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Pos-posmemoria. Desgaste del tiempo, olvido, reactivación*

(en): Post-Post-Memory. Usury of Time, Forgetfulness, Reactivation

 

Resumen

La pos-posmemoria atraviesa las generaciones: ¿qué es lo que permanece de aquellos lejanos traumas? ¿Cómo se articulan la memoria y el olvido a largo plazo? Basándose en las masacres de San Bartolomé, en 1572, este artículo cuestiona las variaciones discursivas de la memoria, entre la rememoración y la conmemoración, a través del examen de tres estrategias discursivas: la de un historiador (Benedict Anderson), la de un religioso (François Clavairoly) y la de un personaje político (Anne Hidalgo). Fundamentando el análisis en los supuestos teóricos de la semiótica, se propone una reflexión más general sobre el olvido, fenómeno que, entre el desgaste temporal y la prescripción política, expande su imperio. La memoria se presenta entonces como resistencia y confrontación. El enfoque semiótico permite esbozar una modelización de esta modulación de sujetos implicados en la pos-posmemoria.

Palabras clave: memoria, olvido, semiótica del sujeto.

Abstract

Post-post-memory crosses generations: what remains of distant traumas? How are memory and forgetting articulated over the long term? Drawing on the St. Bartholomew’s Day massacres of 1572, we question the discursive variations in memory, between remembrance and commemoration, through the examination of three discoursive strategies: that of a historian (Benedict Anderson), that of a religious man (François Clavairoly) and that of a politician (Anne Hidalgo). By basing the analysis on the theoretical positions of semiotics, we propose a more general reflection on forgetting which, between the wear and tear of time and political prescription, extends his empire. Memory then presents itself as resistance and confrontation. The semiotic approach makes it possible to sketch a model of this modulation of subjects involved in post-post-memory.

Keywords: memory, forgetting, semiotics of the subject.

Résumé

La post-post-mémoire franchit les générations : que reste-t-il des traumatismes lointains ? Comment s’articulent la mémoire et l’oubli sur la longue durée ? En prenant appui sur les massacres de la Saint-Barthélemy, en 1572, on interroge les variations discursives de la mémoire, entre la remémoration et la commémoration, à travers l’examen de trois stratégies de discours : celle d’un historien (Benedict Anderson), celle d’un religieux (François Clavairoly) et celle d’une politique (Anne Hidalgo). En fondant l’analyse sur les positions théoriques de la sémiotique, on propose une réflexion plus générale sur l’oubli qui, entre usure du temps et prescription politique, étend son empire. La mémoire se présente alors comme résistance et affrontement. L’approche sémiotique permet d’esquisser une modélisation de cette mouvance des sujets engagés dans la post-post-mémoire.

Mots-clés : mémoire, oubli, sémiotique du sujet.

 


La posmemoria remite a la problemática de la transmisión, con esos momentos clave de toda transmisión que son sus secuencias de mediación y de apropiación en los planos cognitivo y pasional. Pero en el contexto particular de la posmemoria, tal como entendemos el concepto, estos momentos son explícitamente actancializados; personificados, intensificados y, en una palabra, dramatizados (Altounian, 2019).

La posmemoria se define, en efecto, como la transmisión de traumas colectivos de quienes los han vivido en carne propia, a las generaciones siguientes, que a su vez los padecen. Dado que la denominación y la definición conceptual de este fenómeno por Marianne Hirsch (2019) invitan a preguntarse si acaso es posible recordar la memoria de alguien más y a analizar las implicaciones de este hecho, desde principios de 2010 se han desarrollado numerosas reflexiones e investigaciones interdisciplinarias de las cuales el presente volumen de Tópicos del seminario da, por cierto, cuenta. No obstante, uno de los aspectos dominantes de estos trabajos es el de circunscribir la posmemoria a la primera o a la segunda generación.

Ahora bien, el tema que deseamos explorar aquí, desde una perspectiva semiótica, es aquel que podríamos llamar la pos-posmemoria o transmisión a larga distancia. Basaremos nuestra reflexión en el estudio de un caso, el de la masacre de San Bartolomé, que tuvo lugar en París el 24 de octubre de 1572 y en los días posteriores y que se extendió luego a más de una veintena de ciudades francesas durante el mes de septiembre y hasta el final del año. Estas matanzas provocaron la muerte, en condiciones de violencia extrema, de entre 10 000 y 30 000 protestantes según algunas estimaciones, como la de Théodore-Agrippa d’Aubigné (1993):

Où voulez-vous, mes yeux, courir ville après ville

Pour descrire des morts jusques à trente mille?

[¿Hacia dónde queréis, ojos míos, correr ciudad tras ciudad,

Para describir los muertos hasta treinta mil?] (pp. 117-118).

Se trata de lo que en nuestros días llamaríamos un asesinato en masa, generador de un trauma colectivo mayúsculo.

¿Qué nos enseñan, desde la perspectiva de la posmemoria, estos acontecimientos traumáticos tan lejanos, que datan de casi medio milenio (448 años exactamente)? Esta pregunta nos parece interesante no sólo porque abre una nueva dimensión temporal de exploración de la posmemoria, sino también porque hace surgir problemáticas de las cuales la semiótica raramente se ha ocupado.1 Así, este largo plazo retrospectivo del trauma por una parte confronta la memoria con el desdibujamiento, y si no con el olvido, sí al menos con su atenuación a través del tiempo. De esta manera, remite a la problemática más general del uso, producto de una praxis enunciativa, y del desgaste del sentido, incluido el emocional. Pero, por otra parte, conduce a preguntarse sobre los fenómenos de reactivación posible de los recuerdos traumáticos que reclaman sanción (en el sentido semiótico del término), es decir, clausura narrativa. Estos fenómenos atestiguan que, en el seno de las numerosas generaciones posteriores a las de las víctimas, se ha impreso una marca sensible, virtualizada o más bien potencializada, esto es, siempre lista para reactualizarse.

