Postdata
El viernes 13 de septiembre de 2019 recibimos por la mañana la noticia del fallecimiento de Raúl Dorra después de una larga enfermedad de la que, contra pronósticos y diagnósticos, parecía haberse ido recuperando de a poco y con constancia. Tal vez esa mejoría estaba sólo en el deseo de quienes lo queríamos, es difícil saberlo y quizás no importa. En los meses previos hablamos y nos vimos más que en muchos de los años anteriores, y su conversación fue como siempre un regalo de la inteligencia y de la sensibilidad, un reto permanente para la atención de sus interlocutores. Olvidada la botella de oxígeno que tenía al lado, Raúl interrogaba, escuchaba, se interesaba, reía y nos hacía reír, hablaba de toros, de pedagogía, del lenguaje por supuesto, de política, de revistas y editoriales, de la desaparición de Les temps modernes y la de Crítica, de música, de los artículos que preparaba para La Jornada Semanal donde encontró en los últimos tiempos el lugar preciso para hablar de la enorme variedad de intereses que le amueblaban la cabeza.
El texto que sigue es una reescritura doble de uno que fue al principio concebido para un homenaje de la UAP a Raúl hace ya unos años, y reescrito poco después para publicarse. Primero porque demasiado a menudo ocurre que, cuando muere alguien a quien de verdad queremos, nos damos cuenta de lo mucho que dejamos por decir, y sin decir, y tenemos que consolarnos pensando “él sabía” o “ella sabía”, y es entonces una pequeña alegría saber que tuve la rara ocasión de decir estas cosas en su presencia. Pero también porque releyendo eso que dije antes, y lo mucho que Raúl dijo y publicó en su dilatada carrera, entiendo que una de sus varias enseñanzas, siempre provocadoras, siempre a contracorriente, tiene que ver justamente con la necesidad y los modos de la reelaboración de lo pensado y lo dicho, de la vuelta constante a lo que, por su propia naturaleza y la nuestra, no puede ser sino una obra inacabada.
Intuyo una tercera razón para volver aquí hoy sobre lo ya escrito y ya leído. Como espero hacer notar en lo que sigue, la obra de Raúl, lo que llamamos su obra, es más que un conjunto de libros: una construcción vital que abarca la literatura, la ciencia, el magisterio, lo público y lo privado, la razón y la sensibilidad, la tradición y la ruptura.
Puede que una de las mayores virtudes de la universidad ―aquí habría que decir quizás “de la universidad de otros tiempos”― sea la posibilidad de interactuar cotidianamente con auténticos intelectuales, quiero decir, hombres y mujeres de pensamiento y palabras esclarecedoras, de actuación consecuente hasta el final y de magisterio inagotable. Personas que marcan la vida de los que tienen la fortuna y el privilegio no sólo de leerlos, sino de escucharlos y observarlos cada día. Hoy escuchamos y leemos con admiración y secreta envidia a quienes pudieron decir: conocí a León Tolstoi, conocí a Alfonso Reyes, conocí a Borges. Yo sé que la reencarnación y el karma existen, y que sólo los muchos méritos acumulados en alguna vida anterior pueden explicar el privilegio de haber sido, hace años y ya para siempre, alumno de Raúl Dorra.
No digo esto por fantoche ―un necio presumido, nos informa la Academia de la que él fue parte―, aunque también, porque me detengo en la palabra fantoche, como en tantas otras, por un regodeo y una atención que fue precisamente Raúl Dorra quien nos enseñó a cultivar, como ha enseñado tantas otras cosas además de lingüística y semiótica y literatura. Porque Raúl, ya lo dije o lo diré, tenía una mente que se ocupaba de muchas cosas, que todo lo observaba y lo analizaba y lo cuestionaba. Y quien solamente lo haya leído ya puede admirarse de la vastedad de sus intereses, pero no sabrá que eso que escribía y publicaba fue apenas una parte de lo que ocupó su curiosidad, de lo que lo volvió eso que en otros tiempos se llamaba un polímata o un “hombre del Renacimiento”, o mejor aún, de ese primer renacimiento que fue el siglo xii provenzal. Quien solamente lo haya leído podrá suponer, pero nunca saber con certeza, nunca saber de primera mano, que Raúl Dorra fue además, y en primer lugar, un hombre bueno.
