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De la posmemoria a la doble memoria1

 

Resumen

Para una reflexión sobre la complejidad de la elaboración posmemorial en los hijos/as de las víctimas del terrorismo de Estado en Argentina durante la última dictadura (1976-1983) proponemos considerar tres cuestiones. En primer lugar, ¿qué memoria construyen? ¿la de los padres, la de ellos mismos? En segundo lugar, ¿cómo configuran la narración memorial? ¿qué relato arman, qué procedimientos, tropos, tópicos, imaginarios, géneros y estéticas eligen? Y finalmente, ¿cuáles son los espacios y las agencias en donde estas memorias se configuran? Si bien puede suponerse que se trata de un proceso continuo e inacabable, que se va articulando lentamente a lo largo de la vida, en los más variados lugares y ante diversos oyentes, ciertas instancias y espacios han sido claves en la edificación de sus relatos: la literatura y el arte, el psicoanálisis, la militancia y los juicios.

Palabras clave: posmemoria, hijos de, testimonio

Abstract

In order to reflect on the complexity of the postmemorial elaboration in the children of the victims of State terrorism in Argentina during the last dictatorship (1976-1983), we propose to consider three questions. First, what memory do they build? That of the parents, that of themselves? Second, how do they configure the memorial narration? What story do they develop, what procedures, tropes, topics, imaginary, genres and aesthetics do they choose? And finally, what are the spaces and agencies where these memories are configured? Although it can be assumed that it is a continuous and endless process, which is slowly articulated throughout life, in the most varied places and in front of diverse listeners; certain instances and spaces have been key in the construction of their stories: literature and art, psychoanalysis, militancy and judgments.

Keywords: postmemory, children of, testimony

Résumé

En vue d’une réflexion sur la complexité de l’élaboration post-mémorielle chez les fils et filles des victimes du terrorisme d’état en Argentine durant la dernière dictature (1976-1983), nous proposons de considérer trois questions. Tout d’abord, quelles sont les mémoires qui construisent ? Celles des parents eux-mêmes, leur propre mémoire ? En deuxième lieu, comment la narration mémorielle configure-t-elle ? Quels récits, quelles procédures, tropes, topiques, imaginaires, genres ou esthétiques choisissent-elles ? Et finalement, quels sont les espaces et les agences où ces mémoires se configurent ? Si on peut supposer qu’il s’agit d’un processus continu et interminable qui s’articule lentement tout au long de la vie, aux endroits les plus divers et face à autant d’interlocuteurs, certaines instances et espaces ont jouer un rôle clé dans l’édification de leurs récits : la littérature et l’art, la psychanalyse, la militance et les procès.

Mots-clés : postmémoire, fils de, témoignage


Introducción

Para una reflexión sobre la complejidad de la elaboración posmemorial en los hijos de las víctimas del terrorismo de Estado en Argentina durante la última dictadura (1976-1983), proponemos considerar tres cuestiones. En primer lugar, ¿qué memoria construyen: la de los padres o la de ellos mismos? En segundo lugar, ¿cómo configuran la narración memorial? ¿qué relato arman, qué procedimientos, tropos, tópicos, imaginarios, géneros y estéticas eligen? Y finalmente, ¿cuáles son los espacios, las agencias, en donde estas memorias se configuran? Si bien podemos suponer que se trata de un proceso continuo e inacabable, que se va articulando lentamente a lo largo de la vida, en los más variados lugares y ante diversos oyentes, ciertas instancias y espacios han sido claves en la edificación de sus relatos: la literatura y el arte, el psicoanálisis, la militancia y los juicios.

Antes nos preguntamos ¿resulta pertinente el concepto de posmemoria para pensar la factura de la memoria de esta segunda generación argentina? Marianne Hirsch (2008; 2012) acuña la categoría de postmemory para hablar de la memoria de los hijos de los sobrevivientes de la Shoah, nacidos en la diáspora norteamericana, que no presenciaron la vida de sus padres en los campos. Analiza la paradoja de una memoria que se articula en la distancia temporal y espacial del territorio estadounidense a la vez que se vive de un modo muy cercano, mediante una conexión vital, un conocimiento incorporado (embodied) y una fuerza afectiva que los hijos mantienen con el trauma de los padres sobrevivientes. El pasado les resulta extrañamente desconocido, pero profundamente internalizado. Esta segunda generación activa un trabajo posmemorial para poder desentrañar la herencia del pasado de horror. Los sobrevivientes hablan a través de una lengua dislocada, de síntomas corporales, de silencios, lágrimas y suspiros, de gritos y pesadillas que sus hijos deben interpretar y esclarecer para armar una narración, construir una memoria, tramitar la herida y restablecer la cadena de transmisión. Ya que carecen de un recuerdo propio, se valen tanto de los objetos, las fotografías y los relatos de la memoria familiar, como de la memoria cultural y pública que suele ofrecer un depósito de formas más o menos prestablecidas (como las fotografías de los campos con los sobrevivientes desnudos).

Los hijos de en Argentina, en cambio, sí tuvieron, en su gran mayoría, una experiencia directa del terrorismo de Estado, que involucró a sus padres y también a ellos, padeciendo de uno u otro modo el accionar de la dictadura: el secuestro de los padres delante de los niños, el allanamiento de la casa, la infancia clandestina y las mudanzas, la visita a los padres en la cárcel, la orfandad y la convivencia con abuelos o familiares, el nacimiento en cautiverio, la apropiación por parte de los represores, el abandono en Casas Cuna o la entrega a diversas familias, el exilio, las guarderías, etc. Aquí radica su especificidad con respecto a la segunda generación abordada por Hirsch, por lo cual no parece adecuado hablar de posmemoria sin establecer profundas divergencias.2

Nuestro caso se acerca más a la generación 1.5 de la que habla Susan Rubin Suleiman (2002) para referirse a aquellos niños que padecieron los acontecimientos traumáticos del Holocausto sin comprenderlos del todo debido a la corta edad que tenían. A medio camino entre la generación de los adultos llevados a los campos de exterminio y la segunda generación nacida en el exilio, estos son niños sobrevivientes [child survivor] del Holocausto que sufrieron la persecución, el ocultamiento, las huidas y el exilio, la vida en los guetos o en el Lager. El factor de la edad resulta fundamental (como también lo será en nuestro caso) para marcar las diferencias entre ellos: quienes eran demasiado jóvenes para recordar (hasta tres años), los que eran suficientemente grandes para recordar pero demasiado jóvenes para comprender (de cuatro a diez años) y los que eran suficientemente grandes para entender, pero demasiado jóvenes para ser responsables y tomar decisiones (de once a catorce años). Lo cierto es que aun con su corta edad, en muchos casos fueron forzados a asumir responsabilidades y hacer elecciones, lo que los convirtió prematuramente en adultos —el trauma en ellos ocurrió antes de la formación de una identidad estable.

La autora también repara en los procesos de encuentro y reconocimiento de estos niños ya adultos, en la toma de conciencia de que pertenecían a una específica generación de niños judíos sobrevivientes del Holocausto, en las decisiones de institucionalizarse formando colectivos, e incluso en la escritura de testimonios —datos no menores ya que la memoria se constituye en diálogo con las políticas. En esta línea, resulta fundamental el encuentro y reconocimiento entre los hijos y la posterior conformación de una agrupación de derechos humanos denominada H.I.J.O.S. (Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio) que los colocó en la esfera pública y les dio gran visibilidad. Este organismo nació hacia mediados de la década de 1990, a partir de reuniones y homenajes a los padres desaparecidos que se hicieron en algunas universidades en las que los hijos de las víctimas se conocieron, contactaron y fueron programando diversas alternativas de congregación y militancia. Una de las primeras decisiones consistió en definir la población que la integraría. El debate desplegó tres posibilidades. Reconocer sólo a los hijos de desaparecidos y asesinados (dos orígenes), sumar a los hijos de exiliados y de presos políticos (cuatro orígenes), o considerar una población abierta y sin restricciones al ingreso. En muchos casos triunfó la primera opción, bajo el argumento de que se trataba de una experiencia, la de hijos de padres desaparecidos, muy diferente a la de los hijos de padres presos o exiliados, y en otros casos se abrió a los cuatro orígenes. Ambas opciones suponen definir la identidad y pertenencia con base en los lazos de sangre, siguiendo en este punto uno de los modelos, acuñado ya durante la dictadura, de los organismos de derechos humanos: las Madres de Plaza de Mayo y las Abuelas y los Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas, entre otros, como señala Santiago Cueto Rúa (2008). En el campo cultural donde muchos de los hijos desarrollaron producciones artísticas y literarias, en cambio, se va más allá de este límite trazado por la genética, pues es posible integrar a los coetáneos —que no necesariamente tienen parientes desaparecidos, sino que se vinculan por la pertenencia generacional— desde un concepto no biologicista sino cultural de la identidad.

