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Una memoria sin recuerdos*

 

Resumen

Este artículo describe los procesos que permiten la inscripción transgeneracional de las huellas del traumatismo bajo la forma de una memoria sin recuerdos. Dicha transmisión constituye un tipo de posmemoria. La hipótesis, que proviene en gran medida de la teoría del apego, establece que cuando una persona está expuesta a un traumatismo y es a su vez padre o madre, la calidad de sus cuidados hacia un hijo puede ser perturbada por una segregación defensiva de las emociones, lo que a su vez provocaría en el hijo dificultades para encontrar un sentimiento de seguridad cerca de este padre o madre. También se consideran otras hipótesis: genética y epigenética, referentes al traumatismo parental.

Palabras clave: teoría del apego, genética, epigenética, traumatismo

Abstract

This paper discusses processes that may be involved in the intergenerational transmission of trauma, in the form of memory traces without any reminding. This process would constitute a specific type of “post-memory”. The central hypothesis, closely related to the attachment theory, assumes that when a traumatized person becomes a mother or a father, his/her caregiving quality can be disrupted by defensive segregation of emotions which, in turn, risks to provoke difficulties for the child to experience a feeling of security with his/her parent. Other hypotheses are also considered, particularly the epigenetic transgenerational transmission of trauma.

Keywords: Attachment Theory, intergenerational transmission of trauma, caregiving quality, epigenetics

Résumé

Cet article décrit les processus qui renvoient à l’inscription transgénérationnelle des traces du traumatisme sous la forme d’une mémoire sans souvenirs. Cette transmission constituerait un type spécifique de post-mémoire. L’hypothèse centrale, en rapport étroit avec la théorie de l’attachement, suppose que, lorsqu’une personne ayant subi un traumatisme devient père ou mère, la qualité des soins qu’elle prodigue à son enfant peut être perturbée par une ségrégation défensive des émotions qui, à son tour, risque de provoquer chez ce dernier des difficultés pour éprouver un sentiment de sécurité auprès de son parent. Autour de la problématique du traumatisme parental, d’autres hypothèses son également considérées, notamment dan le cadre des approches génétique et épigénétique.

Mots-clés : théorie de l'attachement, génétique, épigénétique, traumatisme


La existencia de una memoria sin recuerdos interpela desde hace tiempo a los psicólogos, psicoanalistas y psiquiatras. En este artículo hablaré de esta forma de inscripción —en el aparato psíquico o en el organismo— de la huella de experiencias que no se vivieron directamente, y en particular de la huella de traumatismos padecidos por las generaciones anteriores. Adoptaré el punto de vista de la psicología del desarrollo para intentar describir los procesos que conducen a la inscripción en la memoria, sin recuerdos relacionados, de dichas huellas del traumatismo que atraviesan generaciones, lo cual constituye un aspecto de lo que se conoce como posmemoria.

Comencemos por referirnos a los psicoanalistas, quienes han mostrado siempre un gran interés por la existencia de fenómenos de transmisión entre las generaciones. El famoso artículo de Selma Fraiberg, Adelson & Shapiro (1975) titulado “Fantasmas en el cuarto de los niños” es, sin lugar a dudas, el que más se cita en este campo. La metáfora del fantasma es a menudo utilizada en el contexto del psicoanálisis cuando se trata de transmisión intergeneracional. El tema ha suscitado una importante corriente de investigaciones y reflexiones clínicas. Los “visitantes inesperados en el bautizo del niño”, como dice esta especialista, remiten a tragedias, a traumatismos. Suerte de invasores indeseables del pasado, tales fantasmas reivindican su presencia en el centro del escenario y buscan en ocasiones repetir el pasado en el presente.

Pero ¿cómo esas almas en pena pueden penetrar en el cuarto de los niños? ¿Cómo pueden atormentar a padres e hijos en sus relaciones recíprocas y contaminar de esta manera a las siguientes generaciones? Según Fraiberg et al., cuando el afecto asociado a experiencias traumáticas ha sido reprimido, el individuo puede identificarse con los terribles personajes del pasado y, de cierta manera, vincularse con ellos. Es lo que se llama el proceso de identificación con el agresor.

La identificación del adulto —antigua víctima— con su agresor permitiría excluir el dolor, la incomprensión y la culpabilidad con frecuencia asociados al sentimiento de ser víctima.

