Introducción
Desde su título, esta reflexión comienza por una mención indirecta a la obra de Greimas (1990); me refiero a De la imperfección. Esta sola mención basta para sugerir de qué manera la forma puede pasar de la perfección a la imperfección: por la mediación de la sensibilidad y de la estesia, que es el motivo central de la obra de Greimas, y que se encuentra también en el centro de la mayoría de los debates. Mediación que en ocasiones es recusada y, en otras, reivindicada en la historia de las concepciones de la forma, por lo menos en la tradición filosófica europea. Pero la pregunta que trato de plantear, circunscribir y desarrollar aquí, no se limita a la mediación sensible, sino que, además, y sobre todo, involucra la orientación que ha seguido la transformación de la semiótica. Constituida según los principios del estructuralismo, la semiótica de Greimas empieza por una concepción de la estructura que aunque no siempre se asemeja a una “forma perfecta”, sí se asimila, en todo caso y tanto como sea posible, a una “buena forma”, para prolongarse y terminar (en el recorrido de Greimas) por la búsqueda de la imperfección.
Si asumimos que los topoï argumentativos deberían orientar a la vez nuestras interpretaciones y nuestras conductas, es evidente que, en este caso, el topos según el cual más valdría ser perfecto que imperfecto no se cumple. Nos esforzaremos, pues, en comprender cómo y por qué, cuando creemos poseer la significación de una forma perfecta, podemos ser inducidos a emprender una búsqueda de la imperfección. No se trata, entonces, de reconstituir el camino historiográfico de la semiótica estructural, menos el del propio Algirdas Julien Greimas, sino de comprender por qué la forma debe ser imperfecta para producir efectos de sentido que inciten a una construcción de la significación.
Es cierto, como lo recuerdan los editores de este volumen de Tópicos del Seminario, que la noción de forma ha sufrido muchos avatares y que si se la llega a mencionar en los trabajos semióticos, no es suficiente para identificar su significación. En la época del estructuralismo se tendía a la hipóstasis: la forma y el sistema se confundían, y siendo que se consideraba al sistema como, en cierto modo, una invariante inmutable, a pesar de las advertencias de Saussure (2004) y de Hjelmslev, quienes, cada uno a su manera, habían insistido en el cambio sistémico, la forma también era considerada como inmutable. Según se verá, la noción de forma ha evolucionado en gran medida, en particular porque la atención se ha desviado progresivamente del resultado (el “sistema”) hacia el proceso de apercepción y de análisis que conduce a la forma. Ésta es la orientación de la reflexión que presentaremos: desplazar la “forma”, de la epistemología hacia la metodología; la forma es indisociable del procedimiento de análisis y de las condiciones de su aprehensión, y de ahí deriva directamente su modo de existencia epistemológico.
1. La forma ideada1 e ideal
1.1. Esbozos filosóficos
Desde los inicios de la filosofía occidental, la forma ha sido definida como una idealidad. Para los filósofos presocráticos, la forma pertenece al dominio del ser, mientras que la percepción y la sensibilidad pertenecen al de la existencia, en la extensión material, espacial y temporal. Para Platón, las formas inteligibles son entidades inmutables y universales, esencias, de las que el mundo sensible sólo es la imagen reflejada y cambiante. Debido a que estas formas no son accesibles mediante los sentidos, sino únicamente por el espíritu, son, pues, “ideas” (ἰδέα, idea). Por el contrario, la materia, y en especial la materia sensible, sólo puede conocerse a través de la mediación de la forma ideada. No puede más que imitar de manera imperfecta estos modelos perfectos: la imperfección es identificada, pero no es la de la forma. A propósito de la ciudad (“Estado”), Platón (2008) precisa el papel indicial de la denominación:
—Comprendo: hablas del Estado cuya fundación acabamos de describir, y que se halla sólo en las palabras, ya que no creo que exista en ningún lugar de la tierra.
—Pero tal vez resida en el cielo un paradigma para quien quiera verlo y, tras verlo, fundar un Estado en su interior (República, cap. IX, 592b) […]
—[…] Pues creo que acostumbrábamos a postular una Idea única para cada multiplicidad de cosas a las que damos el mismo nombre (República X, 596a).
La forma sería, en este sentido (como lo indica la noción de “modelo”), no únicamente una idea, sino, debido a sus realizaciones concretas y sensibles, un prototipo ideal, acogido en un “nombre” que es perfecto, justamente, porque sólo es el nombre de una entidad virtual. Es evidente que la forma escapa a la experiencia, no es accesible a una indagación empírica, y, cuando más, proporciona un modelo de referencia que es susceptible de guiar la experiencia o la indagación. La forma da acceso al conocimiento, pues no hay conocimiento posible más que por el hecho de que la percepción y la significación de la materia sensible se sustentan sobre las formas ideadas de las cuales son el modelo. Aún no llegamos a la concepción según la cual sería el proceso de conocimiento el que produciría la forma.
Aristóteles es más explícito sobre el papel de la forma. Recordemos con Greimas y Courtés (1990) el origen aristotélico de la noción de “forma” tal como la utilizamos actualmente, pero en una formulación que no pone de manifiesto el avance aristotélico, con relación a la concepción platónica:
[…] la noción de forma ha heredado de la tradición aristotélica un lugar eminente en la teoría del conocimiento: opuesta a materia —que ‘informa’, a la vez que ‘forma’, el objeto cognoscible—, la forma es lo que garantiza su permanencia e identidad. En esta acepción fundamental, la forma está próxima a nuestra concepción de estructura (gestalt) (Greimas y Courtés, 1990: 182, entrada “Forma” ).
Más precisamente, Aristóteles define la forma como una de las cuatro causas de la existencia en su teoría del conocimiento, siendo las causas en cuestión cuatro maneras de explicar la existencia de cualquier cosa. Recordemos que los cuatro tipos de causas son: (i) la causa material (la materia que constituye una cosa), (ii) la causa formal (la esencia de dicha cosa), (iii) la causa motriz o eficiente, causa del cambio (lo que produce, destruye o modifica la cosa), y (iv) la causa final (aquello “en vista de lo cual” está hecha la cosa). Así, la causa material de un recipiente es la cerámica o el metal de que está hecho; su esencia, su morfología adaptada a su papel de contenedor de alimentos o bebidas; su causa motriz, el procedimiento de su fabricación; y, su causa final, el conjunto de sus usos.