1. Memoria y ficcionalización

Esta doble interrogación nuestra surgió de una experiencia de lectura. En el marco de una reflexión reciente sobre la relación entre “institución y ficción”2 tuvimos la ocasión de trabajar sobre una obra de referencia en ciencias políticas escrita por Benedict Anderson, publicada en 1983 y traducida al francés bajo el título L’imaginaire national : réflexions sur l’origine et l’essor du nationalisme (1996) [“El imaginario nacional: reflexiones sobre el origen y el apogeo del nacionalismo”]. Este título estereotipado restituye de manera más bien débil el hermoso título original del libro: Imagined Communities (Anderson, 1983). Según la hipótesis central del autor, las “comunidades imaginadas”, en razón precisamente de la parte de imaginario que interviene en la memoria y en su representación, son la base para la constitución de las identidades colectivas “nacionales” reales. En el centro mismo de la relación que tratábamos de articular entre ficción y constitución del colectivo, se encuentran pues las distorsiones y transformaciones continuas de la configuración del pasado, asociadas al rol capital que desempeña la lengua y más precisamente su enunciación en discurso. Ahora bien, en este libro sobre las “comunidades imaginadas” se produce un asombroso acontecimiento de discurso que pone en evidencia la función ficcional, y lo que implica la lengua-en-acto en términos emocionales, incluso dentro de una obra teórica de historiografía.

Concretamente, ocurre que dos veces en su libro, al principio y al final, Anderson hace referencia a Ernest Renan (1997) y a la célebre conferencia que éste impartió en la Sorbona en marzo de 1882 bajo el título ¿Qué es una nación? El autor se refiere a ella a través de comentarios en torno a una misma cita que alude precisamente a la masacre de San Bartolomé. Al principio de su obra, Anderson dice:

Es esta […] facultad imaginante que evocaba a contracorriente Renan, con ese tono suave que lo caracteriza,3 cuando escribía: “Ahora bien, la esencia de una nación es que todos los individuos tengan muchas cosas en común, y también que todos hayan olvidado otras tantas” (Anderson, 1996, p. 19).4

Viene luego una nota a pie de página en caracteres pequeños en la cual, después de los datos editoriales de la cita de Renan, se puede leer:

Y agrega [es Anderson quien dice que Renan agrega]: ‘Todo ciudadano francés debe haber olvidado la masacre de San Bartolomé y las masacres de la región del Mediodía ocurridas en el siglo XIII. No hay en Francia siquiera diez familias que puedan presentar la prueba de su origen franco’… (Anderson, 1996, p. 19).

Se trata, entonces, de un olvido fundador del colectivo, sin más comentarios.

Ahora bien, en las páginas 200-201, en el capítulo titulado “Memoria y olvido”, que contiene las conclusiones de su libro, Anderson retoma la misma cita acompañada esta vez de un largo comentario. Esa cita de Renan es ahora presentada en un solo bloque; el enunciado cognitivo de alcance general aparece como una evidencia de orden alético: “La esencia de una nación es…”, seguido del enunciado referencial ilustrativo, que vale como prueba, y que contiene una modalidad deóntica resaltada con cursivas por el propio Anderson: “Todo ciudadano francés debe haber olvidado la masacre de San Bartolomé”. La facultad imaginante “negativa” de Ernest Renan ya no le parece en absoluto suave. Por el contrario, Anderson se dice

choqueado por la sintaxis perentoria del ‘debe haber olvidado’ (y no ‘debe olvidar’), que insinúa, bajo el tono amenazante del código de los impuestos o de las leyes de conscripción, que ‘haber olvidado’ estas antiguas tragedias es, para los contemporáneos, un deber cívico capital (Anderson, 1996, pp. 200-201).

Y continúa, con gran agudeza: “De hecho, se supone que los lectores de Renan deben ‘ya haber olvidado’ aquello que, como se lo imagina Renan mismo, ellos obviamente recuerdan a través de sus propias palabras” (p. 201). Como buen analista del discurso argumentativo, Anderson se cuestiona sobre la paradoja en la que se ve atrapado el lector de Renan: ¿Cómo dicho lector puede haber olvidado algo que el texto le recuerda y que el enunciador, Renan, evidentemente presupone que recuerda, prescribiéndole sin embargo “haberlo olvidado” para identificarse con el rol temático de “ciudadano francés”, miembro de un colectivo-nación? Anderson procede a un análisis que en semiótica podríamos calificar como actancial, observando en primer lugar que la designación léxica en singular “La masacre de San Bartolomé [La Saint - Barthélemy]” comprende dos actantes, un anti-sujeto y un sujeto: “los asesinos y los asesinados”, los verdugos y las víctimas, los católicos y los protestantes. Anderson observa pues con fineza que existen pocas probabilidades de que estos individuos puedan considerarse “confortablemente, todos juntos, como ‘franceses’”.

Sería entonces necesario cuestionar la operación de sincretismo actancial, y su alcance. Pero, no siendo semiotista, Anderson no lo hace. Este sincretismo efectuado por Renan, cuya finalidad es hacer fundir como la nieve al sol el antagonismo de los actantes, tiene sin embargo una implicación narrativa muy precisa: la ficcionalización del acontecimiento a través de la eliminación del conflicto para hacer existir, naturalizado y sublimado en su unicidad, al colectivo nacional. Ficción que Anderson menciona no obstante, indirectamente, elevando esta secuencia a la altura de un tipo taxonómico y atribuyéndole el nombre de “guerra fratricida tranquilizadora”: la unidad del colectivo surge de ahí, inalterada. Por cierto, Anderson concluye felizmente: “La conminación de ‘haber olvidado’ las tragedias que sin cesar reclaman que ‘se las rememore’ aparece entonces como una estratagema característica de la construcción tardía de las genealogías nacionales” (p. 201). Podríamos designar esta estratagema como ley de ficción para la constitución del colectivo.