Además, Rubin Suleiman (2002) destaca en su análisis la cuestión de la generación y elabora el concepto de una generación intermedia para hacer hincapié en la experiencia de aquellos niños que sí padecieron las políticas de exterminio de los nazis. En el caso argentino, estas perspectivas crean cierta confusión, ya que se cruzan dos cuestiones que convendría separar: la distinción entre generaciones que creemos necesaria para diferenciar a los padres de los hijos, y el grado en que padecieron, experimentaron y vivenciaron las políticas del terrorismo estatal. Por momentos, ambas cuestiones se solapan y dan lugar a un presupuesto: hablar en términos de segunda generación supone un modo residual, tangencial y distante o mediado del sufrimiento de las políticas dictatoriales, implica el carácter de víctima indirecta, y alude a una condición secundaria respecto a la primera generación. Este es el equívoco que sería necesario subsanar para diferenciar, sin jerarquizar, las experiencias de los padres y los hijos. Creo conveniente mantener el concepto de segunda generación, ya que las diferencias con la primera generación son notables e insalvables: mientras los padres eligieron la vía de la militancia revolucionaria y participaron activamente en sus proyectos y acciones, en cambio sus hijos se vieron involucrados en ese contexto sin haberlo elegido y siendo menores. También, las políticas del terror estatal sobre ambas generaciones fueron muy disímiles: mientras los militantes constituyeron el objeto privilegiado de la aniquilación, los hijos fueron primordialmente un botín de guerra, un objeto de apropiación. El punto de confluencia entre las dos generaciones es, sin duda, el carácter de víctima que alcanza, aunque de diverso modo, a ambas. En el caso argentino se vuelve poco productivo pensar estas diferencias en términos de grado debido a que resulta evidente que la apropiación de niños es una grave violación a los derechos humanos. Un caso interesante resulta la autopercepción que los hijos de exiliados tienen sobre sí mismos, pues muchos de ellos no se reconocen en sus entrevistas como hijos de sino simplemente como exiliados. A partir de esta constatación Mariana Achugar (2016; 2018) —ella misma hija de exiliados— advierte sobre la complejidad del asunto y sobre los límites del concepto de segunda generación en la propia percepción de estos hijos en el exilio.

Más allá de las posibles semejanzas o diferencias con los anteriores ejemplos de Hirsch y Rubin, los hijos de argentinos se particularizan por relacionarse con dos memorias. Si, como ya dijimos, ellos mismos padecieron la experiencia del terror estatal en su propia vida, también fueron herederos de la memoria de la primera generación, edificada a partir de lo que compartieron en su infancia con sus progenitores y de lo que luego, siendo adultos, lograron reconstruir sobre ellos como un rompecabezas hecho de retazos. Forjados en esta doble experiencia, los vínculos de la segunda generación argentina con el pasado se articulan, entonces, en la tensión compleja, irresuelta y por ello productiva entre la memoria de los padres, heredada y (parcialmente) ajena, y la memoria de la infancia, propia y experimentada —en ocasiones sin embargo ambas coinciden y se entremezclan, tironean entre sí, se cruzan y resultan difíciles de deslindar.

1. Las tres matrices

En la literatura de hijos puede advertirse tres matrices significativas que, sin agotar las múltiples y diversas derivas, nos pueden orientar en su universo de intereses, en los conflictos que abordan y en los tópicos y símbolos que eligen: la narrativa humanitaria, el relato político-revolucionario y la narrativa familiar.3

En tanto organismo de derechos humanos, H.I.J.O.S. se forma, como adelantamos, siguiendo el modelo de aquellos movimientos que, nacidos durante la dictadura, se nuclean en torno a los vínculos de sangre: Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas, Madres de Plaza de Mayo, Abuelas de Plaza de Mayo, etc. Por otro lado, se encuentran aquellos organismos que se reúnen en torno a los valores universales de los derechos humanos, como la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), el Servicio de Paz y Justicia (SERPAJ), el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), etc. En ambos casos, sin embargo, se esgrime una narrativa humanitaria, articulada sobre la violación de los derechos humanos por parte de los militares y que servía de base a un reclamo de tipo ético y jurídico, pero no político.

De este modo se evitaba apelar a las fuerzas enfrentadas en la década de 1970 y a la retórica revolucionaria, distanciándose tanto de los argumentos del Estado terrorista como de la izquierda armada. En esta narrativa se sustituyeron las categorías de pueblo/oligarquía o de proletariado/burguesía por las de víctimas/victimarios, consolidando una estrategia que fue empleada en los Juicios a las Juntas Militares. Todo ello implicó un notable giro cultural en los inicios de la democracia, ya que se quebraban las tradiciones políticas previas al sustituirlas por los nuevos valores de memoria, verdad y justicia, y al mismo tiempo se ejercía una despolitización de lo ocurrido en la década de 1970, visible en la figura de la víctima inocente. Fueron los militares quienes intentaron politizar a las víctimas, hablar de la militancia guerrillera y apelar a la guerra para justificar el empleo del terrorismo de Estado. En esta segunda generación, la narrativa humanitaria se hace evidente en la búsqueda de los padres a través del protocolo usual de los organismos de derechos humanos, en la apelación al Estado para que haga justicia y en el ejercicio de la militancia que ellos emprenden siguiendo este modelo de los organismos —y en especial en la toma de distancia, reformulación e incluso burla hacia aspectos de esta narrativa.

En segundo lugar, H.I.J.O.S. va a reivindicar la lucha revolucionaria emprendida por los padres en la década de los setenta.4 Frente a las calificaciones de subversivos, extremistas y terroristas que los militares supieron atribuir a sus padres, y de víctimas inocentes dadas por los organismos de derechos humanos, los hijos van a recuperarlos como militantes. En este sentido se consideraron diversos modos de recuperar el legado paterno (o materno), desde los hijos que defendieron la lucha armada y la revolución (los más radicales) hasta los que eligieron los ideales de esa juventud maravillosa cuya voluntad era cambiar el mundo (los moderados). Finalmente, en sus primeras reuniones acordaron una fórmula que proponía reivindicar el espíritu de lucha de sus padres para no contradecir el carácter de organismo de derechos humanos.5

Esta perspectiva indudablemente colisiona con la narrativa humanitaria ya que, entre otras cuestiones, la izquierda revolucionaria procuraba derrocar la democracia —a la que consideraba una máscara que ocultaba una forma de dominación— a través de las armas para instaurar la revolución, lo que no resulta fácilmente compatible con el escenario democrático. Los padres, además de militantes, serán también víctimas de la violación de los derechos humanos a la hora en que reclaman justicia a las instituciones del Estado, creando una contradicción que a veces no termina por resolverse. Pero son también estas tensiones no del todo zanjadas las que enriquecen sus apuestas y les permiten renovar las prácticas de la memoria, despojándolas de su solemnidad. Desde esta narrativa militante los hijos exploran los ideales y la lucha política de los padres (en algunos casos con una fuerte dosis de crítica), e instauran su propia militancia como una continuidad del legado de ellos: “Nacimos en su lucha, viven en la nuestra”.

El universo familiar es la tercera matriz que caracteriza a esta segunda generación e impregna sus producciones culturales, aunque se inscribe en una tradición anterior ya que los militares (y también, aunque en menor medida, la izquierda revolucionaria), y luego los organismos de derechos humanos, apelaron a la familia en sus discursos y estrategias políticas. Por otro lado, constituyó un dispositivo central en ciertos giros teóricos de las ciencias sociales en las últimas décadas. Desde su puesta en foco se articulan dos intereses: la familia como política y la familia como afectividad, aunque ambas están íntimamente relacionadas, ya que la dictadura militar supo quebrar los límites entre lo público y lo privado al introducirse en la intimidad de los hogares.

Respecto a las dimensiones políticas de la familia, en su obra Pan y afectos Elizabeth Jelin (2010) analiza el control que desplegó el gobierno militar sobre la familia, considerándola célula de la Nación, constitutiva de la Gran Familia Argentina. En el relato de los militares, ambas instituciones —Nación y familia— se encontraban invadidas por ideas foráneas que venían a contaminar y destruir los valores de la argentinidad, a cuyo rescate acudían las Fuerzas Armadas en su calidad de defensores de la Patria. En esta tarea de salvación interpelaban a los padres, de quienes esperaban ayuda y colaboración para proteger el hogar y cuidar a sus hijos con atención, vigilancia y disciplina (la propaganda oficial insistía en preguntar: “¿Sabe usted donde está su hijo ahora?”). De este modo la privacidad familiar se vio avasallada por el poder público y sus políticas de monitoreo y represión.

