Un año se ha cumplido, en este mes de septiembre de 2020, de la partida de Raúl Dorra, quien fuera, entre las múltiples facetas de su vida académica, el principal animador y fundador del grupo que dio origen al Seminario de Estudios de la Significación (en el marco de la Universidad Autónoma de Puebla) y al proyecto editorial de él emanado, nuestra Revista de Semiótica, Tópicos del Seminario. Con ocasión de este primer aniversario, quisiera rendir homenaje a quien fue guía en el derrotero abierto por la revista, evocando su obra, vasta y diversa, en los distintos ámbitos en que volcó su sensibilidad y su inteligencia.
Toda su variada producción, tanto la creación literaria como la obra científica, los textos ensayísticos como las notas y presentaciones que acompañan sus traducciones, tanto las entrevistas como los artículos de divulgación, todo conlleva la certeza de que las formas del discurso están ancladas en la sensibilidad del cuerpo, y que esta última, a su vez, se va forjando con las formas que provee el discurso.
No es tarea fácil inventariar los temas abordados a lo largo de su obra, no obstante, ensayaré una agrupación para mostrar la pluralidad de sus intereses. Así, comienzo por mencionar sus escritos sobre autores, poetas y novelistas, de distintas latitudes, sobre Garcilaso, Góngora, Antonio Machado, Cervantes, Roa Bastos, Rulfo, Macedonio Fernández, José Emilio Pacheco, Kafka, Borges, Ítalo Calvino, Edgar Allan Poe, Gloria Gervitz y tantos otros, de quienes toma algún aspecto para, a través de él, ofrecer una mirada comprehensiva de su obra entera. Y dentro de este primer grupo de trabajos, hay que contar aquellos en los que reflexiona sobre la obra de otros pensadores, como Michel de Certeau, Roland Barthes, Noé Jitrik, Algirdas J. Greimas o Eric Landowski.
Un segundo conjunto podría integrarse con los estudios sobre obras específicas, como el dedicado a los cuatro Evangelios, o aquel que se centra en la novela Morirás lejos, de José Emilio Pacheco, o los diversos artículos sobre el Martín Fierro.
Otra veta de su producción está constituida por la labor de traducción, tanto de textos poéticos como de obra teórica, en este último caso, en las áreas de semiótica, filosofía y semántica. Este tercer grupo constituye una suerte de puesta en práctica de su concepción sobre la configuración del sentido efectuada por el lenguaje.
Varios de sus escritos, que podrían integrar un cuarto grupo, toman como eje de reflexión el ejercicio de aquellas disciplinas cuyo objeto se vincula con el lenguaje, tales como sus estudios sobre retórica, semiótica, estética, estudios literarios; o bien, abordan aspectos generales del lenguaje, del discurso científico y del discurso literario.
Y un quinto y amplio segmento de su obra podría conformarse con aquellos trabajos que exploran aspectos específicos del discurso literario. De tales aspectos, cuyo inventario exhaustivo haría demasiado extensa la enumeración, sobresalen sus originales aportes a los temas de la oralidad, la escritura, la lectura, la traducción, la poesía popular y la poesía culta; también, sus contribuciones a la cuestión del libro y la imprenta; a la problemática de los géneros, en particular, la narración y la descripción; se destaca, además, la concepción elaborada a lo largo de toda su obra sobre la voz, el cuerpo, la memoria, el sujeto, la percepción; sobre la imbricación de lo sensible y lo inteligible en el discurso a través del análisis del tempo, el ritmo, el tono, la tensión y la distensión; y no han sido ajenos a sus intereses incluso temas que exceden los límites del discurso literario, tales como la ciudad, las nuevas tecnologías, el tiempo, lo sagrado, el erotismo, lo animal, lo monstruoso.
Mención aparte merece su rica obra literaria (de la cual no nos ocuparemos aquí), aunque es necesario decir que el oficio de escritor se percibe constantemente en cada giro expresivo de su producción teórica y crítica, así como es preciso reconocer que su espíritu analítico y riguroso no deja de permear su obra literaria entera.
