hace al salir del regazo y “… rasga en zigzag el aire, cual resquebrajadura/ en una taza”.
Se muestra así, cerca del espacio puro, una impureza, el rasgo, el trazo, de lo que marca la presencia del límite justo a un paso de trascenderlo y estando ya en la proximidad del más allá. Una vez más, euforia y disforia en alza, se contrarrestan.
Los dos siguientes valores del espacio de percepción, V5 y V6, abandonan el escenario de los animales que sirven de parangón en el discurso melancólico. En el espacio del mundo, son los amantes los que ocuparían ese lugar, 5, que se aleja tanto del término y que, por el contrario, en la intensidad, 5’, se acerca considerablemente al espacio puro.
Los amantes, si el otro no ocultase
la infalible mirada,
están ya casi allí, casi, y se asombran.
Sí, se les abre, como por descuido,
detrás del otro... Pero al otro nadie
consigue superarlo,
y de nuevo se quedan en el mundo.
Si en el caso de los animales, ellos están librados a su propia suerte y eso les permite “estar enfrente” de cara al más allá, libres del mundo y dejar el término tras de sí, en el caso de la interacción intersubjetiva, aun en el caso de la unión y comunión, el sujeto otro, o antisujeto si se quiere, impide a su par pasar al espacio puro y trascender el límite. Los amantes se ocultan uno a otro la mirada que “casi” los transporta al más allá y vuelven a quedar en el mundo.
Sólo es la significación de V6 la que logra implicar la máxima intensidad del sentir el espacio puro y ello ocurre por la correlación de un estado del sujeto en el mundo, la infancia, consignado como 6 en la extensidad, y 6’ en la intensidad; estado de existencia y estado emocional, ambos traídos al presente del enunciado por obra de la memoria: allá, en la infancia.
Esa deictización, allá, compromete las dos sub-dimensiones de la extensidad: la espacialidad y la temporalidad, pues tal localización se dice desde el aquí y el ahora a partir de los cuales ego enuncia. En este punto, precisamente, encuentra concreción la teoría de Zilberberg; y es en cuanto a los modos de eficiencia que posee una magnitud del affect, para lograr un campo de presencia en la estructura del sujeto. En la “Octava Elegía”, el allá de doble valencia, temporal y espacial, no es un antes que precede el ahora sino que ocupa el lugar de un después ya que tiene una forma semiótica potencial y que el recuerdo alcanza a virtualizar en la implicación, y la escritura misma del poema logra actualizar. Su realización es posible, por utópico que sea, en el porvenir del espacio puro al que se aspira llegar, intervalo por intervalo y aun a contracorriente de la disforia y siempre desde el espacio del mundo. De allí que el allá de la infancia queda recuperado y reforzado por el más allá de los límites, mejor dicho, de la percepción de los límites, y el acceso al sentir en silencio la emoción.
5. De la visualidad del espacio: mirar y ver
En la “Octava Elegía”, tanto el espacio puro como el espacio del mundo son del orden de lo visible pues son percibidos por la vista, ya sea mediante el órgano físico-biológico de los animales y los hombres, como es el ojo, los ojos, o, gracias a la mirada que —aunque no deja de estar asociada a la visión— hasta cierto punto se independiza de un sentido de la vista puramente ocular, preciso e inteligible, para adquirir mayor intensidad de focalización y capacidad sensible. Así, el espacio percibido en el poema tiene como punto de referencia a un sujeto visualista que ve y mira el espacio en una composición compleja. Concurrentemente, dicho espacio se manifiesta en el discurso por sus cualidades tópicas —fuera, tras, ante, adelante, están, detrás, enfrente, distancia, desde donde, regazo, hogar— y aunque apenas señalado mediante deícticos —allí, allá, más allá— tal espacio implica un actor corpóreo en el que la visualidad se arraiga.
Con lo anterior quiero decir que se trata de un sujeto —en soma & sema— plenamente emplazado en la extensión del mundo desde donde corporeiza, valora, la extensión que parece precederle y la convierte en espacio significante. Esto es: un sujeto de percepción que para reconocerse como ego y hablar de la existencia, establece una relación de doble implicación entre las dos materias que lo constituyen como sujeto corpóreo y no simplemente corporal: materia sensible, físico-biológica, que se configura en soma, y, materia inteligible, que se configura en sema. Entonces, el sema asociativo que es inherente a ego conjura el vacío de sentido y la desarticulación amenazante. De modo que, en esa reunión/separación que la corporeidad dinamiza todo el tiempo emerge el sujeto visualista, quien, en el caso particular de la Octava Elegía compone su visualidad mediante las dos acciones —ver y mirar— que se correlacionan gracias a dos dimensiones distintas —extensidad e intensidad— las cuales, a su vez, acogen la inteligibilidad del espacio del mundo que sema conforma y, el sentir el espacio puro que también y, de algún modo, soma conforma en su instancia sensible.