La autora también indaga sobre la centralidad del vínculo familiar (el familismo) en los organismos y las políticas de derechos humanos surgidas durante la dictadura, ya que eran sólo los parientes de las víctimas quienes podían reclamar por sus deudos ante la clausura de los canales democráticos. La creación de Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas (1976), de Madres de Plaza de Mayo (1977) y Abuelas (1977) y posteriormente H.I.J.O.S. (1996) y Herman@s (2003) exhibe la injerencia del lazo familiar en las políticas de la memoria, como una respuesta y un espejo invertido al foco puesto en la familia por los militares. Además, la búsqueda que Abuelas emprendió de los nietos apropiados condujo al desarrollo de técnicas de estudios genéticos por parte de la comunidad científica internacional —y luego a la creación de un Banco Nacional de Datos Genéticos— que mostró una vez más la importancia de los lazos biológicos. De este modo, el ADN, la genética, la biología y la sangre se volvieron centrales e indispensables para las políticas de los organismos de derechos humanos.

Sin dudar de la importancia de las pruebas genéticas, Jelin también señala cierto riesgo del familismo en el campo político-cultural en tanto dota de autoridad y legitimidad a quienes tienen un lazo biológico con las víctimas: con ello no sólo se reifica y esencializa una verdad fundada en la biología (que les pertenece a quienes son familiares y afectados directos), sino que además obstruye la posibilidad de participar en las luchas por la memoria a otros miembros de la sociedad. Este familismo se contrapone a la construcción de una ciudadanía universal e igualitaria, basada en los principios impersonales de las leyes y de los derechos, restringiendo los mecanismos que amplían la participación social. En cambio, propone el desafío de construir un compromiso cívico con el pasado que sea más democrático e inclusivo.

Desde una perspectiva situada en el otro extremo, Ana María Amado (2003) argumenta en favor de las políticas ejercidas desde el dispositivo familiar retomando la figura de Antígona, teorizada recientemente por Judith Butler (2001) en El grito de Antígona. En el texto de la filósofa estadounidense, la figura de Antígona es el emblema de la política ejercida desde el interior de la familia, desde los derechos del parentesco, desde la Ley del Hogar que domina en un estadio prepolítico frente a la Ley del Estado ejercida por Creonte, que es de carácter no familiar sino universal y sobre la cual se estructura la sociedad. Creonte lucha por hacer valer un orden ético y universal frente a la demanda de Antígona fundada en los lazos familiares con sus hermanos. Si bien los argumentos de Butler se orientan a revisar las actuales políticas del feminismo y a interrogar sobre las nuevas arquitecturas que quiebran el modelo de la familia ideal, heterosexual y ordenada desde el tabú del incesto, sería interesante preguntarnos: ¿cómo regresa Antígona en el Cono Sur? ¿De qué modo, ciertamente novedoso, las políticas del parentesco se institucionalizan en organismos de derechos humanos, se convierten en políticas de Estado, intervienen en la justicia e incluso aportan nuevas leyes a las legislaciones internacionales —dejando de ser una práctica prepolítica?

Por su parte, Amado se sirve del texto de Butler para defender el ejercicio de las políticas de la memoria desde el parentesco, iluminando el vínculo entre el lazo familiar y la política. Arremete críticamente contra quienes desconfían de la legitimidad de la familia afectada para demandar justicia y frente a los que leen los relatos familiares desde una “pura sustancia afectiva” del dolor que obturaría el discurso político. Si el Estado desplegó su potencia criminal dentro de lo que debía proteger —la familia—, es desde la familia, es decir desde una genealogía filial en la cual lo social y lo histórico no pueden disociarse, de donde deben surgir las voces para interpelar al Estado. Asimismo, es necesario rehacer los vínculos filiales deshechos por la dictadura, y en este sentido la recuperación de los nietos apropiados que llevan a cabo las Abuelas se inscribe en este orden de restauración.

Producto de ciertas propuestas renovadoras en las ciencias sociales —la historia de la vida privada, el giro subjetivo y el giro afectivo, el interés por la intimidad, entre otras—, varios investigadores han señalado el destacado papel que juega la familia en la historia reciente, abordando su importancia no sólo para el gobierno militar y las políticas de los derechos humanos, sino también para la izquierda revolucionaria.

Si Jelin estudiaba la recuperación de la familia por parte de los militares y los organismos de derechos humanos, en su libro Las revolucionarias Alejandra Oberti (2015) explora, a partir de una serie de documentos y testimonios del PRT-ERP y de Montoneros, el impacto de la militancia política y armada en la familia revolucionaria, en la vida cotidiana y en la afectividad, haciendo hincapié en las tensiones sufridas por las mujeres militantes. Las madres-militantes enfrentaron fuertes desafíos ante estructuras tradicionales y sexistas que les asignaban los consabidos roles del género (tareas domésticas, contabilidad del hogar, cuidado de la salud), y que tendían a privilegiar, dentro de la pareja, la participación de los varones en reuniones políticas, en clases de instrucción, en comisiones, en desmedro de las mujeres que debían quedarse a cuidar a los hijos. Ante las fuertes exigencias de la militancia, algunas mujeres preferían no tener hijos. Oberti examina las prácticas que estas mujeres-militantes llevaron a cabo y las estrategias con las que fisuraron esos roles asignados para transformar con su género las estructuras donde se insertaron. Lo hicieron desde las puertas inauguradas por la militancia que, aunque atravesadas por la subalternización de la mujer, les abrieron la posibilidad de convertirse en agentes de la historia. En algunas pocas ocasiones, las tendencias en boga del feminismo lograron presionar con sus demandas estos espacios organizados en torno a sus propias lógicas combativas y a sus valores masculinos.

En este sentido, también las organizaciones de la izquierda radical (como los gobiernos militares, aunque con muy diverso carácter) invadían la intimidad de la vida privada y la sometían a mandatos políticos. Los hijos de, en cambio, invierten esta lógica jerárquica entre lo privado y lo público para liberar a lo familiar de su atadura, empoderarlo y reconvertirlo en un dispositivo político —como ya lo habían hecho otros organismos de derechos humanos.

Por ello, las dimensiones afectivas del universo familiar se vuelven protagónicas en las perspectivas sobre las experiencias de las infancias bajo la dictadura que vierten en sus obras, y constituyen uno de los aportes más contundentes de la producción cultural de esta segunda generación, cuyos miembros activan políticamente los afectos en la búsqueda de los padres, en el conteo de las pérdidas y rupturas de la familia ocasionadas por el terrorismo de Estado, en las críticas a las normas y los valores que la militancia imponía a la familia revolucionaria. En múltiples ocasiones hay un reclamo hacia esos padres que prefirieron la acción política por sobre la vida hogareña, o se representan los desarreglos en la vida cotidiana y las desarticulaciones de la familia ante las urgencias de la lucha o frente a la desaparición de alguno de sus miembros. Pero también el familismo fundamenta las diversas militancias de esta segunda generación y autoriza sus voces en el campo cultural.

Así también, Amado (2009) analiza en La imagen justa. Cine argentino y política (1980-2007) la producción fílmica de los hijos y señala la importancia de los afectos y de lo individual como núcleo desde el cual esta segunda generación interroga la historia reciente, frente al imperio de los enunciados políticos y colectivos de la primera.

En tanto, Lucas Gerardo Saporosi (2018) se sitúa decididamente en las perspectivas teóricas del giro afectivo: su tesis de maestría en Historia y Memoria de la Universidad Nacional de La Plata se titula “La experiencia del amor en las producciones estéticas de hijos e hijas de militantes detenidos/as desaparecidos/as. La construcción de un archivo afectivo”. Allí aborda desde la potencialidad de los afectos la producción cultural de hijos, anclada especialmente en la escena amorosa, que le permite detectar tres series analíticas: la experiencia del amor como vector de búsqueda y clave de lectura, como vía para reconfigurar las identidades y como una forma singular del duelo.

El interés por la subjetividad, además, es un punto de inflexión en los relatos de esta segunda generación, que se vuelcan primordialmente hacia los géneros autobiográficos y autoficcionales. La literatura de hijos rearticula la pulsión testimonial del yo, ya que ellos han sido víctimas y partícipes de la historia reciente, a la vez que la atraviesan con la ficción para desarmar algunas de sus certezas, para evidenciar las fallas y huecos de la memoria y para introducir las posibilidades de la imaginación. De allí la preferencia por la autoficción.