El análisis podría concluir con la consigna de “fratricidio tranquilizador”, y bastaría para confirmar nuestra hipótesis de ficcionalización. Pero, si queremos mostrar hasta qué punto la dimensión pasional y emocional interfiere con esta reconstrucción, tendríamos que remontarnos hacia la enunciación del mismo Anderson, y profundizarla. Constataríamos entonces que estamos sumergidos en una doble ficción. ¿Por qué y cómo, refiriéndose al texto de Renan para calificarlo, Anderson pudo pasar de la expresión “la manera sutil que lo caracteriza” —expresión que se encuentra al principio de su libro, siendo esta primera evocación más bien positiva y eufórica— a la dura metáfora, redoblada, del “tono amenazante del código de impuestos o de las leyes de conscripción” al final —metáfora claramente negativa y disfórica? ¿Qué sucedió en el intermedio? ¿Qué esconde esta controversia? ¿Por qué este repentino enojo, que pone de manifiesto la utilización de las isotopías figurativas contrastadas (“la manera sutil” vs. “el tono amenazante del código de impuestos o de las leyes de conscripción”) y la intensificación metafórica de la última, indiscutiblemente desproporcionada en relación a su objeto? En resumen, sería necesario ahondar en la historia (personal, es decir vinculada con la enunciación) y cuestionar esta dimensión emocional de la reactivación de la memoria. Cosa que, evidentemente, un semiotista —que no sea psicoanalista— no puede hacer.5 En todo caso, está claro que las operaciones de ficcionalización de Anderson recubren las de Renan. Nuestro cuestionamiento concierne precisamente a los mecanismos que las articulan.

El ejemplo sobre el cual hemos insistido largamente (Anderson, por su parte, le dedica una página y media) puede parecer escueto. Sin embargo, esta “pequeña” historia en torno a la masacre de San Bartolomé nos parece significativa. Ella nos indica, a partir de un caso particular (el de un sincretismo actancial apropiado), un método propiamente semiótico para dirigirnos hacia los centros de ficcionalizacion en relación con la formación, la consolidación, la persistencia o la transformación de los colectivos a través del juego cruzado entre memoria y olvido. El ejemplo aquí presentado, con su laberinto paradójico, nos parece revelador de la dimensión funcionalmente ficcional de la constitución colectiva. Ahora bien, para construir las posibilidades de modelización y generalización, sería útil, y sin duda indispensable, entrar en la intimidad de estos breves razonamientos. En suma, sería preciso enfrentarse al entrecruzamiento de la ficción, del olvido y de la memoria a distancia.

De ese modo volvemos pues a la cuestión, muy contemporánea, de la memoria, de la trans-memoria y de la posmemoria de los traumas colectivos políticos, tema de este número de la revista, a partir de los trabajos de Marianne Hirsch, de Soko Phay y del Centro Internacional de Investigación y Enseñanza sobre Asesinatos en Masa (CIREMM),6 así como de Verónica Estay Stange (2017), coordinadora de la presente publicación. En torno a la masacre de San Bartolomé, nos encontramos quizás en el ámbito de la pos-pos-pos-posmemoria, pero ésta puede sin duda permanecer viva en los descendientes de las víctimas de las masacres.

2. Modulaciones de la memoria

He aquí la paradoja que nos gustaría desenmarañar: la pos-posmemoria, aquella que se pierde con el paso del tiempo y en la cadena infinita de las generaciones, es en sí misma cambiante, modulable, elástica; unas veces se difumina dentro de la ficción, y otras la pantalla pasional de la emoción la hace emerger. ¿Cuáles son entonces sus propiedades? ¿Bajo qué condiciones son generalizables? Antes de esbozar algunas hipótesis y una posible modelización, es necesario volver un momento a la historia memorial de la masacre de San Bartolomé.

El acontecimiento ciertamente no ha caído en el olvido: es parte integrante de la memoria nacional. Pero ha adquirido otro estatus, ha cambiado de registro. Ha entrado en el discurso histórico, el cual ha debilitado o reorientado su potencia emocional. De esta forma, la escuela pública francesa, laica y republicana, ha hecho de esta masacre un acontecimiento histórico mayor, enseñándola a todos los pequeños franceses a través de esa mezcla de realidad y ficción que se designa con el sintagma de “novela nacional”: los poetas, los novelistas y los historiadores del siglo XIX (Chénier, Mérimée, Balzac, Michelet) asumieron desde un principio esta labor, reinsertando “la masacre de San Bartolomé en la novela nacional, pero también en el libro negro del catolicismo que hacían circular los anticlericales de esa época, con los motivos ocultos que podemos adivinar”, escribe Patrik Cabanel (2016). Evocando la imbricación entre la memoria y la ficción de la cual da cuenta principalmente la novela histórica La reina Margot (1845), de Alejandro Dumas padre, Cabanel (2016) agrega que,

al poco tiempo, en espera de la llegada del cine y de La reina Margot (1994), le correspondió a la escuela de la República y a sus manuales de historia hacer de este acontecimiento uno de los más memorables en la historia de Francia (párr. 19).