Harían falta decenas o incluso cientos de manos para escribir el volumen que diera cuenta de las generosidades de Raúl: por ejemplo, de las veces que se abrió la puerta de su casa para recibir estudiantes hambrientos, delirantes de toda ralea, escritores en ciernes, poetas en el abismo de un verso y una vida, nómadas, exiliados, filósofos al filo de La Idea, menesterosos del corazón o de la palabra o del bolsillo.
En los primeros años 80 del siglo pasado Raúl era ya en la UAP una figura principal. Intento esquivar términos como “leyenda” o “figura mítica”, que le causarían risa y rechazo; digamos que entrar en esos tiempos al Colegio de Lingüística y Literatura implicaba saber que allí había un tal Dorra, escritor, pensador de renombre y altura, editor, erudito, al que los mejores estudiantes consideraban el mejor maestro. Los estudiantes de Letras eran entonces un grupo muy reducido que tomaba clases de manera casi clandestina en algunos salones de la Escuela de Psicología, como si estuvieran de paso o alquiler. Los maestros no tenían allí cubículo ni salón propios; Raúl pertenecía además a la clase de los “maestros-investigadores”, que daban pocas materias, casi siempre de los últimos semestres, y en las pocas ocasiones en que se lo veía transitar por esos pasillos iba ya precedido por su leyenda ―salió igual la maldita palabra― que provocaba una ola de timidez y silencio a su paso.
Para acercársele hacían falta alicientes y excusas, tener a los estudiantes avanzados diciéndote que era el tipo más accesible del mundo, que pasar por Letras y no hablar con Raúl era vivir en el error; había por ejemplo que pasear durante días un ejemplar de La canción de Eleonora o de La pasión, los trabajos y las horas de Damián bien a la vista para poder asaltarlo en el momento apropiado con un “¿me lo firma, Maestro?” (yo acudí a una rareza bibliográfica: el viejo ejemplar de Literatura europea y Edad Media latina, de Curtius, que había sido de mi madre cuando estudiaba al mismo tiempo que él en la Universidad de Córdoba, y que tenía aún entre sus páginas varios papelitos con notas y apuntes, incluyendo uno que empezaba diciendo “Raúl opina que...”).
Es cierto que en el centro de todas estas cosas ―la escritura, la investigación, el magisterio, la amistad― están las palabras, y que no hace falta nada más que uno cualquiera de sus libros para merecer los homenajes y las remembranzas. Un Raúl Dorra de diecinueve años, por ejemplo, escribió esto que da inicio al cuento “Los regresos”, con el que obtuvo una mención de la Dirección de Cultura de la Provincia de Córdoba en un concurso de homenaje a Borges:
A esta hora estaríamos en el puente. Seguro estaríamos. Ya lo veo al Mario tirado de espaldas, como está ahora, pero al otro lado del río. Respirando fuerte. Descansando un rato. Yo le enseñaría el lugar donde nos bañábamos siendo muchachos, porque él seguro ya no lo reconocería [… ] Descansaríamos un rato y después subiríamos buscando el camino grande. Seguro pasaría algún camión; más hoy que la gente quiere salir del pueblo y festejar en el campo. Seguro pasarían varios. Viajaríamos atrás, con los pies colgando. Yo lo sostendría fuerte al Mario, quién sabe no se maree mirando el camino. Quién sabe no puedan sostenerlo esas manos que son puro hueso.(Dorra, 1967)
Raúl seguro se burlaría de mí por hacer esto. Y como un hombre bueno lo haría burlándose de sí mismo, diciendo que me puse a hacer arqueología literaria o que lo hago sentir pintura rupestre. Pero quería recordar aunque fuera ese pedacito de un texto temprano porque me parece que en él ya está Raúl perfectamente retratado o anticipado: en este pequeño cuento que narra en pospretérito el viaje imaginario de un hombre con su hermano que ha muerto, el viaje que era un arrebato de amor fraternal que ya sólo encuentra salida y objeto en una imaginación resuelta en palabras y en la magia modesta de un recurso verbal.
