Como justamente lo señala el texto de orientación del presente número, la noción de forma es tan rica en sus múltiples sentidos que resulta difícil hacerle corresponder un concepto único desde un primer abordaje. Sin embargo, nada impide trazar algunos ejes importantes que permitan reconocer ciertos cánones a pesar de los diversos terrenos en los que esta noción suele ser utilizada. Para aclarar un poco tal cuestión, nos parece adecuado recuperar aquello que la forma no es; aquello en lo que la forma se diferencia más a menudo en la mayoría de los usos. Distinguiremos cuatro oposiciones clásicas que contribuirán a precisar posteriormente nuestra problemática.
La forma se distingue tradicionalmente de la materia. La materia es, en un sentido, lo que precede a la forma:
Porque así como el bronce es con respecto a la estatua, o la madera con respecto a la cama, o la materia y lo informe antes de adquirir forma con respecto a cualquier cosa que tenga forma, así es también la naturaleza subyacente con respecto a una sustancia o a una cosa individual o a un ente (Aristóteles, Física I, 2005: 191 a8).
Si no es posible imaginar una forma sin materia, parece aún más difícil concebir una materia sin forma. Lo informe no puede ser otra cosa que el límite extremo de la materia cuando ésta es imposible de nombrar. En ese sentido, materia y forma parecen no poder existir la una sin la otra. O, cuando menos, era ésta la opinión de Aristóteles (Física II, 1995: 194 b9): “Además, la materia es algo relativo, pues para una forma se requiere una materia y para otra forma otra materia”.
Desde nuestra perspectiva, el aspecto que genera mayor complejidad es que resulta prácticamente imposible mostrar la materia sin mostrar una forma detrás de la cual la materia desaparece. Si, como Aristóteles, pensamos en el marco de una concepción hilemórfica de las realidades del mundo, la diferencia entre el bronce y la estatua es clara. Pero esta certeza está fundada sobre la fenomenología de nuestra percepción. Por el contrario, desde un punto de vista sin duda más moderno, y a partir del que se puede exigir un análisis del mundo físico, encontramos entidades que siempre poseen una forma. Nadie diría que los componentes de un material como el bronce carecen de forma. Pero, ¿se podría decir que un electrón o un fotón son informes? Así, lo informe desaparece rápidamente de nuestra concepción de las cosas pues incluso la partícula más elemental no puede ser admitida como informe. La relación materia/forma no se disuelve, sino que se revela precisamente como una unidad relacional en la que uno de los términos desaparece en cuanto se le pretende asir. No obstante, lo que una forma requiere como materia puede convertirse, a su vez, en forma para otra materia. Materia y forma no son una oposición simple en la que los dos términos estarían, por así decirlo, frente a frente; sino, antes bien, una relación de dependencia que puede ser comparada con una rección: la forma rige a la materia pero no a la inversa. En otras palabras, para que haya una forma, debe existir una materia. Esto evidencia que la materia permanece esencialmente indeterminada hasta que ésta es concebida también como una forma.
Una segunda distinción opone la forma al contenido. Sin embargo, en este caso, la relación de dependencia entre uno y otro término parece distinta de la encontrada entre forma y materia. El contenido requiere de una forma para ser expresado, pero a la inversa no es necesario. Puede haber formas —e incluso formas simbólicas— sin contenido real. Ese es el caso de las tautologías y del cálculo de las proposiciones que, en este sentido, sería puramente analítico. La oposición de la forma y del contenido es tan simétrica como la de la forma y la materia; sin embargo, la relación de dependencia no está orientada en el mismo sentido. La forma rige la materia pero el contenido rige la forma. En términos más simples: si tenemos una forma —la de una molécula, por ejemplo— demandaremos necesariamente la materia de la que está hecha, lo que nos conduciría a descubrir otras formas pues, como hemos visto, en la búsqueda de la materia no hay sino formas. Por otro lado, si tenemos un contenido, buscaremos indefectiblemente aquellas formas en las que está expresado. El orden de la búsqueda es diferente.