En resumen, las cuatro causas de Aristóteles constituirían un buen programa para una teoría del diseño, pues circunscriben no sólo las condiciones de existencia de una entidad sensible, sino más específicamente cada uno de los puntos de vista que podemos adoptar en cuanto a esa entidad, cada uno de los cuales puede ser desarrollado como un modo de existencia correlacionado a los otros tres. Se nos perdonará esta pequeña extrapolación: si la forma es un punto de vista sobre las condiciones de existencia de cualquier entidad, entonces sería necesariamente el complemento de los demás puntos de vista, y no estaría en una posición dominante de perfección. En efecto, Aristóteles no plantea la forma como una entidad destacable e intangible, sino como el efecto de un punto de vista en el proceso que conduce a la existencia de una entidad, entre otros puntos de vista. Aún no llegamos a los puntos de vista adoptados por el análisis, sin embargo, ya estamos en los puntos adoptados con relación a un proceso existencial subyacente, que valdrán posteriormente como “causas” y explicaciones de esta existencia. Así pues, pareciera que incluso para Aristóteles, la forma no era considerada como ya dada, sino como “por construirse” o por reconstruirse en las operaciones de conocimiento.
Este acercamiento a través del proceso y las causas tiene consecuencias en la relación entre la forma, la materia y el mundo sensible. Ciertamente, al igual que en Platón, la forma ordena la materia de los existentes, caracteriza su esencia y su principio de unidad, y funda la posibilidad de su significación. Pero la perspectiva aristotélica no implica la perfección y la imperfección, ya que sólo una abstracción intelectual (un acto de conocimiento) puede disociar la materia y la forma: en la experiencia sensible, la forma y la materia son inseparables e interdependientes. Dicho con otras palabras, ¡la forma está contaminada! De ahí la distinción propuesta por Aristóteles, para salvar de la imperfección sensible al menos una parte de las formas, entre seres materiales e inmateriales:
Todos los objetos compuestos, que tienen forma y materia, lo chato, el círculo de bronce, se resuelven en sus partes, y la materia es una de estas partes. Pero todos aquellos seres, en cuya composición no entra la materia, todos los seres inmateriales, como, por ejemplo, la forma considerada en sí misma, no pueden absolutamente resolverse en sus partes, o se resuelven de otra manera [ella es eterna o bien deja de existir] (Aristóteles, 2001: 161).
El único privilegio de la causa formal, paradójicamente, es el hecho de ser la causa más inaccesible, menos directamente cognoscible, siendo que es necesario primero, según Aristóteles, haber establecido las otras tres (materia, transformaciones, usos) para poder pronunciarse sobre la esencia y la forma. Si, por ejemplo, nos centramos en la causa material, también encontramos en Aristóteles el “poder” (la energía asociada a la materia) que participa en la “toma de forma” de los existentes. Si por el contrario nos enfocamos en la causa eficiente (o motriz), encontramos entonces las posibilidades de variación, de inestabilidad y de estabilización de las que la forma surgirá como un estado reconocible en medio de todos los otros estados, menos reconocibles.
No hallamos, pues, en Aristóteles, argumento constante a favor de una posición original de la forma, sino más bien una concepción que se asemejaría a la emergencia de un horizonte inteligible en un mundo en movimiento. Este movimiento de las formas es el producto de la energía asociada a la materia y de la fuerza del cambio que se le aplica: desplazamiento, metamorfosis, generación, corrupción, etc.
En esta gran separación entre dos concepciones de la forma, Kant se ubicaría más bien del lado de Platón, ya que según él, las “formas” son propiedades del conocimiento, de las idealidades y de las leyes que el pensamiento impone a la materia (o al contenido) del conocimiento. Hay, pues, para Kant (1985), formas de la sensibilidad y de la intuición (en particular el espacio y el tiempo), formas del entendimiento (las categorías), formas de la razón (las ideas), etc. Pero, en otro sentido, él desplaza considerablemente el problema, al hacer de la forma una propiedad del conocimiento y no una propiedad aislable e hipostasiada de los objetos por conocer, mientras que Platón hacía de la forma un modelo ideado asegurando la mediación entre el conocimiento y el mundo del ser.
1.2. La gestalt
Para completar este preámbulo es necesario un examen, aunque sea rápido, de la concepción de la forma que es la más cercana a la concepción estructural: la de la teoría de la gestalt. De inspiración psicológica, esta teoría de la forma declina las “leyes” que participan en la formación de las gestalten: la continuidad, que hace percibir series homogéneas incluso entre figuras discontinuas; la proximidad y la familiaridad, que caracterizan zonas prioritarias donde realizar las asociaciones entre las partes; la similitud, que ejerce su presión incluso a distancia, incitando a agrupar los “mismos”; la convergencia, que motiva a los reagrupamientos de entidades aparentemente heterogéneas, etc. Cada una de estas leyes corresponde a una presión que se ejerce a favor de acercamientos, reagrupamientos y conexiones entre partes que son susceptibles de completarse, fusionarse, encajarse o encadenarse.
Desde un punto de vista semiótico, la primera pregunta es la de las relaciones elementales entre tales partes: ¿pertenecen a las mismas o a otras? Podemos confirmar que en la teoría de la gestalt, ambos tipos de relaciones intervienen: las mismas que se agrupan para fusionar o repetirse, las otras que se asocian para dar lugar a conjuntos en los que dominan la complementariedad, la convergencia y/o la congruencia. Luego surge otra pregunta: ¿de qué naturaleza es el vínculo entre estas partes? Entonces, se pueden distinguir dos tipos de vínculos: vínculos totalizantes (el ensamble de entidades-partes constituye una entidad de rango superior, la totalidad), y vínculos fluyentes-cursivos (el ensamble de entidades-partes da lugar a flujos regulados, a cursos de existencia).