Pasemos de la clínica a la psicología del desarrollo, deteniéndonos de entrada en la teoría del apego de John Bowlby (1980) y sobre todo en las investigaciones realizadas por sus estudiantes. En efecto, son estos últimos quienes permitieron determinar, de una manera objetivable, científica, basada en la observación sistemática y en la experimentación, los procesos en juego. La famosa situación extraña1 sigue siendo un paradigma de esta teoría. Así, la teoría del apego mostró la importancia de las interacciones sociales con los padres u otros familiares adultos desde temprana edad. Esta propuesta teórica insistió especialmente en la experiencia de la seguridad, que deriva por lo regular de la presencia del adulto durante la exposición a situaciones adversas o de estrés.

Los trabajos de Mary Ainsworth, Bell & Stayton (1974) o Wendy Haft & Slade (1989), alumnos de Bowlby, sugieren que el adulto puede transmitir un sentimiento de seguridad a través de comportamientos que manifiesten cuidados atentos, cálidos y adecuados. Más específicamente, la sensibilidad del adulto a las señales del menor y su capacidad para responder a ellas estaría relacionada con este sentimiento de seguridad. Según los teóricos del apego, el sentimiento de seguridad se transmitiría de una generación a otra. Durante una entrevista dedicada a la exploración del estado emocional de una persona en cuanto al apego (entrevista de apego adulto), un genitor que se halla él mismo en situación de seguridad posee la capacidad de rememorar su pasado sin evitación defensiva y sin verse agobiado por preocupaciones desbordantes. Dicho padre o dicha madre, cuando se encuentra en una situación de intercambio con su hijo, en un momento de juego, por ejemplo, logra en las interacciones un mejor entonamiento afectivo. Esta expresión de Daniel Stern (1989) designa una armonización emocional entre el adulto y el niño, una sincronía de los afectos que puede llevar a influencias recíprocas, lo cual es particularmente importante en las experiencias estresantes de la vida cotidiana.

Por el contrario, un adulto a la defensiva, que evita las emociones (especialmente las que se relacionan con su infancia), podría interpretar de manera incorrecta las solicitudes de su hijo, máxime cuando éste busca un consuelo o cuando la tonalidad de los afectos es negativa. Las observaciones también muestran que un adulto particularmente preocupado y rebasado por las emociones de su pasado tiende a ser poco previsible en sus respuestas frente a las solicitudes de su hijo en los momentos de estrés.

En su artículo “Medir el fantasma del cuarto de los niños”, Peter Fonagy, Steele, Moran, Steele & Higgit (1993), apoyándose en la teoría del apego, detallan los mecanismos que intervienen en estos fenómenos de transmisión intergeneracional. Ello desde una perspectiva científica que toma en cuenta tanto los comportamientos objetivables como los procesos mentales, tan importantes para los psicoanalistas. Consideremos la correspondencia intergeneracional descrita más arriba observando cómo un adulto aborda las emociones de su pasado en el transcurso de una entrevista y cómo se comporta su hijo con él cuando se encuentra bajo observación. Para Fonagy et al., esta correspondencia tiene que ver con la capacidad del adulto para percibir y representarse los estados mentales, tanto los suyos propios como los de los demás y en particular los de su hijo. Dichos autores dan a esta competencia el nombre de función reflexiva. Esta competencia general del adulto consistiría en pensarse a sí mismo y a otras personas en términos de estados mentales, creencias, deseos, e intenciones. Se trata entonces de una forma de mentalización de las emociones. Se entiende que un padre o una madre dotados de una buena capacidad para acceder al mundo de las emociones, es decir, capaces de reconocer su importancia así como de interpretarlas adecuadamente, tendrán más facilidad para tomar en cuenta las emociones de su hijo, para responder a sus solicitudes y para darle seguridad en los momentos de estrés, sin evitación ni dramatización. Esta capacidad puede, sin embargo, verse comprometida y traducirse en una reducción o una distorsión de la gama emocional del adulto. Tal reducción irá poniéndose de manifiesto a lo largo de la entrevista de apego, en la que se le propone a la persona construir una narración autobiográfica de su propia infancia. Puede ocurrir, por ejemplo, que un adulto se encuentre en la situación de tener que excluir de su propio “menú” de emociones los afectos experimentados con relación a sus propios padres —como el miedo, en el caso de un niño maltratado. Esta forma de exclusión defensiva de las emociones, para retomar la expresión de Bowlby, limitará la capacidad del adulto, en caso de ser él mismo padre de familia, de comprender las emociones de su hijo, lo que impedirá toda forma de entonamiento afectivo.