Igualmente, Leonor Arfuch (2013) analiza en Memoria y autobiografía el auge en las últimas décadas de los géneros autorreferenciales que abarcan desde las formas más canónicas del testimonio, las memorias, la biografía y la autobiografía, la entrevista, los relatos de vida o de trayectorias, hasta formas híbridas, intersticiales, como las autoficciones, los cuadernos de notas, los diarios de cárcel, cartas personales, agendas, obituarios, fotografías, recuerdos y blogs. La autora pone estos géneros en contacto con las narrativas del pasado reciente, con las voces de víctimas de la dictadura, de hijos de desaparecidos, de exmilitantes, de exiliados, de testigos, de autores y artistas que remueven sus recuerdos; y aborda los vínculos entre memoria y estos géneros del yo para iluminar los modos diversos en que se inscribe la huella traumática de los acontecimientos en los destinos individuales.

Una modalidad peculiar de la autoficción se fragua a través de la construcción de un/a narrador/a infantil en muchos textos de hijos, tal como postula y examina Mariela Peller (2016) en su análisis de un corpus de narradoras hijas. Esta voz de la infancia se convierte en una oportunidad para revisar y elaborar el pasado desde el presente: las autoras se colocan en los zapatos de las niñas para decir lo que en su momento no lograron expresar y para dotar de nuevos sentidos la experiencia vivida. Esta figura de la niña protagonista y narradora establece un peculiar pacto de lectura, ya que se vincula a la escritora adulta, provocando cruces entre el universo infantil y el adulto a la vez que introduce elementos ficcionales en los trazos autobiográficos.

Ciertos deslindes en los debates sobre el giro subjetivo y los géneros autorreferenciales resultan necesarios para explorar las narrativas de esta segunda generación. Por un lado, se suele sospechar de la verdad de los relatos en primera persona que no estén refrendados por documentos o por instrumentos científicos de verificación. Es la crítica que esgrime Beatriz Sarlo (2005) a la autoridad de la primera persona y al testimonio como vías para comprender la historia reciente. Por otra parte, el género testimonial se legitima, frente a la ficción, por reponer lo real y provocar la identificación del narrador con el autor. Es este segundo gesto el que convierte al texto en un espacio para volcar una experiencia atravesada por la violencia radical y legitimar su verdad testimonial (siempre en términos de pacto de lectura). El regreso del autor, que Roland Barthes había puesto al costado ante el protagonismo del narrador, el retorno del testimonio y la recuperación de lo real caracterizan las narrativas de hijos aun cuando luego serán motivo de desvío y puesta en cuestión, según indica Elsa Drucaroff (2011), haciéndolos tambalear con la ficción, sin por ello perder su carácter vivencial (“yo estuve allí”).

Una voluntad por sumergirse en las propias experiencias de la infancia bajo la dictadura marca las producciones culturales de hijos, por apresar lo real (que apunta no sólo a su sentido literal, sino que también supone aquello que escapa a la representación en términos de Lacan). Tanto la experiencia como el testimonio, cuando trabajan con lo real, se constituyen como espacios agrietados y controvertidos: la violencia radical, intolerable para el sujeto, provoca la escisión de la experiencia que queda latente, obtura la cognición y la verdad de ésta, reaparece en las pesadillas y en los síntomas, y destruye la trama narrativa, desarticulando el relato testimonial. La imposibilidad de lo vivido da lugar a la imposibilidad de narrarlo.

2. Hacia una memoria propia: las infancias

La memoria propia se vuelca hacia la niñez vivida bajo la dictadura, configurando diversas experiencias como la infancia educada, la infancia clandestina, la infancia huérfana, la infancia apropiada, entre otras,6 exploradas por ellos en diversas producciones literarias y artísticas. Resulta excepcional la notable y fecunda cantidad de obras en diversos formatos (la fotografía, el cine, la narrativa, la poesía, el teatro por la identidad, el testimonio, la performance, la plástica, las instalaciones, los discursos críticos, los blogs, etc.) y las inéditas experiencias que allí se examinan, en especial las que remiten a la infancia bajo el terrorismo estatal, percibidas en muchos casos a través de la configuración de una voz o una mirada infantil. Si Walter Benjamin (1989) señaló la declinación tanto de la experiencia como de la posibilidad de narrarla por parte de quienes venían de la Primera Guerra Mundial, la voz de esta segunda generación argentina muestra obstinadamente lo contrario. ¿En qué otras oportunidades la literatura argentina ha sido vehículo para explorar los avatares de los niños durante la dictadura, sus desafíos para vivir en la clandestinidad política, los nacimientos en maternidades de centros de detención, los secuestros y apropiaciones por parte de miembros de los servicios, las búsquedas de sus padres emprendidas en los inicios de su juventud o los procesos de recuperación de sus identidades sustraídas? Tomemos dos casos a modo de ejemplo.

Los hijos de suelen autodenominarse como huérfanos, huerfanitos o poshuerfanitos, y entonces podemos preguntarnos ¿en qué consiste la peculiar e inaudita experiencia de una infancia huérfana de padres desaparecidos? Se trata de una orfandad suspendida, irresuelta, pendiente de solución, ya que en principio no cuentan con la muerte de los padres sino con su desaparición y, como sabemos, esta particular condición se caracteriza por la indefinición, el desborde de los conceptos identitarios acuñados, la impertinencia categorial.

Gabriel Gatti (2011) argumenta extensamente sobre la dificultad para asir la identidad del desaparecido, tensada entre la ausencia y la presencia en tanto se trata de un sujeto que no se halla ni vivo ni muerto y parecería situarse en una suerte de limbo, en un eterno estar siendo desaparecido que no termina de cerrarse, un sujeto sin lugar y descolocado del tiempo, desgajado de la comunidad y de la familia, un cuerpo separado del nombre o un nombre sin cuerpo y sin historia, un sujeto sin derechos ni ciudadanía, un chupado, borrado, un vivo-muerto, un espectro, un fantasma.

Asimismo, Diana Kordon y Lucila Edelman (2007) señalan que la desaparición implica una presencia-ausencia que se mantiene a lo largo del tiempo e incluso a pesar de conocer la muerte del desaparecido, generando una situación de duelo prolongado. El duelo, necesario para metabolizar el sufrimiento psíquico provocado por la pérdida y lograr recolocar la libido en otro objeto, se encuentra obstruido por el desconocimiento de lo acontecido y la falta del cadáver, lo que impide realizar el rito funerario.

Esta irresolución de la condición del desaparecido da lugar a dos situaciones clave en la vida de los hijos. Por un lado, la espera, una espera angustiada que se articula en la tensión entre la ausencia de los padres y la incertidumbre de su regreso, que los niños experimentan durante los primeros años en que todavía es ignoto el destino de los desaparecidos. Por el otro, la búsqueda que, con posterioridad, los jóvenes emprenden para encontrar los restos de sus padres y para averiguar y reconstruir ese tramo de la historia que ha quedado borrado e ignorado. Si el desaparecido se constituye como un fantasma, los hijos perseguirán esa figura fantasmática para procurar devolverle lo que se le ha sustraído.

Pequeños combatientes de Raquel Robles (2013) permite explorar el primer tramo de la orfandad suspendida, ya que la novela se inicia cuando la policía ingresa a la casa, detiene y secuestra a los padres mientras los niños duermen. Ellos vivirán en la incierta alternativa de aguardar el regreso de sus padres o lamentar su pérdida, un desasosiego que también los conduce a la búsqueda e incluso al intento de rescatarlos y salvarlos. Asimismo, en la obra de Ernesto Semán (2011) titulada Soy un bravo piloto de la nueva China, el personaje de Rubén aguarda por mucho tiempo el regreso de su padre, el camarada Luis Abdela desaparecido en agosto de 1978, almacenando los ejemplares del diario Clarín y anotando comentarios y diálogos al margen de las noticias que cree importantes: “Yo era el único que seguía aferrado con toda mi fuerza a seguir esperándolo” (p. 172).