Sin duda, una de las objeciones es que el término forma no designa el mismo tipo de realidad cuando éste se relaciona con la materia que cuando se vincula con el contenido. La forma de la estatua evocada por Aristóteles en su Física es de orden morfológico, en tanto que la forma tomada por un contenido semántico es de naturaleza estructural. No obstante, la diferencia entre éstas no es tan considerable como a primera vista pudiera parecer. En cierta medida, como ya lo ha demostrado la teoría de las catástrofes y las diversas investigaciones semióticas derivadas de ella (Petitot, 1992; Thom, 1980), una estructura es una morfología. Entre morfología y estructura sólo existe un espacio de transformación que hace posible comprender el tránsito de una a otra. Lo que aquí nos compete no es la descripción de forma en sí misma, sino la relación de esta forma con una materia o un contenido. Aun cuando se tratase de la misma forma, ésta puede tener una orientación diferente.
Si nos ubicamos ahora en el contexto de una función semiótica (semiosis), es evidente que la forma, en su relación con la materia, concierne específicamente a la organización del plano de la expresión. Sin embargo, no es sencillo ver que una forma de la expresión y una forma del contenido difieran de manera tal que se les pueda distinguir sin dificultad. Hemos visto que existe una diferencia de orientación cuando la forma atañe a la materia o cuando la forma compete a la semántica, pero ¿qué ocurre exactamente cuando la misma forma refiere en ciertos momentos a la materia y en otros al contenido? Para Lévi-Strauss, el criterio que separa el formalismo del estructuralismo es precisamente el hecho de que para este último la forma de la expresión y del contenido son de la misma naturaleza:
Nos permitiremos insistir sobre este punto, que resume la diferencia entre formalismo y estructuralismo. Para el primero, los dos dominios deben ser absolutamente separados, porque la forma sola es inteligible, y el contenido no es más que un residuo desprovisto de valor significante. Para el estructuralismo, esta oposición no existe: no hay un lado abstracto y otro concreto. Forma y contenido son de la misma naturaleza, justificables por el mismo análisis (Levi-Strauss, 1996: 158).
Como acabamos de ver, éste es el caso por excelencia de la semiótica de la percepción. Pero antes de abordar este último punto, nos detendremos en la tercera oposición: la relación entre forma y sustancia tal y como Hjelmslev la concibió.
La sustancia aparece como un término medio entre materia y forma. Exactamente, según la definición dada por Greimas y Courtés: “En la terminología de L. Hjelmslev, se entiende por sustancia la ‘materia’ o el ‘sentido’ cuando son tomados a su cargo por la forma semiótica con vistas a la significación” (Greimas y Courtés, 1979: 398). El mismo razonamiento se aplica a la sustancia del contenido, que es también la transformación de la materia del contenido bajo el efecto de la forma del contenido. Sabemos que, en este contexto, la materia es asumida como un continuum amorfo —expresión enigmática empleada por Hjelmslev y frecuentemente comentada, en particular por Umberto Eco (1988: 79).
El término sustancia tiene un largo pasado filosófico que complejiza su uso. Dada la banalidad de su uso en los textos de inspiración semiótica, la relación entre los términos materia, sustancia y forma aparece también envuelta de cierta indeterminación. Es sobre este punto sobre el que queremos insistir.
Hemos señalado antes que la materia tiende a transformarse en forma en cuanto se le cuestiona sobre su propia naturaleza. Sería tentador decir que, en el fondo, la materia sólo existe como complemento regulador para el estudio de las formas. Sin embargo, es posible pensar también que, por el contrario, la materia sea en última instancia lo que existe incluso antes de que ésta sea introducida en el proceso semiótico. En ese sentido, la materia sería una base ontológica fuera de la semiosis propiamente dicha.