Realizada esta apretada síntesis de la diversidad de preocupaciones que han estimulado la labor intelectual de Raúl Dorra, quisiera, en lo que sigue, detenerme en la consideración de algunos de sus temas recurrentes para mostrar, a través de cada uno de ellos, la originalidad de la perspectiva adoptada y sus aportaciones al campo de los estudios literarios contemporáneos.
Oralidad y escritura: la voz en la letra
No son pocos los especialistas en el tema de la oralidad que se han esforzado por mostrar la distancia que va de un universo cultural asentado en la tradición oral, a uno que ha introducido y puesto en circulación la palabra escrita. En este sentido, se ha afirmado que, en la Antigüedad, la percepción auditiva, ligada a la transmisión oral de los mensajes ha dominado sobre la percepción visual, la cual habría iniciado su predominio con la aparición de la imprenta y la expansión del libro. Podría pensarse que esta afirmación, sostenida por la evidencia, ofrece una respuesta satisfactoria al problema de la relación entre oralidad y escritura pues le asigna a cada una su ámbito de acción, sus rasgos propios y su ubicación histórica. Y, sin embargo, es precisamente la evidencia y simplicidad de la afirmación aquello que le da pie a nuestro autor para indagar en esas dos formas de la expresión y en sus relaciones internas. Para enfrentar el carácter simplificador de la evidencia, le será necesario nutrirse de argumentos sólidos, recurrir a la observación detenida de los textos, volver sobre los estudios realizados en diversos dominios (la antropología, la historia, la filosofía, la filología, la lingüística, la semiótica) y ubicarse en la interioridad del lenguaje para construir su propio punto de vista. Uno de los argumentos esgrimidos y que constituye una reflexión fundamental para adentrarse en la relación constitutiva entre oralidad y escritura será la constatación de que la escritura contiene en su seno a la voz. Diversos estudios desarrollan esta concepción, entre ellos, “Poética de la voz” (Dorra, 1994), “Martín Fierro: la voz como forma de un destino nacional” (Dorra, 1997), “La escritura Rulfo: una poética de la voz” (Dorra, 2008), “El soplo y el sentido” (Dorra, 1997b), “Grafocentrismo o fonocentrismo” (Dorra, 2008a), y tantos otros trabajos que retoman de manera constante esta problemática. Así, siguiendo la ruta que abre esta observación de la presencia de la voz en la letra, es posible considerar que la actividad de la lectura no se limita al desciframiento de unos signos visuales, sino que implica reconstruir (mental e incluso corporalmente, a través de la tensión muscular producida por la evocación del sonido de las frases que leemos) las inflexiones de una voz cuyos rasgos se encabalgan sobre las grafías y nos comunican una intencionalidad, una sensibilidad particular, que la lectura debe recoger para completar el sentido.
Esta concepción según la cual la voz está en la letra, está muy distante de aquella según la cual la escritura sería una simple plasmación de la voz. De aquí se desprende la necesidad de distinguir entre voz y oralidad, como así también, entre grafía y escritura, pues si la oralidad puede transmitir un texto que ha sido escrito, quiere decir entonces que la voz ya estaría contenida en la propia escritura.
De aquí que oralidad y escritura ya no serán concebidos como simples vehículos, instrumentos diversos, sonoro uno, visual el otro, para la transmisión de sentidos emanados de otro lugar, sino que ambos constituyen verdaderos “procesos de formación de los mensajes verbales” (Dorra, 1994, p. 279), por tal razón, la voz tanto nos puede llegar mediante el procesamiento oral como escrito del mensaje, así como la graficación puede advertirse no sólo en un texto escrito sino también a través de uno oral. Esto significa entonces que hay un constante desplazamiento de la oralidad sobre la escritura y viceversa y, muchas veces, una combinación de ambos procesos.