La narrativa de Félix Bruzzone (2014), en cambio, aborda la segunda instancia de la orfandad suspendida, aquella que abarca las secuelas traumáticas que ha dejado la desaparición en los niños ahora jóvenes y en la cual la necesidad de la búsqueda es central. El nudo traumático del hijo de desaparecidos es la pérdida de alguno de sus padres o familiares y la necesidad de suturar ese vacío con la recuperación de sus cuerpos, de sus historias, de cualquier información que logre colmar ese hiato. La búsqueda constituye, entonces, la pulsión fundamental de la orfandad suspendida que precisa encontrar para atravesar el duelo, para concluir una etapa y comenzar otra, para terminar con esa suspensión. La búsqueda es la escena primaria de hijos, es el núcleo de sus relatos, aquello que puede convertirse en un deseo reasumido por sus hijos o en una pesada herencia, insoslayable incluso para quienes la rechazan.

Respecto al segundo ejemplo nos preguntamos: ¿cómo se representa la infancia clandestina en la literatura de la segunda generación?; ¿cómo se articula la experiencia en aquellos niños que vivieron la década de los setenta bajo un doble régimen, el del mundo secreto de los padres militantes sometido al terror estatal, y el del mundo normal y cotidiano de un niño que va al colegio, se reúne con sus compañeros, festeja sus cumpleaños?; ¿en qué sentido estos desacuerdos crispaban sus vidas?; ¿de qué modo los niños debieron lidiar con la disyunción de los roles paternos/maternos entre el militante, absorbido por las demandas de la política y sus severos valores bajo un clima de peligro, persecución y temor, y el padre/madre de quien se espera que debe proteger al niño y rodearlo del universo íntimo de los afectos y sentimientos? El desafío de vivir en un mundo escindido está en el embrión de la idea de clandestinidad: mientras se milita a escondidas y en secreto se vive en una cotidianidad en apariencia normal, aunque plagada de simulaciones y falsas identidades. Los avatares de la vida infantil en la clandestinidad se vierten en una serie de textos literarios y filmes tales como el libro Kamchatka de Marcelo Figueras (2003) y el filme del mismo nombre dirigido por Marcelo Piñeyro (2002), La casa de los conejos de Laura Alcoba (2008), el filme Infancia clandestina dirigido por Benjamín Ávila (2012), Una muchacha muy bella de Julián López (2013) y Pequeños combatientes de Raquel Robles (2013).

Los conflictos en el interior de ambos espacios (la política y el hogar) se vuelven un principio constructivo importante en los textos y en los filmes, y suelen organizar las tramas, en especial los desacomodos en el interior de la casa familiar cuando ésta se ve invadida por la militancia clandestina. El arco de posibilidades va desde aquellas propuestas que muestran la incompatibilidad y los desacuerdos hasta las que procuran vislumbrar una posible armonía; desde las que enfrentan el rol de padres al de militantes (grandes militantes y terribles padres o al revés, para decirlo en términos de Fernando Oscar Reati, 2015) hasta las soluciones integradoras de buenos padres y buenos militantes. Sin duda, la negociación entre la militancia y la familia es el marco en cuyo interior se juega parte importante de la vida del niño.

Evidentemente, la escritura literaria (y la producción artística) adquiere varias dimensiones en la construcción del relato memorial de los hijos. Encontrarse a sí mismos a través de la indagación sobre sus padres constituye un impulso identitario. La voluntad de testimoniar ocupa, asimismo, un lugar destacado en ciertos textos, como por ejemplo en ¿Quién te creés que sos? de Ángela Urondo Raboy (2012), y se consolidará en el proceso por el cual los hijos de comienzan a ser convocados en los juicios para testificar, aportando un punto de vista propio. Además, la dimensión terapéutica de la escritura cobra especial protagonismo y la acerca al espacio privado del psicoanálisis en el cual también se elabora un relato.

Sus textos suelen trazar un itinerario que va desde la herida hasta la reparación, un trayecto en el cual la figura de los progenitores deja de ser un fantasma que acecha al hijo para convertirse en un ancestro reconocible al que puede enterrarse y que puede convertirse en punto de partida para la acción responsable, que adviene como instancia superadora del trauma (LaCapra, 2008), habilitando la asunción de una praxis política. La imagen de la resurrección de los progenitores es la metáfora más significativa para dar cuenta de la militancia de los hijos a partir del legado paterno o materno.

3. Hacia la memoria de los padres: la “búsqueda” entre la trampa y la resurrección

La reconstrucción de la memoria de los padres se narra a través del relato de la búsqueda, desde la necesidad de encontrar los huesos de los padres hasta la de recuperar sus historias (los gustos, costumbres e ideales por los que luchaban), guiados por el deseo de realizar el duelo o de establecer un vínculo melancólico. Esta búsqueda puede convertirse en una trampa que atrapa al hijo en el pasado de los padres, inmovilizándolos en su hijitud,7 o en una vía para la recuperación de sus ideales y militancia política para el presente.8 En principio, resulta peculiar este enfático regreso al pasado para resolver la inestabilidad identitaria por parte de una generación joven, pero es posible percibir un gesto similar en otros casos de escritores que, en América Latina y especialmente en el Cono Sur, emergieron hacia la década de 1990. Ante la pérdida de la pulsión utópica revolucionaria de los sesenta y setenta que exaltaba el futuro, se vuelven hacia el pasado para configurar sus discursos, en la certeza de que, como dijo Diego Trelles Paz (2016): “El futuro no es nuestro”.9

En la novela Los Topos, así como en los cuentos reunidos en 76 de Bruzzone (2008; 2014) se coloca en el centro el dispositivo de la búsqueda que atraviesa la existencia de un hijo de padre/madre desaparecido, a partir de los diversos perfiles individuales de los protagonistas de los cuentos, cada uno de los cuales enfrentará diferentes problemas, desafíos y secuelas traumáticas. Esta búsqueda suele adquirir la forma de una trampa: constituye una pulsión insoslayable, inevitable e ineludible, pero no conduce al encuentro del objeto perdido; es, de antemano, infructuosa. No es posible recuperar lo perdido; no se logra adquirir la suficiente información ni encontrar el cuerpo u obtener datos certeros para arribar a una historia completa del desaparecido, en primer lugar porque el contexto de impunidad de la década de 1990, momento en que los hijos llegan a la mayoría de edad y se ocupan de su pasado, dificulta esta tarea. Recordemos la paulatina desarticulación de la vía judicial desde 1986, con las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, hasta los Indultos de 1990.

En una entrevista concedida a Matías Méndez (2009), el mismo Bruzzone deja en claro este contexto de desinformación cuando afirma:

sobre esa ausencia no se puede ya encontrar nada, es una ausencia que tiene que ver con la desaparición de personas en la Argentina [...] son cosas que ya no se van a saber porque los que hicieron eso ya no están, la gente que murió, murió, los que están vivos no van a hablar [...] y entonces hay cosas que no se van a saber (1:26).

Pero incluso toda información —aun la más completa— resulta sustancialmente insuficiente para colmar el vacío existencial dejado por la pérdida. Mientras Kordon y Edelman (2007) describen la importancia de la búsqueda en los hijos para llenar (nunca completamente) el núcleo narcisista estructurante de la identidad, Bruzzone (2014) en cambio, explora los límites y peligros de esa búsqueda. Veamos como ejemplo uno de sus cuentos, “Sueño con medusas”, el cual se arma en la tensión entre dos posibilidades. Por un lado, la pulsión de la memoria dirige al narrador hacia la búsqueda de sus padres y lo acerca a la militancia de H.I.J.O.S.; emerge en las pesadillas persecutorias y en las medusas, lo ancla en el pasado y en su identidad como hijo de. Por el otro, la pulsión del olvido sostiene las demandas y deseos del presente, despierta su rol de padre y la posibilidad de tener un hijo con Romina, y despliega fantasías de liberación que se simbolizan en la proyección del viaje que cierra el relato. En este viaje liberador se subirá a un barco para ir a buscar a Romina a Italia o a España —quitando las medusas que intentan pegarse en su casco y detenerlo— y arribará a la costa, se encontrará con ella, comprará un restorán y formará una familia “de tres, de cuatro, de cinco, de seis, todo siempre crece, todo siempre puede crecer” (p. 107). De este modo, el cuento expone la disyuntiva entre permanecer y militar en H.I.J.O.S., quedando así atrapado en la búsqueda interminable de los padres, amarrándose al pasado y perpetuándose como hijo, o —a través de Romina y su posible embarazo— convertirse en padre, viajar a Europa y proyectar un futuro. La persecución de Romina viene a sustituir la búsqueda de los padres por su propia búsqueda. Esta disyuntiva es medular en la narrativa de Bruzzone y configura el nudo de la memoria como trampa en tanto dilema entre el pasado asumido como una herencia agobiante y el futuro configurado desde el deseo de una vida propia. Éste es también el desafío central de la generación de hijos, y si bien se enuncia como una alternativa de destinos opuestos, suele mostrar caminos en que se establecen puentes o difíciles convivencias entre ambos polos.