Todo escritor hace sus pininos. Pero cuando los pininos de un muchacho de diecinueve años son como éste ya sabemos que no estamos ante “todo escritor”, ni siquiera ante “un escritor”: estamos frente a una precocidad creativa como la de Rimbaud, o mejor aún, como la de Goethe. El inicio de una obra que vuelve siempre sobre sí misma, elaborando las formas y las historias con una perfección que no radica en el hallazgo puntual sino en la búsqueda sostenida.
(Aunque escriba en pasado y en tercera persona, la verdad es que he estado por fuerza de la costumbre dirigiéndome a Raúl, escribiéndole a Raúl como tantas otras veces para contarle lo que pienso y preguntarle su opinión, hay hábitos mentales de los que resulta muy difícil desprenderse y ni falta que hace. Me doy cuenta de que avanzo por estas notas inconexas y desordenadas con la misma expectación de siempre, pensando qué pensará y qué va a decir, y dentro de mí Raúl se ríe con la suavidad y la indulgencia de siempre, produce un leve murmullo que se resuelve en un “bueno” o un “claro” seguido de una pausa antes de empezar a desgranar su lúcida respuesta llena de inteligencia y amabilidad).
Veinticuatro años después, en 1979, un Dorra de cuarenta y tres concluía La pasión, los trabajos y las horas de Damián escribiendo:
(Y así acaba el relato. Las generaciones volverán sobre él una vez y otra. La crónica es incierta y el relato es incierto, forzoso es declararlo. Las generaciones ―incesantes y ávidas, casi huérfanas― no han conocido aún la última palabra. El relato: helo aquí. La crónica: hela aquí. Algo, tal vez, en estas relaciones, transite los caminos de lo cierto. Nada tal vez. Acaso las presentes relaciones existen con el único fin de ser borradas. Ah, lo que resta aún. Forzoso es declararlo, doloroso: las generaciones no tienen todavía la última palabra y acaso no se trate, por ahora, de esa última palabra. De seguro que no. Se trata, ciertamente, de la primera palabra, la primera verdad indestructible). (Dorra, 1979, p. 143)
Esa constancia de la búsqueda no es secundaria ni accesoria: está, me parece, en el meollo de la obra de Raúl y le da una forma que, curiosamente, a menudo está más cerca del cantar de gesta que del poema lírico (en inglés, y entre paréntesis, gesta es quest, que significó “petición” y también “búsqueda”): una gesta de la escritura, de la hazaña de escribir, y también una gesta de los personajes: los de “Donde amábamos tanto” y los otros cuentos de Ofelia desvaría, los de las generaciones que intentan la crónica de Damián, y por supuesto de los personajes de La canción de Eleonora, una novela que hoy se publicaría en cualquier gran editorial bajo el rótulo de ciencia ficción posapocalíptica, y con un diseño de zombis en la portada, pero que afortunadamente fue publicada primero por Joaquín Mortiz y luego por Alción, con portadas que recuerdan, como el libro, que apocalipsis ya hemos tenido unos cuantos.
En 2002 Raúl reeditó La canción de Eleonora (la primera edición es de 1981), y lo hizo con un espíritu de cantante de gesta, reescribiendo el libro por completo y dando a la vez una lección de arte y rigor profesional que deja a casi cualquier escritor sintiéndose como un holgazán, vago y malviviente.
