En respuesta a su invitación a participar en un volumen en torno a la memoria de aquello que no recordamos —o posmemoria, como se ha decidido designar aquí este concepto—, quisiera antes que nada expresarle una cierta perplejidad. Si bien entiendo perfectamente a qué se refiere usted —esto es, la relación con lo que no hemos vivido en carne propia y de lo cual sin embargo padecemos tal o cual efecto, sobre todo cuando se trata de una herida o un trauma—, me es más difícil entender por qué habría que tratar de dilatar o extrapolar la noción de memoria.
Podría explicarme de dos maneras: la primera sería recurriendo a mi experiencia personal, paralela a la suya a pesar de la distancia que separa nuestras generaciones y nuestros orígenes. Usted no vivió la dictadura chilena, pero tiene de ella una memoria mediada por la de aquellos que la vivieron; una memoria que no está hecha sólo de contenidos relacionados con el saber, sino también de huellas afectivas que depositaron en usted relatos en sí mismos cargados de afectos. Yo no viví la Segunda Guerra Mundial, ya que tenía menos de cinco años cuando ocurrió. Ni siquiera hay en mi familia o en las personas cercanas a mí experiencias o recuerdos de tortura, deportación o ejecución. Nada supe de la guerra ni del Holocausto, siendo que viví en Alemania de los cinco a los diez años (mi padre pertenecía a las tropas de la ocupación). Como ocurrió con la mayor parte de mi generación (salvo con aquellos que estuvieron directamente confrontados a la dura prueba de un acontecimiento brutal en su entorno cercano), la realidad de esos dos fenómenos no se presentó ante mí sino más tarde, y necesariamente a través de mediaciones. Yo tenía 16 años cuando la película Noche y niebla de Resnais fue proyectada. Poco antes, pero sobre todo después, empecé a leer, a ver, a escuchar. Enzo Traverso escribió precisamente un libro sobre el retraso de la conciencia europea del Holocausto (y podemos agregar la del Gulag; no sé si Traverso lo hace).
Ahora bien, en este caso yo no podría hablar de posmemoria. Yo diría que lo que me ocurrió nunca fue un recordatorio ni una referencia al pasado —nada pues del orden de la memoria—, sino claramente un presente, un presente entero, vivo, efectivo…
Segunda manera de explicarme: la memoria misma no es en absoluto un pasado. Está en el presente. No es la presencia del pasado: es un presente afectado por un indicio temporal retroactivo, pero es la presencia “en el presente” de lo que se ve afectado por ese indicio. Cuando veo Noche y niebla veo una película hecha ahora. Su contenido está compuesto esencialmente de películas hechas en otro momento, pero el gesto mismo de recopilar, montar y presentar esos documentos es un gesto actual. Me afecta en el presente. Tiñe el presente de un pasado que no ha pasado porque justamente es presentado hoy mismo.
A partir de ahí, lo que esa película me muestra ocurre ahora frente a mí, y eso que me muestra no es tanto: “eso tuvo lugar”, sino “ese tener-lugar pertenece a mi presente en tanto su haber-tenido-lugar, el cual está, en consecuencia, inscrito en todo tener-lugar posterior a él”.
Ciertamente, yo no estoy afectado como lo habría estado si hubiera sido deportado. No lo estoy como si hubiera visto volver a los deportados en 1945 o como si un amigo se hubiera enterado frente a mí de que su hermano o su madre desapareció en un campo de concentración. Estoy afectado de manera menos cruel; hay una distancia que me hace decir “¡es inimaginable! ¿quién lo habría creído?” —y, por muy dolorosa que sea, esta exclamación no tiene el carácter de un culatazo, de una mordida de perro ni de un frío o un hambre torturantes. Tiene sin embargo el carácter de un dolor, incluso de un terror y de una angustia que envuelven a una historia con todos sus estratos y todas sus ramificaciones. Es una emergencia simultánea de estupor, desdicha y preguntas, expectativas, solicitudes que se multiplican, se extienden. De golpe acuden todo tipo de informaciones, análisis e interrogantes renovados.
De hecho, ese presente de inmediato se vuelve no hacia un porvenir sino más bien hacia un desgarro del tiempo que se abre entre un pasado que efectivamente ocurrió y un futuro que ya no podrá estar exento de ese pasado. ¿Se trata de memoria, o de posmemoria? Se trata de lo siguiente: el pasado no deja de pasar en el tiempo que pasa, y de implicar a cada nuevo presente a su manera. Porque el antisemitismo vuelve —desafiando a toda memoria— y porque un Estado se declara judío al término de toda una historia y tras la reivindicación de una memoria de origen o de fundación, el acontecimiento “Holocausto” está en acto hoy en día, de varias maneras entremezcladas.
Mantener la memoria, no olvidar, quiere decir apenas reconocer en el presente esa actualidad y esa actividad.
Creo que todos los análisis de la memoria, de San Agustín a Bergson, son en el fondo análisis del modo de presentación y de presencia de lo que se inscribe como tener-lugar de aquello que no sólo tuvo lugar sino que sigue actuando sin cesar. Remitiéndonos de modo alusivo a Hegel, podemos distinguir una memoria reproductiva y una memoria productiva. La primera es la que figuramos como la capacidad para representarnos acontecimientos pasados. La segunda es la que infunde a esas representaciones la actualidad de los pensamientos y afectos del presente. No es fácil disociar las dos, pues no cabe duda de que ninguna de ellas se encuentra nunca en estado puro. Por el contrario, una memoria puramente reproductiva no es sino una parálisis. Nos quedamos petrificados por el pasado —en el pasado.
Lo mismo ocurre cuando se trata de una memoria mediatizada por otra memoria previa. La memoria de mis ancestros entra en mi memoria y se reactiva en ella de un modo nuevo, como una nueva actualización. La sucesión y la imbricación, por decirlo así, de las memorias, pertenecen a la innovación del presente que produce cada vez otra actualidad del pasado. Frente al relato de lo que no he vivido, puedo también quedarme petrificado —y privado de palabras y de acción…
Ello corre, sin duda, el riesgo de paralizarnos, conduciéndonos a preocuparnos acerca de nuestra fidelidad o infidelidad al pasado; es lo que se dice en la exhortación, muy necesaria, “¡Nunca más!”. Ya que ese “nunca más” sólo puede ser activo, eficaz, si aquello a lo que se refiere es retrabajado, remodelado, reaprehendido por el presente; si, por ejemplo, la historia entera del antisemitismo es reinterrogada, reactivada para responder a preguntas que quizás no han sido aún formuladas.
Lo mismo podemos decir de las revoluciones que van del siglo XVIII al siglo XX —y, de hecho, se invierte continuamente una energía considerable de conocimiento y reflexión para presentar de nuevo lo que “fueron” (o incluso “si acaso fueron”…). Pero mientras más violento, traumático, desenfrenado es el pasado, más corre el riesgo la violencia de paralizar la memoria —ya sea ésta mediata, o no. De manera simétrica, podemos decir que hay parálisis de memorias sumergidas en un idilio del pasado…
Se trata finalmente siempre del “tiempo encontrado”, según la expresión de Proust: pero en realidad ese tiempo no es encontrado; siempre es descubierto como nuevo, inventado, creado. El tiempo hace obra: tal es la lección de Proust. Y, en el fondo, la lección de toda historia, individual o colectiva.
Muy cordialmente,
Jean-Luc Nancy