Inge Bretherton (2000) observa que estos padres comunican a su hijo, sin advertirlo, las estrategias defensivas que ellos mismos utilizan. Podemos citar el ejemplo de una madre que denigra irónicamente cualquier sentimiento de apego durante la entrevista sobre su pasado y que, cuando se encuentra frente a su hijo desamparado después de una separación (en la “situación extraña”), se empeña en hacerlo reír en lugar de tratar de calmarlo.

El mundo interno del genitor, cuyo acceso está vedado para sí mismo, sería igualmente inaccesible para el hijo. Y, en el caso de este último, cuyas demandas emocionales se ven ignoradas o a veces distorsionadas, es su propio mundo interno el que corre el riesgo de volverse ajeno, mediante un proceso de reacción en cadena. En efecto, para que el hijo pueda darle consistencia a su mundo interno, al mundo de las emociones, es necesario que los adultos cercanos a él le hayan mostrado que dicho mundo interno existe, es decir, que hayan validado sus peticiones dándole un cierto aval: “percibí y entendí tu petición”. La falta de un eco adecuado por parte de una madre o de un padre, receptivos a las emociones, impide al hijo explorar y representar sus experiencias emocionales y las de los demás. Su psique corre entonces el riesgo de permanecer cerrada a cualquier teoría del espíritu.2

Así, mediante cuidados e intercambios, se operaría un pasaje entre la psique del padre o de la madre y la del bebé. De esta manera, se transmitirían tanto modelos de regulación como algunos mecanismos de defensa del genitor hacia el hijo.

Estos descubrimientos en cuanto a la correspondencia entre lo narrativo autobiográfico del genitor y el comportamiento de su hijo, en lo que atañe a la capacidad autorreflexiva y al entonamiento afectivo, hacen suponer que la transmisión de los mecanismos de defensa, los pasajes de la psique del genitor a la del hijo, son creados a partir de los cuidados parentales.

Es una situación típica en los casos de negligencia o de abuso. Las emociones asociadas a ellos son reprimidas como estrategia de defensa contra las experiencias traumáticas y los sentimientos que los acompañan —como el de haber sido un “hijo indigno”. Existe así el riesgo de que la víctima, habiendo crecido y habiéndose convertido a su vez en padre o madre, no pueda proyectarse en su propio hijo cuando éste exprese emociones negativas, lo cual abre el camino a la repetición.

Mary Main & Heese (1990) describieron en detalle estos mecanismos de transmisión cuando el padre o la madre padecieron traumatismos, abusos o duelos no resueltos. Esta expresión de no resolución se refiere a la idea de que la persona no ha logrado una elaboración mental que le permita tomar una cierta distancia emocional con relación a estos acontecimientos.

Los especialistas observan que la narrativa autobiográfica de estas personas posee ciertas particularidades. Cuando durante la entrevista abordan eventos traumatizantes, es posible observar, por ejemplo, perturbaciones del pensamiento o de la lógica del razonamiento expresadas mediante frases como “morí cuando mi padre tenía catorce años” o por el hecho de evocar a su padre como si hubiera fallecido en varios momentos distintos. El estilo del discurso, rompiendo con el estilo habitual de la persona, puede de repente volverse solemne y adquirir el extraño tono de un elogio fúnebre: “Era joven, adorable, consentida y muy querida”.

Así, suele ocurrir que el genitor traumatizado, para hacer frente a una situación particularmente perturbadora, haya tenido que proceder a una suerte de “segregación” de las informaciones, excluyendo de su conciencia aquellas que podrían reavivar emociones insoportables. Esta estrategia de evitación es muy conocida en el estado de estrés postraumático, durante el cual una persona puede evitar activamente evocar ciertos afectos o situaciones. Esta “segregación” remite al concepto de disociación utilizado por los psiquiatras.