Así, la oralidad no simplemente se refiere a la expulsión de sonido, sino que remite a una forma de procesamiento del sentido vinculada con la presencia, con un tipo de memoria y una sintaxis particular, con un modo de la percepción más cercano a lo continuo que a lo discreto. Y con la escritura, aparece una inteligencia más analítica, un tipo de racionalidad que segmenta lo real y lo organiza en la extensión, una extensión que la lectura puede recorrer en distintas direcciones.
Profundizando en el análisis de la escritura, Raúl Dorra avanzará en una concepción que expande su significación más allá de la simple sucesión de grafías ordenadas de acuerdo con ciertas reglas. Introducirá, entonces, la noción general de trazo, que incluye la letra pero comprende también otras ejecuciones semejantes, como una marca dejada en una superficie, e incluso, el recorte de un fenómeno visual que se ofrece a la mirada para ser interpretado. En sus textos “El trazo de la escritura” (Dorra, 2003a) y “La escritura que vendrá” (Dorra, 2003b), como así también en “¿Qué hay antes y después de la escritura?” (Dorra, 2011) y en trabajos centrados en otros temas pero que remiten a la escritura como en “La impronta teológica en el discurso científico” (Dorra, 2003c), o en el estudio dedicado a la obra de José Emilio Pacheco, La literatura puesta en juego (Dorra, 1986), la noción de trazo se irá perfilando como definitoria de la actividad escrituraria en sentido amplio. Esta perspectiva más abstracta asumida para comprender la escritura, le permite entonces mostrar que un trazo, para ser concebido como escritura, necesita ser realizado sobre un espacio, el cual se torna, por efecto del trazo, en espacio significante y entabla con él relaciones plásticas que generan un excedente de sentido. Así, un espacio se vuelve página porque contiene o puede contener los trazos de una escritura y, a su vez, el trazo es escritura porque se proyecta en un espacio que lo vuelve legible.
El trazo realizado sobre una superficie contiene un sentido suplementario pues constituye la huella del sujeto que, hábil o torpemente, decidido o indeciso, concentrado o distraído, o en cualquier otro estado de ánimo, ha ejecutado esa acción. El trazo es, entonces, con respecto a la letra, equivalente a lo que la voz es con relación al aspecto fónico del signo verbal: la huella que sugiere una presencia sensible.
La reflexión sobre la escritura conduce a Raúl Dorra también a replantear el lugar de la visibilidad y su relación con el libro. En este sentido, otra afirmación frecuente es puesta bajo sospecha: aquella que atribuye al libro impreso el despliegue de la actividad visual. Para llegar incluso a invertir esta afirmación, nuestro autor vuelve sobre los pasos de distintas tradiciones culturales y muestra cómo distintos fenómenos y objetos de la naturaleza se han presentado como signos de un lenguaje para ser observado y descifrado. Desde el lugar que la filosofía griega le otorgó a la visión, pasando por la idea cristiana del Libro de la Naturaleza, suerte de escritura divina que hacía ver correspondencias entre el mundo natural y el mundo del espíritu, hasta las enseñanzas recogidas en los bestiarios del medioevo y las analogías entre la belleza natural y el mensaje divino que difunde la literatura alegórica medieval, pero también los esbozos de los científicos del Renacimiento, inspirados en aquel Libro del Universo, todo se presenta como el despliegue de un “arte de la mirada” (Dorra, 2002), practicado y promovido además por la Retórica, arte de la mirada que antes bien antecedió a la imprenta y que, por lo tanto, no puede ser considerado como un resultado de su invención.
Pensar la oralidad y la escritura como formas de procesar el sentido abre el campo de reflexión y permite observar aspectos invisibilizados desde otras perspectivas. Sin desconocer la relevancia de los estudiosos que lo precedieron en la materia, Raúl Dorra adopta otro ángulo de visión y elabora explicaciones originales que generan esclarecedoras imágenes de los fenómenos analizados.