Se trata de una tensión entre polos que no necesariamente son excluyentes: los textos de Bruzzone suelen explorar la posibilidad de ir más allá de la herida, más allá de la melancolía o la obsesión por la pérdida, más allá de la interminable búsqueda, pero sin que ello implique una superación completa del trauma, la realización de un duelo que termine de suturar la herida para reconducir la libido hacia otro objeto.

La perspectiva de Dominick LaCapra (2008) puede ser útil para iluminar las complejidades de los procesos, tanto del duelo como de la melancolía, que terminan por interrelacionarse y suponen que ni todo duelo implica el olvido definitivo de lo perdido, ni toda melancolía es pura repetición sintomática.10

Mientras los textos de Bruzzone exhiben lo irrepresentable del desaparecido (bajo la metáfora de la siempre cambiante travesti), en cambio otras propuestas, sin negar el vacío de la desaparición, procuran recuperar en diversa medida a sus padres. La búsqueda del desaparecido, como matriz del relato, dispara dos escenas: los complejos procesos del duelo (ya transitados en gran medida por la crítica)11 y el acto de volver a la vida a los padres (nuestro foco ahora) que se inscribe en la línea de la melancolía (una melancolía otra que no es necesariamente una patología sino una decisión política),12 aunque da un paso más allá de ella a través del renacimiento.

Empleando el fotomontaje (se proyecta en la pared la foto de los padres y allí se sitúa el hijo para sacar una nueva foto que ahora lo incluya), Lucila Quieto, en su ensayo fotográfico “Arqueología de la ausencia 1999-2001”, diseña imposibles encuentros con sus progenitores en los que comparten momentos de la vida como el festejo de cumpleaños, reuniones familiares, viajes en común y sucesos cotidianos. Las imágenes muestran la necesidad de tocar a los padres, de acariciarlos, de festejar con ellos, de participar y compartir ciertos instantes, dando lugar a la alegría más que a la tristeza y al duelo, al disfrute que no estuvo, a través de un casi acto de magia. Varios críticos han analizado en estos fotomontajes —que reúnen una imagen del pasado (la de los padres) con otra del presente (la del hijo)— los juegos entre la ausencia y la presencia del desaparecido, entre los vivos y los muertos, entre el pasado del progenitor y el presente del hijo que da lugar a un anacronismo en el que acontece la “ceremonia del encuentro”, entre la posibilidad y la imposibilidad real de esa unión, como señalan Amado (2009) y Jordana Blejmar (2008).

Marta Dillon (2015), en su texto Aparecida, va aún más lejos con el impulso por resucitar a la madre, ya no sólo en el espacio privado sino en sus ideales políticos, lo que se vincula con la consigna del organismo de derechos humanos H.I.J.O.S. ya citado: “Nacimos en su lucha, viven en la nuestra”. El libro traza una temporalidad redentorista en cuyo presente y futuro pueden concretarse las astillas incumplidas del pasado: en este caso se trata de los ideales revolucionarios de los padres que diseñan la temporalidad dialéctica de un futuro anterior. Como en las Tesis de la filosofía de la Historia de Benjamin (1989), la redención se sitúa en el pasado y requiere restituir en el presente los reclamos de las víctimas, hacerse cargo de sus demandas, saldar sus deudas impagas:

El pasado lleva consigo un índice temporal mediante el cual queda remitido a la redención. Existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra. Y como cada generación que vivió antes que nosotros, nos ha sido dada una flaca fuerza mesiánica sobre la que el pasado exige derechos (p. 178).

La autora aborda su propia experiencia centrada en el encuentro de los huesos de su madre, Marta Taboada, por parte de los antropólogos forenses, una aparición que remite al último tramo de los avatares de la búsqueda que los hijos emprenden, abriendo la posibilidad de poner punto final a ese doloroso recorrido. La novedad de este texto radica en el más allá de la melancolía y del duelo que, sin descartarlos, implica el ritual de resurrección de la figura materna. A través de un proceso de reconstrucción (resurrección) la narradora va de la desaparición a la aparición, de los huesos al cuerpo, del cadáver a la vida, de los harapos a la ropa.

Ciertos ejemplos iluminan este proceso de recomposición: ante la necesidad de buscar fotos sobre la dentadura de la madre para los antropólogos forenses, ella exalta su sonrisa: “la sonrisa de mi madre es especial, apenas podía cerrar la boca, sus dientes eran tan grandes como pistas de esquí” (Dillon, 2015, p. 26); el cráneo le recuerda la ceremonia de la toca que sólo ellas compartían (p. 61); frente a los huesos desea vestirlos con las prendas preferidas de su madre, las polleras largas, las túnicas, los jardineros, la campera a rayas, la coqueta ropa interior, los collares y aros, las plataformas: “¿Podría alguna tela cubrir sus costillas?” (p. 28). Cuando se topa con el fémur, recuerda las piernas de gacela de la madre: “largas, bien torneadas, ideales para la minifalda” (p. 58). En lugar de la desintegración del cuerpo acontece la resurrección de la carne, y el acto de vestir el cuerpo hace brotar la vida de los huesos: “La certeza envolviendo ese fémur; envolviendo y devolviendo, una capa tras otra de nervios, sangre, carne, grasa, dermis, epidermis, los pelos, las medias de nylon, la pollera a cuadros de lana y mi cabeza sobre ella” (p. 60).

En las ceremonias funerarias con sus preparativos y en el entierro, esta resurrección de la madre alcanza un punto culminante, transita del espacio íntimo hacia el universo, salta del ámbito privado hacia el público, va del hogar hacia la política y la historia, atraviesa el límite de lo profano para sacralizarse en su última aparición epifánica. La resurrección se vuelve ritual compartido por la cofradía de las hermanas de militancia y en el entierro se despliegan las banderas de H.I.J.O.S. Se pone en escena la potencia libidinal, mágica, utópica característica de cierto sector de la producción de hijos, que reactualiza la tradición de las prácticas político-artísticas de la memoria iniciadas por las Madres en su porfiado reclamo de aparición con vida. Gustavo Buntinx (2008) destaca esta perspectiva en su análisis de ciertas prácticas rituales sobre la memoria centradas en los principios de presencia y vida, del poder de la utopía y su imaginario libidinal, de tendencias mesiánicas que, a través de rituales como las marchas de las Madres y el Siluetazo (poner el cuerpo donde ya no está, llenar con vida un vacío), procuran revertir las desapariciones gestadas desde el poder y recuperar “para una vida nueva a los seres queridos atrapados en las fronteras fantasmagóricas de la muerte” (p. 259). “La resurrección y la insurrección se refuerzan en un mismo acto” (p. 260).

El reencantamiento de la madre adquiere dimensiones políticas, y se vincula asimismo con el reencantamiento de la política que los gobiernos de Néstor Kirchner (2003-2007) y Cristina Fernández de Kirchner (2007-2015) llevaron a cabo desde una propuesta neopopulista (Laclau, 2005) luego del apagón de la militancia durante los gobiernos neoliberales de Carlos Menem. En Aparecida, Dillon (2015) hace explícito su apoyo y entusiasmo a la era K, tanto respecto a las relecturas de los setenta y a las políticas de derechos humanos como a las leyes de matrimonio igualitario bajo las cuales se casa con Albertina Carri. En este texto está presente la perspectiva de una continuidad entre la lucha revolucionaria de los padres y el espacio político abierto por los Kirchner, en el cual los H.I.J.O.S. van a reinscribir su legado. El desaparecido se ha resguardado en una latencia que lo despierta transmutado en otros cuerpos del presente, semilla en espera que recién ahora brota.

Frente a la desaparición gestionada por el Estado dictatorial, Aparecida responde, entonces, con la fuerza de la resurrección de la madre en la militancia de H.I.J.O.S. y en las políticas de derechos humanos de los gobiernos kirchneristas, a través de una estética que recupera las astillas populares, festivas, abyectas y santeras de los neobarrocos latinoamericanos y sus derivas antidictatoriales del Cono Sur. Renovada inscripción de la pulsión redentorista que Benjamin buscaba en el pasado de la historia para reactualizarla en el presente de la democracia —apuesta contundente a ciertas políticas de la memoria, que pueden alcanzar cierta radicalidad-, el libro de esta autora configura uno de los polos extremos de las propuestas de hijos, distante de quienes eligieron el camino de la crítica a la lucha armada de los padres o participaron desde otros lugares menos institucionalizados de las prácticas de la memoria, o de quienes señalan las lagunas de los recuerdos —sin que olvidemos los cruces y mixturas entre ambas tendencias.