No podríamos afirmar que la visualidad del sujeto enunciante que se manifiesta en el poema se configure término a término haciendo corresponder siempre el espacio del mundo con la acción de ver, y, el espacio puro, con la de mirar. En esto hay que hacer la salvedad, la cual no debe olvidarse, y es lo dicho desde el comienzo de este artículo: el trabajo de análisis en curso se hace sobre la versión de Juan Rulfo y ésta significa más que una traducción, es en realidad una creación poética en lengua española. Por lo tanto, no es necesario hacer un listado cuantitativo de todos los enunciados que nosotros profiere sobre la visibilidad; resultado de la acción inteligible que el sujeto proyecta sobre el espacio del mundo donde sólo se ve el término, la muerte. En contraposición a dicho recuento, tendrían que estar enlistados los otros sintagmas, los que contienen la referencia a la mirada. Mirada que el sujeto no logra lanzar hacia el espacio puro y el más allá, pero que alguna vez logró y que podría lograr desde el mismo espacio del mundo. Se trataría, entonces, de un entrecruzamiento de direcciones entre el ver y el mirar, lo que compone la visualidad del espacio de percepción. El siguiente diagrama puede propender a la comprensión de ese espacio complejo y desde el cual se observa la existencia humana (Figura 7):
Ese punto de conjunción que muestra el esquema tensivo significa el valor de la visualidad del espacio percibido y es una correlación entre los dos movimientos. Claro está que nosotros, busca, en su propia instancia enunciante, la confirmación de su perplejidad ante lo que observa y cuestiona a tú, se cuestiona:
Para llegar a esa pregunta que permanece sin respuesta, el sujeto que está en el ángulo 0 de la estructura tensiva, el sujeto visualista, ese mismo que está en el mundo, comienza por una afirmación expresada al inicio de la “Octava Elegía”. Se trata de una descripción que no es fácil asimilar para el sentido común y que, por lo tanto, obliga a una lectura atenta y detenida que lentifica la comprensión del arranque del poema y del poema mismo:
Toda en sus ojos, mira la criatura
lo abierto. Sólo nuestros ojos
están como invertidos y a manera de cepos
alrededor de su mirada libre.
Son los animales la instancia que sirve a nosotros de parangón contrario a la constitución de la visualidad del espacio como un valor relativo entre ver y mirar, condición humana digna de ser lamentada en esta elegía. Cierto, se constata en el poema que los animales no darían ocasión a organizar una estructura, ya que están fuera del mundo de las formas. Así, el sujeto enunciante dice “la criatura”, en el primer verso del poema, pero, después especifica: “los animales” y a éstos en las bestias, luego en los insectos y en los pájaros. En efecto, estos otros habitantes del espacio del mundo son admirables para el sujeto que habla en el poema porque viven fuera de la relatividad del espacio de percepción. Y la valoración que de ellos hace el sujeto enunciante es que son portadores de valores absolutos y que sólo focalizan el espacio puro y desde allí trascienden al más allá dejando su término atrás.
En esos primeros cuatro versos iniciales de la “Octava Elegía”, lo que dificulta la comprensión semántica es la descripción que nosotros hace de los ojos y la mirada humana. Allí los ojos están trastocados o atrofiados, dados vuelta, como focalizando su función en sentido inverso, es decir, para adentro, o, para atrás, en comparación con los ojos de los animales que apuntan hacia adelante. Los ojos humanos en lugar de lanzar su mirada, calificada por nosotros como libre, la aprisionan. Se da cuenta allí de una disociación entre el órgano de la visión y su acción compleja, al menos, de la de mirar, ya que, de la función de ver, como ya lo hemos citado, dice: “Sólo muerte vemos nosotros”.
En contraposición, los animales no disocian: “Toda en sus ojos mira la criatura lo abierto” y por ello quizás dice el poema más adelante: “O, a veces, ocurre que los ojos, mudos, de un animal/nos transverberan/ con mirada inmutable”. Cargan también con el peso de la melancolía y el abandono del regazo, pero también poseen un destino: “a estar enfrente/ —y nada más que esto— y siempre enfrente”.
Volver a la última gráfica, y con ella leer una vez más el poema, otorga un sostén a mi propuesta: el diagrama de la visualidad expone, desde un cierto sesgo, el postulado tensivo. Una de sus premisas es la relatividad de la significación, erigida desde la correlación proporcional de los dominios del sentido y mediante el valor que ella arroja. Si bien, con la exposición del esquema se abre una posible comprensión de los últimos versos y, con ellos, la de la Elegía en su conjunto, el reclamo del poema, su queja, su melancolía, interpreta la teoría; da ocasión privilegiada de su puesta en ejecución:
Como el que sobre la última colina,
desde donde divisa todo el valle,
una vez más, se vuelve, se detiene y rezaga,
así vivimos
—despidiéndonos siempre.
El vector ascendente muestra el deseo por alcanzar el espacio puro, el incremento del aliento para llegar al auge; no obstante, la dirección descendente intercepta la rección de la mirada que tiende hacia lo alto de la intensidad fórica, sensible. Hay un rezago, se lentifica el tempo porque el ritmo abre los intervalos de la acentuación en el devenir de la marcha. La repetición entraña la diferencia, desde luego, pero, también, la seguridad que implica volver la vista atrás y la acción de ver inteligentemente. Divisar es lo que dice el poema. ¿Sería apreciar los límites de las semejanzas y las diferencias, lo que se deja en el valle, en el espacio del mundo que está siempre ahí? Más precisamente, lo que permanece, dice el último verso, es la acción de despedirse y, con ella, se confirma la otra dimensión que anida la extensidad: el tiempo del mundo.
No dejo de pensar ante la estructura tensiva y en la memoria de su creador, que lo difícil, tan referido por Claude Zilberberg, pudiera ser, acaso, el conocimiento de ese punto de coincidencia; lugar de pasaje en el que se abrazan, el ver y el mirar, el espacio del mundo y el espacio puro. Espacio, en fin, donde se hace lugar la categoría elemental de la existencia.