La lectura: nuevas demandas de la escritura
La escritura, en la obra a la cual aquí rendimos tributo, no sólo ha sido analizada en su relación con la oralidad sino que también se la ha puesto en relación con la lectura, hecho que hace emerger aspectos no contemplados y permite ensayar respuestas novedosas para los diferentes interrogantes. A través del minucioso análisis que el autor realiza tanto de las grandes transformaciones que la circulación de los mensajes ha tenido en la vida contemporánea como de la evaluación que distintos sectores sociales propagan sobre estos cambios, se muestra que la reflexión sobre la lectura no ha estado a la altura de las nuevas demandas de la escritura, esto es, de los diversos tipos de lectura que son requeridos. De aquí que, analizando las manifestaciones contemporáneas de la escritura, Raúl Dorra ha postulado la necesidad de concebir una semiótica de la lectura que dé cuenta de las transformaciones de la propia escritura y del lugar que el libro está llamado a ocupar en el seno de esas transformaciones.
En su reflexión sobre la lectura, no se priva Raúl Dorra, ni nos priva sobre todo a nosotros, sus lectores, del placer de introducirnos en el tema mediante una narración literaria cuyo protagonista lleva por nombre Ulfilas, lo cual enlaza significativamente su último libro ¿Leer está de moda? (Dorra, 2014) con el primero, Los extremos del lenguaje en la poesía tradicional española (Dorra, 1981), el cual inicia con la referencia al Ulfilas traductor de la Biblia que aparece en la obra de Borges (1951)) sobre las Antiguas literaturas germánicas. El personaje de la historia ahora creada por nuestro autor, que ignora el peso simbólico de su nombre (pero que desconociéndolo, en su postura ante lo que observa, muestra profundamente saberlo), en su regreso a la ciudad que tiempo atrás dejó para vivir retirado en el campo, no sale de su perplejidad al advertir la peculiar notoriedad que los libros, los escritores y los lectores ahora tienen, permeados todos por la mercadotecnia y por las políticas públicas que los encumbran. Esa perplejidad se continúa como en una suerte de metalepsis en la mirada que el propio Raúl arroja sobre aquello que da fundamento a las nuevas prácticas de promoción de la lectura y que podría resumirse en la reiterada queja de maestros y autoridades de que las nuevas generaciones, a diferencia de las de otro tiempo, ya no leen.
Nuevamente se impone una afirmación cuya evidencia hace pensar a Raúl Dorra que esa queja sentenciosa oculta más de lo que muestra. Para indagar en esa zona opacada por la obviedad de la frase, nuestro autor comienza por examinar cuál ha sido el lugar asignado al libro incluso en culturas en las que domina la oralidad para luego revisar la compleja y expandida presencia de la lectura en nuestros días y el papel del libro en esta nueva configuración de la comunicación.
Aparece así, el libro como símbolo o mito, que caracterizaría a las sociedades tradicionales, las cuales, si bien se asientan en la transmisión oral, desarrollan un peculiar vínculo con lo escrito, representado generalmente por los textos sagrados, frente al libro como objeto, presente en nuestro tiempo ya sea como real, impreso, o virtual, el que nos entrega una pantalla.
Esta presencia virtual del libro ha obrado una expansión de sus límites y hoy casi cualquier espacio puede volverse página y ofrecerse como material de lectura. Ante esta diversidad de soportes y de formas de escritura, es necesario transformar también las concepciones y valoraciones que fueron acuñadas para pensar una forma única de lectura.
La pluralidad de formas de configuración de los mensajes desborda la escritura alfabética y hoy se superponen pictogramas, ideogramas, logogramas, signos indiciales o icónicos que se encarnan en materias diversas y que, vehiculados y renovados por las nuevas tecnologías, no dejan de remitir a sociedades caracterizadas por esas otras formas de la escritura. Ante esta variedad de procedimientos escriturales ya no es posible, entonces, restringir el objeto de lectura al libro, ni limitar su ejercicio a la escritura alfabética. De aquí la necesidad de postular una semiótica de la lectura que la contemple como una práctica significante ejercida sobre múltiples soportes y mediante diversas sustancias de expresión articuladas en formas sincréticas.