La memoria sigue el camino que las instituciones le confieren dentro de sus formatos discursivos (historiografía, escritura literaria, estructuras políticas de poder, monumentos conmemorativos, obras de arte, etc.), mientras que la posmemoria tal como la entendemos (incluyendo la pos-pos-pos… memoria) está destinada a cuestionar, inevitablemente, su relación con las instituciones.

Ahora bien, en 2016 ocurrió un acontecimiento inesperado en relación a la masacre de San Bartolomé. El 13 de abril, la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, inauguró una placa conmemorativa en homenaje a las víctimas de la masacre justo en la punta de la Île de la cité, al pie del Pont Neuf, cerca del Square du Vert Galant, sobre el muro que sostiene la estatua del rey Enrique IV —Enrique IV, ex Enrique de Navarra, jefe protestante, futuro inspirador del edicto de Nantes que, a lo largo de un siglo, debía apaciguar las relaciones entre católicos y protestantes (hasta su revocación por Luis XIV). Cuatrocientos cuarenta y cuatro años después de la matanza, esta placa representó el primer pronunciamiento oficial de la ciudad de París sobre el acontecimiento (Figura 1). Además de la alcaldesa y de algunos políticos, estuvieron presentes en la inauguración los representantes de las principales religiones (católica, musulmana, judía, budista), invitados por el presidente de la Federación Protestante de Francia quien, junto con la municipalidad, fungió como coorganizador del evento. Sobre la placa está grabado el siguiente texto:

El 24 de agosto de 1572 y los días subsecuentes,

París fue el escenario

DE LA MASACRE DE SAN BARTOLOMÉ.

Después del almirante Gaspard de Coligny,

varios miles de protestantes fueron asesinados

por el hecho de profesar su religión.

Día que con horror entre los días se cuenta,

Que se marca de rojo y se ruboriza de vergüenza.

(Agrippa d’Aubigné. Las trágicas)

Figura 1
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La emoción memorial es aportada por el dístico de Agrippa d’Aubigné, extraído de “Los Hierros”, Libro V de Las Trágicas (1616), del cual una parte importante está dedicada a la masacre (versos 756 a 1238, en total 473 versos). Insertamos aquí estos dos versos (769-770) dentro del íncipit de la secuencia:7

Voici venir le jour, jour que les destinées

Voyaient, à bas sourcils glisser de deux années,

Le jour marqué de noir, le terme des appâts,

Qui voulût être nuit et tourner sur ses pas;

Jour qui avec horreur parmi les jours se conte8

Qui se marque de rouge et rougit de sa honte.

L’aube se veut lever, aube qui eut jadis

Son teint brunet orné des fleurs du paradis ;

Quand, par son treillis d’or, la rose cramoisie

Eclatait, on disait : « Voici ou vent, ou pluie. »

Cette aube que la mort vient armer et coiffer

D’étincelants brasiers ou de tisons d’enfer,

Pour ne démentir point son funeste visage,

Fit ses vents de soupirs, et de sang son orage (versos 765-778).

El contexto del dístico escrito sobre la placa ilustra con fuerza la dimensión pasional de la memoria, que este dístico tiende precisamente a reactivar. Un ejercicio de semiótica textual mostraría fácilmente las implicaciones subjetales de los efectos figurativos y categoriales en el texto de Agrippa d’Aubigné: figuratividad de la antropomorfización del día, hasta la prosopopeya (el día es modalizado por el querer —hubiera querido remontar el curso del tiempo y no pudiendo, se narra con horror); categorización de los super-contrarios, donde el alba paradisiaca de la poesía pastoral virtualizada confronta sus rasgos bucólicos (“enrejado de oro” “rosa carmesí”, etc.) con su extremo opuesto, las “brasas” y los “tizones” del infierno en la epopeya trágica realizada; esta oposición de valores últimos está figurativamente nutrida por los términos, igualmente opuestos, rubor y fuego.

Una memoria viva, semisimbólicamente desgarrada, que explota los motivos retóricos de una estética barroca, es entonces reactivada, al menos elípticamente, en el dístico grabado sobre la placa. Pero los discursos que acompañaron el develamiento de esta última debían negociar con tal memoria. Los dos principales oradores, el representante de la comunidad protestante por un lado, y la alcaldesa de París por el otro, adoptaron para ello dos estrategias diferentes.

Hoy en día, la comunidad protestante en Francia está perfectamente integrada a través de una ciudadanía reconocida y hasta ejemplar, y no contempla en absoluto la posibilidad de exigir reparación del daño. Si acaso hay memoria, ésta es interna a la comunidad, e incluso íntima. Si acaso hay sufrimiento, éste ha sido silenciado, al menos públicamente. La significación debe entonces ser trasladada, reorientada hacia otros horizontes teleológicos. El discurso de François Clavairoly, presidente de la Federación Protestante de Francia, se inclina por esta elevación temática. Su primer acto consiste en oponer la memoria al olvido. Se trata de reconocer la negación del olvido como fundamento de una identidad que puede, en adelante, abrirse a un porvenir, elaborar programas, sostener una promesa. De ahí este doble asombro: el de “ver que el recuerdo de las víctimas de una antigua masacre que ocurrió hace siglos […] está a partir de ahora inscrito en la memoria de París” (p. 3),9 y el de tomar conciencia de “que nunca antes había ocurrido algo así” (p. 3). El contenido transmitido de memoria en memoria, de subjetividad en subjetividad, de emoción en emoción, privatizado y precarizado, encuentra ahora su anclaje en una sustancia de expresión, material y sólida, grabada en mármol y resistente al desgaste provocado por el tiempo. El mencionado discurso se dedica entonces, bajo un doble registro ético y didáctico, a extraer las lecciones del acontecimiento, entre “memoria” y “promesa”. El evento de inauguración de una placa, dice Clavairoly, “por modesto que sea, reviste un carácter simbólico” (p. 4): se invierte así la valencia de la masacre, “signo trágico de un callejón sin salida”, para transformarlo en “promesa”, signo de transitividad, donde se reúnen las isotopías de lo sagrado y de lo político, cada cual (“creyente o no creyente, protestante o practicante de otra religión”) siendo pues “invitado a entrar en la conversación democrática con respeto y dignidad” (p. 4).