De alguna manera, estas dos lecturas son equivalentes ya que ambas terminan por aislar la materia stricto sensu del dominio semiótico y la colocan en linderos filosóficamente peligrosos. La noción de sustancia tiene por primera función evitar la ambigüedad provocada por el concepto de materia. La sustancia es introducida por una suerte de puesta entre paréntesis del equívoco ontológico que porta la materia; así pues, tenemos una materia que está orientada hacia las formas semióticas. Sin duda, podríamos preguntarnos si esta sustancia posee en sí misma una forma que le sea propia y no sólo aquella que recibe por la semiotización. El problema es particularmente delicado si pensamos que para la semiótica de la imagen los efectos producidos por la sustancia no pueden ser ignorados. Consideremos, además, que la sustancia introduce un tercer término entre materia y forma para dar respuesta a un problema cuya complejidad no ha sido realmente desarrollada. Volveremos más adelante sobre esto.
La cuarta oposición que queremos destacar se encuentra entre forma y fuerza. Dado que no podemos concebir un universo semiótico sin que sea sometido de una u otra manera a múltiples fuerzas, la oposición entre forma y fuerza resulta central. La primera evidencia es que toda fuerza demanda una forma para desplegarse. Podemos pensar en la forma de las olas o incluso en las formas prosódicas que se expresan en un acto de enunciación. Nuevamente aquí, la naturaleza de las formas es múltiple, pero en todos los casos las formas parecen estar regidas por las fuerzas que las controlan en función de sus despliegues.
En ninguna medida se pretende decir que las cuatro oposiciones mencionadas den un sentido lexical exhaustivo de forma, pues debe suponerse un concepto inagotable. No obstante, estos cuatro usos permiten una identificación eficaz en el contexto de las formas semióticas. Observemos dos posibilidades:
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La forma está dominada o regida. Es el caso en el que ésta se opone al contenido y a la fuerza. El contenido y la fuerza requieren una forma como complemento necesario. Contenido y fuerza expresan una tensión hacia la forma.
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La forma es determinante o regente. La forma rige a la materia y a la sustancia en el sentido de que la materia y la sustancia son complementos necesarios de la forma. Sustancia y materia son una suerte de supuestos dados, y también impuestos, por las formas. De ahí la dificultad para determinar su estado siempre equívoco.
Esta ambivalencia de la forma —regente y regida— se complica por la necesidad de distinguir entre las formas semióticas que pertenecen al plano de la expresión y aquellas del plano del contenido. Sería tentador decir que la forma de la expresión, dado que requiere inevitablemente de una materia o una sustancia, es regente.
La forma del contenido, por el contrario, es regida pues, como lo hemos visto, el sentido exige la forma. Sin duda, esta solución es demasiado esquemática, pero muestra que la noción de forma no tiene la misma orientación cuando se trata de la expresión o del contenido, incluso si, como se ha visto con Lévi-Strauss, son susceptibles al mismo tipo de análisis estructural. Exploraremos este problema en el caso particular de la semiótica de la percepción.
Como hemos intentado demostrar en otros trabajos (Bordron, 2011), la percepción es un proceso semiótico tal que puede considerar el mundo percibido como un plano de la expresión. Esto implicaría que las formas que toman la materia del mundo no son formas “en sí” sino formas percibidas. Asimismo, que las formas percibidas no son una simple proyección de nuestros sentidos sobre el mundo sino el resultado de una interacción con él. De ahí que sea más preciso y menos equívoco hablar de un plano de la “entre-expresión”. En consecuencia, el significante de la percepción estaría concebido como la expresión de la relación entre el mundo y nosotros. Sería igualmente acertado señalar que nosotros expresamos el mundo porque el mundo nos expresa a nosotros en tanto que es él también la posibilidad de sentido.
Es importante aclarar aquí ciertos equívocos que nos asaltan con facilidad cuando hablamos de percepción. No queremos decir que la percepción es una representación según la fórmula utilizada en el siglo XVII. Tampoco queremos decir que la percepción, sin intermediarios, sea directamente donante de su objeto. Queremos explicar que la percepción es una fuente de sentido y que esto sólo puede darse en la medida en que el mundo, de una u otra manera, forma parte de esa fuente de sentido. O, como ya habíamos señalado, el mundo se ofrece como forma y es así como lo percibimos. Que esta forma sea de naturaleza semiótica es el núcleo esencial de la presente investigación.
