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La forma urbana de la ciudad de Puebla: lo barroco y lo moderno. Una aproximación desde el ethos barroco

 

Resumen:

La ciudad de Puebla se ha transformado históricamente en su forma urbana, a partir de procesos conflictivos de configuración espacial. Desde su traza en damero en la época colonial, pasando por el barroco y aún hasta la ciudad en constante crecimiento de nuestros días, la ciudad ha asumido distintas identidades. Este artículo, además de hacer una puntual y breve revisión histórica, propone una aproximación filosófica al estudio de la ciudad de Puebla. Se trata de analizar conceptualmente los presupuestos que intentan definir esta ciudad como ciudad barroca y moderna. El análisis de la ciudad desde la teoría urbana crítica nos permite comprender que la ciudad en su forma urbana es el espacio de los conflictos y las disputas de un proyecto capitalista moderno, ante el cual se propone el ethos barroco como alternativa.

Résumé :

Historiquement, la ville de Puebla s’est transformée en sa forme urbaine à partir de processus conflictuels de configuration spatiale. Depuis l’élaboration de son plan en damier à l’époque coloniale, en passant par le baroque et pour en arriver à la ville à la croissance constante telle que nous la connaissons aujourd’hui, la ville a assumé différentes identités. Cet article, outre une révision historique brève et ponctuelle, propose une approche philosophique de l’étude de la ville de Puebla. Il s’agit d’analyser conceptuellement les présupposés qui tentent de définir cette ville comme une ville baroque et moderne. L’analyse de la ville à partir de la théorie urbaine critique nous permet de comprendre que la ville en sa forme urbaine est l’espace des conflits et des disputes d’un projet capitaliste moderne, face auquel on propose l’ethos baroque en guise d’alternative.

Abstract:

Puebla City has historically been transformed into its urban form, based on conflicting processes of spatial configuration. Since its hypodamic tracing in the colonial era, through the baroque and even to the city of our days, in constant growth, the city has assumed different identities. This article, in addition to making a timely and brief historical review, proposes a philosophical approach to the study of the Puebla City, about conceptually analyzing the budgets that try to define this city as a baroque and modern city. The analysis of the city from the critical urban theory allows us to understand that the city in its urban form is the space of conflicts and disputes of a modern capitalist project, to which the ethos barroco is proposed as an alternative.


Es asombroso que en un lapso de cuatro siglos se haya demolido tanto: El siglo XVI devastó a la Ciudad Indígena; el XVIII, a la Ciudad de los Conquistadores, y el XIX, a la Ciudad Barroca de los siglos XVII y XVIII. El siglo XX, es el más responsable por ser el más consciente, ha sido el más avasallador y el que la ha convertido en un monstruo apocalíptico.

Guillermo Tovar de Teresa

Introducción

Puebla, como la mayoría de las ciudades novohispanas, ha atravesado desde su fundación hasta el presente por una compleja transformación que oscila entre la apropiación, la destrucción, o la reconfiguración del territorio. Aunque el proceso fundacional de Puebla tuvo condiciones excepcionales al resto de la Nueva España (a diferencia, por ejemplo, de ciudades como Cholula o Tenochtitlán que fueron destruidas y con o sobre cuyas ruinas se fundaron las futuras ciudades coloniales), su edificación como ciudad colonial no estuvo exenta de los conflictos y la marginación que conlleva la transformación del entorno urbano y las dinámicas sociales de los agentes implicados y afectados por dichas transformaciones. Ubicada estratégicamente por su cercanía a la capital mexicana, Puebla fue una ciudad de gran importancia para el nuevo imperio y para su posterior desarrollo durante el México independiente. Constantemente se afirma esa relevancia de la ciudad y se la quiere ver reflejada en su desarrollo urbano; también se la ha caracterizado por su arquitectura y por ser el crisol de lo barroco, concepto con el que se pretende describir tanto un movimiento cultural, intelectual, religioso y político, como un estilo e incluso una época que tuvo su determinación propia en América Latina.

Lo que se trata de discutir en este artículo es el carácter conflictivo de la ciudad de Puebla, ciudad colonial, considerada también “ciudad barroca”, una “ciudad moderna”, y actualmente denominada por los slogans y los discursos institucionales como una “ciudad de Progreso”. Pero no haremos aquí un recuento de esta transformación urbana de la ciudad de Puebla a lo largo de sus siglos de historia, pues lo que nos interesa es tratar conceptualmente las implicaciones que tiene denominar a nuestra ciudad como barroca y moderna: ¿es posible hablar de Puebla como una ciudad barroca y moderna?, ¿en qué consiste esa modernidad?, ¿cómo debemos comprender lo barroco, acaso como una forma característica y bien delimitada, estrictamente europea, o podemos pensar que, más bien, lo barroco define una identidad latinoamericana?, ¿qué transformaciones radicales ha sufrido la ciudad en su forma urbana y en sus formas de vida y cómo repercuten en la vida cotidiana y actual de nuestra ciudad?

1. Destruir para construir: la instauración de un orden colonial

La historia de las ciudades mexicanas a lo largo de los últimos 400 años ha sido, por decir poco, violenta, conflictiva y sumamente compleja. En cada uno de los episodios que podamos imaginar habría que destacar el papel de la destrucción como motor de transformación —paradoja que se asoma insostenible pero que hay que pensar.

El intelectual, historiador y excepcional cronista de la ciudad de México, Guillermo Tovar de Teresa, lamentaba que la historia de México transitara entre la constante destrucción de su cultura y la negación de su identidad nacional (Tovar de Teresa, 2004).

Dos décadas nos han bastado para percatarnos de que el siglo XXI pretende sumarse de forma notable a ese proyecto histórico de destrucción de las ciudades, de la cultura y de ciertos aspectos de la identidad mexicana. Ciertamente, nos interesa destacar que estos procesos de constante destrucción de las ciudades, de sus formas de vida y de sus culturas, tuvieron y tienen lugar también en la ciudad de Puebla. Este proceso de transformación urbana y social, al igual que ocurre en la demás ciudades mesoamericanas, comienza durante el primer siglo de la conquista de nuestro continente.

