“[…] Es como si, de alguna forma, tu trauma se pasara a mí. Un trauma que no es mío, que no he vivido. Tal vez por eso necesito reconstruirlo contigo, necesito canalizarlo en algo, interpretarlo” (El color del camaleón, 25’38’’). Estas palabras, pronunciadas por el cineasta Andrés Lübert (2017) en un documental centrado en la figura enigmática de su padre —a la vez víctima y colaborador de la dictadura de Pinochet en Chile—, condensan de modo ejemplar el fenómeno a cuya exploración está dedicado el presente número de Tópicos del Seminario: la transmisión de la memoria de la generación que vivió en carne propia un traumatismo colectivo, a las generaciones siguientes, que no estuvieron directamente confrontadas con él.
En las últimas décadas del siglo XX, distintas denominaciones fueron propuestas para lo que entonces comenzaba a perfilarse como un objeto de estudio independiente, objeto cuyo carácter en principio difuso, evanescente, heterogéneo, explica sin duda la necesidad de recurrir a la metáfora —“memoria agujereada” (Raczymow, 1979), “diáspora de las cenizas” (Fresco, 1981)— antes de llegar, dentro de los Memory Studies, a un término más apto a la conceptualización aunque no por ello exento de críticas y debates: “posmemoria” (Hirsch, 1992-1993). A estos primeros esfuerzos de designación y caracterización basados en el Holocausto —arquetipo tradicional de los crímenes de masa— y asumidos por los herederos de este último, se suma, en la misma época y de modo paralelo, el inmenso trabajo efectuado, desde el psicoanálisis, por Janine Altounian (1975 en adelante) en torno al genocidio armenio, cuyo legado le fue transmitido en tanto descendiente de sobrevivientes.
Con designaciones diversas y a partir de distintas disciplinas, la problemática así abordada parecía abrir un horizonte tan innovador que rápidamente fue extrapolada de sus ámbitos geopolíticos iniciales —el Holocausto, el genocidio armenio— a otras experiencias históricas tales como las dictaduras latinoamericanas o los genocidios camboyano y ruandés, en una suerte de boom de la posmemoria. Sin embargo, considerando el hecho de que ésta resulta en realidad de un sincretismo de temas y factores, es preciso reconocer que cada uno de ellos está lejos de ser en sí mismo totalmente inédito u original. Así, la “memoria transgeneracional” ha sido una preocupación constante tanto del psicoanálisis —que poco a poco se fue especializando en torno a ese ámbito hasta dar lugar, gracias a los aportes de Nicolas Abraham y Maria Torok (1978), a la rama del “psicoanálisis transgeneracional”— como de la psicología y la psicoterapia, y más tarde de la genética y la epigenética. Del mismo modo, la memoria en su dimensión colectiva fue estudiada, como sabemos, desde múltiples perspectivas —sociología (Maurice Halbwachs), fenomenología (Paul Ricœur), historia (Pierre Nora)…— mucho antes de la emergencia de los Postmemory Studies y aun de los Memory Studies.
En este marco, lo que resulta relativamente innovador es en realidad el enfoque que, reconociendo la convergencia de los distintos parámetros que determinan la posmemoria, hizo posible circunscribirla e identificarla como territorio autónomo. Entre esos parámetros cuyo substrato común es el carácter “negativo” del acontecimiento originario (trauma psíquico o tragedia histórica) y que es preciso tener en mente si se quiere preservar la especificidad del objeto de estudio, dos parecen ser particularmente relevantes: su dimensión colectiva y su carácter transgeneracional. El primero permite marcar las fronteras respecto a la psicología y el psicoanálisis (centrados en la dimensión psíquica, individual) y al mismo tiempo establecer las condiciones de diálogo con las investigaciones en torno a la memoria histórica. Inversamente, el segundo parámetro —la dimensión colectiva— permite marcar la frontera respecto a estas últimas investigaciones (centradas en la inscripción o en la permanencia de la memoria, más que en su transmisión) y al mismo tiempo establecer las condiciones de diálogo con el psicoanálisis y las otras teorías que se ocupan de los fenómenos transgeneracionales.