La función semiótica no puede concebirse si ésta no es la consecuencia de un acto. La creación de sentido es propia de los seres vivos y, por lo tanto, depende de su capacidad de actuación, que es su característica propia. Las formas de acción son evidentemente múltiples, y tanto corporales como mentales; sin embargo, sólo consideramos aquí aquellas que pertenecen al acto particular de la enunciación.
Si cuestionamos el estatus que se le debe dar a la enunciación, pareciera que pertenece al plano del contenido y no al de la expresión; aunque esta última dependa evidentemente de ella. Podemos notar que una marca de expresión, incluso si ignoramos lo que significa, posee siempre el contenido mínimo de haber sido enunciada. Se reconoce la existencia de un signo en el solo hecho de suponerlo producto de una enunciación. De esta manera, la enunciación es el contenido mínimo de toda semiosis. La enunciación es una parte de la forma del contenido. Sin embargo, reconocer la existencia de una enunciación, siempre presupuesta, no basta para determinar la forma, ni siquiera mínimamente. La tendencia general está en concebir la enunciación como un acto intencional; es decir, dotado de una dirección. No obstante, no debemos asumir una intención más allá de la intencionalidad. La huella, sin duda el signo más elemental, es intencional pero no necesariamente es consecuencia de una intención. La intencionalidad es una dirección hacia un horizonte de sentido que puede tomar cualidades tan simples como diversas. El juego entre la enunciación y la intención de un horizonte constituye la forma (diagrama) en la que se despliega el contenido. El esquema siguiente presenta los tres polos: la enunciación, el horizonte y el plano de la expresión; y se especifica el contenido como la relación entre la enunciación y el horizonte (Esquema 1):
Sobre esta base, podemos ahora volver al problema específico de las formas. Tomemos como nuevo punto de partida el caso aparentemente simple de la percepción de la huella de un animal —tratamos entonces con la semiótica de la percepción. Una huella sólo existe como tal cuando es percibida. A menudo es una forma que supone una materia. Tomemos como ejemplo una huella descubierta visualmente. Ésta tiene una forma más o menos figurativa y revela la materia sobre la cual ha sido grabada; pero para que la huella se convierta en un índice la percepción visual no basta. Es necesario que la huella se sujete a una forma lógica —abducción en casi todos los casos. La abducción postula una hipótesis sobre el origen de la huella y desencadena un esquema causal que es, en sí mismo, una forma de naturaleza estructural (una relación transitiva entre estos eventos). En este conjunto de formas (figurativas, lógicas, estructurales), es difícil distinguir claramente lo que pertenece a la expresión y lo relativo al contenido. La forma lógica supone una instancia encargada del razonamiento; ésta, sin exagerar, puede ser asumida como la instancia enunciante. La forma estructural indica un horizonte de búsqueda, una causa que pueda interpretarse. La forma figurativa tiene un estatuto de imagen no porque imite necesariamente alguna cosa, sino porque supone una cierta estabilidad estructural. Existe también un juego de fuerzas más difícil de identificar y que deriva de cierta pregnancia de la huella en coincidencia con el deseo del intérprete (a un cazador, por ejemplo).
Este primer análisis parece mostrar que las formas relacionadas con la instancia enunciante (en este caso, la forma lógica) y las relacionadas con un horizonte (la forma estructural de la causalidad) corresponden al contenido, conforme a nuestra hipótesis inicial. Por su parte, las formas figurativas pertenecen al plano de la expresión y develan la materia. En este sentido, parece adecuado distribuir la fuerza expresada por la pregnancia de la huella y por el deseo del intérprete tanto en la expresión como en el contenido, produciendo así su unidad fundamental.