Ya desde los primeros relatos de conquistadores, especialmente en las Cartas de relación de Hernán Cortés ([1519-1526] 1993) o los relatos de Bernal Díaz del Castillo, es evidente la doble percepción de esa maravillosa civilización que representaba Tenochtitlán. Los cronistas no ocultan, por un lado, su estupefacción ante el alto grado de desarrollo urbano, de la compleja y eficiente organización política y económica y las relaciones colectivas sustentadas en profundas culturas milenarias (Tovar de Teresa, 2004) y, por otro lado, mostraban su incapacidad de concebir que un mundo así se erigiera en los márgenes de su civilización europea y cristiana. No obstante, ni el asombro ni la admiración por esas ciudades fueron suficientes para salvarlas de su destrucción inminente.

El historiador Joaquín García Icazbalceta, en el capítulo de sus Obras que significativamente lleva por título “La destrucción de antigüedades mexicanas”, muestra una carta que los obispos dirigen al rey el 30 de noviembre de 1537, en la cual denuncian que

[…] los naturales usaban todavía sus ritos, idolatrías, y sacrificios, para lo cual se iban á sus templos ‘que aun del todo no estaban derrocados;’ y que en los que se habían destruido en los tres meses anteriores, se habían encontrado ídolos. Creen que mientras no se acaben del todo los templos no cesará la idolatría, y por lo mismo piden facultad para destruirlos y quemar los ídolos. […] El Emperador, en respuesta (23 de Agosto de 1538), encarga que se derriben los templos sin escándalo; que la piedra de ellos se tome para las iglesias, y que los ídolos se quemen (García Icazbalceta, 1896: 37).

La visión conquistadora asumía al nuevo continente como el espacio propicio para llevar a cabo un nuevo proyecto civilizatorio cristiano, concebido en una razón cristiana y europea que miraba al mundo unilateralmente, desde una visión “cuadrada” que se proyectó al diseño de la traza en damero de las nuevas ciudades. Así comenzó el primer proceso de destrucción y reconfiguración territorial. El proyecto consistía en instaurar ciudades perfectamente planificadas, y para dicha tarea fueron los frailes los principales destructores de las ciudades y del arte antiguo, como constata la carta antes citada.

Las ciudades construidas y habitadas por las originarias culturas impedían, con sus ciudades y sus prácticas, el nuevo proyecto colonial de construir ciudades nuevas y bien ordenadas; se dio así un proceso profundo de reconfiguración de la vida indígena: “la destrucción de los monumentos en la ciudad comenzó con la traza y la nomenclatura, es decir, con su forma y sus nombres” (Tovar de Teresa, 2004). Se trataba de un modelo urbano de secular duración hasta nuestros días: la ciudad perfectamente trazada y, con ello, la primera realización material de un sueño ideal de la instauración del orden. ¿En torno a qué tipo de orden se articula la concepción de la ciudad barroca? ¿Cómo se justifica que este orden le dé a la ciudad una forma determinada y la proyecte en el espacio de tal o cual manera? La concepción de las ciudades novohispanas se logra a partir de un proyecto racional y geométrico. Es desde la representación, en el ámbito del conocimiento, como se conciben los proyectos de las ciudades ideales que se pretenden llevar a cabo en el continente americano; a estas ciudades “las regirá una razón ordenadora que se revela en un orden social jerárquico transpuesto a un orden distributivo geométrico” (Rama, 2002: 4). Es en el ámbito de la racionalidad donde

Surgía por primera vez una intención procedente de la Corona por sistematizar las delimitaciones interurbanas. De esta manera, sobre el tradicional trazado de damero, que incluía a los pueblos inmediatos, a las parroquias, a sus barrios y parcialidades indígenas, se comenzó a plantear, primero plásticamente, una cuadrícula que en principio perseguía el ordenamiento y su racionalidad (Loreto y Luna, 2017: 61).

Es posible asumir un proyecto que visualizaba el ordenamiento de la esfera social a partir del ordenamiento de la ciudad. Este proyecto ordenador hablaba un lenguaje único, un lenguaje abstracto. Ese lenguaje era el del lenguaje matemático con su aplicación en la geometría analítica, propuesto y extendido a los ámbitos del conocimiento y la concepción del espacio, aunque recordemos que el diseño se realizaba sobre una cuadrícula, plano ortogonal o plano hipodámico1 que había sido empleado en las ciudades clásicas griegas del siglo IV a. e. c. y las ciudades latinas, hace por lo menos 2000 años. Este sencillo pero efectivo diseño se reprodujo en las ciudades novohispanas recién fundadas y se prolongó hasta prácticamente nuestros días (Rama, 2002: 6).

La traza de la ciudad partía de un origen, centro político y urbano: la Plaza Mayor (Ribera, 2003). A partir de la constitución de la Plaza Mayor se construía de modo simétrico y cuadricular el resto de la ciudad. En torno a ella se establecían las instituciones políticas y administrativas más representativas; de esta manera se identificaba la traza como la ciudad misma (Nicolini, 2001; Pino, 1987).

Las ciudades novohispanas concebidas racionalmente se representaron en un mapa; en un lienzo se trazaron sus medidas, sus dimensiones y sus límites; se distribuyó de tal forma que fuera pertinente para las medidas acordadas de los números pares: se concibió a partir de los números que pertenecen al régimen de la perdurabilidad, puesto que ellos no están sometidos al decaimiento físico. Así, en América las ciudades fueron sometidas, desde sus orígenes, a un orden correspondiente al del diseño racional. No obstante, con el paso del tiempo, paradójicamente, estos proyectos se fueron ciñendo a las circunstancias físicas, al plano causal de la materia sensible que “está sometido a los vaivenes de construcciones, de instauración y renovación y, sobre todo, a los impulsos de la intervención circunstancial de individuos según su momento y situación” (Rama, 2002: 10-11).

La razón geométrica y moderna que clasifica, ordena y establece límites comenzó su proyecto que dejó una huella tan profunda en las ciudades que difícilmente han sido borradas, incluso hasta nuestros días. Fue a partir de este ordenamiento donde se instauraron los principios de una forma urbana aún presente en el continente americano, perpetuándose, “ejercitando sus rígidos principios: abstracción, racionalización, sistematización, oponiéndose a particularidad, imaginación, invención local” (Rama, 2002: 13).