La estrategia discursiva de la alcaldesa consiste, de igual manera, aunque siguiendo otra vía, en trabajar el material memoria. Retendremos aquí únicamente dos rasgos de este discurso, muy significativo desde el punto de vista semiótico. Como para entrar en una proximidad mayor con respecto a la memoria y al mismo tiempo reforzar su consistencia, este discurso penetra de cierto modo en su interioridad, escinde el bloque denso, a la vez opaco y difuso, que ella representa, operando en su seno distinciones actanciales. A oídos del auditorio, estas últimas permiten desplegar la memoria, seccionarla de alguna manera, y al mismo tiempo hacerla más próxima, perceptible, inteligible.

La primera distinción actancial concierne al anti-sujeto, dividido en “hombre de corte (juzgado) y hombre de calle”. Esta distinción (corte/calle) establece en su simplicidad la equivalencia entre las dos barbaries en las cuales el “hombre” es el actor: la barbarie pragmática del pueblo “que descuartiza los cuerpos de aquellas y aquellos a los que ha asesinado para arrebatarles toda pertenencia a la humanidad más allá de la misma muerte”, y la barbarie cognitiva de las elites que “barren de un golpe la memoria de los seres humanos que perdieron la vida” (p. 6). Dos formas de la negación —la denegación y el negacionismo— que convergen en el grado de responsabilidad y que coinciden también con aquellas que están al centro de La especie humana de Robert Antelme (1957), cuyo combate consiste en imponerle a los SS en los campos de concentración la pertenencia común del prisionero y de su verdugo a la misma especie.

El discurso de la alcaldesa prolonga pues, de una forma que podríamos llamar figurativa, esta primera distinción actancial entre anti-sujetos a través de una segunda distinción, en el interior del objeto: “el fanatismo de las elites y […] la incultura de las masas […] sembraron la muerte y la profanación de la muerte” (p. 6). Esta intensificación de la muerte, que corresponde a dos programas de acción diferentes (matar y destazar o castrar, etc.) hace surgir al mismo tiempo dos tipos de sanción para dos crímenes distintos, uno dentro del orden de lo profano y otro de lo sagrado.

De esta manera, vemos que las potencialidades narrativas de la memoria sobre el diván de la Historia producen, únicamente gracias al discurso, un efecto de actualización: la memoria se vuelve presencia sensible. Esta misma exploración narrativa, condensada en la expresión de “la dinámica incontrolable de exterminación”, refuerza la actualización. El recorrido político-narrativo de los asesinos en masa, tanto en los resultados inmediatos que ellos mismos esperan de su acción como en sus efectos a largo plazo, está ineluctablemente destinado al fracaso. Versión del futuro distinta de la “promesa”, surge pues la “advertencia”: “una verdad esencial sobre la cual deben meditar los incendiarios y los pirómanos que creen poder sacar provecho de la violencia que generan. La guerra civil tiene sus victimarios y sus víctimas —con frecuencia dentro de los dos bandos. Pero nunca vencedor”.

3. Entre memoria y olvido, mecanismos de activación y desactivación

La pos-posmemoria de un gran trauma alejado en el tiempo presenta pues configuraciones complejas, de las cuales hemos entrevisto algunas, entre los discursos de los historiadores (Anderson), del religioso (Clavairoly) y del personaje político (Hidalgo). Obviamente, no podríamos esbozar aquí una teoría general de las relaciones entre memoria y olvido —en este sentido, remitimos a la obra de referencia de Paul RicœurLa memoria, la historia, el olvido (2008), así como a la ilustre plétora de filósofos del tiempo vivido (de Bergson a Husserl y la fenomenología). Nos limitaremos pues a situar nuestras observaciones, esbozos de generalizaciones, en el contexto particular de aquello que hemos llamado pos-posmemoria, de la cual la masacre de San Bartolomé constituye un potente ejemplo, y quizás un modelo.

Dicho ejemplo puede oponerse a las configuraciones de la posmemoria de las dos o tres primeras generaciones precisamente en la medida en que, en el caso que nos ocupa, la memoria se encuentra en relación directa con el olvido, el desdibujamiento o la simple atenuación emocional del traumatismo con el paso del tiempo. Esta situación invita a cuestionar los mecanismos de activación y desactivación de la memoria.

El motor natural de la desactivación de la memoria es, por así decirlo, el olvido: no hay crimen en masa que no termine por caer en el olvido. Las matanzas colectivas llevadas a cabo por los pueblos de la antigüedad, incluso si están más o menos documentadas, se pierden en la noche de los tiempos, se vuelven inaccesibles a la memoria, y ya no pueden ser sensibilizadas. Hay una proxémica temporal como hay una proxémica espacial, y ambas regulan, en una escala gradual y acumulativa de sus efectos, la intensidad de los afectos. Nos encontramos entonces ante el olvido tal como se lo puede concebir espontáneamente, a juzgar por su resultado: nada. Es el olvido de desdibujamiento. Pero, como señala Ricœur, del mismo modo que hay abusos de memoria, hay también abusos de olvido.10 El filósofo hace énfasis en lo que llama “los olvidos de reserva” que, a diferencia de los olvidos de desdibujamiento, siempre pueden ser reactualizados. Ello implica que el espacio semiótico del olvido es modulable, modalizable, actancializado, sometido a diferentes regímenes de modos de existencia —realizado, actualizado, potencializado, virtualizado—, y que al mismo tiempo es tributario del tempo (ralentizado o precipitado). En suma, lejos del taciturno silencio de la nada, el olvido es en este caso narrativizado.