El análisis precedente es una tentativa para situar, dentro de una semiosis en acto, las diferentes formas descritas. Sin embargo, esta semiosis es, en cierto sentido, un suceso focal que supone, alrededor de él, un espacio global del que no puede separarse en ninguna medida. Una semiosis no es un evento fuera del mundo, pues encuentra en él sus recursos esenciales, tanto materiales como semánticos. Las formas necesarias para la semiosis deben tener correspondencia con el espacio global en el que se desarrollan. Son las formas de este espacio global susceptibles de proporcionar una caja de resonancia para una semiosis las que deben ser investigadas. Nos limitaremos aquí al caso particular de la percepción.
Imaginemos ahora un espacio geográfico susceptible de ser recorrido por nuestros órganos perceptivos. Esta limitación es para excluir los elementos del mundo que no están comprendidos en una descripción fenomenológica (las partículas elementales, por ejemplo). En ese marco, encontraremos formas de todo tipo de naturalezas pero que se pueden distinguir en tres grandes clases.
La primera clase incluye las formas materiales de las que está hecha nuestra geografía (arena, roca, tierra, etc.). Encontramos granos, contornos, estratos, texturas, elementos dentados y cortantes, etc. Estas formas no atañen a ningún órgano sensorial particular sino que afectan a todos. Es aquello que aparece cuando se consideran las materias independientemente de las morfologías que las integran. Así, el grano de arena es la forma que toma la materia de una duna. La forma “grano” puede ser tanto gustativa como táctil o musical. Estas formas son, en general, difíciles de describir, sin embargo, son parte de la base material de nuestras sensaciones.
En otro nivel de organización, nos encontramos formas a las que bien vale llamarlas morfológicas. Así, las plantas, los animales, las montañas, los ríos y los paisajes de todo tipo, tienen morfologías; la más simple es, probablemente, el pliegue. Es un nivel de organización que contiene al precedente como materia, pero sobre todo, sirve de soporte para lo que nosotros llamaremos formas simbólicas.
En nuestro espacio geográfico, encontramos formas nacidas de la convención: es el caso de las fronteras entre estados o entre divisiones administrativas. Los llamados lugares, los caminos, las rutas y todos los puntos de referencia inscritos en los paisajes son parte de lo que podemos nombrar formas simbólicas en el sentido en que éstas son manifestaciones de lo arbitrario del signo. Estas formas presuponen las precedentes pero, curiosamente, parecen ser, al mismo tiempo, independientes de las primeras.
Estos tres tipos de formas (material, morfológica y simbólica) componen el último plano del que se desprende toda semiosis; es decir, todo evento semiótico ligado a nuestra percepción. Estas tres formas están organizadas en estratos de tal manera que la última (la forma simbólica) presupone las morfologías que presuponen las formas materiales. Esta relación de presuposición no es sistemática. Es posible imaginar fronteras independientes del paisaje en el que se inscriben aunque, frecuentemente éstas tengan en cuenta los accidentes morfológicos de sus recorridos.
Las formas simbólicas aparecen inequívocamente como hechos semióticos que resuenan con la estructura de la semiosis, tal y como se muestra en el Esquema 1. En la medida en que éstas son fruto de convenciones, poseen un plano de la expresión y un plano del contenido; y se remiten sin problema a la esfera semiótica. No podemos adentrarnos aquí en el vasto dominio de lo filosófico y semiótico.1
Las formas materiales y las morfológicas exigen una explicación adicional. En primer lugar, hay que señalar que la triplicidad de las formas así dispuestas corresponden de manera precisa al esquema clásico propuesto por Hjelmslev: materia, sustancia y forma. Pero la dificultad proviene del hecho de que en el esquema hjelmsleviano materia y sustancia no ofrecen ni semántica ni expresión, propias; todo depende de la forma. Sería difícil comprender una semiótica de la percepción si ni las materias ni las morfologías de los presupuestos sensibles entraran en el proceso semiótico. Notemos que esto ocurre cuando tratamos de comprender el rol de los materiales y de sus morfologías dentro de una pintura. La carencia de sentido de la sustancia y de la materia es un problema reconocido por quienes intentan semiotizar las imágenes. Es necesario investigar cómo deben concebirse las formas materiales y morfológicas en tanto formas auténticas de la expresión para el soporte de los contenidos.