Dos ejemplos puntuales dejan ver el modo en como operó la visión racional de un orden distributivo en las nuevas ciudades. El primero de estos ejemplos se refiere al mandato que otorga el rey Fernando de Aragón a Pedrarias Dávila el 2 de agosto de 1513 para llevar a cabo la fundación de las nuevas ciudades en el continente, las cuales fueron llamadas por la monarquía “ciudades ordenadas” (Serés, 2017). El siguiente relato pertenece al Real Archivo de Indias:

Vistas las cosas que para los asientos de los logares son necesarias, e escogido el sitio más provechoso y en que incurren más de las cosas para el pueblo son menester, habeis de repartir los solares del logar para facer las casas, y éstos han de ser repartidos segund las calidades de las personas, e sean de comienzo dadas por órden; por manera que hechos los solares, el pueblo parezca ordenado, así en el logar en que hobiere la iglesia, como en la órden que tovieren las calles; porque en los logares que de nuevo se facen dando la órden en el comienzo sin ningund trabajo ni costa quedan ordenados, e los otros jamás se ordenan […] (Pacheco, 1883: 285) [Las cursivas son mías].

La idea de un orden opera en las palabras del rey en múltiples sentidos:2 resalta el hecho de que ordenar se trataba más de un proyecto que pretendía definir, desde el origen, el rumbo que llevarían tanto las ciudades como las sociedades en su futuro en un sentido de estabilidad o armonía, que difícilmente podría erigirse sobre una ciudad fundada sin los principios del orden. Aquí se asimila por medio de la representación la idea de que una ciudad ordenada determina al mismo tiempo la estabilidad social; sociedad y ciudad se equivalen en tanto formas, en el ámbito de la representación, a tal modo que permite que “leamos la sociedad al leer el plano de una ciudad” (Rama, 2002: 4).

El otro ejemplo corresponde a la idea de un trazado cuadricular y perfecto que se le dio a la ciudad de Puebla desde su fundación:

Las dimensiones que se dieron á estas manzanas fueron estas: á las destinadas para casas de habitación se les dieron la figura de un cuadro perfecto ó cuadrilátero, de 200 varas castellanas los lados mayores y 100 varas también castellanas los menores; de suerte que cada cuadrilátero tiene 20000 varas cuadradas de superficie; las calles largas todas tienen exactamente 200 varas de largo de esquina á esquina y las cabeceras 100 varas también de esquina á esquina, sin contar el ancho de las calles á las que se les dieron 41 varas castellanas de ancho en toda la ciudad; á las manzanas destinadas para huertas ó quintas, se les dieron 400 varas de largo y 100 de ancho y á las del rumbo del poniente, hubo unas pocas que tuvieron 800 varas de largo con el ancho invariable de 100 varas, que fueron con las que más tarde se formaron ranchos en uno ó dos lugares (Carrión, 1897: 48-49).

Al trazado de la ciudad, de las calles y las casas se le dio “la figura de un cuadro perfecto”. Como un ejercicio para observar la ciudad perfectamente trazada puede verse el plano atribuido a Joseph Marianus titulado La Nobilísima y muy Leal Ciudad de los Ángeles que data de 1754, en el que se representa la distribución cuadriculada de la ciudad de Puebla. Lo más evidente en este plano son las calles trazadas como líneas rectas que distribuyen perfectamente la ciudad, y este hecho es constatable visiblemente en la ciudad de Puebla, donde al transitar por las calles del centro histórico tendremos la sensación de estar en un lugar perfectamente planificado y la ilusión de que se vive dentro de este orden, al menos espacialmente hablando:

El trazo de la ciudad de Puebla a regla y cordel, en forma de damero, proporcionó desde un primer momento una sensibilidad espacial urbana y un sentido de la ubicación [La plaza principal] […] además de dar un sentido de orientación, también representaba el lugar de asiento del poder, del ejercicio de la justicia y contenía la expresión teológica que legitimaba la conquista y sus exigencias sociales (Cervantes, 2017: 18).

Sin embargo, para que la ciudad fuera ordenada no era suficiente que se planificara racionalmente; era necesario que la población compartiera las características y la historia, las leyes, la religión y las lenguas europeas; era necesario también, que compartieran su pasado histórico. Si lo pensamos detenidamente, la idea del orden que intentaba imponerse en América estaba legitimado en la ley y en la verdad, pero no solamente en la ley y la verdad de los hombres y del rey, sino en la del dios cristiano. Las culturas indígenas y todas sus creaciones, incluyendo esas grandes ciudades y planificaciones urbanas, carecían de orden, a ojos de los colonizadores.

Pero las nuevas ciudades trazadas en damero no prescinden de los trazos originarios ni de las formas de vida indígenas; antes bien, la ciudad actual puede concebirse como la relación conflictiva de estas dos sociedades. La constante necesidad de consolidar un sistema de convivencia social entre españoles e indígenas fue lo que motivó la relación urbana entre la ciudad y los barrios a su alrededor (Nicolini, 2001: 1085; Suñe y Gómez, 1990). De este modo, la ciudad novohispana, caracterizada por su trazado en damero y la congregación de instituciones administrativas, divergía completamente de la organización y las poblaciones de indígenas que habitaban alrededor. Sin embargo, no hubo un distanciamiento de estas comunidades, ya que estudios de recientes en nuestra ciudad, como los de Loreto y Luna (2017: 52 y ss.), demuestran que tanto la proximidad como la topografía del asentamiento y el origen étnico de estas poblaciones condicionaron que algunas fueran más proclives a la integración urbana.

Así, paralelamente a la construcción de las ciudades ordenadas donde se realizaba la traza homogénea que estaba destinada únicamente a los españoles, se construyeron los pueblos de indios.3 La intención de ello era regular los asentamientos suburbanos de los indígenas e integrarlos a la vida de la ciudad. Incluso a estos pueblos de indios se les dotó de instituciones similares a las de los españoles, principalmente iglesias y cabildos, y se intentó replicar la estructura de la planificación morfológica de la ciudad novohispana (Ribera, 2003).

La integración de los barrios indígenas a las ciudades novohispanas operó bajo la lógica de obtención de beneficios en mano de obra para actividades de construcción y trabajo en el campo, así como para “aprovechar en su beneficio las preexistentes redes indígenas, sus zonas de cultivo, sus mercados y sobre todo la fuerza de trabajo que proporcionaban” (Rama, 2002: 16).

El establecimiento de estos pueblos cerca de la ciudad garantizaba la regularidad prestada de este servicio de mano de obra, pero la inmersión de estos barrios dentro de la ciudad tuvo efectos relacionados con el crecimiento de la ciudad (Loreto y Luna, 2017).