A sabiendas que el conjunto de los elementos por reunir es de naturaleza sensible (son percepciones, que se apoyan en sensaciones) y que las “leyes” de la gestalt se manifiestan como presiones que se ejercen sobre estas percepciones-sensaciones, una tercera pregunta se impone: ¿Cuál es la naturaleza de estas presiones? La teoría de la gestalt avanza una respuesta que todos conocemos: se trata globalmente de la presión ejercida por la “buena forma”. La ley de la buena forma es, en efecto, la ley principal sobre la que se apoyan todas las demás: bajo el efecto de dicha ley, un conjunto de partes tiende, en primer lugar, a ser percibido como una forma simple, estable, inmediatamente reconocible, la “buena” forma. Sin duda, este resumen es un poco superficial, pero presenta la ventaja de poner de manifiesto la circularidad del razonamiento: si todas las presiones particulares (las leyes anteriores) conducen al reconocimiento de una forma, es porque esta forma es “buena”, y si esta forma es “buena”, es porque todas las presiones convergen. Por ende, hay, en efecto, una presión de convergencia que conduce a la forma, pero el calificativo “buena” no indica una propiedad de la forma misma: sólo indica el final feliz de esta “convergencia” de presiones en el proceso de producción de la forma.
De hecho, aquí falta un elemento esencial: la “buena forma” es mucho más que la resultante de todas las presiones particulares provenientes de distintas “leyes” de la gestalt. En efecto, estas presiones se ejercen entre sensaciones-percepciones para agruparlas y asociarlas. Pero no inventan nada más que lo que recogen en el acto de percepción. Por el contrario, la gestalt inventa o reconoce algo totalmente diferente: una forma globalmente reconocible, replicable en su identidad misma, y a menudo ya estabilizada por los aprendizajes, los hábitos y los usos. En suma, se diría, desde un punto de vista semiótico, el producto de un proceso de iconización. La iconización puede ser anterior, en curso o a futuro; poco importa, ella actualiza una forma significante, la posibilidad de la construcción de una significación a partir de elementos cuya yuxtaposición no lo permitía. La convergencia de las presiones es, pues, una descripción incompleta, a la que es necesario agregar el proceso de iconización. Resumiendo, si la forma es “buena”, es porque está lista para significar.
En este caso, la forma es una semiosis, al menos potencialmente. Más allá de las presiones de la convergencia gestáltica, es identificada, reconocida o imaginada, porque la organización de un plano de la expresión, así sea deficiente, encuentra a modo de hipótesis la de un plano del contenido que estabilizará el anterior. Estamos, pues, lejos de una forma “ideada” o “ideal”. Podría ser “ideada”, si consideramos que el significado que completa y estabiliza el significante es de naturaleza abstracta y conceptual. Pero de ninguna manera “ideal”, pues, por definición, una semiosis es una realización concreta de la cual podemos tener la experiencia sensible, y que resulta de una enunciación. Tal como la forma aristotélica, la forma de la gestalt no domina el mundo sensible, lo estructura desde adentro, es un efecto de las fuerzas y de los equilibrios de fuerzas que lo animan. Así como en Aristóteles, la forma gestáltica hace existir una entidad, y, más allá de Aristóteles, ella la realiza y la da a experimentar, pues está relacionada con el proceso del conocimiento.
La “buena forma” no es, pues, perfecta, genérica y abstracta: permite captar particularidades, especificidades y hasta individualidades. La buena forma comparte el mismo tipo de imperfección que la estesia greimasiana: se apoya sobre la incompletud o la imprecisión de la percepción, para abrirse sobre otro mundo u otro modo de interpretación del mundo, bajo la presión de una espera holística, desencadenada por una percepción y/o una afección [affect] particularmente sobresalientes e intensos.
2. Intermedio subjetal y existencial
En una escena extraída de El ser y la nada, Sartre agrega a la construcción precedente otra dimensión: el fondo sobre el cual la forma se destaca. Y precisa incluso el vector de esa relación y de aquello que sobresale: las fluctuaciones de la atención perceptiva.
Tengo cita con Pedro a las cuatro. Llego con un cuarto de hora de retraso; Pedro es siempre puntual: ¿me habrá esperado? Miro el salón, a los parroquianos y digo: “No está aquí”. […] “En seguida vi que no estaba” […].
Es cierto que el café, por sí mismo, con sus parroquianos, sus mesas, sus butacas, sus vasos, su luz, su atmósfera fumosa y los ruidos de voces, de platillos entrechocándose, de pasos que lo colman, es una plenitud de ser. Y todas las intuiciones de detalle que puedo tener están plenas de esos olores, colores […]. Pero es menester observar que, en la percepción, se da siempre la constitución de una forma sobre un fondo. Ningún objeto, ningún grupo de objetos está especialmente designado para organizarse en fondo o en forma: todo depende de la dirección de mi atención. Cuando entro en ese café para buscar a Pedro, todos los objetos del café asumen una organización sintética de fondo sobre el cual Pedro está dado como debiendo aparecer. Cada elemento de la pieza: persona, mesa, silla, intenta aislarse, destacarse sobre el fondo constituido por la totalidad de los demás objetos, y recae en la indiferenciación de ese fondo, se diluye en ese fondo. Pues el fondo es lo que no se ve sino por añadidura, lo que es objeto de una atención puramente marginal. […] soy testigo del sucesivo desvanecimiento de todos los objetos que miro, y en particular de los rostros que por un instante me retienen (“¿No es Pedro ése?”) y que se descomponen al momento, precisamente porque “no son” el rostro de Pedro. Empero, si finalmente, descubriera a Pedro, mi intuición se llenaría con un elemento sólido; me quedaría de pronto fascinado por su rostro, y todo el café en torno de él se organizaría como presencia discreta (Sartre, 1993: 48-49).
Desde que la forma es capturada sobre un fondo, se convoca al conjunto de las condiciones de la experiencia sensible. Ya no se trata de extraer por abstracción una forma ideada, que se podría oponer a la diversidad y a la imperfección de lo sensible, ni tampoco de comprender cómo emerge una “buena” forma de la masa heteróclita de los elementos percibidos. Sartre describe el recorrido de una mirada en busca de un rostro esperado, y este recorrido captura sucesivamente elementos figurativos provisionalmente más destacables, los que alcanzan el fondo en cuanto se desvía su atención: “Cada elemento de la pieza: persona, mesa, silla, intenta aislarse, destacarse sobre el fondo constituido por la totalidad de los demás objetos, y recae en la indiferenciación de ese fondo, se diluye en ese fondo”.
Como él precisa: “todo depende de la dirección de mi atención”. Pero el rostro que se busca, podría aparecer, y la mirada estaría, entonces, “fascinada”, es decir inmovilizada y exclusivamente consagrada a ese objeto. Si el autor puede agregar “todo el café en torno de él se organizaría como presencia discreta”, es justamente porque el recorrido se detendría, porque la relación entre la forma y el fondo se estabilizaría.