4. La elaboración de las memorias: el arte, el psicoanálisis, la militancia y el testimonio judicial

En este breve recorrido hemos abordado la producción cultural de hijos, focalizando en algunos textos y filmes, como vehículo de construcción y elaboración de la doble memoria que los interpela; pero no se trata del único medio, ya que esta segunda generación ha fabricado su memoria en otros espacios, como la militancia, el psicoanálisis y los juicios de lesa humanidad, de modo que los relatos se reconfiguran una y otra vez: “Es la propia voz que se ha venido construyendo desde el mismo momento en que la violencia represiva irrumpió en sus vidas y las cambió para siempre”, sostiene Ramón Inama (2020). Estos espacios tienen ciertas peculiaridades: implican la intervención de instituciones y territorios que van más allá de la familia, facilitan el deslizamiento desde una memoria privada hacia otra pública y van a fortalecer el tránsito que va de los hijos como víctimas hacia su agencia en la historia.

Concebido como una vía de denuncia en el contexto de impunidad de mediados de la década de 1990, cuando se creó H.I.J.O.S., el escrache ha sido una de las prácticas militantes más novedosa y de mayor éxito creada por esta agrupación de derechos humanos. Se define por combinar dos matrices que caracterizan a este organismo: la narrativa humanitaria que comparte con las otras agrupaciones como Madres, Abuelas, etc. y la recuperación de la dimensión política y los ideales revolucionarios de los padres. Los hijos eligen la casa de un represor que sigue en libertad y visitan a los vecinos para contarles de quién se trata y cuál es su curriculum mortae. El acto de protesta consiste en arrojar pintura roja a las paredes de la casa, llevar carteles, colocar señalizaciones, y entonar cánticos alusivos acompañados por la música, el baile, los movimientos y la alegría de alguna murga.

Hay cierta ambivalencia y equívoco en el escrache, ya que por un lado se ofrece como una forma autónoma de implementar justicia, como un fin en sí mismo, una justicia paralela en época de impunidad (“Si no hay justicia, hay escrache”; que “todo el país sea su cárcel”) y, por el otro, es un modo se señalar a un represor para que luego actúe la justicia. Se trató de una práctica legítima pero ilegal que combina la apelación a la justicia estatal (característica de los organismos de derechos humanos) con la ilegalidad de la condena (y cierto uso de la violencia) por fuera del Estado (más cercana a los postulados de los años setenta).

Este modo original de protesta colocó a esta segunda generación en la esfera pública, la hizo visible en los medios de comunicación y su ejemplo se propagó en otros contextos y países. Puso en escena la militancia de los jóvenes en pleno gobierno menemista, en un momento en que la juventud carecía de fuerza política y de injerencia social.

¿Es lícito pensar a la militancia de hijos y al escrache en particular como un modo de construir memoria? Todo el proceso de formación de la agrupación H.I.J.O.S., los encuentros, el reconocimiento entre ellos, el descubrimiento de la pertenencia generacional o comunitaria, la certeza de compartir un universo específico y nada común que los había aislado de compañeros y amigos de colegio, las reuniones, los campamentos, la conformación de una hermandad, los debates sobre la población que la integraría y las modalidades de sus decisiones y acciones políticas, las vías de contención ante el dolor, todo ello, fue una caldera donde cada uno de ellos fue armando el relato de su propia historia para compartir dentro del grupo. Una narración a la vez individual y colectiva, que en muchos casos nunca había sido esgrimida ante los silencios dentro de la familia o por temor a no ser comprendidos. En esta ocasión se consolidan los primeros relatos, que pueden leerse en Ni el flaco perdón de Dios. Hijos de desaparecidos, texto en el que Juan Gelman y Mara La Madrid (1997) recogen durante el primer campamento, las voces de estos hijos.

A su vez, la militancia coloca esos relatos en la esfera pública, autoriza sus voces y también le da una dimensión performativa a esa memoria que no sólo se vuelca al pasado para recordar a sus padres desaparecidos y sus infancias violentadas, sino que exige justicia y se proyecta hacia el futuro. Es esa memoria performativa la que el escrache articula, una voluntad por interpelar el contexto de impunidad con la revelación (escrache) de la presencia de represores entre los vecinos del barrio y con el reclamo de justicia, una decisión por convertirse en actores en las luchas por la memoria, verdad y justicia.

Diferente a la memoria exploratoria, reflexiva, más ambigua e interrogativa, del espacio de la literatura y del arte, que sí se acerca al relato que cada hijo va cimentando en las sesiones de psicoanálisis —en los casos en que asisten a un tratamiento, en ocasiones brindado por las agrupaciones de derechos humanos. Se trata, en principio de una memoria personal e individual que se elabora bajo la contención terapéutica, que busca restañar las heridas, trazando un camino para sacar a luz la memoria de violencia y elaborar las pérdidas, cuyo objetivo central consiste en tramitar el trauma y completar el duelo (en cambio la militancia suele elegir la melancolía en el deseo por no olvidar). Pero que también tiene una dimensión que va más allá de la intimidad, ya que permite restituir la transmisión entre las generaciones (si bien en esta ocasión no la abordamos, esta transmisión que los hijos hacen a sus propios hijos constituye otra instancia en que se vuelve a reorganizar el relato para traspasarlo a los descendientes). El reconocimiento del daño por parte de la justicia, de la política y del entorno social termina de consolidar el circuito de la reparación: “los espacios jurídicos y públicos de reconocimiento y legitimación inscriben en la subjetividad efectos de reparación real y simbólica”, sostiene Kaufman (2006, p. 62). El contexto argentino y las políticas de la memoria han acompañado esta posibilidad del habla, autorizando estas voces y sosteniéndolas desde diversas instituciones estatales, desde los organismos de derechos humanos, desde el campo cultural y también desde la recepción de la sociedad.

La narración del hijo en su rol de testigo en los juicios de lesa humanidad, abiertos en 2005 luego del periodo de impunidad y cuando ellos ya eran adultos, constituyó una nueva ocasión para rememorar y reconstruir el relato memorial. “Los hijos irrumpen en la escena judicial aportando un nuevo testimonio: el propio”, asevera Inama (2020) y advierte un recambio generacional, ya que muchos posibles testigos han muerto, “no están”. ¿En qué medida resulta un nuevo aporte en los procesos de memoria, verdad y justicia, en qué medida redefine los modos de reconstruir el pasado y el presente? Comparte el carácter performativo con la memoria militante del escrache, aunque ahora sale de la ilegalidad y es capturada por la justicia, es autorizada por una institución estatal de alta jerarquía, ingresa en la legalidad y adquiere un reconocimiento de su voz. Es un paso fundamental en el efecto reparador tanto para el hijo como para la sociedad. Dispara la formación de una narración en clave judicial, un testimonio que hace de la verdad su centro y legitimidad, que rechaza cualquier desvío de ésta.

Cabría preguntarse si estos testimonios exploran otras zonas de la infancia no consideradas en las producciones culturales: responder a ello requeriría un amplio trabajo con los archivos donde se encuentran grabadas las declaraciones volcadas en los juicios. Por otra parte ¿los juicios constituyen otra instancia de reunión de los hijos, ahora convocados por el desafío de testimoniar? Julián Axat (2018), quien es a la vez hijo y abogado, en su texto “Los hijos ante la ley. Pos-memoria, poesía y justicia”, analiza lúcidamente el carácter ritual en el acto de testimoniar, la escena que se monta en los juicios con la presencia de diversos y contrapuestos actores, las decisiones a la hora de elegir el formato del testimonio (más o menos extenso, sintético o detallista, íntimo, personal o político, una declaración espontánea o armada de antemano, etc.), las variaciones según la edad que tenían los hijos y el grado en que presenciaron actos violentos durante su infancia. Para Axat, testificar “implicaba reordenar el propio archivo. Pues el relato en los juicios implicaba una coherencia, un sistema de verdad a construir que implica asumir una identidad” (p. 11), esto es, reconstruir la narración memorial.