Este cruce de lo individual y lo colectivo explica quizás la fascinación por la posmemoria en una época en la que el “giro subjetivo” (Sarlo, 2005) invita constantemente a la politización de lo íntimo, elevado al rango de principio metodológico dentro de los Cultural Studies en su conjunto. Pero, más allá de lo que podría considerarse como una especie de moda intelectual, es posible observar que, con o sin designación precisa, conceptualizado o no, “consciente” incluso o no, el trabajo de posmemoria en distintos ámbitos aparece hoy en día como una realidad y una necesidad para los herederos de las grandes catástrofes históricas del siglo XX. Si bien la voluntad de asumir y transformar la herencia de un pasado traumático tampoco es nueva, es probable que el carácter inédito de los crímenes colectivos cometidos durante el siglo pasado —cuya especificidad, relacionada entre otros rasgos con su sistematicidad, sus métodos y sus alcances, no deja lugar a dudas para los historiadores— determine el carácter también inédito, o al menos la urgencia particular, de su formulación por parte de las generaciones posteriores, en este preciso momento: “necesito reconstruirlo contigo, necesito canalizarlo en algo, interpretarlo”, le dice Lübert a su padre, tratando de concebir con él, y en cierta forma para él también, un relato que permita darle sentido al trauma de la experiencia pasada y a sus consecuencias en el presente.
Insuficientes y apenas esbozadas, estas hipótesis apuntan sin embargo a un fenómeno manifiesto, del cual puedo dar cuenta personalmente, explicitando así las razones que me condujeron a concebir para Tópicos del Seminario el proyecto de un número transdisciplinario antes que propiamente semiótico. En efecto, interesada desde hace tiempo en la posmemoria (designación que yo misma descubrí tardíamente gracias a los seminarios de Soko Phay en la EHESS en 2015, mucho después de experimentar de modo intuitivo lo que este término recubre), en 2017 envié a la revista francesa Esprit una propuesta de contribución centrada en dicha problemática. Esa propuesta fue una suerte de “botella al mar”, dado que el tema no era muy popular en Francia, y dado que era la primera vez que yo misma entraba en contacto con esa revista. Para mi gran sorpresa, no sólo el artículo fue aceptado, sino que además dio lugar a un número especial (“Hantés par la mémoire”, 2017) enteramente dedicado al problema de la transmisión de la memoria y en el cual participaron, entre otros, la propia Marianne Hirsch y el historiador Stéphane Audoin-Rouzeau. Uno de los responsables de la redacción de la revista me propuso luego realizar una entrevista filmada (Chalier, marzo de 2018) que fue difundida por internet y que hoy cuenta con casi 70 000 vistas. Poco a poco, empecé a recibir correos de distintas personas que, de una u otra forma, se sentían interpeladas por la cuestión: cineastas, artistas, escritores, investigadores herederos del Holocausto, del genocidio ruandés, de las dictaduras de América Latina… Con experiencias de vida y perspectivas muy diversas, todos ellos tenían en común el hecho de lidiar con una especie de “memoria ajena” y sin embargo incorporada (en el sentido propio del término) al punto de formar parte constitutiva de su identidad, así como el deseo de “hacer algo con eso” o “a partir de eso”: una película, un libro, una obra de teatro, una instalación. Asimismo, cada uno reconocía a su manera que la noción de posmemoria, si bien todavía vagamente definida, le reveló algo que sentía muy profundamente pero que hasta ahora le había sido imposible nombrar, ignorando incluso que ese “algo” podía ser compartido o experimentado por otros.
Fue así como, en mí misma y luego con las distintas personas con las que tuve la oportunidad de conversar, he podido asistir al nacimiento de un concepto, nacimiento marcado por el paso de una fenomenalidad confusamente percibida a la posibilidad no sólo de nombrarla a través de tal o cual término, sino también de pensarla y de ponerla, poco a poco, en perspectiva. Si bien hoy en día existen numerosas investigaciones, tanto en Europa como en América Latina, que retoman la noción de posmemoria aplicándola a estudios de caso sumamente enriquecedores, pocas de ellas se han orientado hacia un cuestionamiento teórico que permita identificar los fundamentos “invariables”, los alcances y los límites de dicha noción.