Dicha concepción “subjetal”, dependiente del flujo de la percepción y de las fluctuaciones de la atención, es característica de dos tipos de semiosis que hemos evocado más arriba: la semiosis fluyente-cursiva y la semiosis totalizante. En el primer caso, la forma debe destacarse de un plano de existencia (lo que Sartre designa como la “plenitud de ser”), durante las interacciones entre la atención subjetal y el colmamiento2 objetal. En efecto, en varias ocasiones, Sartre evoca el encuentro entre sus “intuiciones” y su “colmamiento” a través de las figuras de los existentes. La principal diferencia entre todas estas figuras acumuladas que, a su vez, se destacan, y el rostro de Pedro, es que el modo subjetal reservado a este último no es una intuición abierta, sino una espera o una inquietud finalizadas (desde la apertura, el enunciador sabe que Pedro podría ya haberse ido). En esta afección [affect] particularmente sobresaliente e intensa, las distintas partes de la escena del café se organizan y se estabilizan: es la semiosis totalizante.
La diferencia principal entre el relato de esta experiencia y el de las experiencias sobre las que se apoya la teoría de la gestalt reside en su carácter de práctica vivida: el observador no está sometido a un artefacto de laboratorio, sino que está inmerso en el flujo de la existencia y en el tumulto de demandas sensibles heteróclitas. Como cualquier inmersión existencial, conlleva riesgos, y en especial el de dejarse invadir, distraer o inhibir por las olas acumuladas o sucesivas de dichas demandas. La táctica subjetal consiste, entonces, en disociar la atención en varios estratos más o menos sincronizados, o al menos dos, uno intenso, concentrado y móvil (en busca de “formas”), el otro, difuso, “marginal” y global (dirigido al “fondo”). La atención concentrada, dirigida y móvil, permite destacar del fondo series de elementos figurativos, posibles candidatos al estatuto de forma, y la diferencia se hace entonces en función de la intensidad de las afecciones [affects]: mientras los colmamientos objetales no suscitan sino débiles afecciones [affects] (los de la intuición abierta y flotante), el barrido de la escena continúa, en atención abierta y fluyente; en cuanto uno de estos colmamientos objetales encuentra una afección [affect] intensa, ya sea la espera o la inquietud, la relación entre la forma y el fondo se estabiliza: de esta manera, pasamos de un estrato de la atención a otro, el de la atención concentrada y totalizante.
La iconicidad de este rostro ya existe, sólo hace falta reconocerla y bastaría que Pedro se presente en la escena para detener el barrido visual. Si comparamos esta situación con las de la misma naturaleza puestas en escena por Proust en En busca del tiempo perdido, comprenderemos fácilmente que la iconicidad de la forma no es la que está en juego aquí. En Proust, en efecto, las variaciones a medio y a largo plazo de la memoria del narrador y de la fisonomía de los actores del relato conducen a superposiciones, confrontaciones, suposiciones, en suma, un proceso de reconocimiento que focaliza los estados sucesivos y la iconización de una forma, en relación o no con un fondo. Por el contrario, cuando Sartre entra en el café, no duda de su capacidad de reconocer el rostro de Pedro, pues lo tiene en su memoria. Por consiguiente, las cuestiones de la constitución de la forma, de las relaciones entre sus partes, de su “captura” y de su estabilidad icónica ya no se plantean para el rostro, sino, como ya lo hemos sugerido, para la forma global de la escena. Este punto es esencial para comprender lo que se desarrollará a continuación sobre las formas de vida.
La cuestión, pues, reside en la naturaleza de la relación entre el fondo y la forma: es necesario que la forma sea reconocida y fijada para que el fondo se organice alrededor de ella. Sartre nos hace tocar el último punto del recorrido que hemos iniciado con Platón y Aristóteles, y que hemos continuado con la teoría de la gestalt: la forma sobresaliente permite al fondo tomar forma. De alguna manera, todo tiene lugar como en el análisis del sueño en Freud: a partir de una escena vivida, el sueño desplaza el acento de intensidad afectiva, lo fija en uno de los elementos de dicha escena, y de esta fijación nace otra escena, la escena soñada que se reorganiza alrededor del elemento intensificado. El advenimiento de la forma consagra no sólo a la forma a la que se apunta, sino sobre todo al conjunto del fondo y del entorno del que se destaca en tanto significante.
Habíamos iniciado con una semiosis fluyente-cursiva y llegamos a una semiosis mereológica de totalización. Se suele considerar que la teoría de la gestalt es de naturaleza “holística” porque postula que la totalidad tiene otra significación distinta de la suma de partes. Pero el “holismo” no concierne, en este caso, sino a la “buena” forma. En la experiencia sartriana, el “holismo” incumbe, por el contrario, a la totalidad constituida por el fondo, organizado alrededor de la forma, y no sólo a la forma, y, además, al término de una búsqueda del elemento figurativo pertinente (aquí, el rostro de Pedro), sobre el que recaerá la carga de la afección [affect] principal, y que será el único que podrá detener el flujo y disponer las partes de la escena a su alrededor.
Este intermedio sartriano aclara de manera singular lo que podría ser el estatuto semiótico de la forma: no una entidad aislable, sino un acontecimiento (o, mejor aún, un advenimiento), una forma que reorganiza la situación global en la que adviene; no sólo un conjunto de partes formando un todo destacable, sino un catalizador de totalización en la experiencia misma de la complejidad inextricable del mundo sensible. El desafío de la toma de forma no es, pues, únicamente el reconocimiento de esta forma, sino también y sobre todo, de manera más amplia, la aprehensión y la inteligibilidad del “medio” que esta forma contribuye a estructurar y a estabilizar. Es a partir de ahí que se perfila el papel de la estesia en De la imperfección, donde una pequeña sensación, incluso efímera, siempre y cuando se estabilice un instante en la apercepción, puede dar apertura a un mundo totalmente distinto, otro “modo de existencia”, o más precisamente, como en el análisis del texto de Tournier, “otra isla”.