Cuando los comportamientos de apego del niño son activados por una situación de estrés o cuando éste manifiesta una inquietud, el familiar traumatizado corre el riesgo de no poder identificar adecuadamente sus signos de ansiedad, pues reconocer tales signos podría, en efecto, provocar en sí mismo un incremento insoportable de angustia, acompañada de una cascada de reacciones psicológicas. El genitor no podrá entonces responder adecuadamente a las solicitudes del hijo, ya que el sentido de las emociones de este último se le escapa.

Así pues, es posible que el niño, buscando un acercamiento con su madre o padre, perciba en éste signos de inseguridad o de miedo. Main & Heese (1990) hablan de un miedo invisible que puede marcar la interacción con el hijo. Las estrategias de este último, enfocadas en obtener algún alivio por parte del adulto, fracasan entonces. A pesar de sus expectativas, no puede encontrar una base de seguridad en una persona que a su vez tiene miedo, que se siente amenazada, o bien, en los casos de maltrato, que aparece ella misma como amenazante.

Main & Heese (1990) suponen que si el adulto sufrió un traumatismo vinculado con su propia figura de apego, y si este traumatismo permaneció no elaborado, no resuelto, esa persona puede adoptar un comportamiento aterrado y/o aterrador en los intercambios con su hijo. En efecto, la expresión de un miedo por parte del niño puede volver a generar miedo en su padre o madre; la base de seguridad del menor se ve entonces amenazada. En otros casos, la figura que representa una base de seguridad puede aparecer ella misma como amenazante. El padre o la madre puede así ser brusco con el niño o incluso hacer mímicas o gestos de reprimenda y amenaza —como lo hacen a veces los padres en tono de juego—; pero, en este caso, el adulto no muestra de manera explícita que se trata de un juego. Tales actitudes pueden entonces provocar en el niño un comportamiento desorganizado y desorientado.

El equipo de Schuengel, Bakermans-Kranenburg, Van Ijsendoorn & Blom (1999), en Leinde, confirmó que las madres que padecieron traumatismos relativos a su propia figura de apego, tales como una pérdida no resuelta, pueden adoptar un comportamiento aterrado, aterrador o disociado frente a su hijo, comportamiento que sería a su vez la causa de una desorganización de los comportamientos de apego del niño.

De esta manera, es posible observar una correspondencia peculiar entre, por un lado, un genitor que padeció un traumatismo, que presenta dificultades de tratamiento de las informaciones de índole emocional —dificultades que se reflejan mediante una desorganización del discurso autobiográfico cuando se trata de las emociones del pasado— y, por otro lado, un niño que manifiesta una desorganización de sus comportamientos relacionales respecto a ese padre o esa madre, desorganización que hace fracasar sus intentos de búsqueda de la seguridad. En consecuencia, la perturbación de los comportamientos del niño constituye una huella del traumatismo del genitor.

Es interesante subrayar que esta perturbación, esta huella, sólo se manifiesta cuando el niño está en relación con este genitor en particular, por ejemplo, ese niño puede mostrar estrategias perfectamente organizadas de búsqueda de seguridad respecto de su otro progenitor. La desorganización no es, pues, una característica del niño, como lo sería su temperamento; pero sí se trata de una huella que determina una relación específica. Dichas explicaciones sugieren que, mediante la interacción y los cuidados tempranos, el traumatismo parental puede ser transmitido hacia la siguiente generación, en cuyo caso las particularidades del comportamiento constituirán entonces una suerte de memoria sin recuerdo del traumatismo parental.

Si bien este descubrimiento es interesante, otras propuestas de explicación para el mismo fenómeno han sido desarrolladas desde la teoría del apego. A diferencia de la anterior, estas propuestas suponen la existencia de una particularidad que pertenecería propiamente al individuo. Se trataría pues, de una fragilidad debida a una característica del bagaje genético del receptor más que a una característica relacional específica. La hipótesis genética fue impulsada por los trabajos del equipo de Lakatos, Nemoda, Toth, Ronai, Ney, Sasvari-Szekely & Gervai (2002), en Budapest. Sus datos parecen tan contundentes que tienden a cuestionar la validez de las hipótesis anteriores, las cuales, como vimos, atribuyen los trastornos del apego a problemáticas intrapsíquicas, tales como el miedo invisible en tanto factor determinante de la calidad de las atenciones de los padres hacia el hijo. En efecto, Lakatos y sus colegas habrían aislado un gen (el DRD4) asociado a la sensibilidad de los receptores a la dopamina, cuya presencia multiplicaría hasta por diez el riesgo para la persona portadora de desarrollar una desorganización del apego. Se trataría de un riesgo genético, es decir potencialmente transmisible, que las circunstancias pueden concretizar o no. Dicho factor pareciera en todo caso tener un peso tan importante como insospechable en los procesos de apego y su transmisión; pero según algunos autores (Bakermans-Kranenburg & Van Ijzendoorn, 2004) la implicación de la dimensión genética estaría muy sobreestimada por tales estudios: varias investigaciones desarrolladas posteriormente no han logrado confirmar el efecto señalado.