Frente a esta dificultad de teorización que por cierto se ha reconocido como característica de los Memory Studies en su conjunto (Radstone, 2008), la finalidad del presente número de Tópicos del Seminario es justamente contribuir, más allá de cada individuo en el que la experiencia va tomando forma, a un proceso de conceptualización que recién comienza, y en aras del cual resulta indispensable recurrir a las distintas disciplinas que pueden echar luces sobre los múltiples aspectos de este objeto sincrético. Tal sincretismo remite antes que nada, como dije, a la convergencia de lo individual (la transmisión de un traumatismo, que se produce de modo particularmente potente en el ámbito familiar) y lo colectivo (el carácter histórico del acontecimiento en cuestión). Pero estos factores fundamentales remiten a otros sub-parámetros que determinan también la heterogeneidad y el carácter transversal del objeto. Pienso sobre todo en su inscripción corporal (e incluso, como ciertas investigaciones lo sugieren, genética), que contrasta con la formulación discursiva que resultaría de su “elaboración” (en el sentido psicoanalítico) o de su enunciación “desembragada” (en el sentido semiótico); dicotomía de la que traté de dar cuenta en el artículo citado de Esprit (Estay Stange, 2017), proponiendo designar esos estadios respectivamente con los nombres de inframemoria y de posmemoria en cuanto tal. Por su parte, la formulación discursiva (y desembragada) de la experiencia heredada, que en los últimos años ha sido sumamente prolífica en distintas regiones del mundo, nos interna en ámbitos muy variados, que van desde el arte y la literatura —terrenos privilegiados de la posmemoria en la medida en que, como lo observa Hirsch, para llenar el vacío de la experiencia no vivida resulta indispensable servirse de la imaginación—, a la reflexión teórica —que permite generalizar y objetivar esa experiencia—, la acción política —que conduce a los descendientes a asumir una posición propia, prolongando o transformando la de sus predecesores— y la introspección analítica —la cual, enfatizando el componente psíquico y afectivo, hace posible apaciguar los “fantasmas” que se inmiscuyen en la segunda generación cuando ha recibido de la primera “un muerto sin sepultura” (Abraham y Torok, 1978).
Considerando pues estos diversos rasgos y facetas del fenómeno, los dos volúmenes que se publican bajo el título “Semiótica y posmemoria” reúnen en total once contribuciones provenientes de campos de estudio muy distintos: psicoanálisis, psicología, filosofía, historia, estudios literarios y, desde luego, teoría de la significación. Diversidad de disciplinas que, como el lector podrá percibirlo, se traduce en una variedad de estilos de escritura, entre la objetivación y la sistematización propias del reporte de análisis cualitativos, la distancia crítica característica de la elaboración teórica, y la subjetivación que acompaña la reflexión ensayística de orientación literaria.
En ese contexto, lo propiamente “semiótico”, que justifica el título de la publicación, no es el recorrido que cada autor efectúa desde su especialidad, sino el horizonte último de ese camino conjunto, a saber la definición y la conceptualización de la posmemoria, lo cual supone determinar su relación con otros términos semejantes u opuestos, e identificar sus implicaciones narrativas, pasionales e incluso perceptivas. Dado que, desde sus orígenes, la semiótica se ha caracterizado por su apertura disciplinaria y por su capacidad de constituirse en matriz de múltiples ciencias y enfoques, la conceptualización en este caso puede concebirse, en el fondo, como una “semiotización”. Para ello, ha resultado indispensable, primero, explorar la dimensión “discursiva” (en el sentido restringido del término, que remite a la puesta en discurso a través de un lenguaje dado) del fenómeno, tarea que asumen en sus contribuciones Patrizia Violi, Mario Panico, Ximena Faúndez, Fuad Hatibovic y Teresa Basile (vol. I), así como Denis Bertrand y Vidzu Morales (vol. II). Segundo, ha sido necesario analizar las consecuencias interaccionales y (psico)somáticas de la posmemoria, reconociendo su dimensión, por así decirlo, “pre-lingüística”. Tal es la finalidad de los artículos de Blaise Pierrehumbert (vol. I), de Serge Tisseron y, parcialmente, de Ivan Darrault (vol. II). Tercero, fue preciso identificar los componentes extra-semióticos, o más bien, peri-semióticos (neurológicos, genéticos, epigenéticos) del objeto, componentes cuya explicitación, muy importante en esta etapa del proceso, permite circunscribir el ámbito de intervención de las distintas disciplinas y grupos de disciplinas, así como definir el plano de pertinencia de su interacción. Las reflexiones de Darrault (vol. II) y, parcialmente, de Pierrehumbert (vol. I) se orientan en ese sentido. Por último, era fundamental interrogarse sobre la inscripción de la posmemoria en el marco de una teoría general tanto de la memoria como de la transmisión, vasta labor que emprenden las contribuciones de Janine Altounian, desde la experiencia psicoanalítica (vol. I) y de Jean-Luc Nancy, desde la filosofía (vol. II).