3. La forma y la sustancia semióticas
3.1. La relatividad de la relación forma/sustancia
Examinemos con mayor atención la articulación de la forma y de la sustancia en Hjelmslev y Greimas, siendo que es precisamente ahí donde se juega el estatuto epistemológico y/o metodológico de la forma desde un punto de vista semiótico. En la perspectiva de Hjelmslev, la forma semiótica presupone la existencia de la materia (purport en inglés), de la que Greimas y Courtés recuerdan la definición ambivalente:
Para designar el material primero gracias al cual una semiótica —en cuanto forma inmanente— se encuentra manifestada, L. Hjelmslev emplea indiferentemente los términos materia o sentido (en inglés: purport), aplicándolos a la vez a los dos “manifestantes” del plano de la expresión y del plano del contenido. Su preocupación de un no-compromiso metafísico es, pues, evidente: los semióticos pueden escoger a su antojo una semiótica “materialista” o una “idealista” (Greimas y Courtés, 1990: 254, entrada “Materia” ).
Esta distinción tiene como presupuesto la justificación misma de la teoría del lenguaje, la articulación de las invariantes (formales) con las variables (materiales). Hjelmslev lo afirma abiertamente en su Prolegómenos: “La meta de la teoría lingüística es probar […] la tesis de que todo proceso tiene un sistema subyacente —y toda fluctuación una constancia subyacente” (Hjelmslev, 1974: 21). Son, entonces, como lo recuerda Piotrowski (2017: 190), las relaciones de “mutación” y “conmutación”, mutuas o no mutuas, las que permitirán, desde el punto de vista del método, distinguir las constantes (relaciones mutuas) y las variables (relaciones que no son mutuas). Y continúa:
[…] la conmutación supone el recurso a las sustancias, y requiere, pues, un apoyo externo al sistema de la lengua: “[…] la conmutación […], y de una manera más general las correlaciones entre variantes […] constituyen el dominio propio en el que se impone el recurso a las sustancias […]” (Hjelmslev, cit. por Piotrowski, 2017: 191).3
En este punto, debemos recordar que esta articulación de la forma y de la sustancia también es un motivo fundador de la semiótica greimasiana, claramente asumido, incluso en sus ambigüedades, por Greimas y Courtés:
En la terminología de L. Hjelmslev, se entiende por sustancia la “materia” o el “sentido” cuando son tomados a su cargo por la forma semiótica con vistas a la significación. Efectivamente, materia y sentido (sinónimos para el lingüista danés) no son aprovechados sino en uno de sus aspectos, en cuanto “soportes” de la significación, para servir de sustancia semiótica (Greimas y Courtés, 1990: 398, entrada “Sustancia” ).
“Materia y sentido” por un lado, “sustancia” por el otro, no se distinguen entre sí sino por el punto de vista adoptado por el analista: “materia o sentido” cuando no se toma en consideración la relación a la forma (el “tratamiento mediante la forma”), “sustancia” cuando se toma en cuenta este tratamiento, en vista a la manifestación. Lo que queda, entonces, es la articulación entre sustancia y forma, que es, finalmente, lo único que se puede considerar como semióticamente pertinente.
No obstante, ambos autores subrayan la relatividad de dicha articulación:
Sin embargo, se debe señalar —Hjelmslev mismo insiste sobre este punto— que la distinción entre forma y sustancia es totalmente relativa y depende, en definitiva, del nivel de pertinencia elegido para el análisis. Esta oposición, indiscutiblemente fecunda, no debería ser hipostasiada, pues conduciría hasta la distinción de dos semánticas —formal y sustancial— inconciliables (Greimas y Courtés, 1990: 399, entrada “Sustancia” ).
Esta relatividad ya fue previamente descrita por el propio Hjelmslev como una variación de puntos de vista:
Todo lo no comprendido en una “forma” tal [...] queda relegado a otra jerarquía que respecto a la “forma” desempeña el papel de “sustancia” [...] desde el momento en que se cambia de punto de vista y se procede al análisis científico de la “sustancia”, esta sustancia se convierte forzosamente en “forma” (Hjelmslev, 1972: 62-63).
Hjelmslev se esforzará por canalizar los efectos de esta “relatividad” al distinguir, en particular, sustancias inmediatas y mediatas, sin embargo, la sustancia sigue apareciendo, en este caso, como semióticamente formada, constituida por estratos en los que el análisis puede remitir relaciones de forma a sustancia, al desplazar el punto de vista en el seno de la jerarquía de los estratos.
La movilidad de los puntos de vista analíticos que proyecta así casi a voluntad relaciones de forma a sustancia, puede ser considerada ya sea bajo el ángulo paradigmático (el análisis sería entonces “vertical” y jerarquizado), ya sea bajo el ángulo sintagmático (el análisis se continuaría entonces de manera “horizontal”, en un proceso ordenado). Durante un análisis considerado verticalmente, la movilidad de los puntos de vista permite recorrer estratos de la sustancia semántica, por ejemplo ideológicos, culturales, históricos, que pueden dar lugar a efectos de tipo connotativo. Pero, durante un análisis considerado horizontalmente, el resultado es sorprendente porque se asemeja a la experiencia relatada por Sartre (ver arriba). Sigamos en este punto la reconstitución propuesta por Piotrowski:
En cuanto a F y a S, su alternancia ya puede ser comprendida como una sucesión necesaria de etapas descriptivas al ritmo del procedimiento de análisis. En efecto, el procedimiento capta una sustancia con el fin de reconocer y de extraer de ella una forma. Pero esta “extracción” no se realiza en un solo tiempo de operación: las lecturas se suceden (siguiendo un orden definido por la teoría) y hacen, por consiguiente, alternar forma y sustancia. Entonces, la forma reconocida en una etapa del análisis tiene como correlato la parte aún no analizada y de la que el procedimiento se hará cargo posteriormente para reconocer ahí una forma. Esta parte aún no analizada es, pues, una sustancia (Piotrowski, 2017: 198).4
Probablemente con el afán de simplificar, Piotrowski no precisa lo que adviene con la forma ya “analizada” cuando el procedimiento y el punto de vista se desplazan hacia la parte “aún no analizada”. Pero basta interrogarse sobre las fuerzas o las debilidades de la “memoria” en el proceso de análisis para concluir que bien podría, ella también, volverse nuevamente sustancia, si no es integrada a un sistema más estable. Pues, en este caso, todo depende, en esta movilidad de los puntos de vista, de la intensidad de la atención, y de la persistencia de la memoria de las formas. En la experiencia sartriana, es la espera fijada en un rostro ya conocido la que da ritmo a la emergencia y al desdibujamiento de las formas sucesivas: todas aparecen y desaparecen en el transcurso del proceso (aquí, un barrido visual) y solamente la emergencia del rostro esperado fijaría la forma de conjunto del lugar (el café parisino). En el proceso de análisis semiótico, podría darse el mismo caso: el análisis sólo comienza si se tiene una hipótesis para resolver un problema bien identificado, y esta hipótesis toma entonces la figura de una “forma esperada”, la que proporcionará una estructura estabilizada al conjunto analizado cada vez que el barrido analítico la volviera a encontrar. Pero también existen procesos de análisis sin hipótesis previas, y es precisamente para éstos que es necesario inventar equivalentes de una “memoria” de las formas recorridas y recabadas: es justamente el papel que se le asigna la mayoría de las veces al sistema. El sistema semiótico es una memoria de las formas recogidas en el análisis, el cual, además y sobre todo, tiene la capacidad de agenciarlas entre sí, y es nada menos este agenciamiento el que hace la fuerza de dicha memoria.