De esta forma, podemos identificar mecanismos políticos de desactivación de la memoria que constituyen prescripciones (o dictámenes) de olvido bajo la tutela de un Destinador soberano. Jean Michel Rey les dedicó todo un libro: L’oubli dans les temps troublés (2010). El autor se basa esencialmente en el análisis de la justificación del presidente Georges Pompidou frente al indulto que le acababa de conceder, en 1972, a Paul Touvier, colaborador de los nazis: “¿No ha llegado acaso el momento de olvidar aquellos tiempos en que los franceses no se querían?” Esta invitación hace eco a una prescripción más imperiosa, la del Edicto de Nantes, el cual, recordemos, debía restablecer la paz religiosa, en abril de 1598, después de treinta y seis años de guerras sucesivas. El rey Enrique IV es el sujeto enunciador. Los dos primeros artículos promulgados tienen por objeto el olvido obligado y la regulación de la memoria.

[…] de acuerdo al dictamen de los príncipes […] y de otros grandes y notables personajes […], bien y diligentemente valorado y considerado el asunto, a través de este edicto perpetuo e irrevocable, hemos dicho, declarado y ordenado; decimos, declaramos y ordenamos:

  1. Primeramente, que la memoria de todas las cosas pasadas de una parte y de otra, desde el comienzo del mes de marzo de 1585 hasta nuestro advenimiento a la corona, y durante los otros disturbios anteriores y con motivo de ellos, permanecerá extinguida y adormecida, como cosa no ocurrida.

  2. Le prohibimos a todos nuestros hombres, cualquiera que sea su estado y su calidad, reavivar la memoria de esas cosas, atacarse, ofenderse, injuriarse, o provocarse unos a otros como reproche por lo ocurrido, por cualquier causa y pretexto que sea (Henri IV, 1598, pp. 6-7).

Con su doble modalización deóntica negativa, que recae en el ser de la memoria (deber no ser) y en su hacer (deber no hacer), el discurso es perentorio: impone el olvido como una obligación absoluta. Aquello que ocurrió es declarado como (si hubiera) “no ocurrido”, —lo cual es peor que el olvido—, y queda formalmente prohibido tratar de reactivarlo. El olvido de reserva cede el lugar al olvido del borramiento forzado. Pero las cosas no son tan simples. Porque los recuerdos anidan tanto en los objetos concretos como en las experiencias sensibles. Podemos ver entonces el contraste que existe entre esta eliminación global e imperiosa de la memoria en los dos primeros artículos del edicto, y el detalle de los problemas necesariamente memorizados, de las cosas ocurridas en tal o cual ámbito, según un entramado sumamente fino de lugares (provincias y ciudades), funciones, actos y situaciones, que a partir de ahora habrá que borrar: sus actores permanecerán “en paz y libres de cargos”. ¿Cómo poner la memoria activa al servicio del olvido? He aquí por ejemplo un extracto del artículo LXXVI:

Quedarán todos, jefes, señores, caballeros, gentilhombres, oficiales, cuerpos de pueblos y comunidades, y todos los demás que los han ayudado y rescatado, sus viudas, herederos y sucesores, en paz y libres de culpa […] por todos los actos de hostilidad, levantamiento y conducta de hombres de guerra, manufactura y tasación de dinero efectuada según ordenanza de los jefes mencionados, fundición y toma de artillería y municiones, elaboración de pólvora y salitre, tomas, fortificaciones, desmantelamientos y demoliciones de las ciudades, castillos, pueblos y aldeas, negocios dentro de ellos, quemas y demoliciones de iglesias y casas, actos de justicia, juicios y sus ejecuciones ya sea en materia civil o penal, acuerdos y pagos entre ellos, viajes y labor de inteligencia, negociaciones, tratados y contratos celebrados con cualquier príncipe y comunidad extranjera e introducción de dichos extranjeros en ciudades y otros lugares de nuestro reino y en general de todo lo realizado, gestionado y negociado durante dichos conflictos […] (Henri IV, 1598, p. 26).

Vértigo de la lista… Sobre todo cuando detrás de cada nombre de objeto, lugar, acción, se despliega un relato, toma forma un recuerdo, se reavivan los sufrimientos padecidos. La prescripción de olvido tiene todos los componentes de un double bind.11

Este ejemplo muestra la complejidad del entramado entre la memoria y el olvido vinculados con los mecanismos de activación y desactivación donde se cruzan las contradicciones modales (por ejemplo, el deber no recordar asociado al no poder no…), las tensiones aspectuales (la iteración, el interminable suplicio…), los asideros figurativos (“manufactura de polvo y salitre”, “demolición de iglesias y casas”, etc.), las intenciones últimas (subsistencia, salvación…). Se ofrece entonces al análisis un programa que permite pensar en una reevaluación e incluso en una tipología de los procesos mnésicos y amnésicos.

En cualquier caso, no podemos ocultar el hecho de que la desactivación autoritaria y política de la memoria en nombre de la reconstitución de un actante colectivo unificado se combina y se asocia con su desactivación natural: el olvido por desgaste en el tiempo. Ello explica quizás la ambigüedad de esta prescripción, que aparece claramente en el enunciado de Georges Pompidou, con su formulación en modo interro-negativo, que solicita la confirmación y el consentimiento: “¿No ha llegado acaso el momento de olvidar?”. Por lo tanto, si se le puede reconocer una suerte de legitimidad a la prescripción política del olvido, es porque esta última está asociada con el carácter natural del desdibujamiento de los acontecimientos en la memoria. La prescripción colabora con el olvido. Ella se presenta como un fenómeno gradual, como una forma de acompañamiento que no hace más que anticipar o acelerar un movimiento ineluctable de atenuación, en el tiempo, de los acontecimientos traumáticos. La desactivación artificial de la memoria encuentra su justificación en la desactivación natural de la memoria.