¿Cómo posicionarse, entonces, frente a este panorama tan heteróclito, y cómo valorar la incidencia de estas transformaciones en los procesos de transmisión de una cultura? Con entera lucidez, Raúl Dorra toma en consideración las distintas ideologías que animan las posiciones asumidas ante estos fenómenos, las analiza sin descartarlas de antemano, pondera sus posibles razones, y también apuesta por una visión menos apocalíptica, sustentada en el conocimiento de las transformaciones históricas de la escritura y la lectura, lo cual le permite esbozar un programa de futuras investigaciones mediante el cual sea posible constituir la gramática de estos lenguajes, explicar su vinculación con el lenguaje verbal y con la escritura, y comprender el papel que el libro asume en un tiempo y una civilización como la nuestra, tan determinada por la presencia del libro, tanto en el origen de las mismas tecnologías como en su conformación e interpretación.
Así, el autor a quien aquí rendimos homenaje, sienta las bases de una nueva concepción de la lectura que incorpora la historia de la reflexión sobre la misma, asume las transformaciones operadas por la tecnología en la escritura que afectan el ejercicio de la lectura, cuestiona y se cuestiona sobre la pertinencia de las valoraciones frecuentes sobre los cambios en este ámbito y postula nuevos criterios de análisis sustentándose en principios de las teorías lingüística y semiótica de raigambre estructural.
Voz, cuerpo y memoria: la presencia del sujeto
La oposición, la diferencia, la ruptura de una continuidad informe y el papel de la forma en esa irrupción, son fundamentos de una concepción de la emergencia del sentido que Raúl Dorra asume y reinterpreta desde una perspectiva profundamente fenomenológica, asentándolos en la vital experiencia del ritmo binario de la respiración. La importancia y el papel del ritmo respiratorio en la conformación del sentido aparece ya en sus reflexiones iniciales sobre la literatura asociada a tradiciones orales, vertidas en trabajos como “Estructuras elementales de la poesía de tradición oral” (Dorra, 1993), y se continúa en sus más recientes indagaciones sobre el cuerpo que conforman el libro La casa y el caracol (Dorra, 2004).
Esta experiencia por la que el cuerpo, a través del movimiento incesante de la inspiración y la expiración, percibe, absorbe el mundo y, además, se siente a sí mismo proyectándose sobre aquél, provee el modelo sobre el cual se gesta toda experiencia. De aquí que toda forma que asuma la experiencia sensible posee un ritmo sostenido por una dualidad.
Cuando ese movimiento respiratorio adquiere propiedades sensibles, esto es, un tono, un timbre, cierta intensidad, el sonido se vuelve capaz de hacer emerger el llamado, el deseo del otro, y entonces es expulsado como voz. La voz se forma, así, con antelación a la misma palabra, en esa fusión aún incipiente entre sonido y sentido.
Deteniéndose en la experiencia infantil del proceso de aprendizaje de una lengua, Raúl Dorra observa que el niño, lejos de estar movido por un interés lingüístico, aquello que lo impulsa a comunicarse es su deseo de “asegurar su presencia ante la presencia del que está frente a sí” (Dorra, 1994, p. 271). Es así que puede afirmarse que la voz, la manera de modular el sonido del habla, proviene de una interioridad y de un deseo, esto es, de una subjetividad cuya identidad estará marcada por el tono de la voz.
De aquí la diferencia que Raúl Dorra postula entre la voz y el habla, o más específicamente, entre la voz y el significante, esa imagen acústica del signo, su aspecto sonoro. Este último, el significante, se inscribe en el terreno de las articulaciones propio de la lengua, es exterior al sujeto, al cual se le impone con la fuerza de toda institución. En cambio, la voz, situada antes, durante y después de la palabra, será esa “modulación individual del habla entendiendo que en esta modulación toma forma su disposición pasional. La voz es una manera de procesar la sustancia fónica para introducir en el mensaje el signo de una presencia deseante” (Dorra, 1994, p. 272).