En lo que respecta a la semiótica misma en tanto disciplina, su confrontación con objetos de este tipo ha permitido (en estos dos volúmenes de la revista), y permitirá seguramente (en investigaciones ulteriores), profundizar en preocupaciones de gran actualidad asociadas con sus distintas orientaciones, así como fomentar la interacción entre ellas en torno a un foco común, recurriendo a otros campos del conocimiento. En particular, me parece que la mencionada dicotomía entre inframemoria y posmemoria propiamente tal, abre un camino posible para estudiar el problema de los vínculos y los puntos de ruptura entre lo que sería un discurso del cuerpo y lo que se reconoce tradicionalmente como discurso toda vez que, asumido y emitido de modo intencional, toma forma a través de un lenguaje estructurado —verbal, visual, cinematográfico, etc.
Para ilustrar el modo en que esta oposición entre inframemoria y posmemoria puede movilizar a la semiótica en su conjunto favoreciendo al mismo tiempo su apertura hacia otros ámbitos, citaré el ejemplo de la película de Claudia Llosa (2009), La teta asustada. Situándonos de entrada en el campo de la inframemoria, esta película pone en escena a través de Paula, el personaje principal, el síndrome de la teta asustada, término por medio del cual algunas comunidades de Perú designan el conjunto de síntomas, supuestamente transmitidos por la leche materna, que manifiestan las niñas cuyas madres fueron violadas antes de su nacimiento, durante la época del terrorismo. Si el análisis de este fenómeno tanto de transmisión como de encarnación de la experiencia extrema puede realizarse recurriendo a la psicología, a la etnopsicología o al psicoanálisis, desde una perspectiva semiótica exige remitirse, dialogando con estas disciplinas, a la psicosemiótica, a la semiótica del contagio e incluso a la semio-fenomenología, en relación con la semiótica de las instancias enunciantes —que posibilitaría dar cuenta, siguiendo a Jean-Claude Coquet (2007, 2011), de los “predicados somáticos” que el personaje manifiesta. Por otra parte, la discursivización de este síndrome dentro de lo que sería el trabajo de posmemoria se produce en este caso a través de los cantos tradicionales que Paula entona, creando nuevas melodías sobre la base de la cultura musical heredada de su madre, y “elaborando” de ese modo el legado recibido. Este fenómeno nos interna en un ámbito para cuyo estudio se puede echar mano de disciplinas como la etnomusicología, la historia o la sociología (que se encargan de la inscripción colectiva de la experiencia) y, dentro de la teoría de la significación, de ramas como la sociosemiótica, la etnosemiótica, la teoría de las prácticas semióticas o la semiótica musical. Del mismo modo, el citado documental de Andrés Lübert traza el camino que conduce de una herencia inscrita en el cuerpo (“es como si, de alguna forma, tu trauma se pasara a mí”) a un patrimonio memorial recreado o, parafraseando al cineasta, “reconstruido”, “canalizado en algo”, “interpretado” —en este caso, a través de un documental.