La ciudad perfectamente trazada a regla y cordel habría de resistir al tiempo y a la constante necesidad de sus habitantes de transformar su espacio de vida. Fueron los siglos XVII y XVIII los que más intensamente trajeron consigo modificaciones significativas a la forma urbana, a la arquitectura de la ciudad y a su entorno de vida social. ¿Pudo el periodo barroco modificar significativamente la ciudad ya construida tanto en su forma urbana como al modo de vida de sus habitantes? ¿Por qué se ha generalizado la idea de que lo barroco describe esencialmente un periodo histórico de Latinoamérica (y de la ciudad de Puebla en particular)?

2. Lo barroco y sus formas

Al tratar de definir las características de lo barroco, Wölfflin sugiere que una adecuada definición de lo barroco debería considerar aspectos principalmente relativos al manejo de la forma, escapando a la usual definición de lo barroco como una etapa posterior o derivada de lo romántico o lo clásico:

[…] para hacer surgir con toda su fuerza la oposición histórica con el barroco no veo nada mejor que recoger lo que Justi cita como característico del sentimiento artístico de Winckelmann, considerado como una naturaleza clásica; medida y forma, simplicidad y nobleza de línea, tranquilidad del alma y suave emoción, he ahí las grandes palabras de su evangelio artístico. Las aguas cristalinas son su símbolo preferido. Búsquese lo contrario a cada uno de estos conceptos y se habrá caracterizado la naturaleza del nuevo estilo (Wölfflin, 1991: 95-96).

La forma, o la multiplicidad de formas de lo barroco, son una transgresión constante de la línea recta, bifurcación y uso de la curva, vibración constante y movimiento, detalle repleto y desbordante; se empeña en ser atemporal porque la forma barroca aspira a ser, precisamente, infinita. Lo Barroco (aquí con mayúsculas) “curva y recurva los pliegues, los lleva hasta el infinito, pliegue sobre pliegue, pliegue según pliegue. El rasgo del Barroco es el pliegue que va hasta el infinito” (Deleuze, 1989: 11). No es capricho, es una tentativa de la materia por ese horror vacui. Lo barroco es la “tendencia de la materia a desbordar el espacio, a conciliarse con lo fluido, al mismo tiempo que las propias aguas se distribuyen en masas” (Deleuze, 1989: 13). El criterio por el cual Deleuze define lo Barroco es el pliegue, pero ¿qué quiero decir con ello?

Siguiendo de cerca tanto a Wölfflin y al propio Deleuze, Le Bouhellec (2010: 490) se empeña por conceptualizar lo barroco y dotarlo de un valor conceptual, desvinculándolo del discurso tradicional de la historia del arte que ha caracterizado lo barroco tangencialmente oponiéndolo a lo clásico, haciendo de su definición una derivación secundaria y despojándolo de su identidad misma, que parte de un aspecto formal. Aquí el pliegue deleuziano es opuesto al proyecto racional, lineal y metódico de Descartes, quien establece por medio de sus Discursos el camino unidireccional de una recta razón y de la rectitud del alma del sujeto:

[…] la línea recta, angulosa, de lo clásico, despliega una y otra vez al mundo por medio de la similitud y la repetitividad de lo que ha quedado fundamentado y explicado de una vez por todas, de manera universal. Al contrario, el pliegue marca y remarca diferencias, las diferencias de lo que se parece superficialmente pero nunca se confunde, de lo que va abriendo el infinito repertorio de la flexibilidad, de lo que no conoce la permanencia (Le Bouhellec, 2010: 497).

La razón cartesiana es lineal y manifiesta una disposición retomada por el arte clásico, cuya preferencia más abierta es por la línea recta y la similitud, el carácter ordenador del mundo que únicamente necesita ser descifrado por medio del lenguaje y de la similitud, aspecto que bien puede estar vinculado al proyecto de planificación y ordenación racional, perfectamente trazado en la visión del damero de las ciudades coloniales en América. Precisamente, frente a esta razón clásica, Le Bouhellec sugiere que el cambio de paradigma se sustenta en lo barroco, lo moderno.

En concordancia con Le Bouhellec, Tovar de Teresa (2004: 23) afirma: “la decoración arquitectónica barroca pasó del clasicismo al gusto por la línea ondulada y luego a la línea quebrada; de un manierismo lleno de cánones y formas rígidas pasó a un barroco salomónico y a un barroco estípite”.

Podríamos decir que cierto arte barroco, el que manifiesta esta predilección por lo barroco y el pliegue como su principio esencial, se consolidó en Puebla de formas inusitadas, principalmente el elaborado para la arquitectura y los retablos de las iglesias, entre ellas quizás el caso más emblemático sea la capilla de la Virgen del Rosario, que se encuentra dentro del templo dedicado a Santo Domingo, construida en el siglo XVII y considerada cumbre del barroco novohispano. Pieza de similar complejidad y riqueza es el Salón Barroco ubicado en el interior del ahora edificio Carolino, salón dotado de formas excepcionales del estilo barroco en el que se encuentran detalles curvados y sinuosos, repleto de detalles y adornos que aluden a la naturaleza, tales como conchas, frutas y flores. Estas obras muestran una exquisita apropiación y asimilación del arte barroco, con motivos repetitivos pero sensacionales; estos interiores decorados son muestra de la plenitud del barroco americano, tanto que estas técnicas adquirieron su denominación como estilo “poblano” o “mestizo” (Pino, 1987: 131).

Pero pensado en su dimensión política y filosófica, en este trabajo concebimos lo barroco no solamente como un estilo con sus propiedades y características definidas, en las dimensiones aquí enunciadas, sino como un proyecto, una actitud o una propuesta situada que busca la reivindicación frente a la modernidad capitalista instaurada en nuestro continente, resultado de un proyecto civilizatorio colonial, y en este caso específico pensamos a partir del pensamiento de Bolívar Echeverría (1995); se trata de razonar sobre sus implicaciones políticas y filosóficas, sus alcances y sus limitaciones. Para ello será preciso pensar nuestro contexto específico y geográfico, y determinar qué sentido tiene hablar de una forma urbana barroca y, más particularmente, de afirmar que Puebla es una ciudad barroca.