La reflexión sobre la voz es incesante en la obra de nuestro autor: aquí y allá regresa sobre el tema y lo observa desde un nuevo ángulo. Imposible abarcar, en esta concisa evocación, los matices de una argumentación que no se satisface con señalar diferencias, sino que, a partir de las oposiciones pensadas como puntos extremos de una continuidad, la indagación progresa observando los puntos intermedios donde las diferencias son de grado y ya no de presencia o ausencia de rasgos. Así, la voz queda situada entre un límite inferior, de orden fisiológico, señalado por la inspiración y la expiración del aire que, al salir, produce la vibración de las cuerdas vocales, y un límite superior, donde opera el sistema de la lengua que obliga a segmentar esa expulsión en distintos lugares ya previstos. La voz, ese “acontecer de la presencia” (Dorra, 1997a, p. 137), no deja de participar ni de la fisiología ni de la gramática.
El ritmo respiratorio, esa pulsación por la que el cuerpo aprehende lo otro y se percibe a sí mismo, será también fundamento de su concepción sobre la memoria. La observación constante y el original estudio emprendido sobre las composiciones poéticas de tradición oral, como así también su gran trabajo sobre la retórica clásica y contemporánea, condujeron a Raúl Dorra a hacer de la memoria otro motivo de reflexión y análisis. Ese dualismo rítmico de oposiciones fónicas, sintácticas y semánticas advertido en la poesía transmitida oralmente y que favorece la memorización (esto es, el recuerdo y el olvido, la permanencia y las transformaciones) le permitirá al autor concebir la memoria como una forma pues sólo ella asegura la inscripción, más o menos perdurable, del sentido en el cuerpo.
Tal inscripción de lo vivido y lo pensado en el cuerpo no puede concebirse como uniforme: cada sujeto, no sólo almacena sino que selecciona, clasifica y ordena sus vivencias según una forma específica, a la cual Raúl Dorra propone llamar sensibilidad mnémica, que sería la huella del sujeto en el proceso continuo de rememoración, proceso que vemos siempre actuante en el discurso, como retención de lo ya dicho y también como protensión de lo que vendrá: elaborar y comprender un discurso es siempre poner en ejercicio la memoria, que proyecta, lo dicho ahora, con su pasado y también con su futuro, con la expectativa que crea. Esta memoria natural que se manifiesta en el lenguaje está sostenida por lo que el autor llama una memoria esencial o inmediata, aquella que nos asegura en nuestra propia continuidad existencial, que nos recuerda que somos quienes somos. Y sobre ellas, la memoria esencial y la natural, es que puede articularse una memoria artificial, aquella que promovió la escritura pero que también se hace presente en las diversas formas de construir una memoria colectiva, formas ritualizadas de transmisión como lo son las plegarias, conjuros, fórmulas de encantamiento, las cuales constituyen también un modo de almacenar signos en una memoria externa. Con todo, será mediante la escritura que la memoria artificial alcanzará su mayor despliegue: desde la antigüedad, pasando por el vasto desarrollo de la retórica y su preocupación por las técnicas de memorización, hasta la elaboración de artefactos diversos como mapas, árboles, esquemas, tablas, llegando a las tecnologías contemporáneas para la conservación de la información, las culturas asentadas en la escritura no dejan de inventar técnicas de apoyo de la memoria, pues, si como afirma Raúl Dorra, el hombre vive en la memoria, la cultura se funde y se confunde con ella.