Si la distinción entre inframemoria y posmemoria constituye una pista para futuras reflexiones dentro y fuera de la semiótica, en el caso específico de esta publicación ella me parece ofrecer una clave de lectura de los distintos artículos, en la medida en que todas las contribuciones se interesan justamente por el paso del cuerpo al discurso, y de la transmisión y el padecimiento involuntarios del “síntoma” a su transformación y su reformulación por parte del sujeto que lo acoge y, eventualmente, lo trasciende.
En particular, estableciendo las fronteras de lo que sería específicamente una “semiótica de la posmemoria”, la reflexión crítica de Patrizia Violi (“Los engaños de la posmemoria”), que inaugura el primer volumen de esta entrega, identifica los parámetros (registros enunciativos, estrategias retóricas, construcciones narrativas) que deben considerarse para el estudio de dicho objeto como fenómeno discursivo, independientemente de los factores relativos a la pertenencia generacional o a la proximidad familiar y afectiva.
En este mismo sentido, el artículo de Denis Bertrand (“Pos-posmemoria. Desgaste del tiempo, olvido, reactivación”, vol. II) se interroga sobre los alcances y los límites de la posmemoria en el caso de acontecimientos que, como la masacre de los protestantes acaecida en París en el siglo XVI (Saint-Barthélemy), estaban en apariencia destinados al olvido tanto por su distancia temporal como por decreto de las instancias en el poder, y que se ven sin embargo reactivados gracias al reconocimiento de su narratividad inconclusa.
Partiendo del discurso que resultaría del trabajo de posmemoria, estos dos artículos propiamente semióticos instauran el plano de pertinencia de la reflexión. Asimismo, permiten responder, al menos en parte, a algunas preguntas fundamentales para la conceptualización: ¿dónde comienza y dónde termina la posmemoria?; ¿debemos circunscribirla únicamente al marco de la filiación directa o del contacto físico y afectivo o, por el contrario, podemos pensar que sus efectos se producen a distancia? En este último caso, ¿cuáles son entonces sus límites temporales y experienciales?; ¿las generaciones actuales en Latinoamérica pueden, por ejemplo, considerarse como pertenecientes a la posmemoria de la Colonia? Y cuando estudiamos un hecho histórico pasado ocurrido en el otro extremo del mundo hasta el punto de implicarnos afectivamente con él, ¿podemos acaso suponer que somos portadores de su posmemoria…?
Igualmente situada en el campo de la semiótica, y de la posmemoria como discurso elaborado, la contribución de Mario Panico, “Posmemoria, traducción y montaje del recuerdo” (vol. I), se basa en un análisis fílmico para desarrollar la hipótesis (sugerida por Patrizia Violi y, en trabajos anteriores, por Janine Altounian) de la posmemoria como “traducción” más que como transmisión. Situándose en el cruce entre la memoria de la dictadura argentina y la memoria de la homosexualidad en la segunda generación, el autor insiste en las transformaciones inevitables que introduce la formulación discursiva (en este caso, cinematográfica) de esta doble herencia, e identifica las estrategias (visuales y fílmicas) que la caracterizan, por oposición a aquellas que definen la memoria “de primera mano”.
Internándose en el terreno difuso y más difícilmente “semiotizable” constituido por la inframemoria, Serge Tisseron (“Los secretos patógenos en las familias… y más allá”, vol. II), investigador cuyos aportes al psicoanálisis transgeneracional han sido esenciales, encuentra en los secretos de familia una de las fuentes posibles de la memoria transmitida como herencia a escala colectiva. El investigador propone la renovación de algunos términos del psicoanálisis para dar cuenta de las consecuencias psico-somáticas, tanto en los padres como en los descendientes, de un Secreto que, del núcleo familiar al Estado, puede marcar el destino de varias generaciones.