Hemos reconocido que los elementos materiales poseen formas, pero no es así de fácil reconocer si estas formas corresponden al plano de la expresión en el sentido. Por otra parte, el paso de la huella al índice parece implicar la intervención de una forma lógica atribuida a la instancia enunciante. Así pues, considerar la enunciación es fundamental para semiotizar las huellas que sin ella quedarían como simples elementos materiales, simples hechos o, incluso, simples materias. Pero, la abducción a la que la huella está sometida no es suficiente. Incluso su acción debe ser explicada por una razón que no es necesariamente de naturaleza lógica. Es imperioso que la huella obligue a cuestionar, asombre y abra una perspectiva desconocida para que el razonamiento sea requerido. Podemos así decir que el tránsito de la huella al índice es, en principio, un hecho emotivo o un cuestionamiento. La emotividad hace intervenir a la instancia enunciante, al sujeto de la percepción, y se constata así que la dificultad inherente al esquema de la semiosis propuesta por Hjelmslev se mantiene esencialmente en el hecho de que la instancia enunciante no está inscrita en la semiosis sino, dicho de manera más precisa, está concebida como un operador exterior. Si, como habíamos propuesto en el Esquema 1, la instancia enunciante está incluida en la semántica del signo, resulta evidente que todos los estratos que la componen de materia y de forma estén intrínsecamente ligados a una enunciación. Por lo tanto, el índice se convierte en la huella material de un cuestionamiento. Con esto entendemos que la materia, que Hjelmslev esperaba que se transformara en sustancia por el encuentro con una forma, afirma su propia forma si la enunciación está incluida en la semiosis.
La misma pregunta surge si se considera el nivel de las morfologías. En cierto sentido, las morfologías se pueden tratar como una realidad de naturaleza matemática, independiente de los actos de percepción. Estamos entonces frente a una forma particular de objetivación. Pero, ¿cómo concebir una forma semiótica que se origine con el encuentro de una morfología y un acto de enunciación? ¿Cómo las morfologías se convierten en fenómenos?
En la etapa precedente, nosotros partimos de una huella que nos hizo suponer una fuerza suficientemente pregnante para suscitar una pregunta. Por esto, sobre la base de inferencias lógicas, pero también de emociones y de intuición, la huella se convirtió en índice. En este sentido, la semiosis incluye el conjunto de facultades de la instancia enunciante. No se trata de subjetivizar la función semiótica sino de evitar ocultar su dimensión esencial de acción detrás de una falsa objetivación. Si aceptamos nuestra hipótesis de partida (Esquema 1), según la cual la enunciación está incluida en la semiosis y no es exterior a ella, comprenderemos por qué las formas materiales se convierten en índice y no permanecen amorfas. Mostremos ahora que lo mismo ocurre para los estados morfológicos de la sustancia.
Volvamos sobre el ejemplo del paisaje en el que vimos surgir los índices. Éstos son una suerte de flujos de pregnancia que deben estabilizarse para formar una imagen. Hablamos aquí tanto de una imagen visual como de una imagen acústica, táctil, etc. De manera general, llamaremos imagen a cualquier hecho fenomenológico que tenga cierta iconicidad (Bordron, 2011).