3. Puebla, ¿una ciudad barroca?

Lo barroco, en el ámbito de lo urbano, no se manifestó con la misma familiaridad y prosperidad en nuestras ciudades que como lo hizo el arte. Mientras que para el siglo XVII donde el barroco está en pleno auge en Europa, cuando se intentó plantear este proyecto en el continente americano se presenciaba un escenario confuso, contrapuesto y contradictorio de

dos épocas históricas diferentes; que, sobre ellos sus habitantes eran protagonistas de dos dramas a la vez: uno que ya declinaba y se desdibujada [refiriéndose a la ciudad colonial], y otro que apenas comenzaba y se esbozaba [lo barroco] (Echeverría, 1998: 50).

Quizás definir los rasgos específicos de la forma urbana barroca nos ayude a discernir a qué nos referimos cuando hablamos de ciudad barroca.

Hay algo característico de las ciudades barrocas: el primer hecho fundamental es que éstas se desarrollaron particularmente en la Europa de los siglos XVII y XVIII, y hay características urbanas que la definen; podemos destacar, principalmente, el centralismo, la uniformidad y el orden. El barroco, como proyecto urbano y político, tiene una vinculación directa con el advenimiento de los Estados absolutistas europeos y de su profunda necesidad de centralizar su poder político, lo que sugiere la creación de la capital. La capital es una creación barroca y

un medio para consolidar el poder político en un solo centro directamente bajo la supervisión del rey e impedir todo desacato a la autoridad central desde lugares lejanos que por esa misma circunstancia era fácil gobernar […] (Mumford, 1979: 140).

Si algo caracteriza precisamente a las ciudades barrocas es la invención de una capital legitimada en la centralidad jerárquica, en la ordenación de los espacios y la uniformidad urbana. Aunque la capital no es propiamente el poder político es, en todo caso, un ente abstracto que representa al Estado y a toda la nación, es de todos y de nadie (Chueca, 2001: 168).

Al centrarse la operación política y también económica en la capital, consigue que ésta crezca y se desarrolle a un ritmo desigual en comparación con las demás ciudades, las cuales pasan a “ocupar un lugar secundario ante su fuerza centralizadora y ante su capacidad de atraer a la población, que va a ocasionar rápidos y espectaculares crecimientos demográficos” (Checa y Morán, 1994: 144).

Además del centralismo, es posible señalar otros aspectos que caracterizan al urbanismo barroco europeo. El destacado urbanista Pierre Lavedan (1959) sugiere los siguientes: la perspectiva monumental, la línea recta y la uniformidad. Sin embargo, como se dijo anteriormente, los problemas centrales para las ciudades hispanoamericanas de los siglos XVII y XVIII, siglos en los que el barroco europeo estaba en su esplendor, no consistieron en llevar a cabo grandes proyectos transformadores del espacio urbano: la problemática americana no era abrir anchas calles que uniesen monumentos significativos como en Roma, ni ahuecar tejidos urbanos compactos para abrir plazas nuevas como en Valladolid, Córdoba o Madrid” (Nicolini, 2001: 1085). Antes bien, se tenía como una meta principal concluir con la edificación de las trazas de las ciudades fundadas en el siglo XVI; se discutía cómo concretar esos proyectos fundacionales. Todavía hacia mediados del siglo XVII el paisaje de los territorios novohispanos, y particularmente mexicanos, no eran urbanos sino principalmente rurales: la homogeneidad de un espacio y paisaje urbano no se comenzó a consolidar sino hacia la segunda mitad del siglo XVIII, al final del periodo barroco (Nicolini, 2001: 1095).

No hubo una transformación radical en el paisaje urbano para determinar la impronta del urbanismo barroco, en cambio sí se constituyó paulatinamente un “arte de ciudad” barroco (Pino, 1987: 124), principalmente notable en las fachadas de los edificios.

El enriquecimiento de los edificios con el nuevo estilo barroco en sus fachadas, la transformación del paisaje urbano de la ciudad, la preponderancia de las actividades en las plazas, las calles y en general los espacios comunes y públicos, transformaron la ciudad homogénea fundada hacia el siglo XVI.

Difícilmente podemos hablar de una transformación radical de la configuración urbana de las ciudades hispanoamericanas durante los siglos XVII y XVIII, y sobre todo en Puebla, pero sí hay un carácter renovador del paisaje urbano y un coqueteo de lo barroco en la arquitectura. Estos cambios se dejaron ver en una variante apropiada: en el caso de las fachadas de las iglesias fue la portada retablo, cuya estructura de calles y pisos reitera la composición del retablo en madera del altar al interior de la iglesia (Nicolini, 2001). Los atrios de las iglesias mexicanas, que no son otra cosa que antepatios de las iglesias, que tenían como función aglutinar a los indígenas paganos (que eran demasiados) y de ese modo se les instruyera de la nueva doctrina religiosa católica. Otra particularidad es la de las capillas abiertas que debían su origen a una concepción pragmática a la forma de vivir de los indios en contacto con la naturaleza (Borngässer, 2004: 121).

Si comparamos las ciudades hispanoamericanas de los siglos XVII y XVIII, aún con sus trazos cuadriculares, con las ciudades barrocas europeas de la misma época, se constará que existe poca relación entre ellas en cuanto a la distribución espacial, pues mientras en estas últimas eran característicos los grandes ejes convergentes que desembocaban en grandes monumentos construidos para resaltar el poder del monarca, lo barroco desarrollado en las ciudades de América se encuentra en su paisaje urbano, en la funcionalidad representativa de las plazas mayores que se asemejan ligeramente a las enormes plazas europeas; se trata del modo en que se lleva a cabo la apropiación de un espacio y en el

[…] uso que se hizo de la estructura en cuadrícula, en las actividades de sus habitantes, en las funciones urbanas, donde se percibe el fundamento barroco de la cultura hispanoamericana en los siglos XVII y XVIII. Añadimos que esa vida barroca dejó sus huellas en la forma urbana; escasamente en la estructura urbana pero sí en el paisaje urbano mediante las portadas, los balcones, las torres y hasta en los aderezos efímeros de las fiestas (Nicolini, 2001: 1087).