En este mismo ámbito, relacionado con el discurso del cuerpo, Ivan Darrault (“De ratones y humanos: la herencia del traumatismo. Reflexiones bio-psicosemióticas”, vol. II), uno de los fundadores de la psicosemiótica, profundiza en lo que podría considerarse como la infra-inframemoria. Desde esta perspectiva, analiza los vínculos entre la transmisión epigenética del trauma y sus manifestaciones psíquicas e interaccionales, sobre la base de su experiencia terapéutica con una adolescente marcada por la herencia del genocidio en Camboya. Tras haber trazado el panorama de las investigaciones científicas realizadas con roedores, el autor cuestiona la transposición de los experimentos de laboratorio al ser humano, considerando los factores sociales y en definitiva semióticos que intervienen en este último caso.
El problema de la relación entre epigenética y psicología es también abordado por Blaise Pierrehumbert (“Una memoria sin recuerdos”, vol. I), quien, desde la teoría del apego, pone en perspectiva las orientaciones que han sido desarrolladas en torno al traumatismo transgeneracional y que, en sus términos, marcan el paso de una concepción “software” a una concepción “hardware”, esto es “de la idea psicoanalítica de una huella transmitida de inconsciente a inconsciente […] a la noción de huella del traumatismo transmitida a través de la experiencia de los cuidados —teoría del apego—” y, por último, “a la hipótesis, aún no comprobada, de una transmisión genética —o al menos una predisposición del individuo.”
El panorama que traza el artículo de Pierrehumbert y que las contribuciones de Tisseron y Darrault profundizan en distintos aspectos, lleva a pensar en la posible implicación de la semiótica en estas investigaciones a partir de la extensión de sus fronteras de inmanencia, desde una psicosemiótica vinculada con la semiótica de las pasiones y de las modalidades, a una semiótica de las interacciones y del contagio, y en fin a una bio-psicosemiótica como la que sugiere Darrault, y que nos confronta con los límites de lo semiótico en tanto conjunto de fenómenos pertenecientes al universo de la significación.
También desde el campo de la psicología, pero saliendo de la inframemoria para volver al espacio del discurso elaborado, Ximena Faúndez Abarca y Fuad Hatibovic Díaz (“El trauma psicosocial en las narrativas intergeneracionales”, vol. I) dan cuenta de una investigación cualitativa que, centrada en los relatos de vida de las víctimas de la dictadura chilena y de sus descendientes, permitió identificar las estrategias narrativas de transmisión y recepción de la memoria, según un cierto número de variables tales como el género o el grado de parentesco.
Las conclusiones presentadas admiten trazar la cartografía tanto de la palabra como del silencio, en relación con los motivos narrativos (por decirlo en términos semióticos) que integran el relato de la posmemoria; motivos como la militancia, la prisión, la tortura o la sobrevivencia considerada como un “renacimiento”. Este aporte hace pensar en una posible semiótica de la posmemoria asociada a la teoría de la narratividad.
En esta perspectiva se sitúa igualmente el artículo de Teresa Basile (“De la posmemoria a la doble memoria”, vol. I), quien se interroga sobre la posición particular de aquellos descendientes de sobrevivientes de la dictadura argentina que, a diferencia de otros herederos de la historia, se vieron a temprana edad directamente confrontados con la violencia de Estado, de modo que esa memoria propia, si bien precoz, se entremezcla con el legado memorial de sus predecesores.
Tomando en cuenta este matiz, que no es menor, y que confiere a esta segunda generación una legitimidad veridictoria particular, la autora identifica tres matrices narrativas que podrían sin embargo generalizarse a los relatos de la posmemoria en su conjunto: una narrativa que, poniendo el acento en la gratuidad de la violencia, se construye desde una perspectiva humanitaria; una narrativa que, a través de nuevas formas de intervención, está orientada hacia la acción política, y una narrativa de orden introspectivo e intimista que, centrada en el ámbito familiar, ha marcado el campo literario con su sello propio.