Esta suerte de “confabulación” entre ambas es tanto más evidente y compartida en el seno del colectivo cuanto que aquellos que siguen activando la memoria y exigiendo que se mantenga viva son con frecuencia el blanco de reproches por parte de los que defienden el borramiento al punto de decir: “¿Para qué seguir poniendo el dedo en la llaga? ¿Para qué reactivar el sufrimiento? ¿Por qué reavivar los rescoldos casi extintos?” En los casos de crímenes sexuales contra menores, por ejemplo, se observa a veces que los allegados a las víctimas y a los depredadores (en el seno de una misma familia) tienden a decir, sin que ello implique ponerse “del lado” de estos últimos: “Bueno, mira, respecto a eso que pasó hace treinta años, el tiempo ha hecho su trabajo, así que ahora es mejor olvidar…”. En cierta forma, la víctima se vuelve entonces cómplice del crimen del cual reactiva la memoria, o más específicamente, cómplice del crimen que está reactivando, ya que los límites entre actante paciente y actante agente han sido borrados. Hay una especie de contagio del crimen sobre la víctima por el hecho de activar la memoria y rechazar su desactivación a través del olvido. De esta manera se complejiza y se transforma el dispositivo actancial.

Y para concluir: las valencias del olvido

Cuando Anne Hidalgo inauguró en 2016 el monumento conmemorativo de la masacre de San Bartolomé, reactivó la memoria y resensibilizó ese pasado que estaba más o menos congelado como un acontecimiento histórico, neutralizado por la Historia. Ahora bien, la reflexión que hemos desarrollado sobre la desactivación de la memoria y su reactivación plantea el problema del estatus del olvido. Olvido de desdibujamiento, olvido de reserva, olvido prescrito, olvido natural… Se perfila toda una tipología semio-narrativa con sus variaciones de sujetos y objetos, de modos de existencia —principalmente de potencialización—, de modalidades —en particular de prescripción proveniente del Destinador soberano—, y con sus horizontes pasionales y axiológicos —olvido culpable o virtuoso. Pero una tipología como ésta oculta una dimensión esencial de la memoria y del olvido en virtud de la cual, lejos de ser objetos neutros y, por así decirlo, “objetivos”, una y otro son incorporados subjetivamente, de manera constitutiva, por los sujetos individuales y colectivos, determinando al mismo tiempo sus recorridos narrativos simultáneamente somáticos, cognitivos y pasionales. Estas variaciones están, desde luego, estrechamente vinculadas con la perspectiva y el punto de vista.

Es decir que el olvido es asimétrico. No es posible prescribir el olvido para todo el mundo, porque el olvido para las víctimas no es lo mismo que el olvido para los victimarios. Existen individuos y grupos a quienes el olvido les conviene, pero también hay otros que no tienen interés alguno en olvidar, y no pueden, porque sus cuerpos recuerdan. Es sorprendente que las instancias políticas, los Destinadores, reivindiquen el olvido como un valor sin tomar en cuenta, de entrada, este parámetro constitutivo.12 Incluso nos podemos preguntar si la palabra olvido es pertinente, considerando cuánto difiere según los sujetos lo que ella recubre y condensa como recorrido. Esta palabra, en efecto, tiene un carácter absoluto. Ella da a entender que olvidar, en el caso de la prescripción política, sería un asunto de todos, y que por definición “eso se olvida”, “las cosas se olvidan”. Pero las cosas no se olvidan, esta reflexividad es engañosa: son los sujetos los que olvidan o no olvidan, los que deciden olvidar o no, y a los que les interesa olvidar o no, en el corto o largo plazo. Por lo tanto, podemos considerar que la prescripción política de olvido es probablemente, en la mayoría de los casos, la prolongación de un crimen, porque está destinada a ir en detrimento de los intereses de los que han sido víctimas y tienen la necesidad imperiosa de recordar, de transmitir el recuerdo y de compartirlo. Podemos decir entonces que la prescripción política de olvido es, en el contexto que nos ocupa y estrictamente hablando, la prolongación última de un crimen en masa.

El olvido también está sometido a las leyes de la narratividad. Antes de él, el perdón y la reconciliación tienen como presupuesto la secuencia de la sanción narrativa: para que ellos puedan efectuarse, hace falta el reconocimiento y el juicio sobre el hecho acaecido. Es necesaria la fuerza de la sanción (positiva o negativa, pragmática, cognitiva o incluso simbólica) para que la clausura narrativa —el sentimiento de que las cosas vuelven a un orden aparente— se realice. Ello nada quita al olvido y a su fuerza de inercia. Porque si bien “la memoria no es más que algunos trozos que rescatamos del olvido”, y si bien se manifiesta sólo a través de “algunos fragmentos que flotan sobre esta inmensa masa de olvido”, como dice Patrick Modiano (2017), sigue siendo cierto que, de la negociación entre estos dos regímenes de nuestra temporalidad vivida, emerge, a corto o largo plazo, el sentimiento de nuestra identidad.

Referencias

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2 

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______ & Fontanille, J. (Dirs.). (2007). Régimes sémiotiques de la temporalité. La flèche brisée du temps. París. PUF, coll. « Formes sémiotiques ».