Las ciudades hispanoamericanas se apropian de lo barroco a partir de los elementos de los trazos urbanos existentes, pero confiriéndoles un uso distinto. Lo más cercano al urbanismo barroco, destaca Nicolini (2001), se encuentra en su Plaza Mayor que sirvió como la composición espacial y monumental más notable de la ciudad. La idea de representación, característica del periodo barroco, aparece en los espacios públicos de las ciudades hispanoamericanas; se hace evidente en las representaciones de los arcos triunfales llenos de alegorías y simbolismos, en los altares procesionales donde se veía la idiosincrasia cultural indígena y española, así como en los adornos de las calles, en los balcones adornados y, finalmente, en los espacios de las iglesias transformados en “un espectáculo barroco por medio del equipamiento de retablos, púlpitos y pinturas, la ciudad cuadricular de la cotidianeidad se vive barroca en ocasión de la fiesta” (Nicolini, 2001: 1094).

¿De estos elementos que se han presentado sobre algunas características generales del urbanismo barroco europeo, qué elementos encontramos en nuestras ciudades novohispanas que nos lleven a pensar que el barroco tuvo lugar de alguno u otro modo? Como esbozamos en el primer apartado, las ciudades novohispanas del siglo XVI se consolidaron bajo el proyecto urbanístico del trazado en damero. Durante ese siglo y hasta mediados del XVII, en las ciudades novohispanas, particularmente en las mexicanas, era imposible llevar a cabo un proyecto urbanístico nuevo. Las ciudades estaban bien establecidas y crecían cada vez más, por lo que trazar nuevamente grandes avenidas como ejes que atravesaran la ciudad de lado a lado era prácticamente imposible, así como insuficientes los elementos para poder construir monumentos al modo europeo.

4. Una propuesta para pensar la ciudad de Puebla en su reconfiguración urbana desde la filosofía

La ciudad no puede comprenderse únicamente como un espacio delimitado geográficamente, aunque tampoco puede definirse a partir de sus características relacionadas con su densidad poblacional y sus funciones administrativas, como normalmente se intenta definir desde el urbanismo. Esta definición impide mirar la complejidad y los estratos espaciales que definen una ciudad. La ciudad es el espacio inherente donde se desarrollan las disputas, económicas, políticas y sociales en determinados periodos históricos; la ciudad es el espacio que garantiza esas relaciones pero es al mismo tiempo el resultado de sus dinámicas. Para comprender mejor esta idea situaremos nuestro análisis de la ciudad de Puebla que aquí hemos realizado, en una teoría que nos permita comprender la ciudad desde criterios filosóficos y categorías de espacio.

Se propone pensar entonces la ciudad desde la teoría crítica espacial o teoría urbana crítica, una teoría derivada del giro espacial (spatial turn) del siglo XX. Brevemente diremos que el giro espacial señala un conjunto de propuestas sobre el espacio y la espacialidad que emergen entre las décadas de 1970 a 1980, en particular en Francia con el diálogo filosófico que mantienen sobre el “espacio crítico” las obras de Henri Lefebvre (2013)), Paul Virilio (1999; 2006) y Michel de Certeau (1999; 2000), y en la nueva geografía o geografía crítica en la obra Espacios del capital: hacia una geografía crítica de David Harvey (2007), Stephen Graham (2004; 2011), Doreen Massey (2005) y Eyal Weizman (2010).

Pero la teoría urbana crítica tiene entre sus mayores representantes al filósofo marxista Henri Lefebvre. La concepción del espacio de Lefebvre se enfrenta a la tradición filosófica cuyas propuestas radicaban en la fetichización del espacio como espacio abstracto o como “cosa”, como una categoría a priori, contra un espacio matemático o un espacio poético, es decir, contra el espacio de la homogeneidad: “los espacios del hábitat, del trabajo, del ocio, los espacios deportivos, los espacios turísticos, los espacios de la astronáutica, etc.” (Lefebvre, 2013: 146), espacios desarticulados por las formas sociales que los integran y yuxtaponen; pensar así el espacio fragmentado en sus últimas consecuencias nos lleva a pensar al espacio vacío, sin objetos, y otras veces a pensar los objetos sin espacio.

Esta fetichización del espacio daba como resultado una forma de instrumentalización del espacio que permite la sobrevivencia del capitalismo y la reproducción del capitalismo en las relaciones sociales en y a través de la forma urbana (Charnock, 2018: 1452). Lefebvre revela que el capitalismo produce su propio espacio (urbano) y, al hacerlo, crea las condiciones permisivas para la reproducción de la totalidad del capitalismo como sistema económico basado en la explotación (de recursos naturales, de los individuos y de las relaciones sociales) (Charnock, 2018: 1456).

Así, la propuesta principal tanto de Lefebvre como de la teoría urbana crítica permite enfatizar que los espacios urbanos se encuentran siempre en disputa; el espacio no está determinado y es el resultado de esos conflictos sociales, de procesos disruptivos de construcción y destrucción de acuerdo a determinados procesos sociohistóricos; en suma, la teoría urbana crítica hace énfasis en el espacio y “subraya su continua (re)construcción como emplazamiento, medio y resultado de relaciones sociales de poder históricamente específicas” (Brenner, 2009: 198).

Concebir la ciudad mediante criterios espaciales y bajo términos de conflictos (comprendiendo aquí no únicamente el roce y la violencia social sino los conflictos políticos, los conflictos de poder y los conflictos vinculados a aspectos económicos) posibilita analizar la situación actual de la ciudad de Puebla, de su reconfiguración territorial y urbana que implican la destrucción del patrimonio histórico, es decir, el ocultamiento de un pasado histórico significativo para la sociedad.

Actualmente se han estudiado desde la perspectiva de esta teoría urbana crítica, aspectos de renovación urbana impulsados por el capitalismo —proyectos que tienen lugar en los contextos global y local—, muchos de los cuales han dado pauta a los procesos de gentrificación (Glass, 1964; Smith, 2012). Estos movimientos de destrucción creativa del proceso de urbanización capitalista continúa avanzando a escala mundial y en espacios específicos de ciertas ciudades entre las que se encuentra Puebla, creando grandes desigualdades económico-políticas (Harvey, 2007), pero también destruyendo gran parte de un patrimonio histórico y de carácter identitario para las ciudades.