De cualquier modo, este tipo de análisis abrió una nueva pista: la exploración de los factores genéticos en relación con la huella del traumatismo. Sin importar la desconfianza que podamos tener hacia las investigaciones genéticas, dicha pista ofrece varias perspectivas. Por ejemplo, el reconocimiento de la existencia de una fragilidad constitutiva del niño que lo predispondría a una desorganización de los comportamientos o del pensamiento en caso de exposición a cuidados perturbados que pueden derivarse o ser imputados, por ejemplo, a un traumatismo parental.

Esta concepción remite al fenómeno de susceptibilidad diferencial, fenómeno que últimamente ha llamado la atención de los especialistas. Algunos niños parecen ser especialmente reactivos a su entorno: evolucionan muy favorablemente si el entorno es estimulante, positivo y cálido; y, por el contrario, lo hacen negativamente cuando el entorno es hostil, negativo, excluyente. En cambio, otros niños son poco reactivos a las condiciones adversas, sin tampoco obtener mayores beneficios de las condiciones positivas. Estaríamos entonces ante una condición constitutiva particular del niño. Volviendo al tema de la transmisión de la huella del traumatismo mediante los cuidados, la consecuencia de estas observaciones sería que la huella, la memoria sin recuerdo, no necesariamente se inscribe en todos los niños; algunos tendrían predisposición para registrarla o encriptarla, mientras que otros no.

Conforme se desarrollaban las distintas hipótesis, la reflexión en torno a estos temas pasó progresivamente de una concepción que podríamos considerar de tipo software a una perspectiva hardware. Es decir, de lo psíquico a lo orgánico. De la idea psicoanalítica de una huella transmitida de inconsciente a inconsciente, pasamos a la noción de huella del traumatismo transmitida a través de la experiencia de los cuidados —teoría del apego—, para llegar finalmente a la hipótesis, aún no comprobada, de una transmisión genética —o al menos una predisposición del individuo.

Pero existe aún otra hipótesis relativa a la transmisión del traumatismo. Ella se sitúa en una perspectiva interaccionista entre, por así decirlo, lo innato y lo adquirido. Es decir, entre la experiencia y la genética: es la hipótesis de la transmisión epigenética.

En efecto, los descubrimientos recientes de la epigenética han identificado una vía de transmisión de la huella del traumatismo de una generación a otra. La huella del traumatismo se inscribiría, en primer lugar, en el sistema genético de la víctima. Luego, en el de su progenitura, que heredará esa huella. Todo ello, sin mediación de los cuidados tempranos; la transmisión sería pues meramente orgánica, genética —o más bien, epigenética.

Como lo subrayan Pauline Monhonval & Lostra (2014), en la comunidad científica la epigenética opera una suerte de regreso al lamarckismo, o de renovación de él, gracias a un conjunto de descubrimientos en los campos de la microbiología y de la biología molecular. A partir de ello, se ha admitido —idea impensable hasta hace no mucho tiempo— una forma de herencia que permitiría la transmisión de características inducidas por la experiencia. Esta herencia epigenética se diluiría progresivamente, con el paso de las generaciones. Tal proceso remite a la noción de expresión de genes, sin alteración de la secuencia genética misma. De esta manera, lo que estaría modificado por la experiencia es la manera en que ciertos genes se expresan, y cuyas informaciones genéticas son traducidas. Todo ello, en primer lugar, en el individuo mismo.