Recurriendo a corpus y objetos de análisis muy diversos (entre datos proporcionados por experiencias “de terreno”, relatos de primera mano, y obras literarias, artísticas y cinematográficas), los artículos citados permiten pues identificar los rasgos definitorios y constantes de la posmemoria, así como la especificidad de algunas de sus manifestaciones. Por su parte, adoptando un enfoque decididamente teórico, Vidzu Morales Huitzil se pregunta: “¿Es posible hablar de posmemoria como Historia?”. Para responder a este interrogante, analiza las “tecnologías” de la memoria y de la posmemoria (asociadas a la “adivinación” característica de la catoptromancia) con el objetivo de determinar sus similitudes y sus diferencias respecto a la Historia (bajo la representación alegórica de la péndola de Clío) en tanto concepto y en tanto discurso. “¡La catoptromancia de Mnemósine no es la péndola de Clío!”, concluye el autor, en la medida en que los procedimientos epistémicos y el grado de objetivación propios de la memoria y de la historia difieren considerablemente.
El recorrido analítico y conceptual trazado por este conjunto de textos culmina en dos contribuciones que merecen mención aparte dado que ambas condensan la experiencia de toda una vida dedicada, total o parcialmente, al estudio de estos temas. De modo significativo, tales contribuciones remiten, respectivamente, a la espacialidad y a la temporalidad en relación con la memoria.
“Eliminar el espacio, eliminar la vida” (vol. I), es un artículo que Janine Altounian, profundamente abatida por la tragedia actual de los “migrantes”, ha anunciado como “el último” antes de sumergirse en un silencio que, esperamos, será pasajero. Esta contribución vuelve sobre la diáspora armenia para poner en evidencia el rol determinante del país de acogida, y de la acogida misma (en francés, l’accueil), en la elaboración del trauma colectivo por parte de los exiliados y sus herederos. Considerando que la patria remite al padre (y al Estado, sobre el cual recaería una suerte de “función paterna”), acceder a un lugar para vivir se transforma en una condición fundamental para la sobrevivencia psíquica de las distintas generaciones. En continuidad con el libro más reciente de la ensayista (Altounian, 2019), este artículo echa luces sobre la cuestión, aún no resuelta, del paso de lo individual a lo colectivo en el marco del psicoanálisis. El “puente conceptual” que hace posible el tránsito de uno a otro es, precisamente, la espacialidad. En fin, la reflexión en torno a la diáspora armenia permite adoptar una mirada prospectiva más general que, inevitablemente pesimista, concluye en un llamado a la acción frente a los “migrantes” de hoy en día. A través de la reivindicación de un espacio vital, Janine Altounian nos recuerda la dimensión social de la posmemoria y, en definitiva, su alcance político.
Cerrando estos dos volúmenes, la “Carta sobre la posmemoria” de Jean-Luc Nancy (vol. II) constituye una respuesta personalizada a la invitación, también personalizada, de la coordinadora del presente número a publicar en él. Este texto se basa pues en un diálogo de experiencias, o diálogo de (pos)memorias, que si bien el género epistolar por definición singulariza, gracias a su potencia literaria en este caso también universaliza. Relatando cómo, en la adolescencia, tomó conocimiento del Holocausto gracias a distintos textos fílmicos y documentales, el filósofo muestra que, ya sea inmediata, ya sea mediatizada por discursos o aun por la vivencia y los recuerdos de otros, la memoria se sitúa siempre en el presente. Porque “recordar” es “revivir” o “reactualizar”, para la memoria el pasado no existe… y, por lo tanto, tampoco el futuro. Así, desde el punto de vista de la temporalidad, el “pos” de la “(pos)memoria” resultaría no sólo superfluo sino también contradictorio, dado que este prefijo designa la consecución temporal: el “después” de la memoria o, si se quiere, su futuro aprehendido desde el pasado —a la manera del futuro anterior: la forma que la memoria de los sobrevivientes de ayer y de hoy, habrá tomado.
Siguiendo pues las propuestas que estos dos últimos textos desarrollan y abren a nuevas reflexiones, debemos concluir que, si la posmemoria como proceso de elaboración encuentra su anclaje en el espacio, en tanto experiencia encarnada desaparece en el tiempo.
En suma, del recuerdo punzante al recuerdo apaciguado o adormecido, de la “herida” a la “cicatriz” en el paso de las generaciones, estos volúmenes de Tópicos del Seminario aportan elementos de respuesta al enigma de la (pos)memoria, acompañando así, en el horizonte del sentido, el nacimiento de un concepto al que no nos queda más que desearle larga vida.