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12 

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18 

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Notes

[*] Traducción de Raúl Saldaña León

[1] En la Introducción del libro colectivo Régimes sémiotiques de la temporalité : La flèche brisée du temps, dirigido por Denis Bertrand y Jacques Fontanille (2007), los autores distinguen los dos regímenes temporales “de la existencia” —tiempo cognitivo objetivado, cronológico, e historicizado— y “de la experiencia” —tiempo subjetivo percibido, vivido, y fenomenológico. La pos-posmemoria emerge de la tensión entre estos dos regímenes de la temporalidad.

[2] Reflexión desarrollada dentro del Seminario Internacional de Semiótica de París, cuyo tema en 2018-2019 fue “La constitución de colectivos. Creatividad de grupo, proyectos participativos y reconocimiento institucional”, coordinado por P. Basso Fossali y J.-F. Bordron. Nuestra exposición del 6 de febrero de 2019 tenía por título: “Ficción y constitución de colectivos”. http://afsemio.fr/wp-content/uploads/SaISie-06.02.19.Fiction-et-collectifs-Denis.Bertrand.pdf

[3] El subrayado es nuestro.

[4] Todas las traducciones de Anderson (1996) que aquí se presentan son nuestras [N. del T.].

[5] Sobre este punto, es posible encontrar informaciones interesantes en relación a las posiciones identitarias (multi-pertenencia) y, en parte, militantes (apoyo a las minorías) de Anderson, en un artículo que por motivo de su muerte publicó el escritor Jeet Heer (2015).

[6] Centre International de Recherches et d’Enseignement sur les Meurtres de Masse, asociación creada por Pierre Bayard (París 8) y Soko Phay (París 8), quienes introdujeron y difundieron en Francia el concepto de posmemoria.

[7] Decidimos conservar el poema en su versión original debido a la disertación filológica que viene en seguida, pero en esta nota agregamos nuestra propia versión: Aquí viene el día, día que el destino / Veía, fruncido el ceño, resbalar de dos años, / El día marcado de negro, el fin de la carnada / Que quiso ser noche y volver sobre sus pasos; / Día que con horror entre los días se cuenta / Que se marca de rojo y se ruboriza de vergüenza. / El amanecer quiere levantarse, alba que otrora tuvo / Su tez morena adornada con las flores del paraíso; / Cuando, por su enrejado de oro, la rosa carmesí / Se abría diciendo: “He aquí el viento, o la lluvia.” / Este amanecer que la muerte ha venido a armar y adornar / De centelleantes brazas o de tizones de infierno, / Para no negar su funesto rostro / Hizo sus vientos de suspiros, y de sangre su tormenta [N. del T.].

[8] Un pequeño problema filológico se plantea. Respetamos aquí la ortografía de la edición original de Les Tragiques, diferente de la que fue elegida para la placa conmemorativa: “se compte” en lugar de “se conte”. Las dos versiones son legítimas. Estos dos verbos cuyos significados difieren profundamente hoy en día (relatar / calcular), tienen, en efecto, el mismo origen etimológico y semántico —del latín computare, calcular: compter y conter (contar de calcular y contar de relatar); cf. “darse cuenta”. El diccionario Petit Robert dice al respecto (en la entrada “compte”): “Para distinguir compte (cuenta aritmética) de conte (cuento) en el sentido de ‘historia’, y puesto que tienen el mismo origen, se le agregó en el siglo XIII una ‘p’ de acuerdo a su etimología. El verbo compter siguió la misma modificación ortográfica”. Con base en esta información, es de suponer que, para fines del siglo XVI, esta ambigüedad entre los dos verbos había desaparecido desde hacía tiempo, y que por lo tanto la elección de la ortografía “conter” aludía, en efecto, a “raconter” (relatar), lo cual resulta más coherente en relación con el resto del verso, que podríamos entonces parafrasear así: “jour qui, parmi les jours se raconte avec horreur” (“Día que con horror entre los días se relata”). Se trata efectivamente de una referencia al relato que vendrá enseguida como una expansión de la catáfora. La otra interpretación, con “compter”, es igualmente plausible, aunque lógicamente más rara, a costa de un posible anacoluto: “Jour qui (se) compte parmi les jours les plus horribles” (Día que (se) cuenta entre los días más horridos). En francés se utilizan dos palabras distintas para contar (calcular) y contar (relatar). En español se utiliza el verbo “contar” indistintamente; aun así, hemos respetado la disertación del autor al respecto, agregando las acotaciones correspondientes [N. del T.].

[9] Este discurso, así como el de la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, se puede consultar en el siguiente vínculo: http://195.114.27.194/~protestants.org/fileadmin/user_upload/Protestantisme_et_Societe/archives/2016-04-13-Devoilement_de_la_plaque_.pdf. Aquí el extracto de la página 3.

[10] Los abusos de olvido se inscriben en la tipología de las formas del olvido patológico: el olvido manipulado y el olvido comandado (Reagan, 2008).

[11] En inglés, un double bind es un dilema en comunicación en el cual un individuo o grupo recibe dos o más mensajes conflictivos, uno invalidando al otro [N. del T.].

[12] En su discurso de inauguración de la placa conmemorativa del 13 de abril de 2016, Olivier Millet, historiador del protestantismo, declara: “Acontecimiento traumático para los protestantes franceses y europeos, condenado luego, a los ojos de las autoridades francesas preocupadas por establecer una paz civil duradera […] al olvido por medio de una necesaria e imposible amnesia colectiva, se convirtió progresivamente, sobre todo a partir del siglo XVIII, en la referencia mítica universal que permite condenar todo fanatismo religioso así como el maquiavelismo político” (https://fep.asso.fr/2016/04/devoilement-de-la-plaque-en-hommage-aux-victimes-du-massacre-de-la-saint-barthelemy/)


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