Así, por ejemplo, un estudio de Ian Weaver (2004) puso de manifiesto, en ratones estresados experimentalmente, una metilación en el nivel de los genes responsables de la producción de receptores a los glucocorticoides en el hipocampo. Esta metilación determinaría que los genes sean o no silenciosos. Sabemos que los receptores a los glucocorticoides desempeñan funciones en la regulación del organismo ante el estrés. Esta modificación epigenética debida a la exposición al estrés tendría entonces un impacto en la manera en que el individuo reaccionará frente a situaciones de estrés posteriores, durante toda su vida. Por lo tanto —y se trata de un descubrimiento esencial— el individuo podría transmitir a su descendencia estas claves de traducción del ADN representadas por la metilación de ciertos genes.

Esta forma de transmisión de rasgos adquiridos no pasaría por comportamientos relacionados con los cuidados tempranos del infante. Ello se puso de manifiesto al estudiar la transmisión parental en roedores. Ciertos padres, expuestos al estrés, pueden transmitir características de ansiedad o carencias en la socialización a los individuos de las siguientes generaciones sin que estos últimos hayan estado expuestos a una situación de estrés; y, lo que es significativo, sin haber estado tampoco expuestos a ese padre estresado. Así lo muestra la investigación de Lorena Saavedra-Rodríguez & Feig (2013), en la que la metilación responsable de los trastornos conductuales se observó igualmente en la segunda generación y en la tercera.

Es interesante constatar que los primeros descubrimientos de Michael Meaney, Aitken, Bodnofff, Iny, Tatarewicz & Sapolsk (1985) sobre los mecanismos epigenéticos fueron realizados utilizando como modelo experimental la calidad de los cuidados parentales, siempre en roedores. Se cierra entonces, por así decirlo, el círculo que hemos trazado. En efecto, estos trabajos mostraron que una alteración de los cuidados hacia el joven (provocada experimentalmente, por ejemplo por separaciones imprevisibles de la madre) modifica las características del organismo (en particular en esos famosos receptores a los glucocorticoides en el hipocampo), y que dicha alteración se transmite de una generación a otra.

De lo anterior se desprende que el padre o la madre, mediante cuidados, transmitiría involuntariamente informaciones que irán dejando una huella en el cerebro de su progenitura; huella que permanecerá durante toda la vida, y que estará relacionada en particular con la expresión de los genes dedicados a la regulación del organismo frente al estrés.

Si los estudios son obviamente más delicados cuando se trata del ser humano, en este caso los datos convergen con los recabados en los roedores. Dichos datos aportan nuevos elementos que confirman la presencia de vías múltiples de transmisión transgeneracional de huellas de experiencias. Así, las experiencias adversas de la vida, tales como traumatismos o cuidados deficientes, son susceptibles de afectar la reactividad al estrés no sólo de la víctima sino de sus descendientes, sin que estos últimos hayan estado expuestos a las condiciones traumatizantes ni aun a los cuidados de las propias personas traumatizadas.

Se trata entonces, efectivamente, de una forma de memoria sin recuerdos. Una memoria profundamente inscrita en el organismo. Para concluir, sabemos que un fantasma es, por definición, inmaterial. Pero este fantasma que, como consecuencia de un traumatismo, acecha a las generaciones siguientes, parece tomar cuerpo y materialidad gracias a los trabajos científicos en torno al apego, a la genética o a la epigenética. Podemos hablar de huellas de un traumatismo transmitido de una generación a otra, ya sea mediante la calidad de los cuidados tempranos, ya sea debido a la fragilidad y la susceptibilidad del receptor, ya sea mediante la transmisión epigenética. La memoria sin recuerdos, la posmemoria, nada tiene pues de fantasmagórico.

Referencias

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Notes

[*] Traducción de Dominique Bertolotti Thiodat.

[1] Se trata de un dispositivo propuesto para la observación sistemática y la descripción de la calidad de la relación de apego entre padres e hijos por medio de momentos de separación y reencuentro, en términos de apego seguro, inseguro evitativo, resistente, o bien, desorganizado (Ainsworth, Blehar, Waters & Wall, 1978).

[2] Expresión introducida por los etólogos David Premack & Guy Woodruff (1978) que se refiere a la capacidad de comprender que los demás tienen una perspectiva propia, diferente de la de uno mismo, y de ahí atribuir estados mentales a los demás y a sí mismo.


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