La iconicidad se caracteriza por dos rasgos esenciales. En primer lugar, la iconicidad posee estabilidad mereológica, de tal suerte que se le puede tener presente en el campo de la conciencia. Corresponde a la dinámica de un flujo que se estabiliza. Desde este punto de vista, la iconicidad impone a las morfologías una identidad, y es ésta su segunda característica. Nuestro paisaje debe ser, aunque sea por un instante, idéntico a sí mismo. No podría haber fenomenología si no hubiera iconicidad y, por lo tanto, tampoco habría imagen. En una palabra, la iconicidad, tal y como la entendemos, es una cualidad fenomenológica particular caracterizada por la presencia sensible de una dinámica mereológicamente estable, y portadora de un principio de unidad y de igualdad. La imagen de la que hablamos es así la forma en la que se manifiestan, en una semiosis, las morfologías del mundo que, de otro modo, permanecerían como una letra muerta. Hasta ahora hemos dispuesto nuestro análisis sobre la noción de forma de modo que visibilicemos las diferencias fundamentales que surgen cuando se pasa de las consideraciones de forma en sí misma a aquellas formas inscritas en un proceso semiótico. Hemos dividido las formas en tres estratos coordinados entre sí.
En la primera, reproducimos simplemente el sistema hjelmsleviano que conlleva una materia, una sustancia y una forma. Materia y sustancia no tienen forma propia.
En el mundo percibido pero objetivo, es decir, aislado de la semiosis que lo produce, hemos encontrado sucesivamente los materiales, las morfologías y las formas simbólicas. Todos los materiales, morfologías y convenciones simbólicas tienen una forma que le es propia. En el mundo fenomenológicamente concebido, y por lo tanto semiotizado, hemos distinguido, a partir de la noción original de huella, las formas indiciales, icónicas y, necesariamente, simbólicas. El Esquema 2 resume nuestro recorrido.
Este esquema y los análisis que aquí se resumen, muestran que la noción de forma es esencialmente dependiente de la perspectiva en la que se inscribe. Hjelmslev ofrece a las formas un contexto sistemático que sólo posee formas simbólicas. La fenomenología del mundo percibido ofrece materias dotadas de cualidades sensibles y morfológicas. Es éste el juego de interexpresiones entre el mundo y la instancia enunciante. Debemos suponer que el mundo posee ciertas características de formas compatibles al menos con nuestros órganos sensoriales. Esta compatibilidad no es, estrictamente hablando, un problema de naturaleza semiótica, sino que se convierte en semiótica cuando las morfologías son remplazadas por íconos. Éstas, por sus características propias —la estabilidad mereológica y la identidad—, son inseparables de una hipótesis ontológica. La cuestión puede formularse así: ¿Qué debemos asumir, en cuanto a las características esenciales del mundo, para que éste pueda ser puesto en imagen? O, de igual modo: ¿Existen formas a las que se les pueda llamar, en estricto sentido, ontológicas? Aunque no ahondaremos aquí en cuestiones propiamente ontológicas, es importante señalar su presencia de fondo.
Para finalizar, insistiremos sobre la función que atribuimos a la noción de forma simbólica. Las formas simbólicas son diversas pero todas tienen, por característica esencial, asumir la función semiótica, pues estabilizan la relación entre expresión y contenido. Hemos visto, sin embargo, que algunas de estas formas pueden permanecer sin contenido, o al menos sin otro contenido que no sea el analítico (las tautologías). Por el contrario, hemos reconocido como una constante que un contenido siempre demanda una expresión. Por esta razón es importante notar que todas las formas dotadas de un contenido, como las morfologías y los íconos, tienen necesariamente un componente simbólico. Por lo tanto, no debemos concluir a partir de nuestros esquemas que existen diferentes tipos de signos, como si la forma indicial, forma icónica y forma simbólica pudieran ser separadas entre sí. Es necesario comprender que todo contenido puede tomar formas de expresión diversas. El Esquema 2 muestra formas de expresión que pueden resultar de la manifestación de contenidos y, por esta razón, pueden poseer una dimensión simbólica. Las formas que hemos distinguido entran todas en la expresión del sentido pero según modalidades diferentes. Lo importante es definir los puntos de vista a partir de los cuales las formas empíricamente semejantes pueden tener funciones diversas. Los tres puntos de vista que hemos distinguido son: el punto de vista del sistema, el punto de vista de la fenomenología de la percepción y el punto de vista semiótico. Todos ellos contribuyen, cada cual a su manera, a la producción del sentido pero con resultados sensiblemente diferentes.