Ya sea que se considere al análisis como la construcción de una jerarquía paradigmática o como una sintagmática metasemiótica (una vez más una alternativa entre dos puntos de vista complementarios), en ambos casos, dicho análisis determina las relaciones entre forma y sustancia, cuándo y dónde capta esta relación para construir la significación. No hay entidades semióticas reservadas a la forma y otras a la sustancia: esta distinción puede entonces considerarse como meramente metodológica, y si la erigimos en principio epistemológico, independientemente del proceso de análisis, así como lo hacían Platón y Aristóteles, entonces la forma adquiere un estatuto ontológico (una “existencia” aparte, distinta de la variación sensible).
3.2. Empirismo radical y estesia
Podríamos deducir de lo anterior que ésta es la razón por la que Greimas eligió, en definitiva —es decir en el último libro que escribió él solo, De la imperfección— tomar partido por un empirismo radical. El empirismo radical5 ha sido principalmente definido por William James (1909) y retomado en Francia por Étienne Souriau (2009), un contemporáneo muy conocido de Greimas, en su obra Los diferentes modos de existencia. La posición epistemológica de James y de Souriau procede de una reducción a la experiencia pura, sin postular previamente la intervención de sujetos cognoscentes, la existencia de sustancias o de materias de referencia. Por el contrario, el empirismo radical produce los pensamientos, los objetos y el conocimiento como los efectos de modos de existencia derivados y específicos: abarca de entrada las relaciones y los procesos, como efectos de sentido (“sentimientos” o “impresiones”) que acceden inmediatamente al estatuto de formas significantes:
Si leemos a William James, la reivindicación es más que explícita:
Si hay cosas como sentimientos, entonces, tan seguramente como existen relaciones IN RERUM NATURA, no menos, sino más seguramente, existen sentimientos por los cuales son conocidas estas relaciones. No hay una conjunción o una preposición, y apenas una frase adverbial, una forma sintáctica o inflexión de voz en el lenguaje humano, que no exprese uno u otro matiz de relación que en algún momento sentimos que actualmente existe entre los objetos más vastos de nuestro pensamiento. Si hablamos objetivamente, las relaciones reales son las que aparecen reveladas: si hablamos subjetivamente, el torrente de la conciencia es el que iguala a cada una de ellas por una coloración íntima […]. Debemos decir un sentimiento de y, y de si, un sentimiento de pero y un sentimiento de por exactamente lo mismo que decimos sentimiento de azul o sentimiento de frío (James, 1909: 263-264).
El empirismo radical no postula, pues, sustancias, materias y espíritus de los que emanarían formas y relaciones a través de la mediación de la experiencia sensible. Postula, por el contrario, que las relaciones y los procesos son, de inicio, constitutivos de esta experiencia sensible y que, además, ya que tenemos de ellos “sentimientos” e “impresiones”, estas relaciones forman desde ya parte de la “corriente de conciencia” que nace de la experiencia. El razonamiento que conduce a James para designar estas relaciones y estos procesos gracias a preposiciones y conjunciones lingüísticas sólo tiene la apariencia de la analogía, pues, según él, el lenguaje no capta directamente estas impresiones de relaciones para expresarlas mediante este tipo de morfemas. Los significantes relacionales son entonces proyectados en las inflexiones y transformaciones de la experiencia, en las alteraciones de la existencia en movimiento.
A partir de este momento, la búsqueda de la imperfección (es decir de las diferentes formas de la alteración de nuestras experiencias sensibles), está en el centro de la última obra de Greimas:
Todo parecer es imperfecto: oculta el ser; es a partir de él que se construyen un querer-ser y un deber-ser, lo que es ya un desvío del sentido. Sólo en la medida en que es lo que puede ser —o el puede-ser— el parecer resulta, apenas, soportable (Greimas, 1990; 1997: 25).
Querer decir lo indecible, pintar lo invisible: pruebas de que la cosa, la única, está aquí, de que otra cosa es aún posible. Nostalgias y esperas alimentan lo imaginario cuyas formas, ajadas o desvanecidas, ocupan el espacio de la vida: la imperfección, propiciadora de desvíos, cumple así, en parte, su función (Greimas, 1990; 1997: 95).
La sustancia, el objeto y el sujeto no son aquí presupuestos: hay acción, interacción, producción de afecciones [affects]. La búsqueda estética de Greimas trata, de hecho, sobre la pura interacción entre figuras sensibles, actores, momentos y lugares, una experiencia compartida de la que nacerá “la cosa”, actantes u otro “mundo”, bajo el efecto de la imperfección-alteración, y para un sujeto sensible que adviene a la existencia al mismo tiempo que esas entidades calificadas como “imaginarias”. Esta semiótica encuentra formas de existencia emergentes. La radicalización de la experiencia conduce a describir estas formas emergentes como desviaciones a partir del ser, y luego a describir inmediatamente estas desviaciones no como preposiciones y conjunciones, sino como modalizaciones del ser (querer, poder, etc.). En este caso, los morfemas relacionales que están proyectados como significantes en las experiencias de alteraciones sensibles, son morfemas de modalización.