Apasionado de los procedimientos y técnicas de la narración oral, Raúl acaba por poner la mirada en los evangelios. Y como fruto de esa pasión y ese estudio de años decide no escribir un libro. Escribe dos: un estudio académico y una novela, o lo que las editoriales presentan a los lectores como un estudio académico y una obra de ficción, porque hace ya tiempo que un lector atento sabe que Raúl escribe una Obra, con mayúsculas, que siempre tiene detrás una inteligencia lingüística y un corazón lingüístico para los que las etiquetas editoriales no son más que un accidente geográfico. Y así leemos en Profeta sin honra:
La magdalena se entrega al desconsuelo y uno se detiene ante su imagen, siguiéndola, y, a causa de lo que viene en seguida, se persuade de que aquel desconsuelo no era una rendición sino más bien una táctica: llorar para resistir, llorar para negar, llorar para ir buscando entre los filos de la intolerable realidad algún intersticio por donde se pudiera comenzar a vulnerarla. Acaso todo desconsuelo es una forma de enfrentar la adversidad y acaso, a veces, una forma exitosa. (Dorra, 1994, p. 244)
Esto es del texto “académico”, y yo sólo querría hacer notar que hay poetas cuyas obras completas vienen a decir más o menos esto que Raúl ha dicho en unas cuantas líneas, y que a menudo lo dijeron con menos fortuna.
Pero hay también algo trascendente en la idea que Raúl tenía de la obra ―y a lo que presté a lo largo de los años no poca atención, pero sí una atención parcial, mediada por mis propios intereses y preocupaciones― que ahora creo entender como de una amplitud mucho mayor que la de la mera “obra artística” u “obra académica”. Quiero decir que Dorra pertenece a una tradición intelectual, que es también una estética, de la lentitud, de la reflexión amorosa, de la construcción a la vez despaciosa y prolongada de los argumentos y los discursos. Esta tradición, que es quizás ajena a la universidad actual de la rapidez y la “productividad” (y de la productividad entendida como rapidez), tiene larga data y numerosas fuentes, y entre ellas no es menor la del pensamiento hermético y su concepto de Opus magnum o Gran obra.
Más allá de la parafernalia alquímica y mágica, la Gran obra se entendía en términos filosóficos como una forma de la mutación y transmutación del individuo en la búsqueda constante de sus posibilidades, una reescritura de uno mismo, digamos, que desvanece al mismo tiempo los límites entre uno y el mundo y cuya mejor representación gráfica, pienso, es la espiral, esa suerte de círculo cuyos extremos nunca se encuentran. Esta búsqueda del crecimiento como trasmutación y reescritura permanente no es ajena al mundo del arte, por supuesto, y puede encontrarse tanto en el Finnegans Wake (que a Raúl no le gustaba) como en El jardín de las delicias (que le gustaba mucho).
Las reescrituras, las pausas, los senderos diversos que se recorren simultáneamente (sería “lento”, pero también era “productivo”, basta espiarle la bibliografía) muestran una especie de wanderlust vital, un impulso reflexivo y sensible al que nada le es ajeno y que nada deja al azar ni al abandono. Una mínima línea del tiempo puesta sobre una sola idea puede dar tal vez un buen ejemplo de esto: Algirdas Julien Greimas publicó en 1987 De l’imperfection y Raúl lo tradujo y publicó en 1990; en 1994, en una entrevista señalaba ya como fundamentales las últimas evoluciones de la semiótica, desde una “ciencia dura” con un vocabulario técnico de absoluta precisión hacia algo mucho más impreciso y a la vez más rico:
La semiótica tiene un momento en que se hace visible una transformación... Que consagra una tendencia que pone la atención en las pasiones, en la corporeidad, y el paso de una semiótica de lo discontinuo a una de lo continuo. Y ahí aparecen los problemas ya no de orden racional, intelectual, sino los de orden pasional, pulsional, corporal... (Gatti, 1994)
Ese recorrido o caminata tiene un hito ―no diré “un final”― en la obra de Dorra con la publicación en 2005, once años después, de La casa y el caracol (y la casa del caracol es también una espiral, entre paréntesis) que continúa de algún modo un texto anterior, La retórica como arte de la mirada, y que comienza precisamente desligándose de la mirada para volverse hacia adentro, al cuerpo que mira y escucha y respira: “Cerrados ya los ojos, he estirado la mano [...] La oscuridad no solo me rodea sino que además me invade, se ha instalado ella en mí. ¿En mí o en mi cuerpo?” (Dorra, 2005, p. 7)
En otro punto de esa espiral (¿antes o después; más adentro o más afuera?, ¿tiene vector, dirección, una espiral, o solamente impulso?) los trabajos y las pasiones de Raúl iban siguiendo también una trayectoria de encuentro estilístico en la que cada vez resultaba más difícil distinguir entre lo científico y lo artístico, o entre la razón y la sensibilidad. Y así, mientras a pesar de todo aún se puede trazar alguna línea entre Profeta sin honra y La tierra del profeta, y decir: “aquí hay un estudio, aquí hay una novela”, y mientras, pese a todo, un subtítulo y una solapa aún se atreven a instalar La casa y el caracol en el mundo de lo científico (a saber cómo hubiéramos leído el libro si no, a saber si no hubiéramos festejado el regreso de Raúl a la novela), esa línea desaparece en Lecturas del calígrafo.