El análisis de la ciudad desde estos criterios espaciales sugiere comprender la ciudad como el espacio en el que se extiende el capitalismo más allá de los centros de explotación al interior de las fábricas. Las ciudades, y más aún, su configuración urbana, articulan una dinámica de reproducción del capitalismo que permite su supervivencia en las esferas sociales. La forma urbana no es entonces, únicamente una reconfiguración territorial sino que

La forma urbana totaliza todo el trabajo y el espacio en particular en una relación interna y ‘centralizadora’: ‘montones de objetos y productos en almacenes, montones de fruta en el mercado, multitudes, peatones, bienes de diversos tipos, yuxtapuestos, superpuestos, acumulados […]” (Charnock, 2018: 1456).

Desde estos criterios espaciales podemos evidenciar cuáles son y han sido esos procesos de reconstrucción urbana efectuados en la ciudad de Puebla y pensar si actualmente la forma urbana de la ciudad determina el carácter de un proyecto civilizatorio y económico específico. En este trabajo hemos hecho una breve revisión histórica de cómo se conforma la ciudad de Puebla a partir del proceso de colonización, cómo la traza urbana en damero significó la primera forma de racionalización espacial con un carácter homogéneo que buscaba dar sentido al proyecto colonial de instaurar ciudades ordenadas. Luego, un proceso de reconfiguración menos radical en los siglos XVII y XVIII en un periodo determinado como barroco. La ciudad es entonces el resultado de esas reconfiguraciones urbanas, pero es preciso preguntarse, más allá de las determinaciones urbanas y los análisis territoriales: ¿es la ciudad de Puebla y su forma urbana una vía de instrumentalización de un proyecto económico específico?

5. El ethos barroco como propuesta

La conquista de América fue un acontecimiento decisivo, aunque no abiertamente reconocido, que propició el desarrollo económico e impulsó lo que comprendemos como modernidad. A partir de la conquista, América ha contribuido con la explotación de sus recursos naturales y de la mano de obra de sus habitantes, así como al desarrollo del capitalismo como sistema de producción. El proceso civilizatorio de una España imperial y cristiana de aquella época representó la erradicación de formas culturales, institucionales y arquitectónicas precolombinas, mediante la imposición de un proyecto civilizatorio violento para instaurar un orden occidental y moderno (Subirats, 1995; 2014), que resultó ser “central en la edificación de la era capitalista” (Rama, 2002: 2-3). Es quizás de ahí donde debemos partir para pensar de qué es heredera la forma urbana de Puebla en nuestros días.

La modernidad y el capitalismo son dos hechos inseparables y fundamentales para un proyecto civilizatorio en Occidente. Parece que, tal y como afirma Bolívar Echeverría, sin modernidad la civilización en cuanto tal se ha vuelto inconsistente, debido a la estrecha relación de la modernidad con el sistema capitalista que la acompaña, dos hechos aparentemente inseparables en el sentido de que se originaron bajo los mismos presupuestos. Y por medio del barroco se intentó proyectar esa modernidad en América. El fracaso de instaurar un barroco, por llamarlo de algún modo “puro”, o europeo en América no quiere decir, en primera instancia, que no exista un barroco latinoamericano.

Tovar de Teresa (2004), se lamenta que frente a la riqueza del arte barroco se haya optado en distintos periodos de la historia de México, por ejemplo, durante el periodo neoclásico y el porfirismo, por ocultar, suprimir y destruir lo que se constituyó como arte característico que logró integrar las diferencias étnicas, sociales y políticas y desarrolló sus propias formas bajo un arte denominado barroco.

El empeño de Tovar de Teresa consiste en mostrar que en México el arte y las ciudades sufren constantes procesos de transformación, pero es una necesidad colectiva comprender, valorar y rescatar las formas de arte que se han desarrollado históricamente en nuestro país. Aunque, con un sentido fatalista, el propio autor considera que la destrucción del arte prevalecerá en nuestro país durante generaciones, porque “todavía hay mucho que destruir”.

Su crítica radica en el hecho de que las ciudades contemporáneas, desde la invención del automóvil como medio de transporte privilegiado y propulsor del desarrollo económico, ha alterado la morfología de las ciudades. La reconfiguración y ampliación de avenidas existentes y la construcción de nuevas carreteras para el tránsito vehicular se ha constituido en la prioridad, aunque ello signifique destruir los asentamientos y formas de vida: “El progreso consiste en la tarea de facilitar a cualquier costa el tránsito de vehículos” (Tovar de Teresa, 2004: 35).

El caso de Puebla es ejemplar para comprender el proceso de destrucción y construcción de los entornos urbanos, sustentado en una mentalidad generalizada e institucionalizada, por demás banal de que modernidad equivale a urbanizar (destruyendo precisamente a la ciudad ya construida). Un claro ejemplo está en la constante alteración del entorno arquitectónico de la pirámide de Cholula, de su explanada sobre la cual desde el año 2014 se llevó a cabo, pese a la resistencia de los habitantes cholultecas, un proyecto de “dignificación” que consistía en la construcción de un tren turístico, un complejo comercial y planchas de concreto bajo las cuales se enterraron los vestigios, aun inexplorados de la antigua pirámide. Otro hecho lo constata la expansión urbana de la ciudad capital de Puebla que paulatinamente arrasa entornos rurales a su alrededor, sometiéndolos a nuevas dinámicas urbanas que sólo empobrecen y marginan a sus habitantes, como constatan los estudios de la investigadora Elsa Patiño (2004):

Por otro lado, el ser poblanos por la creación de una ciudad […] ha generado una ilusión restrictiva que hace pensar que la ciudad es por sí misma progreso. La ciudad como origen de nuestra poblanidad ha creado una cortina de humo que nos desliga mentalmente de lo que por varios siglos fue el sustento de la ciudad y que no es otro que nuestro entorno rural. Por ello no es raro toparnos, en casi todos los discursos referidos al territorio poblano, con afirmaciones sobre el paso de la población de un modo de vida rural-tradicional a un modo de vida urbano-moderno, para hacer ver que la población ha mejorado en sus condiciones de vida aunque en la ciudad reproduzca su precariedad rural o que de plano mantenga todas las características de su vida rural porque se trata de localidades rurales que han sido absorbidas por la expansión de la ciudad y su modo de vida sea, más bien, urbano-tradicional (pp. 132-133).

En este caso, la modernidad se constituye como un proyecto hostil que busca reconfigurar las ciudades, sus dinámicas sociales y políticas, así como proveer una desvinculación con los entornos rurales, naturales y la memoria histórica que soporta esa existencia. El costo de la modernidad es siempre la marginación, el desprecio, el olvido y la supresión del pasado.