La relación con el ser es aquí un eco de las posiciones platónicas y aristotélicas, pero con una diferencia fundamental, que las formas que de ahí se desprenden no son modelos ideales, ni invariantes inmutables e intangibles, sino únicamente alteraciones provisionales que aparecen y desaparecen, a menos que se estabilicen al abrirse sobre “otros mundos”, inesperados pero coherentes. La pluralidad y la labilidad de las formas de existencia se encontraban aquí en gestación, habría hoy que asumirlas.
4. Formas de vida
4.1. Las formas de vida, el medio y el Umwelt
“Formas de vida” es una expresión fijada en varios idiomas que designa en general la diversidad de las especies vivientes, pero que a menudo ha sido utilizada para designar conjuntos de comportamientos humanos individuales o colectivos. Wittgenstein (1961) retomó esta expresión para designar el estrato superior y último de su jerarquía pragmática de interpretaciones (enunciados > juegos de lenguaje > formas de vida), y este concepto ha conocido cierto éxito en los trabajos inspirados por la pragmática anglosajona. La cuestión que nos planteamos aquí no trata principalmente sobre “vida” sino sobre “forma”. Sin embargo, resulta útil preguntarse “cómo la vida puede tener una forma”. Para lo cual remito al primer capítulo de la obra Formas de vida (Fontanille, 2015). Pero la aportación de Jacob von Uexküll (2015) representa un avance muy significativo para comprender lo que es una forma holística en el mundo viviente. Su teoría del Umwelt, en efecto, sin (casi) ninguna proyección antropomorfa, describe las interacciones entre un ser vivo cualquiera y su entorno: en estas interacciones, modifican sus propiedades respectivas, puesto que el ser viviente no selecciona sino algunos aspectos de su entorno, y el entorno selecciona, a su vez, algunas propiedades del ser viviente. Las principales operaciones que construyen los Umwelten son:
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La orientación subjetal: el Umwelt sólo significa si el conjunto de las interacciones que lo constituyen está orientado a partir de un centro reflexivo de sensibilidad-actividad (la entidad viviente cuyo punto de vista estructura el Umwelt).
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La co-selección: en la interacción entre los componentes del Umwelt, las figuras del mundo están reducidas a algunos rasgos o propiedades pertinentes: para la garrapata, por ejemplo, no hay “mamífero anfitrión”, sino un paquete de propiedades sensibles necesarias y solidarias: olor, calor, textura. Recíprocamente, el entorno selecciona, por su parte, capacidades perceptivas y accionales del ser viviente que está en el centro del Umwelt. Podemos asimilar dichas propiedades co-seleccionadas a saliencias biológicas.
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La esquematización: la interacción global en el seno del Umwelt está regulada por un esquema o varios esquemas prácticos, establecidos por y para la especie, que ordenan y encadenan series de interacciones de tipo perceptivo y/o de tipo accional. Podemos asimilar esta regulación global a las pregnancias biológicas.
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El conjunto de los productos de estas tres operaciones, y en particular la última, la esquematización, suscitan “tonalidades”, una suerte de presión y de forma-objetivo, perceptiva, accional e incluso pasional, que orienta las co-selecciones, que focaliza un esquema práctico más que otros, que dirige, en suma, el conjunto de las significaciones para el ser viviente central y para sus socios de interacción.
La tonalidad es una característica de las interacciones mismas, del Umwelt entero, y no únicamente de los estímulos y propiedades del organismo viviente o de su entorno. Para un Umwelt dado, en general, varios esquemas prácticos están disponibles, y la tonalidad impone a uno de ellos como (provisionalmente) dominante. La tonalidad es el equivalente de la dominante temático-pasional de un esquema práctico: intercambiamos, nos protegemos, producimos, tenemos miedo o deseamos, etc. Las tonalidades presentan propiedades estructurales idénticas a lo que Greimas llamaba un “micro-universo de sentido” en Semántica estructural: ambos están organizados alrededor de un predicado temático, y coloreados por una dominante modal y existencial (Greimas, 1987). Las interacciones observadas en el seno de los “micro-universos de sentido” así como en el seno de los Umwelten, son producidas bajo las condiciones impuestas por la estructura temático-narrativa del predicado (y, por ende, de los esquemas prácticos) y por la coloración modal-existencial dominante (la tonalidad).
Son las tres primeras operaciones reunidas las que confieren a las percepciones y a las acciones su valor semiótico, actualizado y expresado bajo la forma de una “tonalidad existencial” y las que hacen del Umwelt una “forma de vida” característica de una especie o de un grupo de organismos. La orientación subjetal, la selección y la esquematización participan de la especiación, es decir que caracterizan formas de vida no como declinaciones o variables de una “forma” ideada o ideal, ni tampoco en relación con una sustancia, sino como formas emergentes, estabilizadas y desestabilizadas durante interacciones con otras formas de vida, y, más generalmente, a lo largo de la evolución de los mundos vivientes.
Por su lado, la “tonalidad” puede ser tanto genérica y compartida de forma duradera por una especie completa, como ocasional, ya sea porque es particular de un individuo, ya sea porque fija singularmente las condiciones de una interacción actual, hic et nunc. La tonalidad, con sus presiones temáticas, modales y pasionales, “hace existir” el Umwelt como forma semiótica global actualizada: sería el equivalente, mutatis mutandis, a una enunciación. Nos limitaremos, para mantenernos lejos de las tentaciones antropomorfas, a hablar de instauración: la tonalidad “instaura” la forma de vida, cuya orientación subjetal, co-selección y esquematización práctica han fijado las condiciones de existencia en tanto forma semiótica, y cuya tonalidad actualiza la genericidad o la singularidad.
4.2. Algunas condiciones para que la vida tome forma
Con respecto a las formas de vida, tal como las hemos definido y presentado (Fontanille, 2015), sin referencia explícita o implícita a las propiedades del Umwelt, identificamos una cierta cantidad de posibles homologaciones. En primer lugar, la subjetalidad. Uexküll no duda en utilizar los conceptos de “subjetividad”, de “imagen subjetiva” y de “sujeto”, pero, de alguna manera, por defecto. Lo que llama “sujeto” no es nada más que el centro de orientación de las interacciones de un Umwelt dado, siendo que este centro de orientación está dotado de propiedades perceptivas y accionales. Nada más. Es por ello que preferimos utilizar la expresión orientación subjetal. De la misma manera, lo que llamábamos “formas de vida”, cuando limitábamos nuestra reflexión a los seres humanos, supone también un centro de sensibilidad y de actividad, individual o colectivo, que no necesariamente es un “sujeto”.