Asimismo, advierte, por un lado, ciertos cambios respecto a los testimonios de la década de 1980 —vertidos en los Juicios a las Juntas— focalizados en la necesidad de denunciar las atrocidades cometidas, identificar a los responsables y recordar a los compañeros desaparecidos frente a los testimonios iniciados en 2005 que parecen caracterizarse por profundizar en las experiencias subjetivas de cada una de las víctimas. Por el otro, analiza las transformaciones que el acto de testimoniar provoca en la literatura y en especial, en la poesía, ya que “nadie sale igual de allí”. Por su parte, Inama (2020) indica que estos testimonios no se ven afectados por el mandato de la memoria intacta, ya que “¿cómo puede exigirse la verdad total, si su experiencia traumática nace a partir de la ausencia de la desaparición, de la falta?” (p. 220).

El testimonio como forma discursiva (asentada en un pacto de lectura fundado en la verdad) es la base, el grado cero, la plataforma de todas estas rememoraciones, es el organizador de la memoria. Pero luego este género se reacomoda en cada una de las instancias. En los juicios y en el escrache (donde predomina el testimonio que desenmascara al represor) este discurso testimonial se centra en la verdad y adquiere además la forma de fuerte denuncia, configurando una memoria performativa; en cambio en la literatura, en las artes y en el psicoanálisis se desvía hacia la ficción, se contamina con la ironía o el humor, se llena de fantasmas y sueños para poder interrogar aquello que excede a la verdad de los hechos, diseñando así una memoria exploratoria.

5. De la resiliencia y de la acción responsable

No es azaroso que en este recorrido hayamos finalizado con la fragua de relatos posmemoriales en la militancia y en los juicios, ambas instancias que exacerban la dimensión política y señalan con contundencia el tránsito de la víctima hacia su empoderamiento como sujeto político, tal como asegura Axat (2018): “Yo quise llegar acá y dejar de ser víctima, voy a contar. Por fin soy testigo” (p. 10).

El concepto de resiliencia permite iluminar este proceso de reconversión de una escena traumática en una acción responsable. LaCapra (2008) establece una primera distinción entre el acting out —entendido como un retorno de lo reprimido (a veces bajo formas disimuladas, distorsionadas o desplazadas), un regreso compulsivo del pasado traumático, un síntoma del cuadro patológico de la melancolía— y la elaboración [working through] del trauma como una vía para superarlo y alcanzar alguna instancia del duelo. Salir de la compulsión repetitiva paralizante permite erigir un juicio crítico (una comprensión intelectual) y una acción responsable (una práctica política) sobre la experiencia traumática. En esta línea, el término resiliencia enfatiza no tanto las elaboraciones del duelo como la posibilidad de transformar la herida paralizante del pasado en productividad para el presente y futuro. Destaca el protagonismo de la fortaleza y las estrategias de la subjetividad de los individuos y de los grupos que han padecido actos de extrema violencia para salir fortalecidos.

Resiliencia proviene del universo de la física y remite a la capacidad de resistencia de aquella materia que se dobla, pero no se rompe, para luego volver a su forma original. De allí pasó al ámbito de la psicología para dar cuenta de la disposición de los sujetos para sobreponerse a estímulos adversos, utilizándose en el campo de los estudios sobre memoria a fin de analizar los modos de revertir y sacar fuerzas de las situaciones traumáticas, como apunta Boris Cyrulnik (2006).13 El vocablo proviene del verbo latino resilio que significa volver de un salto o rebotar, de donde se puede intuir un movimiento iniciado en el pasado (traumático) que repercute en el presente.

La resiliencia puede, entonces, convertirse en una vía para trabajar la memoria, para trascender la condición de víctima invistiéndola de autonomía, autoelección y poder (Cyrulnik, 2006), para salir de la prisión del pasado y reorganizar una narrativa posmemorial para el presente y el futuro (Latorre, 2010).

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Notes

[1] El presente artículo se vincula con mi libro Infancias (Basile, 2019).

[2] En esta cuestión, mis afirmaciones dialogan con las interesantes perspectivas que, sobre la categoría de la posmemoria elaboraron Ilse Logie (2019) y María Belén Ciancio (2013).

[3] Parto de las interesantes propuestas de Cueto (2008) quien, al analizar la institucionalización de H.I.J.O.S., sugiere el cruce entre una narrativa humanitaria y una recuperación de los ideales revolucionarios de los padres. A ello agrego el relato familiar como una matriz muy presente en la experiencia de los hijos y en sus obras.

[4] Es posible recuperar el contexto de debates sobre las militancias en el volumen Militancias radicales. Narrar los sesenta y setenta desde el siglo XXI, coordinado por Cecilia González y Aranzazú Sarría Buil (2016), ya que allí se exploran tanto las militancias radicales de los sesenta y setenta en América Latina (y en España), como su recuperación y relectura efectuadas a fines del siglo XX e inicios del XXI. Este recorrido supone no sólo una brecha temporal sino un cambio de paradigma político e ideológico tanto en Europa como en América Latina.

[5] En “Mitos, íconos y consignas de la militancia revolucionaria en la narrativa argentina del siglo XXI”, Cecilia González (2016) señala cuatro modos de relectura de los setenta, construyendo así un panorama complejo en el cual sitúa el aporte de H.I.J.O.S. en diálogo con el resto de las perspectivas: el testimonio de los militantes protagonistas que, reelaborado con el paso del tiempo, integran ahora dimensiones como el género, la afectividad y la vida cotidiana; la producción de la generación de los hijos de los militantes, abocados a la tarea de averiguar el proyecto político y existencial de los padres; el empleo de estrategias de distanciamiento, extrañamiento y autorreflexividad para desautomatizar los clichés y las memorias cristalizadas, y finalmente el uso de la parodia, lo grotesco y la farsa para corroer el discurso épico de los mitos, consignas e íconos de la imaginación político-revolucionaria.

[6] Este recorte en torno a las peculiares infancias es el que he elegido para organizar los capítulos de mi libro Infancias. La narrativa argentina de HIJOS (Basile, 2019).

[7] En Carolina Arenes y Astrid Pikielny (2016), Luciana Ogando (re)utiliza el concepto de hijitud para señalar el rol de los hijos que miran a la primera generación de los adultos, sus padres, en tanto agentes de la historia y portadores de un destino, mientras ellos quedan condenados al lugar subalterno y victimizante de la hijitud. En cambio, Luciana Aznárez (2018) explora la potencia afirmativa de este concepto para abordar el universo de la segunda generación, en su ponencia titulada Hijitud: una alternativa conceptual para caracterizar la experiencia de quienes tuvieron padres presos en la dictadura uruguaya (1973-1985).

[8] Susana Kaufman (2006) explica, a través del concepto transposición generacional traumática, ciertos efectos del genocidio nazi en la segunda generación, deteniéndose especialmente en el impulso a vivir en dos temporalidades y a compartir dos mundos, el presente propio y el pasado de los padres.

[9] En El desarme de Calibán (Basile, 2018) abordo ciertas dimensiones en la nueva narrativa chilena, en la nueva narrativa argentina y en los jóvenes dionisíacos uruguayos, y me detengo en la propuesta de una retroescritura (reescribir el pasado desde el desvío) que esgrime el escritor Amir Hamed.

[10] LaCapra (2008) desarticula la diferenciación tajante entre duelo y melancolía establecida por Sigmund Freud (1993), y muestra los lazos y complicidades entre ambos procesos psíquicos, ya que no existe elaboración del trauma sin la compulsión del acting out, así como tampoco es posible un duelo que clausure el trauma definitivamente. Instaura una suerte de dialéctica en la cual el proceso de elaboración va a estar escandido por el regreso del pasado en el acting out, pero de un modo controlado que permita al sujeto salir de la fijación compulsiva en la repetición para establecer una distancia crítica respecto a la experiencia traumática y un punto de partida para una acción responsable.

[11] Entre otras perspectivas críticas, Amado (2009) sostiene: “cada documental de los hijos desempeña también el papel de ‘un rito de entierro’” (p. 166).

[12] En este sentido, las categorías de duelo y melancolía como modos de elaborar las pérdidas en torno a los desaparecidos han organizado ciertos debates en Argentina, marcando grosso modo dos líneas: mientras algunos solicitaron conocer la historia y el destino de las víctimas así como recuperar sus huesos para poder tramitar la herida y realizar el duelo, otros en cambio se resisten a pensar el duelo en términos de un proceso cerrado que supondría la sustitución del objeto perdido por otro (Freud, 1993); por ello es posible advertir la progresiva importancia que la melancolía (en detrimento del duelo) va adquiriendo en estas reflexiones, ya que se busca no olvidar a las víctimas. Desarrollo este debate en Ana María Amar Sánchez y Basile (2014).

[13] Luciano Alonso (2011), por su parte, apela a la noción de resiliencia para referirse a la agrupación de H.I.J.O.S.


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