Si en otros textos de Raúl todavía queríamos o éramos orillados a distinguir discursos que parecían o bien estrictamente literarios o bien académico-literarios, esta vez el acercamiento entre las varias escrituras ―y lecturas― posibles viene presentado o envuelto mínimamente como “desde el lado de la literatura”, pero a mí me parece que ya las categorías están muy difuminadas, que en estos textos ―y ya no digo cuentos, ni relatos, ni novelas, ni estudios, digamos que en estos lugares de su discurso― Raúl pone su escritura al mismo nivel de su lectura, y el estudioso le dedica juegos de palabras al poeta, que a su vez le responde con lecciones de lúcida racionalidad.
En fin, me doy cuenta con cierta perplejidad de que esto comienza a parecer una exégesis. En realidad yo solo quería decir que el Raúl Dorra de la literatura y el estudio es el mismo de la generosidad impecable, de los ya legendarios ―y dale― talleres de creación, de los igualmente legendarios volúmenes de El poeta y su trabajo, de las traducciones esporádicas pero imprescindibles, de las preocupaciones pedagógicas, de las inmersiones de profundidad en el arte de la Retórica, de la resistencia pacífica y vitriólica frente a las tonterías de la burocracia y el academicismo. El mismo que, siendo académico de la lengua desde 2011, sonrió con bonhomía a quienes le festejaron haber ingresado en 2016. El que nos contagió de Rilke y Borges y Atahualpa. El que nos consintió admirar a Cortázar aunque a él no le gustara. El que con serenidad de tahúr intercalaba en su discurso chistes elaboradísimos que uno entendía tres días después.
En el fondo, creo, lo que quería era aprovechar esta oportunidad para seguir una conversación que desde hace un año tiene otras geografías y otra gramática y en la que hay que moverse con un tiento atípico. En presencia del discurso y en ausencia del cuerpo. Frente a la voz, sin el aliento.
En un lugar distinto del texto, la memoria se empeña en adherir a la palabra el gesto, imágenes que se superponen. Aquí Raúl escucharía con la cabeza inclinada. Aquí hablaría más de cerca y poniendo una mano en tu brazo. Aquí reiría contenido. ¿Aquí objetaría o daría vuelta un argumento farragoso o un discurso vacilante, por ejemplo el de las relaciones que llevo estableciendo desde hace varias páginas?
Hasta los alumnos más lentos aprendimos algunas cosas de un maestro que nunca reprochó los titubeos, las dudas, los recelos. Todo vale mientras la reflexión siga, todo es aceptable mientras sea un por ahora, mientras diga siento o intuyo que. En los límites ―del conocimiento, del mundo, de la luz― extendemos una mano o una idea, tanteamos una familiaridad o una rareza. Acaso las presentes relaciones existen con el único fin de ser borradas.
Está bien, Raúl. Conversemos