Sobre el eje paradigmático de las formas de vida (su jerarquía semántica, en suma), destacábamos el hecho de que una forma de vida propone una “deformación coherente” gracias a la selección sistemática y coordinada de las variables disponibles en cada uno de los niveles del recorrido generativo: se declaran, entonces, “congruentes” a estas selecciones cuando la superposición de las elecciones operadas en cada nivel (categorías elementales, axiologías, narratividad, modalización, figuratividad, etc.) procura una identidad reconocible en el conjunto que ellas forman.
La homologación con la co-selección característica del Umwelt es entonces casi demasiado fácil: en efecto, hay que notar que, a diferencia de nuestra presentación anterior de las formas de vida, la teoría de los Umwelten en Uexküll proporciona una explicación a estas selecciones congruentes: son las interacciones internas del Umwelt (entre el ser viviente y su entorno) las que producen las selecciones recíprocas (ver más arriba), y son los mecanismos de regulación de los Umwelten (en particular las tonalidades) los que garantizan la congruencia entre estas co-selecciones. A este respecto, la lectura semiótica de Uexküll permite completar y consolidar la teoría de las formas de vida.
Finalmente, en nuestro acercamiento a las formas de vida, insistíamos sobre el hecho de que ninguna forma de vida puede ser capturada sola, que cada forma de vida que se manifiesta, lo hace contradiciendo o neutralizando otras formas de vida, en particular dominantes y extensamente compartidas. Esta insistencia no tiene ningún carácter dogmático u ontológico: no se trata de la manera como son las formas de vida, sino de la manera como aparecen, de la manera como se dan a captar: sólo podemos capturar una forma de vida emergente o recientemente actualizada sobre el fondo de las formas de vida rutinarias, instaladas, que se vuelven invisibles a aquellos que las viven, a menos de que esperen o inventen otra.
La sintagmática global de las formas de vida obedece al mismo principio que el que hemos observado en la escena narrada por Sartre: la atención se desplaza, las formas de vida se hunden en el fondo de la vida individual y colectiva, otras emergen al primer plano, y así sucesivamente hasta que un acuerdo duradero aparezca, bajo el efecto de una afección [affect] lo suficientemente discriminante. Pero en ese caso también la interpretación semiótica de la obra de Uexküll aporta un complemento. Un Umwelt sólo posee un centro de orientación perceptiva y accional, pero no un único ser viviente. A lo largo de las interacciones entre seres vivos, cada uno dispone de su propio Umwelt, ya sea porque cada uno pertenece a especies distintas, ya sea porque cada uno puede, en cualquier momento, deformar su propio Umwelt, y hasta suscitar la aparición de un nuevo Umwelt. Si siempre se trata de la misma especie, el desplazamiento consistirá en una extensión o en una reducción del centro de orientación (a elegir: toda la especie, una sub-especie local, un grupo aislado, una familia, un individuo). Dicho de otra manera, la estabilidad de las Umwelten (y de las formas de vida) está lejos de estar garantizada, y hasta se podría plantear la hipótesis de que cuanto más grande es la estructura perceptiva, accional y tonal de un Umwelt, más sometida está a fluctuaciones de este tipo.
Lo que se llama “desplazamiento de la atención” en Sartre (en el caso de un acercamiento fenomenológico y gestáltico de una situación social humana) puede entonces llamarse, en el caso de las formas de vida consideradas en su extensión más amplia, “desplazamiento del centro de orientación subjetal”, el cual suscita nuevas formas de vida.
5. Para terminar
Hemos encontrado, bajo la luz de una situación existencial puesta en escena por Sartre, al menos dos tipos de situaciones semióticas en las que las formas, en relación con lo que constituye su fondo material, aparecen como inestables y relativas. La primera es la del análisis semiótico, inspirada en Hjelmslev y Greimas. La segunda es la dinámica de interacción y de confrontación entre Umwelten y formas de vida. En el primer caso, la inestabilidad y la relatividad de la relación entre la sustancia y la forma no pueden imputarse al objeto de análisis, sino al proceso de análisis mismo (ver más arriba). Para pasar del “sentido-materia” a la “significación”, es necesario adoptar uno o varios puntos de vista, estar en condición de pasar de uno al otro de manera explícita y regulada. Así, la “forma” es dotada de una plasticidad sorprendente. En el segundo caso, la misma inestabilidad, observada esta vez entre las formas Umwelten o entre las formas de vida, no es imputable a la intervención de un analista, sino a la de un actor cualquiera, susceptible de ser el centro subjetal de una forma de vida, y que no puede aprehender aquella que inventa y aquellas que recusa a menos de que se confronten (superposición, alternativa, conflicto, etc.) entre sí.
Para unificar ambas situaciones sólo falta dar un paso: el analista constituye, él también, un centro de orientación perceptivo (observa, memoriza, etc.) y accional (clasifica, jerarquiza, etc.); él también realiza una estricta selección entre las propiedades de su entorno para retener únicamente las que conciernen a su análisis; y, recíprocamente, las especificidades de su entorno seleccionan en él las propiedades perceptivas y accionales que le permiten jugar su papel de centro de orientación. Finalmente, la regulación sintagmática del análisis posibilita el control de los desplazamientos del centro de orientación, los cuales a su vez inducen los desplazamientos de la relación entre forma y sustancia.
En definitiva, el parentesco entre las dos situaciones podría explicarse fácilmente: el analista semiótico estaría en interacción con todos los componentes de un entorno; estas interacciones, así como la tonalidad de “cientificidad” que las inspiran, instaurarían una forma de vida, y el estatuto de las “formas” que manipula sería, entonces, comparable al de las formas internas de un Umwelt o de una forma de vida. La subjetalidad perceptiva y accional que orienta esta forma de vida “científica” no sería entonces ni relativizante ni subjetivizante; sería únicamente la condición del conocimiento y de la construcción de la significación, que da testimonio de la necesaria presencia de un observador. Esta culminación hipotética tendría al menos un mérito, el de recordar que los semiotistas son seres vivos y que su actividad de construcción de “formas” echa sus raíces mucho más allá de las discusiones técnicas entre los exégetas hjelmslevianos y greimasianos, en los componentes antropológicos y biológicos de la construcción del conocimiento y de la significación.