La voz, la memoria, el lenguaje mismo, tienen su asiento en el cuerpo, pero al decir esto ¿qué se puede entender por cuerpo? Raúl Dorra ha propuesto también un conjunto de fundamentos para una semiótica del cuerpo, mediante los cuales retoma los temas de la voz, la escritura, el sentir, la actividad percibiente, para observarlos ahora desde la centralidad del cuerpo, pensado en su compleja constitución como una exterioridad, un objeto del mundo, y, al mismo tiempo, una interioridad, el lugar donde anida el yo. La aparición del yo en la reflexión sobre el cuerpo conduce al autor a postular que el cuerpo es un efecto de la enunciación, pues el cuerpo no es sólo aquello que siente y percibe sino también lo sentido y lo percibido, esto es, para que se constituya el cuerpo es necesaria esta reflexividad por la que el cuerpo pueda sentir-se y percibir-se. La concepción según la cual el cuerpo es el lugar de la actividad perceptiva que hace que el mundo devenga significante, tiene sus antecedentes en la fenomenología de la percepción y en la semiótica contemporánea. Pero Raúl Dorra abre un nuevo espacio de reflexión al advertir ese pliegue del cuerpo y esos desdoblamientos, de los cuales realiza un minucioso análisis para hacernos ver la constitución del cuerpo en un proceso que va del cuerpo sintiente, puro sentir en que las sensaciones son plurales y cambiantes, y cuyo dominio es ilimitado pues todo es sentible y no hay un órgano específico para el sentir, hasta el cuerpo sentido, concepto introducido por nuestro autor para designar la experiencia, al mismo tiempo familiar y extraña, del cuerpo propio como otredad. Y a su vez, este movimiento que va desde el exterior hacia la interioridad, también sigue la dirección inversa, desde la interioridad hacia el exterior, mediante la cual el cuerpo, por la actividad de los sentidos, se vuelve cuerpo percibiente que discrimina y ordena, y, por lo tanto, también cuerpo percibido. Reflexionando sobre los sentidos y su incidencia en la conformación de toda experiencia, Raúl Dorra pone en evidencia “la pereza mental” (Dorra, 2004, p. 117) que estaría detrás de haberse conformado con una simple enumeración de órganos responsables de las percepciones y explora la complejidad, la interrelación y el diverso grado de profundidad de los sentidos reconocidos.
Ese pliegue y desdoblamiento mediante el cual nuestro autor puede explicar la emergencia del cuerpo es también la figura que le permite dar a entender la constitución del sujeto, de esa presencia que al mismo tiempo hace posible y es resultado del ejercicio del discurso. Las disquisiciones sobre la noción de sujeto han conducido a Raúl Dorra a plantear la relación entre sujeto y subjetividad, entendiendo esta última como ese fondo del que todo tiende a emerger y en el que todo se sostiene pues sobre ella se asienta el proceso incesante de semiosis por el cual el mundo toma forma, se hace objeto para el sujeto. Pero el sujeto no sólo se reconoce por su enfrentamiento al objeto sino también por poder enfrentarse a sí mismo y desdoblarse en un yo, un tú o un él, de manera tal que “recurriendo a una aparente paradoja -sostiene Raúl Dorra- […] el sujeto es el que no habla, esencialmente, el que permanece sujeto consigo en una profundidad fundante desde la cual hace hablar, pone en acción” (Dorra, 2018, p. 30).
Así, voz, cuerpo y memoria, se configuran como las huellas, la inscripción, la presencia de una subjetividad en constante actividad de dar forma y, a la vez, recibirla.
Para concluir
Al recorrer la obra que nos ha legado Raúl Dorra, no podemos dejar de observar el proceso incesante de su pensamiento que avanza y regresa sobre sus propios pasos, para calar más hondo o para ofrecer otro ángulo de visión. Raúl Dorra avanza en un diálogo permanente, abierto al cuestionamiento, al matiz, a la relativización, diálogo sostenido consigo mismo pero también con los demás, con la tradición y con los contemporáneos, con sus pares y con sus estudiantes, con los teóricos o críticos y con los escritores, con autores y con personajes, con la cultura letrada y con la experiencia propia. Y en este diálogo generoso se ha ido entretejiendo su vida y su obra de tal manera que han ido tomando forma una de la otra constituyendo una unidad que no hace sino confirmar esa continuidad paradójica entre discurso y subjetividad, de la que él mismo tanto ha hablado.