Bolívar Echeverría (1998) considera viable la actualidad del barroco como ethos frente al capitalismo, como una estrategia para hacer visible la actualización capitalista de las posibilidades abiertas por la modernidad, como una nueva alternativa radical de orden político frente al capitalismo y como una forma de manifestar “en el plano profundo de la vida cultural la incongruencia de esta modernidad, la posibilidad y la urgencia de una modernidad alternativa” (p. 15).

El carácter fundacional imperial y cristiano de nuestras ciudades, al igual que el capitalismo, ha logrado sobrevivir pese y a favor de las contradicciones. El capitalismo, como proyecto económico, se ha convertido en un esquema operativo capaz de adaptarse a cualquier sustancia cultural, dueño de una vigencia y una efectividad histórica aparentemente incuestionable (Echeverría, 1998). Todo parece derivar en esa paradoja en la que la modernidad no puede dejar de crear lo que pretende erradicar, todo indica que “su fracaso es su razón de ser, sus residuos su aliento” (Mendiola, 2001: 213).

La propuesta sugerida por Bolívar Echeverría en relación con un análisis desde la teoría urbana crítica nos permite comprender que la ciudad en su forma urbana es el espacio de los conflictos y las disputas de un proyecto capitalista y moderno. Concebir la ciudad de esta forma nos faculta a comprenderla en sus estratos espaciales, los del espacio público, el espacio privado, el espacio de las interacciones con formas no urbanas pero que igualmente forman parte de la vida activa de esta ciudad, y a su vez concede comprender la ciudad en sus estratos históricos que no son visibles pero que son parte de la identidad de esta ciudad.

Un estudio realizado en este contexto local por Reynoso (2018) indica que la ciudad visible en nuestro horizonte actual —esa ciudad edificada— es también el resultado de estratos invisibles, en el subsuelo que también forman parte del patrimonio histórico, de formas sociales, culturales e históricas que han quedado enterradas y que es preciso estudiar. La misma autora propone comprender el subsuelo como un patrimonio histórico-cultural, como un bien de interés público por contener evidencias naturales y culturales del pasado de la ciudad, por lo que debe ser investigado y protegido (Reynoso, 2018). De modo que el patrimonio de una ciudad, específicamente de la ciudad de Puebla, no se encuentra únicamente en su entorno construido sino en el subsuelo, en ese otro estrato espacial del pasado a partir del cual se reconfigura el presente.

Consideraciones finales

Frente a la postura de Echeverría habría que puntualizar dos cosas: si bien es cierto que la explotación de los recursos naturales y la mano de obra mexicana promovió desde la conquista el enriquecimiento del imperio español y de Europa y con ello propició fuertemente el desarrollo de una modernidad capitalista, ello no significa que seamos modernos ni mucho menos capitalistas. Hay una pretendida modernidad que no se consolida en nuestro continente, que no termina de cuajar, y tal situación se debe a que somos profundamente coloniales y marginales del mundo. Si América Latina en lo general, y en lo particular las ciudades mexicanas como Puebla se caracterizan por algo, es precisamente porque son, antes que barrocas y modernas, profundamente coloniales. Hecho que, como hemos analizado, aún persiste y podemos constatar en su trazado urbano, pero también en su profunda negación de un pasado del cual incluso hoy sabemos muy poco. La propuesta en torno a un ethos barroco evidencia las prácticas capitalistas y cómo ellas se han impregnado en nuestra identidad, cómo ellas prevalecen en la forma urbana de nuestras ciudades actuales.

Sería pertinente, por lo tanto, avanzar en nuestra deconstrucción de lo colonial para ver los alcances de la resistencia de los aspectos coloniales y capitalistas que sobreviven en nuestra cultura a través de sus adaptaciones a los nuevos tiempos. Hoy en día se asumen los presupuestos de pensar que modernidad es sinónimo de urbanizar y expandir la ciudad a los entornos rurales, logrando con ello únicamente la marginación y la aspiración a una falsa modernidad. Así como las ciudades barrocas consolidaron una capital política que concentraba el poder político y económico, generando con ello la marginación a su alrededor, actualmente es necesario ubicar en dónde se encuentran esos nuevos centros culturales, económicos y políticos que antes se aglomeraban en el centro histórico pero que hoy parecen trasladarse de modo más sutil a distintos espacios de la ciudades, creando nuevos centros políticos de acumulación del capital y de la administración de las instituciones políticas. La aceptación de esta tesis implicará afirmar que si existen diversos centros o capitales existen al mismo tiempo diversas periferias y suburbios que se constituyen en distintos modos de exclusión espaciales. Sin embargo, no puede atribuirse el origen de las desigualdades existentes en las ciudades contemporáneas únicamente al proyecto colonial de las que son herederas.

Agradecimientos

Agradecemos a Dominique Bertolotti la traducción del resumen al francés.

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Notes

[1] También conocido como trazado en damero o trazado hipodámico, en alusión a Hipodamo de Mileto, también llamado padre de la planificación urbana, dicho trazado tuvo una extensa aplicación en el diseño de las ciudades griegas del siglo V a.e.c.

[2] Sobre los múltiples sentidos de orden que hay en este pasaje, Guillermo Serés incluye el de orden en sentido moral: “Porque ya los primeros teóricos de la traza de la ciudad novohispana (México y el resto) quisieron que, además de la urbanística, la ciudad alcanzase una excelsitud ‘moral’ por su significativa estructura, por la funcional concordia de sus partes, por la armonía del reparto de funciones, o por la paz ordenada, o sea, por la tranquilitas ordinis, mediatamente agustiniana. Un trazado urbanístico que reflejase el concepto de policía y orden, en tanto que se ideó una disposición simétrica con una serie de calles rectas que salían de una plaza central, dotada de una iglesia, un Ayuntamiento y la picota que representaban los tres componentes fundamentales de la policía” (Serés, 2017: 149-150).

[3] Se recomienda la lectura de un estudio reciente con rigurosa documentación histórica sobre las dinámicas de migración en las ciudades coloniales, principalmente en Puebla, la conformación de los asentamientos indígenas más importantes y su cuasi independencia de la traza española durante los siglos XVII y XVIII (Loreto y Luna, 2017: 49-64).


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